LIBROS Y CARACOLES
Un bibliófilo pobre tiene infinitas ocasiones de sufrir. Los libros no se le escapan de las manos, sino que se le pasan por el aire, a vuelo de pájaro, a vuelo de precios.
Sin embargo, entre muchas exploraciones salta la perla.
Recuerdo la sorpresa del librero García Rico, en Madrid, en 1934, cuando le propuse comprarle una antigua edición de Góngora, que sólo costaba 100 pesetas, en mensualidades de 20. Era muy poca plata, pero yo no la tenía. La pagué puntualmente a lo largo de aquel semestre. Era la edición de Foppens. Este editor flamenco del siglo XVII imprimió en incomparables y magníficos caracteres las obras de los maestros españoles del Siglo Dorado.
No me gusta leer a Quevedo sino en aquellas ediciones donde los sonetos se despliegan en línea de combate, como férreos navíos. Después me interné en la selva de las librerías, por los vericuetos suburbiales de las de segunda mano o por las naves catedralicias de las grandiosas librerías de Francia e Inglaterra. Las manos me salían polvorientas, pero de cuando en cuando obtuve algún tesoro, o por lo menos la alegría de presumirlo.
Premios literarios contantes y sonantes me ayudaron a adquirir ciertos ejemplares de precios extravagantes. Mi biblioteca pasó a ser considerable. Los antiguos libros de poesía relampagueaban en ella y mi inclinación a la historia natural la llenó de grandiosos libros de botánica iluminados a todo color; y libros de pájaros, de insectos o de peces. Encontré milagrosos libros de viajes; Quijotes increíbles, impresos por Ibarra; infolios de Dante con la maravillosa tipografía bodoniana; hasta algún Moliére hecho en poquísimos ejemplares, ad usum delphini, para el hijo del rey de Francia.
Pero, en realidad, lo mejor que coleccioné en mi vida fueron mis caracoles. Me dieron el placer de su prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa agregada a la multiplicidad de las formas, táctiles, góticas, funcionales.
Miles de pequeñas puertas submarinas se abrieron a mí conocimiento desde aquel día en que don Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección. Desde entonces y al azar de mis viajes recorrí los siete mares acechándolos y buscándolos. Mas debo reconocer que fue el mar de París el que, entre ola y ola, me descubrió más caracoles. París había transmigrado todo el nácar de las oceanías a sus tiendas naturalistas, a sus «mercados de pulgas».
Más fácil que meter las manos en las rocas de Veracruz o Baja California fue encontrar bajo el sargazo de la urbe, entre lámparas rotas y zapatos viejos, la exquisita silueta de la Oliva Textil. O sorprender la lanza de cuarzo que se alarga, como un verso del agua, en la Rosellaria Fusus. Nadie me quitará el deslumbramiento de haber extraído del mar el Espondylus Roseo, ostión tachonado de espinas de coral. Y más allá entreabrir el Espondylus Blanco, de púas nevadas como estalagmitas de una gruta gongorina.
Algunos de estos trofeos pudieron ser históricos. Recuerdo que en el Museo de Pekín abrieron la caja más sagrada de los moluscos del mar de China para regalarme el segundo de los dos únicos ejemplares de la Thatcheria Mirabilis. Y así pude atesorar esa increíble obra en la que el océano regaló a China el estilo de templos y pagodas que persistió en aquellas latitudes.
Tardé treinta años en reunir muchos libros. Mis anaqueles guardaban incunables y otros volúmenes que me conmovían; Quevedo, Cervantes, Góngora, en ediciones originales, así como Laforgue, Rimbaud, Lautréamont. Estas páginas me parecía que conservaban el tacto de los poetas amados. Tenía manuscritos de Rimbaud. Paul Eluard me regaló en París, para mi cumpleaños, las dos cartas de Isabelle Rimbaud para su madre, escritas en el hospital de Marsella donde el errante fue amputado de una pierna. Eran tesoros ambicionados por la Bibliothéque Nationale de París y por los voraces bibliófilos de Chicago.
Tanto corría yo por los mundos que creció desmedidamente mi biblioteca y rebasó las condiciones de una biblioteca privada. Un día cualquiera regalé la gran colección de caracoles que tardé veinte años en juntar y aquellos cinco mil volúmenes escogidos por mí con el más grande amor en todos los países. Se los regalé a la universidad de mi patria. Y fueron recibidos como dádiva relumbrante por las hermosas palabras de un rector.
Cualquier hombre cristalino pensará en el regocijo con que recibirían en Chile esa donación mía. Pero hay también hombres anticristalinos. Un crítico oficial escribió artículos furiosos. Protestaba con vehemencia contra mi gesto. ¿Cuándo se podrá atajar el comunismo internacional?, proclamaba. Otro señor hizo en el parlamento un discurso encendido contra la universidad por haber aceptado mis maravillosos cunables e incunables; amenazó con cortarle al instituto nacional los subsidios que recibe. Entre el articulista y el parlamentario lanzaron una ola de hielo sobre el pequeño mundo chileno. El rector de la universidad iba y venía por los pasillos del congreso, desencajado.
Por cierto que han pasado veinte años de aquella fecha y nadie ha vuelto a ver ni mis libros ni mis caracoles. Parece como si hubieran retornado a las librerías y al océano.