«EL CUERPO REPARTIDO»

Mis discursos se tornaron violentos y la sala del senado estaba siempre llena para escucharme. Pronto se pidió y se obtuvo mi desafuero y se ordenó a la policía mi detención.

Pero los poetas tenemos, entre nuestras substancias originales, la de ser hechos en gran parte de fuego y humo.

El humo estaba dedicado a escribir. La relación histórica de cuanto me pasaba se acercó dramáticamente a los antiguos temas americanos. En aquel año de peligro y de escondite terminé mi libro más importante, el «Canto general».

Cambiaba de casa casi diariamente. En todas partes se abría una puerta para resguardarme. Siempre era gente desconocida que de alguna manera había expresado su deseo de cobijarme por varios días. Me pedían como asilado aunque fuera por unas horas o unas semanas. Pasé por campos, puertos, ciudades, campamentos, como también por casas de campesinos, de ingenieros, de abogados, de marineros, de médicos, de mineros.

Hay un viejo tema de la poesía folklórica que se repite en todos nuestros países. Se trata de «el cuerpo repartido». El cantor popular supone que tiene sus pies en una parte, sus riñones en otra, y describe todo su organismo que ha dejado esparcido por campos y ciudades. Así me sentí yo en aquellos días.

Entre los sitios conmovedores que me albergaron, recuerdo una casa de dos habitaciones, perdida entre los cerros pobres de Valparaíso.

Yo estaba circunscrito a un pedazo de habitación y a un rinconcito de ventana desde donde observaba la vida del puerto. Desde aquella ínfima atalaya mi mirada abarcaba un fragmento de la calle. Por las noches veía circular gente apresurada. Era un arrabal pobre y aquella pequeña calle, a cien metros bajo mi ventana, acaparaba toda la iluminación del barrio. Tienduchas y boliches la llenaban.

Atrapado en mi rincón, mi curiosidad era infinita. A veces no lograba resolver los problemas. Por ejemplo, ¿por qué la gente que pasaba, tanto los indiferentes como los apremiados, se detenían siempre en un mismo sitio? ¿Qué mercaderías mágicas se exhibían en esa vitrina? Familias enteras se paraban ahí largamente con sus niños en los hombros. Yo no alcanzaba a ver las caras de arrobamiento que sin duda ponían al mirar la mágica vitrina, pero me las suponía.

Seis meses después supe que aquél era el escaparate de una sencilla tienda de calzado. El zapato es lo que más interesa al hombre, deduje. Me juré estudiar ese asunto, investigarlo y expresarlo. Nunca he tenido tiempo para cumplir ese propósito o promesa formulada en tan extrañas circunstancias. Sin embargo, no hay pocos zapatos en mi poesía. Ellos circulan taconeando en muchas de mis estrofas, sin que yo me haya propuesto ser un poeta zapateril.

De pronto llegaban a la casa visitas que prolongaban sus conversaciones, sin imaginarse que a corta distancia, separado por un tabique hecho con cartones y periódicos viejos, estaba un poeta perseguido por no sé cuantos profesionales de la cacería humana. El sábado en la tarde, y también el domingo en la mañana, llegaba el novio de una de las muchachas de la casa. Éste era de los que no debían saber nada. Era un joven trabajador, disponía del corazón de la chica, pero, ¡ay!, aún no le daban confianza. Desde la claraboya de mi ventana lo veía yo bajarse de su bicicleta, en la que repartía huevos por todo el extenso barrio popular. Poco después lo oía entrar canturreando a la casa. Era un enemigo de mi tranquilidad. Digo enemigo porque se empeñaba en quedarse arrullando a la muchacha a pocos centímetros de mi cabeza. Ella lo invitaba a practicar el amor platónico en algún parque o en el cine, pero él se resistía heroicamente. Y yo maldecía entre dientes la obstinación hogareña de aquel inocente repartidor de huevos.

El resto de las personas de la casa estaba en el secreto: la mamá viuda, las dos muchachas encantadoras y los dos hijos marineros. Éstos descargaban plátanos en la bahía y a veces andaban furiosos porque ningún barco los contrataba. Por ellos me enteré del desguace de una vieja embarcación. Dirigiendo yo desde mi rincón secreto las operaciones, desprendieron ellos la bella estatua de la proa del navío y la dejaron escondida en una bodega del puerto. Sólo vine a conocerla varios años después, pasados ya mi evasión y mi destierro. La hermosa mujer de madera, con rostro griego como todos los mascarones de los antiguos veleros, me mira ahora con su melancólica belleza, mientras escribo estas memorias junto al mar.

El plan era que yo me embarcara clandestinamente en la cabina de uno de los muchachos y desembarcara al llegar a Guayaquil, surgiendo de en medio de los plátanos. El marinero me explicaba que yo debería aparecer inesperadamente en la cubierta, al fondear el barco en el puerto ecuatoriano, vestido de pasajero elegante, fumándome un cigarro puro que nunca he podido fumar. Se decidió en la familia, ya que era inminente la partida, que se me confeccionara el traje apropiado —elegante y tropical—, para lo cual se me tomaron oportunamente las medidas.

En un dos por tres estuvo listo mi traje. Nunca me he divertido tanto como al recibirlo. La idea de la moda que las mujeres de la casa tenían, estaba influida por una famosa película de aquel tiempo: Lo que el viento se llevó. Los muchachos, por su parte, consideraban como arquetipo de la elegancia el que había recogido en los dancings de Harlem y en los bares y bailongos del Caribe. El vestón, cruzado y acinturado, me llegaba hasta las rodillas. Los pantalones me apretaban los tobillos.

Guardé tan pintoresco atuendo, elaborado por tan bondadosas personas, y nunca tuve oportunidad de usarlo. Nunca salí de mi escondite en un barco, ni desembarqué jamás entre los plátanos de Guayaquil, vestido como un falso Clark Gable. Escogí, por el contrario, el camino del frío. Partí hacia el extremo sur de Chile, que es el extremo sur de América, y me dispuse a atravesar la cordillera.