LA GUERRA Y PARÍS

Llegamos a París. Tomamos un departamento con Rafael Alberti y María Teresa León, su mujer, en el Quai de L’Horloge, un barrio quieto y maravilloso. Frente a nosotros veía el Pont Neuf, la estatua de Henri IV y los pescadores que colgaban de todas las orillas del Sena. Detrás de nosotros quedaba la plaza Dauphine, nervaliana, con olor a follaje y restaurant. Allí vivía el escritor francés Alejo Carpentier, uno de los hombres más neutrales que he conocido. No se atrevía a opinar sobre nada, ni siquiera sobre los nazis que ya se le echaban encima a París como lobos hambrientos.

Desde mi balcón, a la derecha, inclinándose hacia afuera, se alcanzaban a divisar los negros torreones de la Conciergerie. Su gran reloj dorado era para mí el límite final del barrio.

Yo tuve por suerte en Francia, y por muchos años, como mis mejores amigos a los dos mejores hombres de su literatura, Paúl Eluard y Aragón. Eran y son curiosos clásicos de desenfado, de una autenticidad vital que los sitúa en lo más sonoro del bosque de Francia. A la vez son inconmovibles y naturales participantes de la moral histórica. Pocos seres tan diferentes entre sí como estos dos. Disfruté el placer poético de perder muchas veces el tiempo con Paúl Eluard. Si los poetas contestaran de verdad a las encuestas largarían el secreto: no hay nada tan hermoso como perder el tiempo. Cada uno tiene su estilo para ese antiguo afán. Con Paúl no me daba cuenta del día ni de la noche que pasaba y nunca supe si tenía importancia o no lo que conversábamos. Aragón es una máquina electrónica de la inteligencia, del conocimiento, de la virulencia, de la velocidad elocuente. De la casa de Eluard siempre salí sonriendo sin saber de qué. De algunas horas con Aragón salgo agotado porque este diablo de hombre me ha obligado a pensar. Los dos han sido irresistibles y leales amigos míos y tal vez lo que más me gusta en ellos es su antagónica grandeza.