EN LA UNIÓN SOVIÉTICA

En 1949, recién salido del destierro, fui invitado por primera vez a la Unión Soviética, con motivo de las conmemoraciones del centenario de Pushkin. Llegué junto con el crepúsculo a mi cita con la perla fría del Báltico, la antigua, nueva, noble y heroica Leningrado. La ciudad de Pedro el Grande y de Lenin el Grande tiene «ángel», como París. Un ángel gris: avenidas color de acero, palacios de piedra plomiza y mar de acero verde. Los museos más maravillosos del mundo, los tesoros de los zares, sus cuadros, sus uniformes, sus joyas deslumbrantes, sus vestidos de ceremonia, sus armas, sus vajillas, todo estaba ante mi vista. Y los nuevos recuerdos inmortales: el crucero «Aurora» cuyos cañones, unidos al pensamiento de Lenin, derribaron los muros del pasado y abrieron las puertas de la historia.

Acudí a una cita con un poeta muerto hace 100 años, Aleksandr Pushkin, autor de tantas imperecederas leyendas y novelas. Aquel príncipe de poetas populares ocupa el corazón de la grande Unión Soviética. En celebración de su centenario, los rusos habían reconstruido pieza por pieza el palacio de los zares. Cada muro había sido levantado tal como antes existiera, resurgiendo de los escombros pulverizados a que los había reducido la artillería nazi. Fueron utilizados los viejos planos del palacio, los documentos de la época, para construir de nuevo los luminosos vitrales, las bordadas cornisas, los capiteles floridos. Para edificar un museo en honor a un maravilloso poeta de otro tiempo.

Lo primero que me impresionó en la URSS fue su sentimiento de extensión, su recogimiento espacial, el movimiento de los abedules en las praderas, los inmensos bosques milagrosamente puros, los grandes ríos, los caballos ondulando sobre los trigales.

Amé a primera vista la tierra soviética y comprendí que de ella salía no sólo una lección moral para todos los rincones de la existencia humana, una equiparación de las posibilidades y un avance creciente en el hacer y el repartir, sino que también interpreté que desde aquel continente estepario, con tanta pureza natural, iba a producirse un gran vuelo. La humanidad entera sabe que allí se está elaborando la gigantesca verdad y hay en el mundo una intensidad atónita esperando lo que va a suceder. Algunos esperan con terror, otros simplemente esperan, otros creen presentir lo que vendrá.

Me encontraba en medio de un bosque en que millares de campesinos, con trajes antiguos de fiesta, escuchaban los poemas de Pushkin. Todo aquello palpitaba: hombres, hojas, extensiones en que el trigo nuevo comenzaba a vivir. La naturaleza parecía formar una unidad victoriosa con el hombre. De aquellos poemas de Pushkin en el bosque de Michaislowski tenía que surgir alguna vez el hombre que volaría hacia otros planetas.

Mientras los campesinos presenciaban el homenaje se descargó una intensa lluvia. Un rayo cayó muy cerca de nosotros, calcinando a un hombre y al árbol que lo cobijaba. Todo me pareció dentro del cuadro torrencial de la naturaleza. Además, aquella poesía acompañada de la lluvia estaba ya en mis libros, tenía que ver conmigo.

El país soviético cambia constantemente. Se construyen inmensas ciudades y canales; hasta la geografía va cambiando. Pero en mi primera visita quedaron bien fijas en mí las afinidades que me ligaban a ellos; como también cuanto de ellos me parecía más inasible o más distante de mi espíritu.

En Moscú los escritores viven siempre en ebullición, en continua discusión. Me enteré allí, mucho antes de que lo descubrieran los escandalizantes occidentales, de que Pasternak era el primer poeta soviético, junto con Maiakovski. Maiakovski fue el poeta público, con voz de trueno y catadura de bronce, corazón magnánimo que trastornó el lenguaje y se encaró con los más difíciles problemas de la poesía política. Pasternak fue un gran poeta crepuscular, de la intimidad metafísica, y políticamente un honesto reaccionario que en la transformación de su patria no vio más lejos que un sacristán luminoso. De todas maneras, los poemas de Pasternak me fueron muchas veces recitados de memoria por los más severos críticos de su estatismo político.

La existencia de un dogmatismo soviético en las artes durante largos períodos no puede ser negada, pero también debe decirse que este dogmatismo fue siempre tomado como un defecto y combatido cara a cara. El culto a la personalidad produjo, con los ensayos críticos de Zdhanov, brillante dogmatista, un endurecimiento grave en el desarrollo de la cultura soviética. Pero había mucha respuesta en todas partes y ya se sabe que la vida es más fuerte y más porfiada que los preceptos. La revolución es la vida y los preceptos buscan su propio ataúd.

Ehrenburg tiene ya muchos años de edad y sigue siendo un gran agitador de lo más verdadero y viviente de la cultura soviética. Muchas veces visité a mi ya buen amigo en su departamento de la calle Gorki, constelado por los cuadros y litografías de Picasso, o en su dacha cerca de Moscú. Ehrenburg siente pasión por las plantas y está casi siempre en su jardín extrayendo malezas y conclusiones de cuanto crece a su alrededor.

Más tarde tuve gran amistad con el poeta Kirsanov que tradujo admirablemente al ruso mí poesía. Kirsanov es, como todos los soviéticos, un ardiente patriota. Su poesía tiene fulminantes destellos y una sonoridad que le otorga la bella lengua rusa lanzada al aire por su pluma en explosiones y cascadas.

Continuamente visitaba, en Moscú o en el campo, a otro gran poeta: el turco Nazım Hikmet, legendario escritor encarcelado durante 18 años por los extraños gobiernos de su país.

A Nazim, acusado de querer sublevar la marina turca, lo condenaron a todas las penas del infierno. El juicio tuvo lugar en un barco de guerra. Me contaban cómo lo hicieron andar hasta la extenuación por el puente del barco, y luego lo metieron en el sitio de las letrinas, donde los excrementos se levantaban medio metro sobre el piso. Mi hermano el poeta se sintió desfallecer. La pestilencia lo hacía tambalear. Entonces pensó: los verdugos me están observando desde algún punto, quieren verme caer, quieren contemplarme desdichado. Con altivez sus fuerzas resurgieron. Comenzó a cantar, primero en voz baja, luego en voz más alta, con toda su garganta al final. Cantó todas las canciones, todos los versos de amor que recordaba, sus propios poemas, las romanzas de los campesinos, los himnos de lucha de su pueblo. Cantó todo lo que sabía. Así triunfó de la inmundicia y del martirio. Cuando me contaba estas cosas yo le dije: «Hermano mío, cantaste por todos nosotros. Ya no necesitamos dudar, pensar en lo que haremos. Ya todos sabemos cuándo debemos empezar a cantar».

Me contaba también los dolores de su pueblo. Los campesinos son brutalmente perseguidos por los señores feudales de Turquía. Nazim los veía llegar a la prisión, los veía cambiar por tabaco el pedazo de pan que les daban como única ración. Comenzaban a mirar el pasto del patio distraídamente. Luego con atención, casi con gula. Un buen día se llevaban unas briznas de hierba a la boca. Más tarde la arrancaban en manojos que devoraban apresuradamente. Por último comían el pasto a cuatro pies, como los caballos.

Ferviente antidogmático Nazim ha vivido largos años desterrado en la URSS. Su amor por esa tierra que lo acogió, está volcado en esta frase suya. «Yo creo en el futuro de la poesía. Creo porque vivo en el país donde la poesía constituye la exigencia más indispensable del alma». En esas palabras vibran muchos secretos que de lejos no se alcanzan a ver. El hombre soviético, con las puertas abiertas a todas las bibliotecas, a todas las aulas, a todos los teatros, está en el centro de la preocupación de los escritores. No hay que olvidarlo al discutir sobre el destino de la acción literaria. Por una parte, las nuevas formas, la necesaria renovación de cuanto existe, debe traspasar y romper los moldes literarios. Por otra parte, ¿cómo no acompañar los pasos de una profunda y espaciosa revolución? ¿Cómo alejar de los temas centrales las victorias, conflictos, humanos problemas, fecundidad, movimiento, germinación de un inmenso pueblo que se enfrenta a un cambio total de régimen político, económico, social? ¿Cómo no solidarizarse con ese pueblo atacado por feroces invasiones, cercado por implacables colonialistas, oscurantistas de todos los climas y pelajes? ¿Podrían la literatura o las artes tomar una actitud de aérea independencia junto a acontecimientos tan esenciales?

El cielo es blanco. A las cuatro de la tarde ya es negro. Desde esa hora la noche ha cerrado la ciudad.

Moscú es una ciudad de invierno. Es una bella ciudad de invierno. Sobre los techos infinitamente repetidos se ha instalado la nieve. Brillan los pavimentos invariablemente limpios. El aire es un cristal duro y transparente. Un color suave de acero, las plumillas de la nieve que se arremolinan, el ir y venir de miles de transeúntes como si no sintieran el frío, todo nos lleva a soñar que Moscú es un gran palacio de invierno con extraordinarias decoraciones fantasmales y vivientes.

Hace treinta grados bajo cero en este Moscú que como estrella de fuego y nieve, como encendido corazón, está situado en mitad del pecho de la tierra.

Miro por la ventana. Hay guardia de soldados en las calles. ¿Qué pasa? Hasta la nieve se ha detenido al caer. Entierran al gran Vishinski. Las calles se abren solemnemente para que pase el cortejo. Se hace un hondo silencio, un reposo en el corazón del invierno, para el gran combatiente. El fuego de Vishinski se reintegra a los cimientos de la patria soviética.

Los soldados que presentaron armas al paso del cortejo permanecen aún en formación. De cuando en cuando alguno de ellos hace un pequeño baile, levantando las manos enguantadas y zapateando un instante con sus altas botas. Por lo demás, parecen inmutables. Me contaba un amigo español que durante la gran guerra, en los días de más intenso frío y justo después de un bombardeo, podía verse a los moscovitas comiendo helados en la calle. «Entonces supe que ganarían la guerra —me decía mi amigo—, cuando los vi comer helados con tanta tranquilidad en medio de una guerra espantosa y un frío bajo cero».

Los árboles de los parques, blancos de nieve, se han escarchado. Nada puede compararse a estos pétalos cristalizados de los parques en el invierno de Moscú. El sol los pone traslúcidos, les arranca llamas blancas sin que se derrita una gota de su floral estructura. Es un universo arborescente que deja entrever, a través de su primavera de nieve, las antiguas torres del Kremlin, las esbeltas flechas milenarias, las cúpulas doradas de San Basilio.

Pasadas las afueras de Moscú, rumbo a otra ciudad, veo unas anchas rutas blancas. Son los ríos helados. En el cauce de esos ríos inmóviles surge de cuando en cuando, como una mosca en un mantel deslumbrante, la silueta de un pescador ensimismado. El pescador se detiene en la vasta sabana helada, escoge un punto, y perfora el hielo hasta dejar visible la corriente sepultada. En ese mismo momento no puede pescar porque los peces han huido asustados por el ruido de los hierros que abrían el agujero. Entonces el pescador esparce algunos alimentos como cebo para atraer a los fugitivos. Echa su anzuelo y espera. Espera por horas y horas en aquel frío de los diablos.

El trabajo de los escritores, digo yo, tiene mucho de común con el de aquellos pescadores árticos. El escritor tiene que buscar el río y, si lo encuentra helado, necesita perforar el hielo. Debe derrochar paciencia, soportar la temperatura y la crítica adversa, desafiar el ridículo, buscar la corriente profunda, lanzar el anzuelo justo, y después de tantos y tantos trabajos, sacar un pescadito pequeñito. Pero debe volver a pescar, contra el frío, contra el hielo, contra el agua, contra el crítico, hasta recoger cada vez una pesca mayor.

Fui invitado a un congreso de escritores. Allí estaban sentados en la presidencia los grandes pescadores, los grandes escritores de la Unión Soviética. Fadeiev con su sonrisa blanca y su pelo plateado; Fedin con su cara de pescador inglés, delgado y agudo; Ehrenburg con sus mechones turbulentos y su traje que, aunque lo esté estrenando, da la impresión de que ha dormido vestido; Tijonov.

Estaban también representados en la presidencia, con sus rostros mongólicos y sus libros recién impresos, los portavoces de las literaturas de las más lejanas repúblicas soviéticas, pueblos que antes yo no conocía ni de nombre, países nómadas que no tenían alfabeto.