TIEMPO DE COSMONAUTAS
Moscú de nuevo. El 7 de noviembre en la mañana presencié el desfile del pueblo, de sus deportistas, de la luminosa juventud soviética. Marchaban firmes y seguros sobre la Plaza Roja. Los contemplaban los agudos ojos de un hombre muerto hace ya muchos años, fundador de esta seguridad, de esta alegría y de esta fuerza: Vladimir Ilich Ulianov, inmortalmente conocido como Lenin.
Esta vez desfilaron pocas armas. Pero, por primera vez, se vieron los enormes proyectiles intercontinentales. Casi pudiera haber tocado con la mano aquellos inmensos cigarros puros, de apariencia bonachona, capaces de llevar la destrucción atómica a cualquier punto del planeta.
Aquel día condecoraban a los dos rusos que volvían del cielo. Yo me sentía muy cerca de sus alas. El oficio de poeta es, en gran parte, pajarear. Precisamente por las calles de Moscú, por las costas del Mar Negro, entre los montañosos desfiladeros del Cáucaso soviético, me vino la tentación de escribir un libro sobre los pájaros de Chile. El poeta de Temuco estaba conscientemente dedicado a pajarear, a escribir sobre los pájaros de su tierra tan lejana, sobre chincoles y chercanas, tencas y diucas, cóndores y queltehues, en tanto dos pájaros humanos, dos cosmonautas soviéticos, se alzaban en el espacio y pasmaban de admiración al mundo entero. Todos contuvimos la respiración sintiendo sobre nuestras cabezas, mirando con nuestros ojos el doble vuelo cósmico.
Aquel día los condecoraban. Junto a ellos, completamente terrestres, estaban sus familiares, su origen, su raíz de pueblo. Los viejos llevaban inmensos bigotes campesinos; las viejas cubrían sus cabezas con el pañolón típico de las aldeas y campiñas. Los cosmonautas eran como nosotros, almas del campo, de la aldea, de la fábrica, de la oficina. En la Plaza Roja los recibió Nikita Jruschov, en nombre de la nación soviética. Después los vimos en la sala San Jorge. Me presentaron a Guerman Titov, el astronauta número dos, un chico simpático, de grandes ojos luminosos. Le pregunté de sopetón:
—¿Dígame, comandante, cuando navegaba por el cosmos y miraba hacia nuestro planeta, se divisaba claramente Chile?
Era como decirle: «Usted comprende que lo importante de su viaje era ver a Chilito desde arriba».
No sonrió como lo esperaba, sino que reflexionó algunos instantes y luego me dijo:
—Recuerdo unas cordilleras amarillas por Sudamérica. Se notaba que eran muy altas. Tal vez sería Chile.
Claro que era Chile, camarada.
Justo a los 40 años cumplidos por la revolución socialista, dejé a Moscú, en el tren hacia Finlandia. Mientras atravesaba la ciudad, rumbo a la estación, grandes haces de cohetes luminosos, fosfóricos, azules, rojos, violetas, verdes, amarillos, naranjas, subían muy alto como descargas de alegría, como señales de comunicación y amistad que partían hacia todos los pueblos desde la noche victoriosa.
En Finlandia compré un diente de narval y seguimos viaje. En Gotemburgo tomamos el barco que nos devolvería a América. También América y mi patria marchan con la vida y con el tiempo. Resulta que cuando pasamos por Venezuela, en dirección a Valparaíso, el tirano Pérez Jiménez, bebé favorito del Departamento de Estado, bastardo de Trujillo y de Somoza, mandó tantos soldados como para una guerra con la misión de impedirnos descender del barco a mí y a mi compañera. Pero cuando llegué a Valparaíso, ya la libertad había expulsado al déspota venezolano, ya el majestuoso sátrapa había corrido a Miami como conejo sonámbulo. Rápido anda el mundo desde el vuelo del sputnik. ¿Quién me iba a decir que la primera persona que tocó a la puerta de mi camarote en Valparaíso, para darnos bienvenida, iba a ser el novelista Simonov, a quien dejé bañándose en el Mar Negro?