UN CORDERO EN MI CASA
Tenía yo un pariente senador que, después de haber triunfado en unas nuevas elecciones, vino a pasar unos días en mi casa de Isla Negra. Así comienza la historia del cordero.
Sucede que sus más entusiastas electores acudieron a festejar al senador. En la primera tarde del festejo se asó un cordero a la manera del campo de Chile, con una gran fogata al aire libre y el cuerpo del animal ensartado en un asador de madera. A esto se le llama «asado al palo» y se celebra con mucho vino y quejumbrosas guitarras criollas.
Otro cordero quedó para la ceremonia del día siguiente. Mientras llegaba su destino, lo amarraron junto a mi ventana. Toda la noche gimió y lloró, baló y se quejó de su soledad. Partía el alma escuchar las modulaciones de aquel cordero. Al punto que decidí levantarme de madrugada y raptarlo.
Metido en un automóvil me lo llevé a ciento cincuenta kilómetros de allí, a mi casa de Santiago, donde no lo alcanzaran los cuchillos. Al no más entrar, se puso a ramonear vorazmente en lo más escogido de mi jardín. Le entusiasmaban los tulipanes y no respetó ninguno de ellos. Aunque por razones espinosas no se atrevió con los rosales, devoró en cambio los alelíes y los lirios con extraña fruición. No tuve más remedio que amarrarlo otra vez. Y de inmediato se puso a balar, tratando visiblemente de conmoverme como antes. Yo me sentí desesperado.
Ahora va a entrecruzarse la historia de Juanito con la historia del cordero. Resulta que por aquel tiempo se había producido una huelga de campesinos en el sur. Los latifundistas de la región, que pagaban a sus inquilinos no más de veinte centavos de dólar al día, terminaron a palos y carcelazos con aquella huelga.
Un joven campesino experimentó tanto miedo que se subió a un tren sobre la marcha. El muchacho se llamaba Juanito, era muy católico y no sabía nada de las cosas de este mundo. Cuando pasó el colector del tren, revisando los pasajes, él respondió que no lo tenía, que se dirigía a Santiago, y que creía que los trenes eran para que la gente se subiera a ellos y viajara cuando lo necesitara. Trataron de desembarcarlo, naturalmente. Pero los pasajeros de tercera clase —gente del pueblo, siempre generosa— hicieron una colecta y pagaron entre todos el boleto.
Anduvo Juanito por calles y plazas de la capital con un atado de ropa debajo del brazo. Como no conocía a nadie, no quería hablar con nadie. En el campo se decía que en Santiago había más ladrones que habitantes y él temía que le sustrajeran la camisa y las alpargatas que llevaba debajo del brazo envueltas en un periódico. Por el día vagaba por las calles más frecuentadas, donde las gentes siempre tenían prisa y apartaban con un empellón a este Gaspar Hauser caído de otra estrella. Por las noches buscaba también los barrios más concurridos, pero éstos eran las avenidas de cabarets y de vida nocturna, y allí su presencia era más extraña aún, pálido pastor perdido entre los pecadores. Como no tenía un solo centavo, no podía comer, tanto así que un día se cayó al suelo, sin conocimiento.
Multitud de curiosos rodearon al hombre tendido en la calle. La puerta frente a la que cayó correspondía a un pequeño restaurant. Allí lo entraron y lo dejaron en el suelo. «Es el corazón», dijeron unos. «Es un síncope hepático», dijeron otros. Se acercó el dueño del restaurant, lo miró y dijo: «Es hambre». Apenas comió unos cuantos bocados aquel cadáver revivió. El patrón lo puso a lavar platos y le tomó gran afecto. Tenía razones para ello. Siempre sonriente, el joven campesino lavaba montañas de platos. Todo iba bien. Comía mucho más que en su campiña.
El maleficio de la ciudad se tejió de manera extraña para que se juntaran alguna vez en mi casa el pastor y el cordero.
Le entraron ganas al pastor de conocer la ciudad y enderezó sus pasos un poco más allá de las montañas de vajilla. Tomó con entusiasmo una calle, cruzó una plaza, y todo lo embelesaba. Pero, cuando quiso volver, ya no podía hacerlo. No había anotado la dirección porque no sabía escribir y buscó en vano la puerta hospitalaria que lo había recibido. Nunca más la encontró.
Un transeúnte le dijo, apiadado de su confusión, que debía dirigirse a mí, al poeta Pablo Neruda. No sé por qué le sugirieron esta idea. Probablemente porque en Chile se tiene por manía encargarme cuanta cosa peregrina le pasa por la cabeza a la gente, y a la vez echarme la culpa de todo cuanto ocurre. Son extrañas costumbres nacionales.
Lo cierto es que el muchacho llegó a mi casa un día y se encontró con el animal cautivo. Hecho ya cargo de aquel cordero innecesario, un paso más y hacerme cargo de este pastor no fue difícil. Le asigné la tarea de cuidar que el cordero gourmet no devorara exclusivamente mis flores, sino que también, de cuando en cuando, saciara su apetito con el pasto de mi jardín.
Se comprendieron al punto. En los primeros días él le puso por formalidad una cuerdecita al cuello, como una cinta, y con ella lo conducía de un sitio a otro. El cordero comía incesantemente, y el pastor individualista también, y ambos transitaban por toda la casa, inclusive por dentro de mis habitaciones. Era una compenetración perfecta, alcanzada por el hilo umbilical de la madre tierra, por el auténtico mandato del hombre. Así pasaron muchos meses. Tanto el pastor como el cordero redondearon sus formas carnales, especialmente el rumiante que apenas podía seguir a su zagal de gordo que se puso. A veces entraba parsimoniosamente a mi habitación, me miraba con indiferencia, y salía dejándome un pequeño rosario de cuentas oscuras en el piso.
Todo concluyó cuando el campesino sintió la nostalgia de su campo y me dijo que se volvía a sus tierras lejanas. Era una determinación de última hora. Tenía que pagar una manda a la Virgen de su pueblo. No se podía llevar el cordero. Se despidieron con ternura. El pastor tomó el tren, esta vez con su pasaje en la mano. Fue patética aquella partida.
En mi jardín no dejó un cordero sino un problema grave, o más bien gordo. ¿Qué hacer con el rumiante? ¿Quién lo cuidaría ahora? Yo tenía excesivas preocupaciones políticas. Mi casa andaba desbarajustada después de las persecuciones que me trajo mi poesía combatiente. El cordero comenzó a balar de nuevo sus partituras quejumbrosas.
Cerré los ojos y le dije a mi hermana que se lo llevara. ¡Ay! Esta vez sí estaba yo seguro de que no se libraría del asador.