ARMENIA

Ahora volamos hacia una tierra trabajadora y legendaria. Estamos en Armenia. A lo lejos, hacia el sur, preside la historia de Armenia la cumbre nevada del monte Ararat. Es aquí donde el arca de Noé se detuvo, según la Biblia, para repoblar la tierra. Difícil tarea, porque Armenia es pedregosa y volcánica. Los armenios cultivaron esta tierra con indecible sacrificio y elevaron su cultura nacional a lo más alto del mundo antiguo. La sociedad socialista ha dado un desarrollo y un florecimiento extraordinario a esta noble nación martirizada. Por siglos los invasores turcos masacraron y esclavizaron a los armenios. Cada piedra de los páramos, cada losa de los monasterios tiene una gota de sangre armenia. La resurrección socialista de este país ha sido un milagro y el más grande desmentido a los que de mala fe hablan de imperialismo soviético. Visité en Armenia hilanderías que ocupan a 5000 obreros, inmensas obras de irrigación y de energía, y otras industrias poderosas. Recorrí de una punta a otra las ciudades y las campiñas pastorales, y no vi sino armenios, hombres y mujeres armenios. Encontré un solo ruso, un solitario ingeniero de ojos azules, entre los miles de ojos negros de aquella población morena. Estaba aquel ruso dirigiendo una central hidroeléctrica en el lago Sevan. La superficie del lago, cuyas aguas se desalojan por un solo cauce del río, es demasiado grande. El agua preciosa se evapora sin que la sedienta Armenia alcance a recoger y utilizar sus dones. Para ganarle tiempo a la evaporación se ha ensanchado el río. Así se reducirá el nivel del lago y, al mismo tiempo, se crearán con las nuevas aguas del río ocho centrales hidráulicas, nuevas industrias, poderosas usinas de aluminio, luz eléctrica y regadío para todo el país. Nunca olvidaré mi visita a aquella planta hidroeléctrica asomada al lago que en sus aguas purísimas refleja el inolvidable azul del cielo de Armenia. Cuando me preguntaron los periodistas sobre mis impresiones de las antiguas iglesias y monasterios de Armenia, les respondí exagerando:

—La iglesia que más me gusta es la central hidroeléctrica, el templo junto al lago.

Muchas cosas vi en Armenia. Pienso que Ereván es una de las más bellas ciudades, construida de toba volcánica, armoniosa como una rosa rosada. Fue inolvidable la visita al centro astronómico de Binakan, donde vi por primera vez la escritura de las estrellas. Se captaba la luz temblorosa de los astros; delicadísimos mecanismos iban escribiendo la palpitación de la estrella en el espacio, como una especie de electrocardiograma del cielo. En aquellos gráficos observé que cada estrella tiene un tipo de letra diferente, fascinadora y temblorosa, aunque incomprensible para mis ojos de poeta terrestre.

En el jardín biológico de Ereván, me fui derecho a la jaula del cóndor, pero mi compatriota no me reconoció. Allí estaba en un rincón de su jaula, calvo y con esos ojos escépticos de cóndor sin ilusiones, de gran pájaro añorante de nuestras cordilleras. Lo miré con tristeza porque yo sí volvería a mi patria y él se quedaría inacabablemente prisionero.

Mi aventura con el tapir fue diferente. El zoológico de Ereván es uno de los pocos que posee un tapir del Amazonas, un animal extraordinario, con cuerpo de buey, cara nariguda y ojos chicos. Debo confesar que los tapires se parecen a mí. Esto no es un secreto.

El tapir de Ereván dormitaba en su corral, junto a la laguna. Al verme me dirigió una mirada de inteligencia; a lo mejor alguna vez nos habíamos encontrado en el Brasil. El director me preguntó si lo quería ver nadar y yo le respondí que sólo por el placer de ver nadar un tapir viajaba por el mundo. Le abrieron una portezuela. Me dio una mirada de felicidad y se lanzó al agua, resoplando como un caballo marino, como un tritón peludo. Se elevaba sacando todo el cuerpo del agua; se zambullía produciendo un oleaje tempestuoso; se levantaba ebrio de alegría, bufaba y resoplaba, y luego proseguía con gran velocidad en sus acrobacias increíbles.

—Nunca lo habíamos visto tan contento —me dijo el director del zoológico. Al mediodía, en el almuerzo que me ofrecía la Sociedad de Escritores, les conté en mi discurso de agradecimiento las proezas del tapir amazónico y les hablé de mi pasión por los animales.

Nunca dejo de visitar un jardín zoológico.

En discurso de respuesta, el presidente de los escritores armenios dijo:

—¿Qué necesidad tenía Neruda de ir a visitar nuestro jardín zoológico? Con venirse a la Sociedad de Escritores le bastaba para encontrar todas las especies. Aquí tenemos leones y tigres, zorros y focas, águilas y serpientes, camellos y papagayos.