VIVIENDO CON EL IDIOMA
Yo nací en 1904. En 1921 se publicó un folleto con uno de mis poemas. En el año 1923 fue editado mi primer libro, Crepusculario. Estoy escribiendo estos recuerdos en 1973. Han pasado ya 50 años desde aquel momento emocionante en que un poeta siente los primeros vagidos de la criatura impresa, viva, agitada y deseosa de llamar la atención como cualquier otro recién nacido.
No se puede vivir toda una vida con un idioma, moviéndolo longitudinalmente, explorándolo, hurgándole el pelo y la barriga, sin que esta intimidad forme parte del organismo. Así me sucedió con la lengua española. La lengua hablada tiene otras dimensiones; la lengua escrita adquiere una longitud imprevista. El uso del idioma como vestido o como la piel en el cuerpo; con sus mangas, sus parches, sus transpiraciones y sus manchas de sangre o de sudor, revela al escritor. Esto es el estilo. Yo encontré mi época trastornada por las revoluciones de la cultura francesa. Siempre me atrajeron, pero de alguna manera no le iban a mi cuerpo como traje. Huidobro, poeta chileno, se hizo cargo de las modas francesas que él adaptó a su manera de existir y expresarse, en forma admirable. A veces me pareció que superaba a sus modelos. Algo así pasó, en escala mayor, con la irrupción de Rubén Darío en la poesía hispánica. Pero Rubén Darío fue un gran elefante sonoro que rompió todos los cristales de una época del idioma español para que entrara en su ámbito el aire del mundo. Y entró.
Entre americanos y españoles el idioma nos separa algunas veces. Pero sobre todo es la ideología del idioma la que se parte en dos. La belleza congelada de Góngora no conviene a nuestras latitudes, y no hay poesía española, ni la más reciente, sin el resabio, sin la opulencia gongorina. Nuestra capa americana es de piedra polvorienta, de lava triturada, de arcilla con sangre. No sabemos tallar el cristal. Nuestros preciosistas suenan a hueco. Una sola gota de vino de Martín Fierro o de la miel turbia de Gabriela Mistral los deja en su sitio: muy paraditos en el salón como jarrones con flores de otra parte.
El idioma español se hizo dorado después de Cervantes, adquirió una elegancia cortesana, perdió la fuerza salvaje que traía de Gonzalo de Berceo, del Arcipreste, perdió la pasión genital que aún ardía en Quevedo. Igual pasó en Inglaterra, en Francia, en Italia. La desmesura de Chaucer, de Rabelais, fueron castradas; la petrarquización preciosista hizo brillar las esmeraldas, los diamantes, pero la fuente de la grandeza comenzó a extinguirse. Este manantial anterior tenía que ver con el hombre entero, con su anchura, su abundancia y su desborde.
Por lo menos, ése fue mi problema aunque yo no me lo planteara en tales términos. Si mi poesía tiene algún significado, es esa tendencia espacial, ilimitada, que no se satisface en una habitación. Mi frontera tenía que sobrepasarla yo mismo; no me la había trazado en el bastidor de una cultura distante. Yo tenía que ser yo mismo, esforzándome por extenderme como las propias tierras en donde me tocó nacer. Otro poeta de este mismo continente me ayudó en este camino. Me refiero a Walt Whitman, mi compañero de Manhattan.