PRESO EN BUENOS AIRES

Al cabo de ese tiempo fui invitado a un congreso de la paz que se reunía en Colombo, en la isla de Ceilán donde viví hace tantos años. Estábamos en abril de 1957.

Encontrarse con la policía secreta no parece peligroso, pero si se trata de la policía secreta argentina el encuentro toma otro carácter, no desprovisto de humor aunque imprevisible en sus consecuencias. Aquella noche, recién llegado de Chile, dispuesto a proseguir mi viaje hacia los más lejanos países, me acosté fatigado. Apenas empezaba a dormitar cuando irrumpieron en la casa varios policías. Todo lo registraron con lentitud; recogían libros y revistas; trajinaban los roperos; se metían con la ropa interior. Ya se habían llevado al amigo argentino que me hospedaba cuando me descubrieron en el fondo de la casa, que era donde quedaba mi habitación.

—¿Quién es este señor? —preguntaron.

—Me llamo Pablo Neruda —respondí.

—¿Está enfermo? —interrogaron a mi mujer.

—Sí, está enfermo y muy cansado del viaje. Llegamos hoy y tomaremos mañana un avión hacia Europa.

—Muy bien, muy bien —dijeron, y salieron de la pieza.

Volvieron una hora después, provistos de una ambulancia. Matilde protestaba, pero esto no alteró las cosas. Ellos tenían instrucciones. Debían llevarme cansado o fresco, sano o enfermo, vivo o muerto.

Llovía aquella noche. Gruesas gotas caían del cielo espeso de Buenos Aires. Yo me sentía confundido. Ya había caído Perón. El general Aramburu, en nombre de la democracia, había echado abajo la tiranía. Sin embargo, sin saber cómo ni cuándo, por qué ni dónde, si por esto o por lo otro, si por nada o si por todo, agotado y enfermo, yo iba preso. La camilla en que me bajaban entre cuatro policías se convertía en un serio problema al descender escaleras, entrar en ascensores, atravesar pasillos. Los cuatro palanquineros sufrían y resoplaban. Matilde, para acentuarles el sufrimiento, les había dicho con voz meliflua que yo pesaba 110 kilos. Y en verdad los representaba, con suéter y abrigo, tapado con frazadas hasta la cabeza. Lucía como una mole, como el volcán Osorno, sobre aquella camilla que brindaba la democracia argentina. Yo pensaba, y eso me hacía sentir mejor de mis síntomas de flebitis, que no eran aquellos pobres diablos que me conducían los que sudaban y pujaban bajo mi peso sino que era el mismísimo general Aramburu quien cargaba mi camilla.

Fui recibido por la rutina carcelaria, la catalogación del prisionero y la requisa de sus objetos personales. No me dejaron retener la sabrosa novela policial que llevaba para no aburrirme. La verdad es que no tuve tiempo de aburrirme. Se abrían y se cerraban rejas. La camilla cruzaba patios y portales de hierro, se internaba más y más profundamente, entre ruidos y cerrojos. De pronto me encontré en medio de una multitud. Eran los otros presos de la noche, más de dos mil. Yo iba incomunicado; nadie podía acercárseme. Sin embargo, no faltó la mano que estrechó la mía bajo las mantas, ni el soldado que dejó a un lado el fusil y me tendió un papel para que le firmara un autógrafo.

Al cabo me depositaron arriba, en la celda más lejana, con una ventanita muy alta. Yo quería descansar, dormir, dormir, dormir. No lo logré porque ya había amanecido y los presos argentinos hacían un ruido ensordecedor, un vocerío estruendoso, como si estuvieran presenciando un partido entre River y Boca.

Algunas horas después ya había funcionado la solidaridad de escritores y amigos, en Argentina, en Chile, en varios países más. Me bajaron de la celda, me llevaron a la enfermería, me devolvieron las prendas, me pusieron en libertad. Ya estaba por abandonar la penitenciaría cuando se me acercó uno de los guardias uniformados y me puso en las manos una página de papel. Era un poema que me dedicaba, escrito en versos primitivos, llenos de desaliño e inocencia como un objeto popular. Creo que pocos poetas han logrado recibir un homenaje poético del ser humano que le pusieron para que lo custodiara.