LA VÍSPERA DE PEARL HARBOUR
Llegaban a mi casa los españoles Wenceslao Roces, de Salamanca, y Constancia de la Mora, republicana, pariente del duque de Maura, cuyo libro In Place of Splendor fue un bestseller en Norteamérica, y León Felipe, Juan Rejano, Moreno Villa, Herrera Petere, poetas, Miguel Prieto, Rodríguez Luna, pintores, todos españoles. Los italianos Vittorio Vidale, famoso por haber sido el comandante Carlos del 5.º Regimiento, y Mario Montagnana, desterrados italianos, llenos de recuerdos, de asombrosas historias y de cultura siempre en movimiento. Por ahí anclaba también Jacques Soustelle y Gilbert Medioní. Éstos eran los jefes gaullistas, representantes de la Francia Libre. Además pululaban los exiliados voluntarios o forzosos de Centroamérica, guatemaltecos, salvadoreños, hondureños. Todo esto llenaba a México de un interés multinacional y a veces mi casa, vieja quinta del barrio de San Ángel, latía como si allí estuviera el corazón del mundo.
Con este Soustelle, que entonces era socialista de izquierda y que años más tarde daría tanto que hacer al presidente De Gaulle, como jefe político de los golpistas de Argelia, me sucedió algo que debo relatar:
Había avanzado el año de 1941. Los nazis sitiaban a Leningrado y se adentraban en territorio soviético. Los zorros militaristas japoneses comprometidos en el eje Berlín-Roma-Tokio, corrían el peligro de que Alemania ganara la guerra y se quedaran ellos sin su parte en el botín. Diversos rumores circulaban por el mundo. Se señalaba la hora cero en que el inmenso poder japonés se desataría en Extremo Oriente. Mientras tanto, una misión de paz japonesa hacía zalemas en Washington al gobierno norteamericano. No cabía duda de que los japoneses atacarían de pronto y por sorpresa, ya que la «guerra relámpago» era la moda sangrienta de la época.
Debo contar, para que mi historia se comprenda, que una vieja línea nipona de vapores unía al Japón con Chile. Yo viajé más de una vez en esos barcos y los conocía muy bien. Se detenían en nuestros puertos y sus capitanes se dedicaban a comprar hierro viejo y a tomar fotografías. Tocaban todo el litoral chileno, peruano y ecuatoriano y seguían hasta el puerto mexicano de Manzanillo, desde donde enfilaban la proa hacia Yokohama atravesando el Pacífico.
Pues bien, un día, siendo yo aún cónsul general de Chile en México, recibí la visita de siete japoneses que pedían apresuradamente una visa para Chile. Venían del litoral norteamericano, de San Francisco, de Los Ángeles, y de otros puertos. Sus rostros denotaban cierta inquietud. Estaban bien vestidos y documentados, tenían traza de ingenieros o industriales ejecutivos.
Les pregunté, naturalmente, por qué querían partir a Chile en el primer avión, ya que venían recién llegando. Me respondieron que deseaban tomar un barco japonés en el puerto chileno de Tocopilla, puerto salitrero del norte de Chile. Les respondí que para tal cosa no necesitaban viajar a Chile, en el otro extremo del continente, puesto que esos mismos barcos japoneses tocaban en el puerto mexicano de Manzanillo, a donde podían dirigirse a pie si querían y llegarían a tiempo.
Se miraron y sonrieron confusos. Hablaron entre sí, en su idioma. Se consultaron con el secretario de la embajada japonesa, que los acompañaba.
Éste resolvió ser franco conmigo y me dijo:
—Mire, colega, sucede que este barco ha cambiado su itinerario y no tocará más en Manzanillo. Es, pues, en el puerto chileno donde lo deben tomar estos distinguidos especialistas.
Rápidamente pasó por mi cabeza la visión confusa de hallarme ante algo muy importante. Les pedí sus pasaportes, sus fotografías, sus datos de trabajo en los Estados Unidos, etc., y en seguida les dije que volvieran al día siguiente.
No estuvieron de acuerdo. La visación la necesitaban de inmediato y pagarían cualquier precio por ella. Como lo que yo procuraba era ganar tiempo, les manifesté que no estaba en mis atribuciones otorgar visas en forma instantánea y que hablaríamos al día siguiente.
Me quedé solo.
Poco a poco se fue recomponiendo en mi cabeza el enigma. ¿Por qué la escapatoria precipitada desde Norteamérica y la extrema urgencia de la visación? ¿Y el barco japonés, por primera vez en 30 años desviaba su ruta? ¿Qué quería decir esto?
En mi cabeza se hizo la luz. Se trataba de un grupo importante y bien informado, con toda seguridad del espionaje japonés, que escapaba de Estados Unidos, ante la inminencia de algo grave por suceder. Y esto no podía ser otra cosa que la participación de Japón en la guerra. Los japoneses de mi historia estaban en el secreto.
La conclusión a que llegué me produjo un nerviosismo extremo. ¿Qué podía hacer?
De los representantes de las naciones aliadas en México no conocía ni a ingleses ni a norteamericanos. Sólo estaba en relación directa con aquéllos que habían sido acreditados oficialmente como delegados del general De Gaulle y con acceso al gobierno mexicano.
Me comuniqué con ellos rápidamente. Les expliqué la situación. Teníamos en la mano los nombres y los datos de estos japoneses. Si los franceses se decidían a intervenir, quedarían atrapados, argumenté entusiasmado y luego impaciente ante la impasibilidad de los representantes gaullistas.
—Jóvenes diplomáticos —les dije—, llénense de gloria y descubran el secreto de estos agentes nipones. Por mi parte, no les daré la visa. Pero ustedes deben tomar una resolución inmediata.
Este tira y afloja duró dos días más. Soustelle no se interesó en el asunto. No quisieron hacer nada. Y yo, simple cónsul chileno, no podía ir más allá. Ante mi negativa a concederles la visa, los japoneses se proveyeron rápidamente de pasaportes diplomáticos, acudieron a la embajada de Chile, y llegaron a tiempo para embarcarse en Tocopilla.
Una semana después el mundo despertaba con el anuncio del bombardeo de Pearl Harbour.