GONZÁLEZ VIDELA

Hasta el senado llegaban difícilmente las amarguras que yo y mis compañeros representábamos. Aquella cómoda sala parlamentaria estaba como acolchada para que no repercutiera en ella el vocerío de las multitudes descontentas. Mis colegas del bando contrario eran expertos académicos en el arte de las grandes alocuciones patrióticas y bajo todo ese tapiz de seda falsa que desplegaban, me sentía ahogado.

Pronto se renovó la esperanza, porque uno de los candidatos a la presidencia, González Videla, juró hacer justicia, y su elocuencia activa le atrajo gran simpatía. Yo fui nombrado jefe de propaganda de su campaña y llevé a todas partes del territorio la buena nueva.

Por arrolladora mayoría de votos el pueblo lo eligió presidente.

Pero los presidentes en nuestra América criolla sufren muchas veces una metamorfosis extraordinaria. En el caso que relato, rápidamente cambió de amigos el nuevo mandatario, entroncó su familia con la «aristocracia» y poco a poco se convirtió de demagogo en magnate.

La verdad es que González Videla no entra en el marco de los típicos dictadores sudamericanos. Hay en Melgarejo, de Bolivia, o en el general Gómez, de Venezuela, yacimientos telúricos reconocibles. Tienen el signo de cierta grandeza y parecen movidos por una fuerza desolada, no por eso menos implacable. Desde luego, ellos fueron caudillos que se enfrentaron a las batallas y a las balas.

González Videla fue, por el contrario, un producto de la cocinería política, un frívolo impenitente, un débil que aparentaba fortaleza.

En la fauna de nuestra América, los grandes dictadores han sido saurios gigantescos, sobrevivientes de un feudalismo colosal en tierras prehistóricas. El judas chileno fue sólo un aprendiz de tirano y en la escala de los saurios no pasaría de ser un venenoso lagarto. Sin embargo, hizo lo suficiente para descalabrar a Chile. Por lo menos retrocedió al país en su historia. Los chilenos se miraban con vergüenza sin entender exactamente cómo había ido pasando todo aquello.

El hombre fue un equilibrista, un acróbata de asamblea. Logró situarse en un espectacular izquierdismo. En esta «comedia de mentiras» fue un redomado campeón. Esto nadie lo discute. En un país en que, por lo general, los políticos son o parecen ser demasiado serios, la gente agradeció la llegada de la frivolidad, pero cuando este bailarín de conga se salió de madre ya era demasiado tarde: los presidios estaban llenos de perseguidos políticos y hasta se abrieron campos de concentración como el de Pisagua. El estado policial se instaló, entonces, como una novedad nacional. No había otro camino que aguantarse y luchar en forma clandestina por el retorno a la decencia.

Muchos de los amigos de González Videla, gente que le acompañó hasta el fin en sus trajines electorales, fueron llevados a prisiones en la alta cordillera o en el desierto por disentir de su metamorfosis.

La verdad es que la envolvente clase alta, con su poderío económico, se había tragado una vez más al gobierno de nuestra nación, como tantas veces había ocurrido. Pero en esta oportunidad la digestión fue incómoda y Chile pasó por una enfermedad que oscilaba entre la estupefacción y la agonía.

El presidente de la república, elegido por nuestros votos, se convirtió, bajo la protección norteamericana, en un pequeño vampiro vil y encarnizado. Seguramente sus remordimientos no lo dejaban dormir, a pesar de que instaló, vecinas al palacio de gobierno, garzonieres y prostíbulos privados, con alfombras y espejos para sus deleites. El miserable tenía una mentalidad insignificante, pero retorcida. En la misma noche que comenzó su gran represión anticomunista invitó a cenar a dos o tres dirigentes obreros. Al terminar la comida bajó con ellos las escaleras de palacio y, enjugándose unas lágrimas, los abrazó diciéndoles: «Lloro porque he ordenado encarcelarlos. A la salida los van a detener. Yo no sé si nos veremos más».