NAPOLEÓN UBICO
Decidí visitar Guatemala. Hacia allá me encaminé en automóvil. Pasamos por el istmo de Tehuantepec, región dorada de México, con mujeres vestidas como mariposas y un olor a miel azúcar en el aire. Luego entramos en la gran selva de Chiapas. De noche deteníamos el vehículo asustados por los ruidos, por la telegrafía de la selva. Millares de cigarras emitían un ruido violento, planetario, que parecía increíble. El misterioso México extendía su sombra verde sobre antiguas construcciones, sobre remotas pinturas, joyas y monumentos, cabezas colosales, animales de piedra. Todo esto yacía en la selva, en la millonaria existencia de lo inaudito mexicano. Pasando la frontera, en lo alto de la América Central, el estrecho camino de Guatemala me deslumbró con sus lianas y follajes gigantescos; y luego con sus plácidos lagos en la altura como ojos olvidados por dioses extravagantes; y por último con pinares y anchos ríos primordiales que asomaban como seres humanos, fuera del agua, rebaños de sirénidos y lamantinos.
Pasé una semana conviviendo con Miguel Ángel Asturias, que aún no se había revelado con sus novelas victoriosas. Comprendimos que habíamos nacido hermanos y casi ningún día nos separamos. En la noche planeábamos visitas inesperadas a lejanos parajes de sierras envueltas por la niebla o a puertos tropicales de la United Fruit.
Los guatemaltecos no tenían derecho a hablar y ninguno de ellos conversaba de política delante de otro. Las paredes oían y delataban. En algunas ocasiones deteníamos el carro en lo alto de una meseta y allí, bien seguros de que no había nadie detrás de un árbol, tratábamos ávidamente de la situación.
El caudillo se llamaba Ubico y gobernaba desde hacía muchísimos años. Era un hombre corpulento, de mirada fría, consecuentemente cruel. Él dictaba la ley y nada se movía en Guatemala sin que él expresamente lo dispusiera. Conocí a uno de sus secretarios, ahora amigo mío, revolucionario. Por haberle discutido algo, un pequeño detalle, lo hizo amarrar allí mismo, a una columna del despacho presidencial y lo azotó sin piedad.
Los poetas jóvenes me pidieron un recital de mi poesía. Enviaron un telegrama a Ubico solicitando el permiso. Todos mis amigos y jóvenes estudiantes llenaban el local. Leí con gusto mis poemas porque me parecía que entreabrían la ventana de aquella prisión tan vasta. El jefe de policía se sentó conspicuamente en primera fila. Luego supe que cuatro ametralladoras se habían emplazado hacia mí y hacia el público y que éstas funcionarían cuando el jefe de policía abandonara ostensiblemente su butaca e interrumpiera el recital.
Pero no pasó, nada, pues el tipo se quedó hasta el fin oyendo mis versos.
Luego quisieron presentarme al dictador, hombre inflamado por locura napoleónica. Se dejaba un mechón sobre la frente, retratándose con frecuencia en la pose de Bonaparte. Me dijeron que era peligroso rechazar tal sugerencia, pero yo preferí no darle la mano y regresé rápidamente a México.