UN INVENTOR DE ESTRELLAS

Un hombre dormía en su habitación de un hotel en París. Como era un trasnochador decidido, no se sorprendan ustedes si les cuento que eran las doce del día y el hombre seguía durmiendo.

Tuvo que despertar. La pared de la izquierda cayó súbitamente demolida. Luego se derrumbó la del frente. No se trataba de un bombardeo. Por los socavones recién abiertos penetraban obreros bigotudos, picota en mano, que increpaban al durmiente:

—Eh, lève-toi, bourgeois! ¡Tómate una copa con nosotros!

Se destapó el champagne. Entró un alcalde, con banda tricolor al pecho. Sonó una fanfarria con los acordes de La Marsellesa. ¿Qué causa originaba hechos tan extraños? Sucedía que justamente en el subsuelo del dormitorio de aquel soñador se había producido el punto de unión de dos tramos del ferrocarril subterráneo de París, para esa época en construcción.

Desde el momento en que aquel hombre me contó esta historia, decidí ser su amigo, o más bien su adepto, o su discípulo. Como le acontecían cosas tan extrañas, y yo no quería perderme de ninguna de ellas, lo seguí a través de varios países. Federico García Lorca adoptó una posición semejante a la mía, cautivado por la fantasía de aquel fenómeno.

Federico y yo estábamos sentados en la cervecería de Correos, junto a la Cibeles madrileña, cuando el durmiente de París irrumpió en la reunión. Aunque rozagante y mapamúndico de apariencia, llegó desencajado. Le había sucedido una vez más lo inenarrable. Estaba en su modestísimo escondrijo de Madrid y quiso poner en orden sus papeles musicales. Porque olvidé decir que nuestro protagonista era compositor mágico. ¿Y qué pasó?

—Un coche se detuvo a la puerta de mi hotel. Oí cómo subían las escaleras, cómo entraban los pasos a la pieza vecina a la mía. Después el nuevo inquilino comenzó a roncar. Al principio era un susurro. Luego se estremeció el ambiente. Los armarios, las paredes se movían bajo el impulso rítmico del gran roncador.

—Se trataba, sin duda, de un animal salvaje. Cuando los ronquidos se desataron en una inmensa catarata, nuestro amigo ya no tuvo ninguna duda: era el jabalí Cornúpeto. En otros países su estruendo había estremecido basílicas, obstruido carreteras, enfurecido el mar. ¿Qué iba a pasar con este peligro planetario, con este monstruo abominable que amenazaba la paz de Europa?

Cada día nos contaba nuevas peripecias espantosas del jabalí Cornúpeto a Federico, a mí, a Rafael Alberti, al escultor Alberto a Fulgencio Díaz Pastor, a Miguel Hernández. Todos nosotros lo recibíamos anhelantes y lo despedíamos con ansiedad.

Hasta que un día llegó con su antigua risa globular. Y nos dijo:

—El pavoroso problema ha sido resuelto. El Graaf Zeppelin alemán ha aceptado transportar al jabalí Cornúpeto. Lo dejará caer en la selva brasileña. Los grandes árboles lo nutrirán. No hay peligro de que se beba el Amazonas de una sola sentada. Desde allí seguirá atronando la tierra con sus terribles ronquidos.

Federico lo oía estallando de risa, con los ojos cerrados por la emoción. Entonces nuestro amigo nos contaba la vez en que fue a poner un telegrama y el telegrafista lo convenció de que no enviara jamás telegramas, sino cartas, porque la gente se asustaba mucho cuando recibía esos despachos alados, y hasta había quienes se morían de infarto antes de abrirlos. Nos refería la vez en que asistió de curioso a una subasta de caballos «pura sangre» en Londres y levantó la mano para saludar a un amigo, por lo cual el martillero le adjudicó en diez mil libras una yegua que el Aga Khan había pujado hasta nueve mil quinientas.

—Tuve que llevarme la yegua para mi hotel y devolverla al día siguiente —concluía.

Ahora el fabulador no puede contar la historia del jabalí Cornúpeto, ni ninguna otra. Se me murió aquí, en Chile. Este chileno orbital, músico de par en par, derrochador de inigualables historias, se llamó en vida Acario Cotapos. Me tocó hablar en el entierro de ese hombre inenterrable. Dije solamente: «Hoy entregamos a las sombras un ser resplandeciente que nos regalaba una estrella cada día».