UN CAMINO EN LA SELVA
El secretario general de mi partido había sido hasta entonces Ricardo Fonseca. Era un hombre muy firme y sonriente, sureño como yo, de los climas fríos de Carahue. Fonseca había cuidado mi vida ilegal, mis escondites, mis incursiones clandestinas, la edición de mis panfletos, pero, sobre todo, había cuidado celosamente el secreto de mis domicilios. El único que verdaderamente sabía, durante un año y medio, de mis escondites, dónde iba a comer y dormir cada noche, era mi joven y resplandeciente jefe y secretario general, Ricardo Fonseca. Pero su salud fue minándose en aquella llama verde que se asomaba a sus ojos, su sonrisa fue extinguiéndose y un día se nos fue para siempre el buen camarada.
En plena ilegalidad fue elegido nuevo dirigente máximo un hombre recio, cargador de sacos en Valparaíso. Se llamó Galo González. Era un hombre complejo, con una figura engañadora y una firmeza mortal. Debo decir que en nuestro partido no hubo jamás culto de la personalidad, no obstante haber sido una vieja organización que pasó por todas las debilidades ideológicas. Pero siempre se sobrepuso esa conciencia chilena, de pueblo que lo ha hecho todo con sus manos. Hemos tenido muy pocos caudillos en la vida de Chile y esto se reflejó también en nuestro partido.
Sin embargo, esa política piramidal de la época staliniana produjo también en Chile, amparada por la ilegalidad, una atmósfera algo enrarecida.
Galo González no podía comunicarse con la multitud del partido. La persecución arreciaba. Teníamos miles de presos y un campo de concentración especial funcionaba en la desértica costa de Pisagua.
Galo González hacía una vida legal llena de actividad revolucionaria, pero la incomunicación de la directiva con el cuerpo general del partido se fue acentuando. Fue un gran hombre, una especie de sabio popular y un luchador valiente.
A él llegaron los planes de mi nueva fuga y esta vez se practicaron con exactitud. Se trataba de trasladarme a mil kilómetros de distancia de la capital y cruzar la cordillera a caballo. Los camaradas argentinos me esperarían en alguna parte.
Salimos cuando caía la tarde protegidos por un automóvil providencial. Mi amigo el doctor Raúl Bulnes era entonces médico de la policía montada. Él me condujo en su invulnerable automóvil hasta las afueras de Santiago, en donde me tomó a su cargo la organización del partido. En otro automóvil, equipado especialmente para el largo viaje, me esperaba un viejo compañero del partido, el chofer Escobar.
Seguimos día y noche por los caminos. Durante el día, para reforzar las barbas y las gafas que me enmascaraban, yo me arrebujaba en mantas encubridoras, especialmente al cruzar pueblos y ciudades, o al detenernos en las estaciones bencineras.
Pasé por Temuco a mediodía. No me detuve en ningún sitio. Nadie me reconoció. Por simple azar, mi viejo Temuco era ruta de salida. Atravesamos el puente y el pueblito Padre Las Casas. Hicimos alto ya lejos de la ciudad, a comer algo sentados en una piedra. Por el declive pasaba un estero bajo, y sus aguas sonaban. Era mi infancia que me despedía. Yo crecí en esta ciudad, mi poesía nació entre el cerro y el río, tomó la voz de la lluvia, se impregnó de los bosques tal como la madera. Y ahora en el camino hacia la libertad, acampaba un instante al lado de Temuco y oía la voz del agua que me enseñó a cantar.
Seguimos viaje. Sólo una vez tuvimos un minuto de zozobra. Parado en medio de la carretera, un decidido oficial de carabineros daba la voz de alto a nuestro coche. Yo me quedé mudo, pero resultó infundado el sobresalto. El oficial pedía que lo lleváramos a cien kilómetros más lejos. Se sentó junto al chofer, el camarada Escobar, y conversó amablemente con él. Yo me hice el dormido para no hablar. Mi voz de poeta la conocían hasta las piedras de Chile.
Sin mayores peripecias llegamos al punto de destino. Era una hacienda maderera, aparentemente despoblada. El agua la tocaba por todas partes. Primero se atravesaba el vasto lago Ranco y se desembarcaba entre matorrales y árboles gigantes. Desde allí se seguía a caballo un trecho, hasta embarcarse esta vez en las aguas del lago Maihue. La casa patronal apenas se divisaba, disimulada bajo las inmensas cerrerías, los follajes gigantes, el zumbido profundo de la naturaleza. Se oye decir que Chile es el último rincón del mundo. Aquel sitio forrado por la selva virgen, cercado por la nieve y por las aguas lacustres, era en verdad uno de los últimos sitios habitables del planeta.
La casa donde me destinaron un dormitorio era provisoria, como todo en la comarca. Una estufa de latón y fierro, cargada de leña salvaje, como recién cortada, ardía noche y día. La tremenda lluvia del sur golpeaba sin tregua las ventanas, como si pugnara por entrar a la casa. La lluvia dominaba la selva sombría, los lagos, los volcanes, la noche, y se rebelaba furiosa porque aquella guarida de seres humanos tenía otro estatuto, y no aceptaba su victoria.
Yo conocía muy poco al amigo que me esperaba, Jorge Bellet. Antiguo piloto de aviación, mezcla de hombre práctico y explorador, calzado de botas y vestido de gruesas chaquetillas cortas, tenía aire de mando innato, un plante militar que en cierto modo cuadraba bien con el ambiente, aunque allí los regimientos alineados eran solamente los árboles colosales del bosque natural.
La dueña de casa era una mujer frágil y plañidera, asediada por la neurosis. Consideraba como un insulto a su persona la pesada soledad de aquella región, la lluvia eterna, el frío. Lloriqueaba gran parte del día, pero todo marchaba puntualmente y se comían alimentos definitivos, venidos de la selva y del agua.
Bellet dirigía la empresa maderera. Ésta se reducía a elaborar durmientes de ferrocarril, destinados a su utilización en Suecia o Dinamarca. Todo el día chirriaban con un lamento agudo las sierras que cortaban los grandes troncos. Primero se oía el golpe profundo, subterráneo, del árbol que caía. Cada cinco o diez minutos se estremecía la tierra como un oscuro tambor, cuando la golpeaba el derrumbe de los raulíes, de los alerces, de los mañíos, obras colosales de la naturaleza, árboles plantados allí por el tiempo hace mil años. Luego se elevaba la queja de la sierra que trozaba el cuerpo de los gigantes. El sonido de la sierra, metálico, estridente y elevado como un violín salvaje, después del tambor oscuro de la tierra que recibía a sus dioses, todo esto formaba una atmósfera de intensidad mitológica, un círculo de misterio y de cósmico terror. La selva se moría. Yo oía sobrecogido sus lamentaciones como si hubiera llegado para escuchar las más antiguas voces que nunca más resonarían.
El gran patrón, el dueño de la selva, era un santiaguino a quien yo no conocía. Se anunciaba y se temía su visita para más entrado el verano. Se llamaba Pepe Rodríguez. Me informaron que era un capitalista moderno, dueño de telares y otras fábricas, hombre industrioso, ágil y electrizante. Por lo demás, era un reaccionario de cepa, miembro propiamente del partido más derechista de Chile. Como yo estaba de tránsito en su reino sin que él lo supiera, esos aspectos suyos resultaban positivos para mi episodio. Nadie podría venir a buscarme allí. Las autoridades civiles y policiales actuaban siempre como vasallos del gran hombre de cuya hospitalidad yo estaba gozando y con el que parecía imposible que me topara alguna vez. Y era inminente mi partida. Estaban por comenzar las nevadas en la cordillera, y no se juega con los Andes. El camino era estudiado diariamente por mis amigos. Decir caminos es un decir. En realidad era una exploración a través de huellas que el humus y la nieve habían borrado hace tiempo. La espera se hacía angustiosa para mí. Por lo demás, mis compañeros del lado argentino andarían ya buscándome.
Cuando todo parecía listo, Jorge Bellet, capitán general de las maderas, me advirtió que pasaba algo nuevo. Me lo dijo cariacontecido. El gran patrón anunciaba su visita. Llegaría en dos días más.
Quedé desconcertado. Los preparativos no estaban todavía a punto. Lo más peligroso para mi situación, después de aquel largo trabajo, era que el propietario supiera que yo me albergaba en sus propias tierras. Se sabía que era un íntimo amigo de mi perseguidor González Videla. Y se sabía que González Videla había puesto precio a mi cabeza. ¿Qué hacer?
Bellet fue desde el primer momento partidario de hablar frente a frente con Rodríguez, el propietario.
—Lo conozco muy bien —me dijo—. Es muy hombre y jamás te delatará.
Estuve en desacuerdo. Las instrucciones del partido eran absoluto secreto y Bellet pretendía violar esas instrucciones. Así se lo dije. Discutimos acaloradamente. Y en el transcurso de la discusión política decidimos que me fuera a vivir a la casa de un cacique mapuche, una cabaña enclavada al pie mismo de la selva.
Me trasladé a la cabaña y allí mi situación se hizo muy precaria. Tanto que finalmente, después de muchas objeciones, acepté encontrarme con Pepe Rodríguez, el propietario de la empresa de las sierras y de los bosques. Fijamos un punto neutral, que no fuera su casa ni la cabaña del cacique. A la caída de la tarde vi avanzar un jeep. De él bajó, junto con mi amigo Bellet, un hombre maduro y juvenil, de pelo canoso y rostro resuelto. Sus primeras palabras fueron para decirme que desde ese instante él asumía la responsabilidad de custodiarme. En tales condiciones nadie se atrevería a atentar contra mí seguridad.
Hablamos sin gran cordialidad, pero el hombre me fue ganando. Lo invité, porque hacía mucho frío, a la casa del cacique. Allí continuó nuestra conversación. Por orden suya aparecieron una botella de champaña, otra de whisky, y hielo.
Al cuarto vaso de whisky discutíamos a grandes voces. El hombre era absolutista de convicciones. Decía cosas interesantes Y estaba enterado de todo, pero su ribete de insolencia me ponía iracundo. Ambos pegábamos grandes palmadas sobre la mesa del cacique, hasta que concluimos en sana paz aquella botella.
Nuestra amistad siguió por mucho tiempo. Entre sus cualidades se contaba una franqueza irreductible de hombre acostumbrado a tener la sartén por el mango. Pero también sabía leer mi poesía en forma extraordinaria, con una entonación tan inteligente y varonil que mis propios versos me parecían nacer de nuevo.
Volvió Rodríguez a la capital, a sus empresas. Tuvo un último gesto. Llamó a sus subordinados junto a mí, y con su característica voz de mando les dijo:
—Si el señor Legarreta, de aquí a una semana, tiene impedimentos para salir a la Argentina por el paso de los contrabandistas, ustedes abrirán otro camino que llegue hasta la frontera. Pararán todos los trabajos de la madera y se pondrán todos a abrir ese camino. Éstas son mis órdenes.
Legarreta era mi nombre en ese momento.
Pepe Rodríguez, aquel hombre dominante y feudal, murió dos años después, empobrecido y perseguido. Lo culparon de un cuantioso contrabando. Pasó muchos meses en la cárcel. Debe haber sido un sufrimiento indecible para una naturaleza tan arrogante.
Nunca he sabido a ciencia cierta si era culpable o inocente del delito que le imputaron. Supe sí que nuestra oligarquía, antaño desvelada por una invitación del espléndido Rodríguez, lo abandonó apenas lo vieron procesado y desmoronado.
En lo que a mí respecta, sigo a su lado, sin que se pueda borrar de mi memoria. Pepe Rodríguez fue para mí un pequeño emperador que ordenó abrir sesenta kilómetros de camino en la selva virgen para que un poeta alcanzara su libertad.