NAZISTAS EN CHILE

Regresé otra vez en tercera clase a mi país. Aunque en América Latina no tuvimos el caso de que eminentes escritores como Célinel, Drieu la Rochelle o Ezra Pound, se convirtieran en traidores al servicio del fascismo, no por eso dejó de existir una fuerte corriente impregnada, natural o financieramente, por la corriente hitleriana. Por todas partes se formaban pequeños grupos que levantaban el brazo haciendo el saludo fascista, disfrazados de guardias de asalto. Pero no se trataba sólo de pequeños grupos.

Las viejas oligarquías feudales del continente simpatizaban (y simpatizan) con cualquier tipo de anticomunismo, venga éste de Alemania o de la ultra izquierda criolla. Además, no se olvide que grandes grupos de descendientes de alemanes pueblan mayoritariamente determinadas regiones de Chile, Brasil y México. Esos sectores fueron fácilmente cautivados por la meteórica ascensión de Hitler y por la fábula de un milenio de grandeza germana.

Por aquellos días de victorias estruendosas de Hitler, tuve que cruzar más de una vez alguna calle de un villorrio o de una ciudad del sur de Chile bajo verdaderos bosques de banderas con la cruz gamada. En una ocasión, en un pequeño poblado sureño, me vi forzado a usar el único teléfono de la localidad y a hacer una involuntaria reverencia al Führer. El propietario alemán del establecimiento se había ingeniado para colocar un aparato en forma tal que uno quedaba adherido con el brazo en alto a un retrato de Hitler.

Fui director de la revista Aurora de Chile. Toda la artillería literaria (no teníamos otra) se disparaba contra los nazis que se iban tragando país tras país. El embajador hitleriano en Chile regaló libros de la llamada cultura neoalemana a la Biblioteca Nacional. Respondimos pidiendo a todos nuestros lectores que nos mandaran los verdaderos libros alemanes de la verdadera Alemania, prohibidos por Hitler. Fue una gran experiencia. Recibí amenazas de muerte. Y llegaron muchos paquetes correctamente empacados con libros que contenían inmundicias. Recibimos también colecciones enteras del Stürner, periódico pornográfico, sadista y antisemita, dirigido por Julius Streicher, justicieramente ahorcado años después en Núremberg. Pero, poco a poco, con timidez, comenzaron a llegar las ediciones en idioma alemán de Heinrich Heine, de Thomas Mann, de Anna Seghers, de Einstein, de Arnold Zweig. Cuando tuvimos cerca de quinientos volúmenes fuimos a dejarlos a la Biblioteca Nacional.

¡Oh sorpresa! La Biblioteca Nacional nos había cerrado las puertas con candado.

Organizamos entonces un desfile y penetramos al salón de honor de la universidad con los retratos del pastor Niemóller y de Karl von Ossietzky. No sé con qué motivo se celebraba allí en ese instante un acto presidido por don Miguel Cruchaga Tocornal, ministro de Relaciones. Colocamos con cuidado los libros y los retratos en el estrado de la presidencia. Se ganó la batalla. Los libros fueron aceptados.