VICENTE HUIDOBRO
El gran poeta Vicente Huidobro, que adoptó siempre un aire travieso hacia todas las cosas, me persiguió con sus múltiples jugarretas, enviando infantiles anónimos en contra mía y acusándome continuamente de plagio. Huidobro es el representante de una larga línea de egocéntricos impenitentes. Esta forma de defenderse en la contradictoria vida de la época, que no concedía ningún papel al escritor, fue una característica de los años inmediatamente anteriores a la primera guerra mundial. La posición egodesafiante repercutió en América como eco de los desplantes de D’Arinunzio en Europa. Este escritor italiano, gran despilfarrador y violador de los cánones pequeño-burgueses, dejó en América una estela volcánica de mesianismo. El más aparatoso y revolucionario de sus seguidores fue Vargas Vila.
Me es difícil hablar mal de Huidobro, que me honró durante toda su vida con una espectacular guerra de tinta. Él se confirió a sí mismo el título de «Dios de la Poesía» y no encontraba justo que yo, mucho más joven que él, formara parte de su Olimpo. Nunca supe bien de qué se trataba en ese Olimpo. La gente de Huidobro creacionaba, surrealizaba, devoraba el último papel de París. Yo era infinitamente inferior, irreductiblemente provinciano, territorial, semisilvestre.
Huidobro no se conformaba con ser un poeta extraordinariamente dotado, como en efecto lo era. Quería también ser «superman». Había algo infantilmente bello en sus travesuras. Si hubiera vivido hasta estos días, ya se habría ofrecido como voluntario insustituible para el primer viaje a la luna. Me lo imagino probándoles a los sabios que su cráneo era el único sobre la tierra genuinamente dotado, por su forma y flexibilidad, para adaptarse a los cohetes cósmicos.
Algunas anécdotas lo definen. Por ejemplo, cuando volvió a Chile después de la última guerra, ya viejo y cercano a su fin, le mostraba a todo el mundo un teléfono oxidado y decía:
—Yo personalmente se lo arrebaté a Hitler. Era el teléfono favorito del Führer.
Una vez le mostraron una mala escultura académica y dijo:
—¡Qué horror! Es todavía peor que las de Miguel Ángel.
También vale la pena contar una aventura estupenda que protagonizó en París, en 1919. Huidobro publicó un folleto titulado Finis Britannia, en el cual pronosticaba el derrumbamiento inmediato del imperio británico. Como nadie se enteró de su profecía, el poeta optó por desaparecer. La prensa se ocupó del caso: «Diplomático chileno misteriosamente secuestrado». Algunos días después apareció tendido a la puerta de su casa.
—Boy-scouts ingleses me tenían secuestrado —declaró a la policía. Me mantuvieron amarrado a una columna, en un subterráneo. Me obligaron a gritar un millar de veces: «¡Viva el Imperio Británico!».
Luego se volvió a desmayar. Pero la policía examinó un paquetito que llevaba bajo el brazo. Era un pijama nuevo, comprado tres días antes en una buena tienda de París por el propio Huidobro. Todo se descubrió. Pero Huidobro perdió un amigo. El pintor Juan Gris, que había creído a pie juntillas en el secuestro y sufrido horrores por el atropello imperialista al poeta chileno no le perdonó jamás aquella mentira.
Huidobro es un poeta de cristal. Su obra brilla por todas partes y tiene una alegría fascinadora. En toda su poesía hay un resplandor europeo que él cristaliza y desgrana con un juego pleno de gracia e inteligencia.
Lo que más me sorprende en su obra releída es su diafanidad. Este poeta literario que siguió todas las modas de una época enmarañada y que se propuso desoír la solemnidad de la naturaleza, deja fluir a través de su poesía un constante canto de agua, un rumor de aire y hojas y una grave humanidad que se apodera por completo de sus penúltimos y últimos poemas.
Desde los encantadores artificios de su poesía afrancesada hasta las poderosas fuerzas de sus versos fundamentales, hay en Huidobro una lucha entre el juego y el fuego, entre la evasión y la inmolación. Esta lucha constituye un espectáculo; se realiza a plena luz y casi a plena conciencia, con una claridad deslumbradora.
No hay duda que hemos vivido alejados de su obra por un prejuicio de sobriedad. Coincidimos que el peor enemigo de Vicente Huidobro fue Vicente Huidobro. La muerte apagó su existencia contradictoria e irreductiblemente juguetona. La muerte corrió un velo sobre su vida mortal, pero levantó otro velo que dejó para siempre al descubierto su deslumbrante calidad. Yo he propuesto un monumento para él, junto a Rubén Darío. Pero nuestros gobiernos son parcos en erigir estatuas a los creadores, como son pródigos en monumentos sin sentido.
No podríamos pensar en Huidobro como un protagonista político a pesar de sus veloces incursiones en el predio revolucionario. Tuvo hacia las ideas inconsecuencias de niño mimado. Mas todo eso quedó atrás, en la polvareda, y seríamos inconsecuentes nosotros mismos si nos pusiéramos a clavarle alfileres a riesgo de menoscabar sus alas. Diremos, más bien, que sus poemas a la Revolución de Octubre y a la muerte de Lenin son contribución fundamental de Huidobro al despertar humano.
Huidobro murió en el año 1948, en Cartagena, cerca de Isla Negra, no sin antes haber escrito algunos de los más desgarradores y serios poemas que me ha tocado leer en mi vida. Poco antes de morir visitó mi casa de Isla Negra, acompañando a Gonzalo Losada, mi buen amigo y editor. Huidobro y yo hablamos como poetas, como chilenos y como amigos.