QUASIMODO

La tierra de Italia guarda las voces de sus antiguos poetas en sus purísimas entrañas. Al pisar el suelo de las campiñas, al cruzar los parques donde el agua centellea, al atravesar las arenas de su pequeño océano azul, me pareció ir pisando diamantinas substancias, cristalería secreta, todo el fulgor que guardaron los siglos. Italia dio forma, sonido, gracia y arrebato a la poesía de Europa; la sacó de su primera forma informe, de su tosquedad vestida con sayal y armadura. La luz de Italia transformó las harapientas vestiduras de los juglares y la ferretería de las canciones de gesta en un río caudaloso de cincelados diamantes.

Para nuestros ojos de poetas recién llegados a la cultura, venidos de países donde las antologías comienzan con los poetas del año 1880, era un asombro ver en las antologías italianas la fecha de 1230 y tantos, o 1310, o 1450, y entre estas fechas los tercetos deslumbrantes, el apasionado atavío, la profundidad y la pedrería de los Alighieri, Cavalcanti, Petrarca, Poliziano. Estos nombres y estos hombres prestaron luz florentina a nuestro dulce y poderoso Garcilaso de la Vega, al benigno Boscán; iluminaron a Góngora y tiñeron con su dardo de sombra la melancolía de Quevedo; moldearon los sonetos de William Shakespeare de Inglaterra y encendieron las esencias de Francia haciendo florecer las rosas de Ronsard y Du Bellay.

Así pues, nacer en las tierras de Italia es difícil empresa para un poeta, empresa estrellada que entraña asumir un firmamento de resplandecientes herencias.

Conozco desde hace años a Salvatore Quasimodo, y puedo decir que su poesía representa una conciencia que a nosotros no parecía fantasmagórica por su pesado y ardiente cargamento. Quasimodo es un europeo que dispone a ciencia cierta del conocimiento, del equilibrio y de todas las armas de la inteligencia. Sin embargo, su posición de italiano central, de protagonista actual de un intermitente pero inagotable clasicismo, no lo ha convertido en un guerrero preso dentro de su fortaleza. Quasimodo es un hombre universal por excelencia, que no divide el mundo belicosamente en Occidente y Oriente, sino que considera como absoluto deber contemporáneo borrar las fronteras de la cultura y establecer como dones invisibles la poesía, la verdad, la libertad, la paz y la alegría.

En Quasimodo se unen los colores y los sonidos de un mundo melancólicamente sereno. Su tristeza no significa la derrotada inseguridad de Leopardi, sino el recogimiento germinal de la tierra en la tarde; esa unción que adquiere la tarde cuando los perfumes, las voces, los colores y las campanas protegen el trabajo de las más profundas semillas. Amo el lenguaje recogido de este gran poeta, su clasicismo y su romanticismo y sobre todo admiro en él su propia impregnación en la continuidad de la belleza, así como su poder de transformarlo todo en un lenguaje de verdadera y conmovedora poesía.

Por encima del mar y de la distancia levanto una fragante corona hecha con hojas de la Araucanía y la dejo volando en el aire para que se la lleve el viento y la vida y la dejen sobre la frente de Salvatore Quasimodo. No es la corona apolínea de laurel que tantas veces vimos en los retratos de Francesco Petrarca. Es una corona de nuestros bosques inexplorados, de hojas que no tienen nombre todavía, empapadas por el rocío de auroras australes.