SINGAPUR
La verdad es que la soledad de Colombo no sólo era pesada, sino letárgica. Tenía algunos escasos amigos en la calleja en que vivía. Amigas de varios colores pasaban por mi cama de campaña sin dejar más historia que el relámpago físico. Mi cuerpo era una hoguera solitaria encendida noche y día en aquella costa tropical. Mi amiga Patsy llegaba frecuentemente con algunas de sus compañeras, muchachas morenas y doradas, con sangre de boers, de ingleses, de dravidios. Se acostaban conmigo deportiva y desinteresadamente.
Una de ellas me ilustró sobre sus visitas a las chummeries. Así se llamaban los bungalows en que grupos de jóvenes ingleses, pequeños empleados de tiendas y compañías, vivían en común para economizar alfileres y alimentos. Sin ningún cinismo, como algo natural, me contó la muchacha que en una ocasión había fornicado con catorce de ellos.
—¿Y cómo lo hiciste? —le pregunté.
—Estaba sola con ellos aquella noche y celebraban una fiesta. Pusieron un gramófono y yo bailaba unos pasos con cada uno, y nos perdíamos durante el baile en alguno de los dormitorios. Así quedaron todos contentos.
No era prostituta. Era más bien un producto colonial, una fruta cándida y generosa. Su cuento me impresionó y nunca tuve por ella sino simpatía.
Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la ducha; hacia el fondo de la casa.
Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.
El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.
Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda.
En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.
Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.
Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.
Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.
Me costó trabajo leer el cablegrama. El Ministerio de Relaciones Exteriores me comunicaba un nuevo nombramiento. Dejaba yo de ser cónsul en Colombo para desempeñar idénticas funciones en Singapur y Batavia. Esto me ascendía del primer círculo de la pobreza para hacerme ingresar en el segundo. En Colombo tenía derecho a retener (si entraban) la suma de ciento sesenta y seis dólares con sesenta y seis centavos. Ahora, siendo cónsul en dos colonias a la vez, podría retener (si entraban) dos veces ciento sesenta y seis dólares con sesenta y seis centavos, es decir, la suma de trescientos treinta y tres dólares con treinta y dos centavos (si entraban). Lo cual significaba, por de pronto, que dejaría de dormir en un catre de campaña. Mis aspiraciones materiales no eran excesivas.
¿Pero qué haría con Kiria, mi mangosta? ¿La regalaría a aquellos chicos irrespetuosos del barrio que ya no creían en su poder contra las serpientes? Ni pensarlo. La descuidarían, no la dejarían comer en la mesa como era su costumbre conmigo. ¿La soltaría en la selva para que volviera a su estado primitivo? Jamás. Sin duda había perdido sus instintos de defensa y las aves de rapiña la devorarían sin advertencia previa. ¿Por otra parte, cómo llevarla conmigo? En el barco no aceptarían tan singular pasajero.
Decidí entonces hacerme acompañar en mi viaje por Brampy, mi boy cingalés. Era un gasto de millonario y era igualmente una locura, porque iríamos hacia países —Malasia, Indonesia— cuyos idiomas desconocía Brampy totalmente. Pero la mangosta podría viajar de incógnito en el cafarnaum del puente, desapercibida dentro de un canasto. Brampy la conocía tan bien como yo. El problema era la aduana, pero el taimado Brampy se encargaría de burlarla.
Y de ese modo, con tristeza, alegría y mangosta, dejamos la isla de Ceilán, rumbo a otro mundo desconocido.
Resultará difícil entender por qué Chile tenía tantos consulados diseminados en todas partes. No deja de ser extraño que una pequeña república, arrinconada cerca del Polo Sur, envíe y mantenga representantes oficiales en archipiélagos, costas y arrecifes del otro lado del globo.
En el fondo —explico yo— estos consulados eran producto de la fantasía y de la self-importance que solemos damos los americanos del Sur. Por otra parte, ya he dicho que en esos sitios lejanísimos embarcaban para Chile yute, parafina sólida para fabricar velas y, sobre todo, té, mucho té. Los chilenos tomamos té cuatro veces al día. Y no podemos cultivarlo. En cierta ocasión se produjo una inmensa huelga de obreros del salitre por carencia de este producto tan exótico. Recuerdo que unos exportadores ingleses me preguntaron en cierta ocasión, después de algunos whiskies, qué hacíamos los chilenos con tales cantidades exorbitantes de té.
—Lo tomamos —les dije.
(Si creían sacarme el secreto de algún aprovechamiento industrial, sentí decepcionarlos).
El consulado en Singapur tenía ya diez años de existencia. Bajé, pues, con la confianza que me daban mis veintitrés años de edad, siempre acompañado de Brampy y de mi mangosta. Nos fuimos directamente al Raies Hotel. Allí mandé lavar mi ropa que no era poca, y luego me senté en la veranda. Me extendí perezosamente en un easychair y pedí uno, dos y hasta tres ginpahit.
Todo era muy Sommerset Maugham hasta que se me ocurrió buscar en la guía de teléfonos la sede de mi consulado. ¡No estaba registrado, diablos! Hice en el acto un llamado de urgencia a los establecimientos del gobierno inglés. Me respondieron, después de una consulta, que allí no había consulado de Chile. Pregunté entonces referencias del cónsul, señor Mansilla. No lo conocían.
Me sentí abrumado. Tenía apenas recursos para pagar un día de hotel y el lavado de mi ropa. Pensé que el consulado fantasma tendría su sede en Batavia y decidí continuar viaje en el mismo barco que me trajo, el cual iba precisamente hasta Batavia y todavía estaba en el puerto. Ordené sacar mi ropa de la caldera donde se remojaba, Brampy hizo un bulto húmedo con ella, y emprendimos carrera hacia los muelles.
Ya levantaban la escalera de a bordo. Jadeante subí los peldaños. Mis excompañeros de viaje y los oficiales del buque me miraron sorprendidos. Me metí en la misma cabina que había dejado en la mañana y, tendido de espaldas en la litera, cerré los ojos mientras el vapor se alejaba del fatídico puerto.
Había conocido en el barco a una muchacha judía. Se llamaba Kruzi. Era rubia, gordezuela, de ojos color naranja y alegría rebosante. Me dijo que tenía una buena colocación en Batavia. Me acerqué a ella en la fiesta final de la travesía. Entre copa y copa me arrastraba a bailar. Yo la seguía torpemente en las lentas contorsiones que se usaban en la época. Aquella última noche nos dedicamos a hacer el amor en mi cabina, amistosamente, conscientes de que nuestros destinos se juntaban al azar y por una sola vez. Le conté mis desventuras. Ella me compadeció suavemente y su pasajera ternura me llegó al alma.
Kruzi, por su parte, me confesó la verdadera ocupación que la esperaba en Batavia. Había cierta organización más o menos internacional que colocaba muchachas europeas en los lechos de asiáticos respetables. A ella le habían dado opción entre un marajah, un príncipe de Siam y un rico comerciante chino. Se decidió por este último, un hombre joven pero apacible.
Cuando bajamos a tierra, al día siguiente, divisé el Rolls Royce del magnate chino, y también el perfil del dueño a través de las floreadas cortinillas del automóvil. Kruzi desapareció entre el gentío y los equipajes.
Yo me instalé en el hotel Der Nederlanden. Me preparaba para el almuerzo cuando vi entrar a Kruzi. Se echó en mis brazos, sofocada por el llanto.
—Me expulsan de aquí. Debo partir mañana.
—Pero, ¿quiénes te expulsan, por qué te expulsan?
Me contó entrecortadamente su descalabro. Estaba a punto de subir al Rolls Royce cuando los agentes de inmigración la detuvieron para someterla a un interrogatorio brutal. Tuvo que confesarlo todo. Las autoridades holandesas consideraron un grave delito que ella pudiera vivir en concubinato con un chino. La pusieron finalmente en libertad, con la promesa de no visitar a su galán y con la otra promesa de embarcarse al día siguiente, en el mismo barco en que había llegado y que regresaba a Occidente.
Lo que más la hería era haber decepcionado a aquel hombre que la esperaba, sentimiento al que seguramente no era ajeno el imponente Rolls Royce. Sin embargo, Kruzi en el fondo era una sentimental. En sus lágrimas había mucho más que interés frustrado: se sentía humillada y ofendida.
—¿Sabes su dirección? ¿Conoces su teléfono? —le pregunté.
—Sí —me respondió—. Pero tengo miedo de que me detengan. Me amenazaron con encerrarme en un calabozo.
—No tienes nada que perder. Anda a ver a ese hombre que ha pensado en ti sin conocerte. Le debes por lo menos algunas palabras. ¿Qué pueden importarte ya los policías holandeses? Véngate de ellos. Anda a ver a tu chino. Toma tus precauciones, burla a tus humilladores y te sentirás mejor. Me parece que así te irás de este país más contenta.
Aquella noche, tarde, regresó mi amiga. Había ido a ver a su admirador por correspondencia. Me contó la entrevista. El hombre era un oriental afrancesado y letrado. Hablaba con naturalidad el francés. Estaba casado, según las normas de la honorable matrimonialidad china, y se aburría muchísimo.
El pretendiente amarillo había preparado, para la novia blanca que le llegaba de Occidente, un bungalow con jardín, rejillas antimosquitos, muebles Luis XIV, y una gran cama que fue puesta a prueba aquella noche. El dueño de la casa le fue mostrando melancólicamente los pequeños refinamientos que guardaba para ella, los tenedores y cuchillos de plata (él sólo comía con palillos), el bar con bebidas europeas, el refrigerador colmado de frutas.
Luego se detuvo ante un gran baúl herméticamente cerrado. Extrajo una pequeña llave de su pantalón, abrió aquel cofre y mostró a los ojos de Kruzi el más extraño de los tesoros: centenares de calzones femeninos, sutiles pantaletas, mínimas bragas. Intimas prendas de mujer, por centenares o millares, colmaban aquel mueble santicado por el ácido aroma del sándalo. Allí estaban reunidas todas las sedas, todos los colores. La gama se desplazaba del violeta al amarillo, de los múltiples rosados a los verdes secretos, de los violentos rojos a los negros refulgentes, de los eléctricos celestes a los blancos nupciales. Todo el arco iris de la concupiscencia masculina de un fetichista que, sin duda, coleccionó aquel florilegio para deleite de su propia voluptuosidad.
—Me quedé deslumbrada —dijo Kruzi, volviendo a los sollozos—. Tomé al azar un puñado de esas prendas y aquí las tengo.
Me sentí conmovido, yo también, por el misterio humano. Nuestro chino, un serio comerciante, importador o exportador, coleccionaba calzones femeninos como si fuera un perseguidor de mariposas. ¿Quién iba a pensarlo?
—Déjame uno —dije a mi amiga.
Ella escogió uno blanco y verde y lo acarició suavemente antes de entregármelo.
—Dedícamelo, Kruzi, por favor.
Entonces ella lo estiró cuidadosamente y escribió mi nombre y el suyo en la superficie de seda, que mojó también con algunas lágrimas.
Al día siguiente partió sin que yo la viera, como no he vuelto a verla nunca más. Los vaporosos calzones, con su dedicatoria y sus lágrimas, anduvieron en mis valijas, mezclados con mi ropa y mis libros, por muchísimos años. No supe ni cuándo ni cómo alguna visitante abusadora se marchó de mi casa con ellos puestos.