SAN MARTÍN DE LOS ANDES

Una choza abandonada nos indicó la frontera. Ya era libre. Escribí en la pared de la cabaña: «Hasta luego, patria mía. Me voy pero te llevo conmigo».

En San Martín de los Andes debía aguardarnos un amigo chileno. Ese pueblito cordillerano argentino es tan pequeño que me habían dicho como único indicio:

—Andate al mejor hotel que allí llegará a buscarte Pedrito Ramírez.

Pero así son las cosas humanas. En San Martín de los Andes no había un mejor hotel: había dos. ¿Cuál elegir? Nos decidimos por el más caro, ubicado en un barrio de las afueras, desestimando el primero que habíamos visto frente a la hermosa plaza de la ciudad.

Sucedió que el hotel que escogimos era tan de primer orden que no nos quisieron aceptar. Observaron con hostilidad los efectos de varios días de viaje a caballo, nuestros sacos al hombro, nuestras caras barbudas y polvorientas. A cualquiera le daba miedo recibirnos.

Mucho más al director de un hotel que hospedaba nobles ingleses procedentes de Escocia y venidos a pescar salmón en Argentina. Nosotros no teníamos nada de lores. El director nos dio el «vade retro», alegando con teatrales ademanes y gestos que la última habitación disponible había sido comprometida hacía diez minutos. En eso se asomó a la puerta un elegante caballero de inconfundible tipo militar, acompañado por una rubia cinematográfica, y gritó con voz tonante:

—¡Alto! A los chilenos no se les echa de ninguna parte. Aquí se quedan.

Y nos quedamos. Nuestro protector se parecía tanto a Perón, y su dama a Evita, que pensamos todos: ¡son ellos! Pero luego, ya lavados y vestidos, sentados a la mesa y degustando una botella de dudosa champaña, supimos que el hombre era comandante de la guarnición local y ella una actriz de Buenos Aires que venía a visitarle.

Pasábamos por madereros chilenos dispuestos a hacer buenos negocios. El comandante me llamaba «el Hombre Montaña». Víctor Bianchi, que hasta allí me acompañaba por amistad y por amor a la aventura, descubrió una guitarra y con sus pícaras canciones chilenas embelesaba a argentinos y argentinas. Pero pasaron tres días con sus noches y Pedrito Ramírez no llegaba a buscarme. Yo no las tenía todas conmigo. Ya no nos quedaba camisa limpia, ni dinero para comprar nuevas. Un buen negociante de madera, decía Víctor Bianchi, por lo menos debe tener camisas.

Mientras tanto, el comandante nos ofreció un almuerzo en su regimiento. Su amistad con nosotros se hizo más estrecha y nos confesó que, a pesar de su parecido físico con Perón, él era antiperonista. Pasábamos largas horas discutiendo quién tenía peor presidente, si Chile o Argentina.

De improviso entró una mañana Pedrito Ramírez en mi habitación.

—¡Desgraciado! —le grité—. ¿Por qué has tardado tanto?

Había sucedido lo inevitable. Él esperaba tranquilamente mi llegada en el otro hotel, en el de la plaza.

Diez minutos después estábamos rodando por la infinita pampa. Y seguimos rodando día y noche. De vez en cuando los argentinos detenían el auto para cebar un mate y luego continuábamos atravesando aquella inacabable monotonía.