EL VINO Y LA GUERRA
Me detuve en Moscú, en el camino de regreso. Esta ciudad es para mí, no sólo la magnífica capital del socialismo, la sede de tantos sueños realizados, sino la residencia de algunos de mis amigos más queridos. Moscú es para mí una fiesta. Apenas llego salgo solo por las calles, contento de respirar, silbando cuecas. Miro las caras de los rusos, los ojos y las trenzas de las rusas, los helados que se venden en las esquinas, las flores populares de papel, las vitrinas, en busca de cosas nuevas, de las pequeñas cosas que hacen grande la vida.
Fui a visitar una vez más a Ehrenburg. El buen amigo me mostró primero una botella de aguardiente noruego, acquavite. La etiqueta era un gran velero pintado. En otro sitio estaba la fecha de partida y la de regreso del barco que llevó hasta Australia esta botella y la devolvió a su Escandinavia original.
Nos pusimos a hablar de vinos. Recordé aquella época de mi juventud en que nuestros vinos patrimoniales emprendían viaje al extranjero, por exigencia y excelencia. Fueron siempre demasiado caros para los que usábamos vestimentas ferroviarias y vivíamos en tormentosa bohemia.
En todos los países me preocuparon los derroteros del vino, desde que nacía de «los pies del pueblo» hasta que se engarrafaba en vidrio verde o cristal facético. Me gustó tomar en Galicia el vino de Ribeiro, que se bebe en taza y deja en la loza una espesa marca de sangre. Recuerdo en Hungría un vino grueso, llamado «sangre de toro», cuyas embestidas hacen trepidar los violines de la gitanería.
Mis tatarabuelos tuvieron viñas. Parral, el pueblo donde nací, es cuna de ásperos mostos. De mi padre y de mis tíos, don José Ángel, don Joel, don Oseas y don Amós, aprendí a diferenciar el vino pipeño del filtrado. Me costó trabajo acatar sus inclinaciones hacia el vino irrefinado que cae de la pipa, de corazón original e irreductible. Como en todas las cosas, me costó volver a lo primitivo, al vigor, tras haber practicado la superación del gusto, saboreado el bouquet formalista. Pasa igual con el arte: se amanece con la Afrodita de Praxiteles y se queda uno a vivir con las estatuas salvajes de Oceanía.
Fue en París donde probé un vino excelso en una casa excelsa. El vino era un Mouton-Rothschild de cuerpo impecable, de aroma inexpresable, de perfecto contacto. La casa era la de Aragón y Elisa Triolet.
—Acabo de recibir estas botellas y las abro para ti —me dijo Aragón.
Y me contó la historia.
Avanzaban los ejércitos alemanes dentro de tierra francesa. El soldado más inteligente de Francia, poeta y oficial, Louis Aragón, llegó hasta un puente de avanzada. Mandaba un destacamento de enfermeros. Su orden era seguir más allá de ese puesto, hasta un edificio situado a trescientos metros más lejos. El capitán de la posición francesa lo detuvo. Era el conde Alphonse de Rothschild, más joven que Aragón y de sangre tan apremiante como la suya.
—No puede pasar de aquí —le dijo—. Es inminente el fuego alemán.
—Mis instrucciones son llegar a ese edificio —replicó vivamente Aragón.
—Mis órdenes son que no siga y se quede aquí —repuso el capitán.
Conociendo a Aragón, como yo lo conozco, estoy seguro de que en la discusión salieron chispas como granadas, contestaciones como estoques. Pero ella no duró más de diez minutos. De pronto, ante los ojos de Rothschild y Aragón, una granada de un mortero alemán cayó sobre aquel edificio cercano convirtiéndolo instantáneamente en humo, escombros y pavesa.
Así se salvó el primer poeta de Francia, gracias a la obstinación de Rothschild.
Desde entonces, en la misma fecha aniversaria del suceso, Aragón recibe unas cuantas botines bouteilles de Mouton-Rothschild, de las viñas del conde que fue su capitán en la última guerra.
Ahora estoy en Moscú, en la casa de Ilya Ehrenburg. Este gran guerrillero de la literatura, tan peligroso enemigo para el nazismo como una división de cuarenta mil hombres, era también un epicureísta refinado. Nunca supe si sabía de Stendhal o de foie gras. Paladeaba los versos de Jorge Manrique con tanto deleite como degustaba un Pommery-Greno. Su amor más viviente era Francia entera, el alma y el cuerpo de Francia sabrosa y fragante.
El caso es que, después de la guerra, se rumoreó en Moscú que se pondrían en venta ciertas misteriosas botellas de vino francés. El Ejército Rojo había conquistado, en su avance hacia Berlín, una fortaleza-cava, repleta de la insana propaganda de Goebbels y de los vinos que éste había saqueado en las bodegas de la dulce Francia. Papeles y botellas fueron enviados a los cuarteles generales del ejército vencedor, el Ejército Rojo, que investigó los documentos y no halló qué hacer con las botellas.
Las botellas eran gloriosos vidrios que ostentaban en etiquetas especiales sus fechas de nacimiento. Todos procedían de origen ilustre y de celebérrima vendimia. Los Romané, los Beaune, los Château-neuf du Pape, se codeaban con los rubios Pouilly, los ambarescentes Vouvray, los aterciopelados Chambertin. La colección entera estaba respaldada por cifras cronológicas de las más supremas cosechas.
La mentalidad igualitaria del socialismo distribuyó en las botillerías estos trofeos sublimes de los lagares franceses, al mismo precio de los vinos rusos. Como medida taxativa se dispuso que cada comprador sólo podía adquirir un reducido y determinado número de botellas. Grandes son los designios del socialismo, pero los poetas somos iguales en todas partes. Cada uno de mis compañeros de letras envió a parientes, vecinos, conocidos, a comprar a tan bajo precio botellas de tan alto linaje. Se agotaron en un día.
Una cantidad que no diré llegó a la casa de Ehrenburg, el irreductible enemigo del nazismo. Y por ese motivo me encuentro en su compañía, hablando de vinos y bebiéndonos parte de la cava de Goebbels, en honor de la poesía y de la victoria.