RAÍCES
Ehrenburg, que leía y traducía mis versos, me regañaba: demasiada raíz, demasiadas raíces en tus versos. ¿Por qué tantas?
Es verdad. Las tierras de la frontera metieron sus raíces en mi poesía y nunca han podido salir de ella. Mi vida es una larga peregrinación que siempre da vueltas, que siempre retorna al bosque austral, a la selva perdida.
Allí los grandes árboles fueron tumbados a veces por setecientos años de vida poderosa o desraizados por la turbulencia o quemados por la nieve o destruidos por el incendio. He sentido caer en la profundidad del bosque los árboles titánicos: el roble que se desploma con un sonido de catástrofe sorda, como si golpeara con una mano colosal a las puertas de la tierra pidiendo sepultura.
Pero las raíces quedan al descubierto, entregadas al tiempo enemigo, a la humedad, a los líquenes, a la aniquilación sucesiva.
Nada más hermoso que esas grandes manos abiertas, heridas y quemadas, que atravesándose en un sendero del bosque nos dicen el secreto del árbol enterrado, el enigma que sustentaba el follaje, los músculos profundos de la dominación vegetal. Trágicas e hirsutas, nos muestran una nueva belleza: son esculturas de la profundidad: obras maestras y secretas de la naturaleza.
Una vez, andando con Rafael Alberti entre cascadas, matorrales y bosques, cerca de Osorno, él me hacía observar que cada ramaje se diferenciaba de otro, que las hojas parecían competir en la infinita variedad del estilo.
—Parecen escogidas por un paisajista botánico para un parque estupendo —me decía.
Años después y en Roma recordaba Rafael aquel paseo y la opulencia natural de nuestros bosques.
Así era. Así no es. Pienso con melancolía en mis andanzas de niño y de joven entre Boroa y Carahue, o hacia Toltén en las cerrerías de la costa. ¡Cuántos descubrimientos! La apostura del canelo y su fragancia después de la lluvia, ¡los líquenes cuya barba de invierno cuelga de los rostros innumerables del bosque!
Yo empujaba las hojas caídas, tratando de encontrar el relámpago de algunos coleópteros: los cárabos dorados, que se habían vestido de tornasol para danzar un minúsculo ballet bajo las raíces.
O más tarde, cuando crucé a caballo la cordillera hacia el lado argentino, bajo la bóveda verde de los árboles gigantes, surgió un obstáculo: la raíz de uno de ellos, más alta que nuestras cabalgaduras, cerrándonos el paso. Trabajo de fuerza y de hacha hicieron posible la travesía. Aquellas raíces eran como catedrales volcadas: la magnitud descubierta que nos imponía su grandeza.