LA PAMPA SALITRERA

A fines de 1943 llegaba de nuevo a Santiago. Me instalé en mi propia casa, adquirida a largo plazo por el sistema de previsión. En este hogar de grandes árboles junté mis libros y comencé otra vez la difícil vida.

Busqué de nuevo la hermosura de mi patria, la fuerte belleza de la naturaleza, el encanto de las mujeres, el trabajo de mis compañeros, la inteligencia de mis compatriotas.

El país no había cambiado. Campos y aldeas dormidas, pobreza terrible de las regiones mineras y la gente elegante llenando su Country Club. Había que decidirse.

Mi decisión me causó persecuciones y minutos estelares.

¿Qué poeta podría arrepentirse?

Curzio Malaparte, que me entrevistó años después de lo que voy a relatar, lo dijo bien en su artículo: «No soy comunista, pero si fuera poeta chileno, lo sería, como Pablo Neruda lo es. Hay que tomar partido aquí, por los Cadillacs, o por la gente sin escuela y sin zapatos».

Esta gente sin escuela y sin zapatos me eligió senador de la república el 4 de marzo de 1945. Llevaré siempre con orgullo el hecho de que votaron por mí millares de chilenos de la región más dura de Chile, región de la gran minería, cobre y salitre.

Era difícil y áspero caminar por la pampa. Por medio siglo no llueve en esas regiones y el desierto ha dado fisonomía a los mineros. Son hombres de rostros quemados; toda su expresión de soledad y de abandono se deposita en los ojos de oscura intensidad. Subir del desierto hacia la cordillera, entrar en cada casa pobre, conocer las inhumanas faenas, y sentirse depositario de las esperanzas del hombre aislado y sumergido, no es una responsabilidad cualquiera. Sin embargo, mi poesía abrió el camino de comunicación y pude andar y circular y ser recibido como un hermano imperecedero, por mis compatriotas de vida dura.

No recuerdo si fue en París o en Praga que me sobrevino una pequeña duda sobre el enciclopedismo de mis amigos ahí presentes. Casi todos ellos eran escritores, estudiantes los menos.

—Estamos hablando mucho de Chile —les dije—, seguramente porque yo soy chileno. Pero, ¿saben ustedes algo de mi lejanísimo país? Por ejemplo, ¿en qué vehículo nos movilizamos? ¿En elefante, en automóvil, en tren, en avión, en bicicleta, en camello, en trineo?

La contestación mayoritaria fue muy en serio: en elefante.

En Chile no hay elefantes ni camellos. Pero comprendo que resulte enigmático un país que nace en el helado Polo Sur y llega hasta los salares y desiertos donde no llueve hace un siglo. Esos desiertos tuve que recorrerlos durante años como senador electo por los habitantes de aquellas soledades, como representante de innumerables trabajadores del salitre y del cobre que nunca usaron cuello ni corbata.

Entrar en aquellas planicies, enfrentarse a aquellos arenales, es entrar en la luna. Esa especie de planeta vacío guarda la gran riqueza de mi país, pero es preciso sacar de la tierra seca y de los montes de piedra, el abono blanco y el mineral colorado. En pocos sitios del mundo la vida es tan dura y al par tan desprovista de todo halago para vivirla. Cuesta indecibles sacrificios transportar el agua, conservar una planta que dé la flor más humilde, criar un perro, un conejo, un cerdo.

Yo procedo del otro extremo de la república. Nací en tierras verdes, de grandes arboledas selváticas. Tuve una infancia de lluvia y nieve. El hecho solo de enfrentarme a aquel desierto lunar significaba un vuelco en mi existencia. Representar en el parlamento a aquellos hombres, a su aislamiento, a sus tierras titánicas, era también una difícil empresa. La tierra desnuda, sin una sola hierba, sin una gota de agua, es un secreto inmenso y huraño. Bajo los bosques, junto a los ríos, todo le habla al ser humano. El desierto, en cambio, es incomunicativo. Yo no entendía su idioma, es decir, su silencio.

Durante muchos años las empresas salitreras instituyeron verdaderos dominios, señoríos o reinos en la pampa. Los ingleses, los alemanes, toda suerte de invasores cerraron los territorios de la producción y les dieron el nombre de oficinas. Allí impusieron una moneda propia; impidieron toda reunión; proscribieron los partidos y la prensa popular. No se podía entrar a los recintos sin autorización especial, que por cierto muy pocos lograban.

Estuve una tarde conversando con los obreros de una maestranza en las oficinas salitreras de María Elena. El suelo del enorme taller está siempre enfangado por el agua, el aceite y los ácidos. Los dirigentes sindicales que me acompañaban y yo, pisábamos sobre un tablón que nos aislaba del barrizal.

—Estos tablones —me dijeron— nos costaron 15 huelgas sucesivas, 8 años de peticiones y 7 muertos.

Lo último se debió a que en una de esas huelgas la policía de la compañía se llevó a siete dirigentes. Los guardias iban a caballo, mientras los obreros amarrados a una cuerda los seguían a pie por los solitarios arenales. Con algunas descargas los asesinaron. Sus cuerpos quedaron tendidos bajo el sol y el frío del desierto, hasta que fueron encontrados y enterrados por sus compañeros.

Anteriormente las cosas fueron mucho peores. Por ejemplo en el año de 1906, en Iquique, los huelguistas bajaron a la ciudad desde todas las oficinas salitreras, para plantear sus solicitudes directamente al gobierno. Miles de hombres extenuados por la travesía se juntaron a descansar en una plaza, frente a una escuela. Por la mañana irían a ver al gobernador, a exponerle sus peticiones. Pero nunca pudieron hacerlo. Al amanecer, las tropas dirigidas por un coronel rodearon la plaza. Sin hablar comenzaron a disparar, a matar. Más de seis mil hombres cayeron en aquella masacre.

En 1945 las cosas andaban mejor, pero a veces me parecía que retornaba el tiempo del exterminio. Una vez se me prohibió dirigirme a los obreros en el local del sindicato. Yo los llamé fuera del recinto y en pleno desierto comencé a explicarles la situación, las posibles salidas del conflicto. Éramos unos doscientos. Pronto escuché un ruido de motores y observé cómo se acercaba hasta a cuatro o cinco metros de mis palabras, un tanque del ejército. Se abrió la tapa y surgió de la abertura una ametralladora que apuntaba a mi cabeza. Junto al arma se irguió un oficial, muy relamido pero muy serio, que se dedicó a mirar mientras yo continuaba mi discurso. Eso fue todo.

La confianza puesta en los comunistas por aquella multitud de obreros, muchos de ellos analfabetos, había nacido con Luis Emilio Recabarren, quien inició sus luchas en esa zona desértica. De simple agitador obrero, antiguo anarquista, Recabarren se convirtió en una presencia fantasmagórica y colosal. Llenó el país de sindicatos y federaciones. Llegó a publicar más de 15 periódicos destinados exclusivamente a la defensa de las nuevas organizaciones que había creado. Todo sin un centavo. El dinero salía de la nueva conciencia que asumían los trabajadores.

Me tocó ver en ciertos sitios las prensas de Recabarren, que habían servido en forma tan heroica y seguían trabajando 40 años después. Algunas de esas máquinas fueron golpeadas por la policía hasta la destrucción, y luego habían sido cuidadosamente reparados. Se les notaban las enormes cicatrices bajo las soldaduras amorosas que las hicieron andar de nuevo.

Me acostumbré en aquellas largas giras a alojarme en las pobrísimas casas, casuchas o cabañas de los hombres del desierto. Casi siempre me esperaba un grupo, con pequeñas banderas, a la entrada de las empresas. Luego me mostraban el sitio en que descansaría. Por mi aposento desfilaban durante todo el día mujeres y hombres con sus quejas laborales, con sus conflictos más o menos íntimos. A veces las quejas asumían un carácter que tal vez un extraño juzgaría humorístico, caprichoso, incluso grotesco. Por ejemplo, la falta de té podía ser para ellos motivo de una huelga de grandes consecuencias. ¿Son concebibles urgencias tan londinenses en una región tan desolada? Pero lo cierto es que el pueblo chileno no puede vivir sin tomar té varias veces al día. Algunos de los obreros descalzos, que me preguntaban angustiados la razón de la escasez del exótico pero imprescindible brebaje, me argumentaban a guisa de disculpa:

—Es que si no tomamos nos da un terrible dolor de cabeza.

Aquellos hombres encerrados en muros de silencio, sobre la tierra solitaria y bajo el solitario cielo, tuvieron siempre una curiosidad política vital. Querían saber qué pasaba, tanto en Yugoeslavia como en China. Les preocupaban las dificultades y los cambios en los países socialistas, el resultado de las grandes huelgas italianas, los rumores de guerras, el despuntar de revoluciones en los sitios más lejanos.

En cientos de reuniones, muy lejos la una de la otra, escuchaba una petición constante: que les leyera mis poemas. Muchas veces me los pedían por sus títulos. Naturalmente que nunca supe si todos entendían o no entendían algunos o muchos versos míos. Era difícil determinarlo en aquella atmósfera de mutismo absoluto, de sagrado respeto con que me escuchaban. Pero, qué importancia tiene eso Yo, que soy uno de los tontos más ilustrados, jamás he podido entender no pocos versos de Hólderlin y de Mallarmé. Y conste que los he leído con el mismo sagrado respeto.

La comida, cuando quería adquirir rasgos de fiesta, era una cazuela de gallina, raras aves en la pampa. La vianda que más acudía a los platos era algo para mí difícil de meterle el diente: el guisado de cuyas o conejillos de India. Las circunstancias hacían un plato favorito de este animalito nacido para morir en los laboratorios. Las camas que me tocaron invariablemente en las innumerables casas donde dormía, tenían dos características conventuales. Unas sábanas blancas como la nieve y tiesas a fuerza de almidón; capaces de sostenerse solas en pie. Y una dureza del lecho equiparable a la de la tierra del desierto; no conocían colchón sino unas tablas tan lisas como implacables.

Así y todo me dormía como un bendito. Sin ningún esfuerzo entraba a compartir el sueño con la innumerable legión de mis compañeros. El día era siempre seco e incandescente como una brasa, pero la noche del desierto extendía su frescura bajo una copa primorosamente estrellada.

Mi poesía y mi vida han transcurrido como un río americano, como un torrente de aguas de Chile, nacidas en la profundidad secreta de las montañas australes, dirigiendo sin cesar hacia una salida marina el movimiento de sus corrientes. Mi poesía no rechazó nada de lo que pudo traer en su caudal; aceptó la pasión, desarrolló el misterio, y se abrió paso entre los corazones del pueblo.

Me tocó padecer y luchar, amar y cantar; me tocaron en el reparto del mundo, el triunfo y la derrota, probé el gusto del pan y el de la sangre. ¿Qué más quiere un poeta? Y todas las alternativas, desde el llanto hasta los besos, desde la soledad hasta el pueblo, perviven en mi poesía, actúan en ella, porque he vivido para mi poesía, y mi poesía ha sustentado mis luchas. Y si muchos premios he alcanzado, premios fugaces como mariposas de polen fugitivo, he alcanzado un premio mayor, un premio que muchos desdeñan pero que es en realidad para muchos inalcanzable. He llegado a través de una dura lección de estética y de búsqueda, a través de los laberintos de la palabra escrita, a ser poeta de mi pueblo. Mi premio es ése, no los libros y los poemas traducidos o los libros escritos para describir o disecar mis palabras. Mi premio es ese momento grave de mi vida cuando en el fondo del carbón de Lota, a pleno sol en la calichera abrasada, desde el socavón del pique ha subido un hombre como si ascendiera desde el infierno, con la cara transformada por el trabajo terrible, con los ojos enrojecidos por el polvo y, alargándome la mano endurecida, esa mano que lleva el mapa de la pampa en sus durezas y en sus arrugas, me ha dicho, con ojos brillantes: «te conocía desde hace mucho tiempo, hermano». Ése es el laurel de mi poesía, ese agujero en la pampa terrible, de donde sale un obrero a quien el viento y la noche y las estrellas de Chile le han dicho muchas veces: «no estás solo; hay un poeta que piensa en tus dolores».

Ingresé al Partido Comunista de Chile el 15 de julio de 1945.