LA ORIGINALIDAD
Yo no creo en la originalidad. Es un fetiche más, creado en nuestra época de vertiginoso derrumbe. Creo en la personalidad a través de cualquier lenguaje, de cualquier forma, de cualquier sentido de la creación artística. Pero la originalidad delirante es una invención moderna y una engañifa electoral. Hay quienes quieren hacerse elegir Primer Poeta, de su país, de su lengua o del mundo. Entonces corren en busca de electores, insultan a los que creen con posibilidades de disputarles el cetro, y de ese modo la poesía se transforma en una mascarada.
Sin embargo, es esencial conservar la dirección interior, mantener el control del crecimiento que la naturaleza, la cultura y la vida social aportan para desarrollar las excelencias del poeta.
En los tiempos antiguos, los más nobles y rigurosos poetas, como Quevedo por ejemplo, escribieron poemas con esta advertencia: «Imitación de Horacio», «Imitación de Ovidio», «Imitación de Lucrecio».
Por mi parte, conservo mi tono propio que se fue robusteciendo por su propia naturaleza, como crecen todas las cosas vivas. Es indudable que las emociones forman parte principal de mis primeros libros, y ¡ay del poeta que no responde con su canto a los tiernos o furiosos llamados del corazón! Sin embargo, después de cuarenta años de experiencia, creo que la obra poética puede llegar a un dominio más substancial de las emociones. Creo en la espontaneidad dirigida. Para esto se necesitan reservas que deben estar siempre a disposición del poeta, digamos en su bolsillo, para cualquier emergencia. En primer término la reserva de observaciones formales, virtuales, de palabras, sonidos o figuras, ésas que pasan cerca de uno como abejas. Hay que cazarlas de inmediato y guardarlas en la faltriquera. Yo soy muy perezoso en este sentido, pero sé que estoy dando un buen consejo. Maiakovski tenía una libretica y acudía incesantemente a ella. Existe también la reserva de emociones. ¿Cómo se guardan éstas? Teniendo conciencia de ellas cuando se producen. Luego, frente al papel, recordaremos esa conciencia nuestra, más vivamente que la emoción misma.
En buena parte de mi obra he querido probar que el poeta puede escribir sobre lo que se le indique, sobre aquello que sea necesario para una colectividad humana. Casi todas las grandes obras de la antigüedad fueron hechas sobre la base de estrictas peticiones. Las Geórgicas son la propaganda de los cultivos en el agro romano. Un poeta puede escribir para una universidad o un sindicato, para los gremios y los oficios. Nunca se perdió la libertad con eso. La inspiración mágica y la comunicación del poeta con Dios son invenciones interesadas. En los momentos de mayor trance creador, el producto puede ser parcialmente ajeno, influido por lecturas y presiones exteriores.
De pronto interrumpo estas consideraciones un tanto teóricas y me pongo a recordar la vida literaria de mis años mozos. Pintores y escritores se agitaban sordamente. Había un lirismo otoñal en la pintura y en la poesía. Cada uno trataba de ser más anárquico, más disolvente, más desordenado. La vida social chilena se conmovía profundamente. Alessandri pronunciaba discursos subversivos. En las pampas salitreras se organizaban los obreros que crearían el movimiento popular más importante del continente. Eran los sacrosantos días de lucha. Carlos Vicuña, Juan Gandulfo. Yo me sumé de inmediato a la ideología anarcosindicalista estudiantil. Mí libro favorito era el Sacha Yegulev, de Andreiev. Otros leían las novelas pornográficas de Arzivachev y le atribuían consecuencias ideológicas, exactamente como sucede hoy con la pornografía existencialista. Los intelectuales se refugiaban en las cantinas. El viejo vino hacía brillar la miseria que relucía como oro hasta la mañana siguiente. Juan Egaña, poeta extraordinariamente dotado, se quebrantaba hasta la tumba. Se contaba que, al heredar una fortuna, dejó todos los billetes sobre una mesa, en una casa abandonada. Los contertulios que dormían de día, salían de noche a buscar vino en barriles. Sin embargo, ese rayo lunar de la poesía de Juan Egaña es un estremecimiento desconocido de nuestra «selva lírica». Éste era el título romántico de la gran antología modernista de Molina Núñez y 0. Segura Castro. Es un libro plenario, lleno de grandeza y de generosidad. Es la Suma Poética de una época confusa, signada por inmensos vacíos y por un esplendor purísimo. La personalidad que más me impresionó fue el dictador de la joven literatura. Ya nadie lo recuerda. Se llamaba Aliro Oyarzún. Era un demacrado baudelairiano, un decadente lleno de calidades, un Barba Jacob de Chile, atormentado, cadavérico, hermoso y lunático. Hablaba con voz cavernosa desde su alta estatura. Él inventó esa manera jeroglífica de proponer los problemas estéticos, tan peculiar en cierta parte de nuestro mundo literario. Elevaba la voz; su frente parecía una cúpula amarilla del templo de la inteligencia. Decía por ejemplo: «lo circular del círculo», «lo dionisiaco de Dionysios», «lo oscuro de los oscuros». Pero Aliro Oyarzún no era ningún tonto. Resumía en sí lo paradisíaco y lo infernal de una cultura. Era un cosmopolita que por teorizar fue matando su esencia. Dicen que por ganar una apuesta escribió su único poema, y no comprendo por qué ese poema no figura en todas las antologías de la poesía chilena.