ELUARD, EL MAGNÍFICO
Mi camarada Paul Eluard murió hace poco tiempo. Era tan entero, tan compacto, que me costó dolor y trabajo acostumbrarme a su desaparecimiento. Era un normando azul y rosa, de contextura recia y delicada. La guerra del 14, en la que fue gaseado dos veces, le dejó para siempre las manos temblorosas. Pero Eluard me dio en todo instante la idea del color celeste, de un agua profunda y tranquila, de una dulzura que conocía su fuerza. Por su poesía tan limpia, transparente como las gotas de una lluvia de primavera contra los cristales, habría parecido Paul Eluard un hombre apolítico, un poeta contra la política. No era así. Se sentía fuertemente ligado al pueblo de Francia, a sus razones y a sus luchas.
Era firme Paul Eluard. Una especie de torre francesa con esa lucidez apasionada que no es lo mismo que la estupidez apasionada, tan común.
Por primera vez, en México, a donde viajamos juntos, lo vi al borde de un oscuro abismo, él que siempre dejó un sitio reposado a la tristeza, un sitio tan asiduo como a la sabiduría.
Estaba agobiado. Yo había convencido, yo había arrastrado a este francés central hasta esas tierras lejanas y allí, el mismo día en que enterramos a José Clemente Orozco, caí yo enfermo con una peligrosa tromboflebitis que me mantuvo cuatro meses amarrado a mi cama. Paul Eluard se sintió solitario, oscuramente solitario, con el desamparo del explorador ciego. No conocía a nadie, no se le abrían las puertas. La viudez se le vino encima; se sentía allí solo y sin amor. Me decía: «Necesitamos ver la vida en compañía, participar en todos los fragmentos de la vida. Es irreal, es criminal mi soledad».
Llamé a mis amigos y lo obligamos a salir. A regañadientes lo llevaron a recorrer los caminos de México y en uno de esos recodos se encontró con el amor, con su último amor: Dominique.
Es muy difícil para mí escribir sobre Paul Eluard. Seguiré viéndolo vivo junto a mí, encendida en sus ojos la eléctrica profundidad azul que miraba tan ancho y desde tan lejos.
Salía del suelo francés en que laureles y raíces entretejen sus fragantes herencias. Su altura era hecha de agua y piedra y a ella trepaban antiguas enredaderas portadoras de flor y fulgor, de nidos y cantos transparentes.
Transparencia, es ésta la palabra. Su poesía era cristal de piedra, agua inmovilizada en su cantante corriente.
Poeta del amor cenital, hoguera pura de mediodía, en los días desastrosos de Francia puso en medio de su patria el corazón y de él salió fuego decisivo para las batallas.
Así llegó naturalmente a las filas del partido comunista. Para Eluard ser un comunista era confirmar con su poesía y su vida los valores de la humanidad y del humanismo.
No se crea que Eluard fue menos político que poeta. A menudo me asombró su clara videncia y su formidable razón dialéctica. Juntos examinamos muchas cosas, hombres y problemas de nuestro tiempo, y su lucidez me sirvió para siempre.
No se perdió en el irracionalismo surrealista porque no fue un imitador, sino un creador, y como tal descargó sobre el cadáver del surrealismo disparos de claridad e inteligencia.
Fue mi amigo de cada día y pierdo su ternura que era parte de mi pan. Nadie podrá darme ya lo que él se lleva porque su fraternidad activa era uno de los preciados lujos de mi vida.
¡Torre de Francia, hermano! Me inclino sobre tus ojos cerrados que continuarán dándome la luz y la grandeza, la simplicidad y la rectitud, la bondad y la sencillez que implantaste sobre la tierra.