CEILÁN REENCONTRADO

Una causa universal, la lucha contra la muerte atómica, me hacía volver de nuevo a Colombo. Atravesamos la Unión Soviética, rumbo a la India, en el TU-104, el maravilloso avión a chorro que se desplazaba especialmente para transportar nuestra vasta delegación. Sólo nos detuvimos en Tashkent, cerca de Samarkanda. En dos jornadas el avión nos dejaría en el corazón de la India.

Volábamos a 10 000 metros de altura. Para cruzar los montes Himalaya el gigantesco pájaro se elevó aún más arriba, cerca de los 15 000 metros. Desde tan alto se divisa un paisaje casi inmóvil. Aparecen las primeras barreras, contrafuertes azules y blancos de las cordilleras himalayas. Por ahí andará el imponente hombre de las nieves en su soledad espantosa. Después, a la izquierda, se destaca la masa del monte Everest como un pequeño accidente más entre las diademas de nieve. El sol da plenamente sobre el paisaje extraño; su luz recorta los perfiles, las rocas dentadas, el dominante poderío del silencio nevado.

Evoco los Andes americanos que atravesé tantas veces. Aquí no predomina aquel desorden, aquella furia ciclópea, aquel desierto colérico de nuestras cordilleras. Estas montañas asiáticas me lucen más clásicas, más ordenadas. Sus cúpulas de nieve tallan monasterios o pagodas en el vasto infinito. La soledad es más ancha. Las sombras no se alzan como muros de piedra terrible, sino se extienden como misteriosos parques azules de un monasterio colosal.

Me digo que voy respirando el aire más alto del mundo y contemplando desde arriba las mayores alturas de la tierra. Es una sensación única en la que se mezclan la claridad y el orgullo, la velocidad y la nieve.

Volamos hacia Ceilán. Ahora hemos descendido a escasa altura, sobre las tierras calientes de la India. Hemos dejado la nave soviética en Nueva Delhi para tomar este avión hindú. Sus alas crujen y se sacuden entre nubarrones violentos. En medio del vaivén mis pensamientos están en la isla florida. A los 22 años de edad viví en Ceilán una existencia solitaria y escribí allí mi poesía más amarga rodeado por la naturaleza del paraíso.

Regreso mucho tiempo después, a esta impresionante reunión de paz, a la que se ha adherido el gobierno del país. Advierto la presencia de numerosos y a veces centenares de monjes budistas, agrupados, vestidos con sus túnicas color de azafrán, sumidos en la seriedad y la meditación que caracteriza a los discípulos de Buda. Al luchar contra la guerra, la destrucción y la muerte, estos sacerdotes afirman los antiguos sentimientos de paz y armonía que predicara el príncipe Sidartha Gautama, llamado también Buda. Qué lejos —pienso— de asumir esta conducta está la Iglesia de nuestros países americanos, iglesia de tipo español, oficial y beligerante. Qué reconfortante sería para los verdaderos cristianos ver que los sacerdotes católicos, desde sus púlpitos, combatieran el crimen más grave y más terrorífico: el de la muerte atómica, que asesina a millones de inocentes y deja para siempre sus máculas biológicas en la estirpe del hombre.

Me fui al tanteo por las callejuelas en busca de la casa en que viví, en el suburbio de Wellawatha. Me costó dar con ella. Los árboles habían crecido; el rostro de la calle había cambiado.

La vieja estancia donde escribí dolorosos versos iba a ser muy pronto demolida. Estaban carcomidas sus puertas, la humedad del trópico había dañado sus muros, pero me había esperado en pie para este último minuto de la despedida.

No encontré a ninguno de mis viejos amigos. Sin embargo, la isla volvió a llamar en mi corazón, con su cortante sonido, con su destello inmenso. El mar seguía cantando el mismo antiguo canto bajo las palmeras, contra los arrecifes. Volví a recorrer las rutas de la selva, volví a ver los elefantes de paso majestuoso cubriendo los senderos, volví a sentir la embriaguez de los perfumes exasperantes el rumor del crecimiento y la vida de la selva. Llegué hasta la roca Sigiriya en donde un rey loco se construyó una fortaleza. Reverencié como ayer las inmensas estatuas de Buda a cuya sombra caminan los hombres como pequeños insectos.

Y me alejé de nuevo, seguro ahora de que esta vez sería para nunca más volver.