OCEANOGRAFÍA DISPERSA

Yo soy un amateur del mar. Desde hace años colecciono conocimientos que no me sirven de mucho porque navego sobre la tierra.

Ahora regreso a Chile, a mi país oceánico, y mi barco se acerca a las costas de África. Ya pasó las antiguas columnas de Hércules, hoy acorazadas, servidoras del penúltimo imperialismo.

Miro el mar con el mayor desinterés; el del oceanógrafo puro, que conoce la superficie y la profundidad; sin placer literario, sino con un saboreo conocedor, de paladar cetáceo.

A mí siempre me gustaron los relatos marinos y tengo una red en mi estantería. El libro que más consulto es alguno de William Beebe o una buena monografía descriptiva de las volutas marinas del mar antártico.

Es el plancton el que me interesa; esa agua nutricia, molecular y electrizada que tiñe los mares de un color de relámpago violeta. Así he llegado a saber que las ballenas se nutren casi exclusivamente de este innumerable crecimiento marino. Pequeñísimas plantas e infusorios irreales pueblan nuestro tembloroso continente. Las ballenas abren sus inmensas bocas mientras se desplazan, levantando la lengua hasta el paladar, de modo que estas aguas vivas y viscerales las van llenando y nutriendo. Así se alimenta la ballena glauca (Bachianetas Glaucas) que pasa, rumbo al sur del Pacífico y hacia las islas calurosas, por frente a las ventanas de mi Isla Negra.

Por allí también transcurre la ruta migratoria del cachalote, o ballena dentada, la más chilena de las perseguidas. Los marineros chilenos ilustraron con ellas el mundo folklórico del mar. En sus dientes grabaron a cuchillo corazones y flechas, pequeños monumentos de amor, retratos infantiles de sus veleros o de sus novias. Pero nuestros balleneros, los más audaces del hemisferio marino, no cruzaron el estrecho y el Cabo de Hornos, el Antártico y sus cóleras, simplemente para desgranar la dentadura del amenazador cachalote, sino para arrebatarle su tesoro de grasa y lo que es más aún, la bolsita de ámbar gris que sólo este monstruo esconde en su montaña abdominal.

Ahora vengo de otra parte. He dejado atrás el último santuario azul del Mediterráneo, las grutas y los contornos marinos y submarinos de la isla de Capri, donde las sirenas salían a peinarse sobre las peñas sus cabellos azules, porque el movimiento del mar había teñido y empapado sus locas cabelleras.

En el acuario de Nápoles pude ver las moléculas eléctricas de los organismos primaverales y subir y bajar la medusa, hecha de vapor y plata, agitándose en su danza dulce y solemne, circundada por dentro por el único cinturón eléctrico llevado hasta ahora por ninguna otra dama de las profundidades submarinas.

Hace muchos años en Madrás, en la sombría India de mi juventud, visité un acuario maravilloso. Hasta ahora recuerdo los peces bruñidos, las murenas venenosas, los cardúmenes vestidos de incendio y arcoíris, y más aún, los pulpos extraordinariamente serios y medidos, metálicos como máquinas registradoras, con innumerables ojos, piernas, ventosas y conocimientos.

De aquel gran pulpo que conocimos todos por primera vez en Los trabajadores del mar de Victor Hugo (también Victor Hugo es un pulpo tentacular y poliformo de la poesía), de esa especie sólo llegué a ver un fragmento de brazo en el Museo de Historia Natural de Copenhague. Éste sí era el antiguo kraken, terror de los mares antiguos, que agarraba a un velero y lo arrollaba cubriéndolo y enredándolo. El fragmento que yo vi conservado en alcohol indicaba que su longitud pasaba de treinta metros.

Pero lo que yo perseguí con mayor constancia fue la huella, o más bien el cuerpo del narval. Por ser tan desconocido para mis amigos el gigantesco unicornio marino de los mares del Norte, llegué a sentirme exclusivo correo de los narvales, y a creerme narval yo mismo.

¿Existe el narval?

E¿s posible que un animal del mar extraordinariamente pacífico que lleva en la frente una lanza de marfil de cuatro o cinco metros, estriada en toda su longitud al estilo salomónico, terminada en aguja, pueda pasar inadvertido para millones de seres, incluso en su leyenda, incluso en su maravilloso nombre?

De su nombre puedo decir —narwhal o narval— que es el más hermoso de los nombres submarinos, nombre de copa marina que canta, nombre de espolón de cristal.

¿Y por qué entonces nadie sabe su nombre?

¿Por qué no existen los Narval, la bella casa Narval, y aún Narval Ramírez o Narvala Carvajal?

No existen. El unicornio marino continúa en su misterio, en sus corrientes de sombra transmarina, con su larga espada de marfil sumergida en el océano ignoto.

En la Edad Media la cacería de todos los unicornios fue un deporte místico y estético. El unicornio terrestre quedó para siempre, deslumbrante, en las tapicerías, rodeado de damas alabastrinas y copetonas, aureolado en su majestad por todas las aves que trinan o fulguran.

En cuanto al narval, los monarcas medievales se enviaban como regalo magnífico algún fragmento de su cuerpo fabuloso, y de éste raspaban polvo que, diluido en licores, daba, ¡oh eterno sueño del hombre!, salud, juventud y potencia.

Vagando una vez en Dinamarca, entré en una antigua tienda de historia natural, esos negocios desconocidos en nuestra América que para mí tienen toda la fascinación de la tierra. Allí, arrinconados, descubrí tres o cuatro cuernos de narval. Los más grandes medían casi cinco metros. Por largo rato los blandí y acaricié.

El viejo propietario de la tienda me veía hacer lances ilusorios, con la lanza de marfil en mis manos, contra los invisibles molinos del mar. Después los dejé cada uno en su rincón. Sólo pude comprarme uno pequeño, de narval recién nacido, de los que salen a explorar con su espolón inocente las frías aguas árticas.

Lo guardé en mi maleta, pero en mi pequeña pensión de Suiza, frente al lago Leman, necesité ver y tocar el mágico tesoro del unicornio marino que me pertenecía. Y lo saqué de mi maleta.

Ahora no lo encuentro.

Lo habré dejado olvidado en la pensión de Vésenaz, o habrá rodado a última hora bajo la cama ¿o verdaderamente habrá regresado en forma misteriosa y nocturna al círculo polar?

Miro las pequeñas olas de un nuevo día en el Atlántico.

El barco deja a cada costado de su proa una desgarradura blanca, azul y sulfúrica de aguas, espumas y abismos agitados.

Son las puertas del océano que tiemblan.

Por sobre ella vuelan los diminutos peces voladores, de plata y transparencia.

Regreso del destierro.

Miro largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas atormentadas de mi patria.

El cielo de un largo día cubre todo el océano.

La noche llegará y con su sombra esconderá una vez más el gran palacio verde del misterio.