FIN DEL DESTIERRO

Mi destierro tocaba a su fin. Era el año de 1952. A través de Suiza llegamos a Cannes para tomar un barco italiano que nos llevaría a Montevideo. Esta vez no queríamos ver a nadie en Francia. Solamente le avisé nuestro paso a Alice Gascar, mi fidelísima traductora y amiga de mucho tiempo. En Cannes, sin embargo, nos esperaban imprevistos sucesos.

Encontré en la calle, cerca de la compañía de navegación, a Paul Eluard y a Dominique, su mujer. Habían sabido mi llegada y me esperaron para invitarme a almorzar. Estaría también Picasso. Luego nos topamos con el pintor chileno Nemesio Antúnez e Inés Figueroa, su mujer, quienes también asistirían al almuerzo.

Aquella sería la última vez que yo viera a Paul Eluard. Lo recuerdo bajo el sol de Cannes, con su traje azul que parecía un pijama. No olvidaré nunca su rostro tostado y sonrosado, sus ojos azulísimos, su sonrisa infinitamente juvenil, bajo la luz africana de las calles centelleantes de Cannes. Eluard había venido de Saint-Tropez para despedirme, se trajo a Picasso y arregló el almuerzo. La fiesta estaba armada.

Un estúpido incidente imprevisto me arruinó el día. Matilde no tenía visa uruguaya. Había que concurrir sin demora al consulado de ese país. La acompañé en un taxi y esperé en la puerta. Matilde sonrió optimista cuando el cónsul salió a recibirla. Parecía un buen muchacho. Tarareaba aires de Madame Butterfly. Vestía de manera muy poco consular: una camiseta y un short. Ella nunca pudo imaginarse que, en el curso de la conversación, el tipo se convertiría en un vulgar extorsionador. Con su aspecto de Pinkerton quiso cobrar horas extraordinarias y puso toda clase de obstáculos. Nos mantuvo de carreras toda la mañana. La bouillabaisse del almuerzo me supo a hiel. Varias horas le costó a Matilde lograr su visa. Pinkerton le imponía más trámites a cada instante: que se fotografiara, que cambiara los dólares en francos, que pagara una comunicación telefónica con Burdeos. La tarifa aumentó hasta más de ciento veinte dólares por una visa de tránsito que debió ser gratuita. Llegué a pensar que Matilde perdería el barco, que yo tampoco me embarcaría. Por mucho tiempo consideré que aquel día había sido el más amargo de mi vida.