LOS MONOS DE SUJUMI
He regresado a la Unión Soviética y me invitan a un viaje hacia el sur. Cuando desciendo del avión, después de haber atravesado un inmenso territorio, he dejado atrás las grandes estepas, las usinas y las carreteras, las grandes ciudades y los pueblos soviéticos. He llegado a las imponentes montañas caucasianas pobladas de abetos y de animales selváticos. A mis pies el Mar Negro se ha puesto un traje azul para recibirnos. Un violento perfume de naranjos en flor llega de todas partes.
Estamos en Sujumi, capital de Afgasia, pequeña república soviética. Ésta es la Cólchida legendaria, la región del vellocino de oro que seis siglos antes de Cristo vino a robar Jasón, la patria griega de los dioscuros. Más tarde veré en el museo un enorme bajorrelieve de mármol helénico recién sacado de las aguas del Mar Negro. A orillas de ese mar los dioses helénicos celebraron sus misterios. Hoy se ha cambiado el misterio por la vida sencilla y trabajadora del pueblo soviético. No es la misma gente de Leningrado. Esta tierra de sol, de trigo y de grandes viñas, tiene otro tono, un acento mediterráneo. Estos hombres andan de otra manera, estas mujeres tienen ojos y manos de Italia o de Grecia. Vivo unos días en casa del novelista Simonov, y nos bañamos en las aguas tibias del Mar Negro. Simonov me muestra en su huerta sus bellos árboles. Los reconozco y a cada nombre que me dice le respondo como campesino patriótico:
—De éste hay en Chile. De este otro también hay en Chile. Y también de aquel otro.
Símonov me mira con cierta sonrisa zumbona. Yo le digo:
—Qué triste es para mí que tú tal vez nunca veas el parrón de mi casa en Santiago, ni los álamos dorados por el otoño chileno, no hay oro como ése. Si vieras los cerezos en flor en primavera y conocieras el aroma del boldo de Chile. Si vieras en el camino de Melipilla cómo los campesinos ponen las doradas mazorcas de maíz sobre los techos. Si metieras los pies en las aguas puras y frías de Isla Negra. Pero, mi querido Simonov, los países levantan barreras, juegan al enemigo, se disparan en guerras frías Y los hombres nos quedamos aislados. Nos acercamos al cielo en veloces cohetes y no acercamos nuestras manos en la fraternidad humana.
—Tal vez cambiarán las cosas —me dice Simonov sonreído. Y lanza una piedra blanca hacia los dioses sumergidos del Mar Negro.
El orgullo de Sujumi es su gran colección de monos. Aprovechando el clima subtropical, un Instituto de Medicina Experimental ha criado allí todas las especies de monos del mundo. Entremos. En amplias jaulas veremos monos eléctricos y monos, estáticos, inmensos y minúsculos, pelados y peludos, de cara reflexivas o de chispeantes ojos; también los hay taciturnos despáticos.
Hay monos grises, hay monos blancos, hay micos de tras tricolor; hay grandes monos austeros, y otros polígamos que permiten que ninguna de sus hembras se alimente sin su consentimiento, permiso que le otorga solamente después que ellos han devorado con solemnidad su propia comida.
Los más avanzados estudios de biología se realizan en este instituto. En el organismo de los monos se estudia el sistema nervioso, la herencia, las delicadas investigaciones sobre el misterio y la prolongación de la vida.
Nos llama la atención una pequeña mona con dos críos. Uno de ellos la sigue constantemente y al otro lo lleva en brazos, humana ternura. El director nos cuenta que el pequeño mono que tanto mima no es su hijo sino un mono adoptivo. Acababa de dar a luz ella cuando murió otra mona recién parida. De inmediato esta madre mona adoptó al huerfanito. Desde entonces esa pasión materna, su dulzura de cada minuto, se proyectan sobre el hijo adoptivo, más aún que sobre el verdadero hijo. Los científicos pensaron que tan intensa vocación maternal la llevaría a adoptar otros hijos ajenos, pero ella los ha rechazado uno tras otro. Porque su actitud no obedecía simplemente a una fuerza vital sino a una conciencia de solidaridad maternal.