LA VIDA EN COLOMBO

En Colombo no se advertía aparentemente ningún síntoma revolucionario. El clima político difería del de la India. Todo estaba sumido en una tranquilidad opresiva. El país daba para los ingleses el té más fino del mundo.

El país estaba dividido en sectores o compartimentos. Después de los ingleses, que ocupaban la altura de la pirámide y vivían en grandes residencias con jardines, venía una clase media parecida a la de los países de la América del Sur. Se llamaban o se llaman burghers y descendían de los antiguos boers, aquellos colonos holandeses del África del Sur que fueron confinados a Ceilán durante la guerra colonial del siglo pasado.

Más abajo estaba la población budista y mahometana de los cingaleses, compuesta por muchos millones. Y todavía más abajo, en el rango del trabajo peor pagado, se contaban también por millones los inmigrantes indios, todos ellos del sur de su país, de lenguaje tamil y religión hindú.

En el llamado «mundo social» que desplegaba sus galas en los hermosos clubs de Colombo, dos notables snobs se disputaban el campo. Uno era un falso noble francés, el conde de Mauny, que tenía sus adeptos. El otro era un polaco elegante y descuidado, mi amigo Winzer, que dictaminaba en los escasos salones. Este hombre era notablemente ingenioso, bastante cínico y enterado de cuanto existe en el universo. Su profesión era curiosa —«conservador del tesoro cultural y arqueológico»— y fue para mí una revelación cuando lo acompañé una vez en una de sus giras oficiales.

Las excavaciones habían sacado a la luz dos antiguas ciudades magníficas que la selva se había tragado: Anuradhapura y Polonnaruva. Columnas y corredores brillaron de nuevo bajo el esplendor del sol cingalés. Naturalmente, todo aquello que era transportable partía bien embalado hacia el British Museum de Londres.

Mi amigo Winzer no lo hacía mal. Llegaba a los remotos monasterios y, con gran complacencia de los monjes budistas, trasladaba a la camioneta oficial las portentosas esculturas de piedra milenaria que concluirían su destino en los museos de Inglaterra. Había que ver la cara de satisfacción de los monjes vestidos color de azafrán cuando Winzer les dejaba, en sustitución de sus antigüedades, unas pintarrajeadas figuras budistas de celuloide japonés. Las miraban con reverencia y las depositaban en los mismos altares donde habían sonreído por varios siglos las estatuas de jaspe y granito.

Mi amigo Winzer era un excelente producto del imperio, es decir, un elegante sinvergüenza.

Algo vino a turbar aquellos días consumidos por el sol. Inesperadamente, mi amor birmano, la torrencial Josie Bliss, se estableció frente a mi casa. Había viajado allí desde su lejano país. Como pensaba que no existía arroz sino en Rangoon, llegó con un saco de arroz a cuestas, con nuestros discos favoritos de Paúl Robeson y con una larga alfombra enrollada. Desde la puerta de enfrente se dedicó a observar y luego a insultar y a agredir a cuanta gente me visitaba, Josie Bliss consumida por sus celos devoradores, al mismo tiempo que amenazaba con incendiar mi casa. Recuerdo que atacó con un largo cuchillo a una dulce muchacha eurasiática que vino a visitarme.

La policía colonial consideró que su presencia incontrolada era un foco de desorden en la tranquila calle. Me dijeron que la expulsarían del país si yo no la recogía. Yo sufrí varios días, oscilando entre la ternura que me inspiraba su desdichado amor y el terror que le tenía. No podía dejarla poner un pie en mi casa. Era una terrorista amorosa, capaz de todo.

Por fin un día se decidió a partir. Me rogó que la acompañara hasta el barco. Cuando éste estaba por salir y yo debía abandonarlo, se desprendió de sus acompañantes y, besándome en un arrebato de dolor y amor, me llenó la cara de lágrimas. Como en un rito me besaba los brazos, el traje y, de pronto, bajó hasta mis zapatos, sin que yo pudiera evitarlo. Cuando se alzó de nuevo, su rostro estaba enharinado con la tiza de mis zapatos blancos. No podía pedirle que desistiera del viaje, que abandonara conmigo el barco que se la llevaba para siempre. La razón me lo impedía, pero mi corazón adquirió allí una cicatriz que no se ha borrado. Aquel dolor turbulento, aquellas lágrimas terribles rodando sobre el rostro enharinado, continúan en mi memoria.

Había casi terminado de escribir el primer volumen de Residencia en la tierra. Sin embargo, mi trabajo había adelantado con lentitud. Estaba separado del mundo mío por la distancia y por el silencio, y era incapaz de entrar de verdad en el extraño mundo que me rodeaba.

Mi libro recogía como episodios naturales los resultados de mi vida suspendida en el vacío: «Más cerca de la sangre que de la tinta». Pero mi estilo se hizo más acendrado y me di alas en la repetición de una melancolía frenética. Insistí por verdad y por retórica (porque esas harinas hacen el pan de la poesía) en un estilo amargo que porfió sistemáticamente en mi propia destrucción. El estilo no es sólo el hombre. Es también lo que lo rodea, y si la atmósfera no entra dentro del poema, el poema está muerto: muerto porque no ha podido respirar.

Nunca leí con tanto placer y tanta abundancia como en aquel suburbio de Colombo en que viví solitario por mucho tiempo. De vez en cuando volvía a Rimbaud, a Quevedo o a Proust. Por el camino de Swann me hizo revivir los tormentos, los amores y los celos de mi adolescencia. Y comprendí que en aquella frase de la sonata de Vinteuil, frase musical que Proust llamó «aérea y olorosa», no sólo se paladea la descripción más exquisita del apasionante sonido, sino también una desesperada medida de la pasión.

Mi problema en aquellas soledades fue encontrar esa música y oírla. Con la ayuda de mi amigo músico y musicólogo, investigamos hasta saber que el Vinteuil de Proust fue formado tal vez por Schubert y Wagner y Saint-Saéns y Fauré y D’Indy y César Franck. Mi indigna mala educación musical se mantuvo ignorante de casi todos esos músicos. Sus obras eran cajas ausentes o cerradas. Mi oído nunca reconoció sino las melodías más evidentes, y eso, con dificultad.

Por fin, avanzando en la pesquisa, más literaria que sonora, conseguí un álbum con los tres discos de la sonata para piano y violín de César Franck. No había duda, allí estaba la frase de Vinteuil. No podía caber duda ninguna.

Mi atracción había sido sólo literaria. Proust, el más grande realista poético, en su crónica crítica de una sociedad agonizante que amó y odió, se detuvo con apasionada complacencia en muchas obras de arte, cuadros y catedrales, actrices y libros. Pero aunque su clarividencia iluminó cuanto tocaba, reiteró el encanto de esta sonata y su frase renaciente con una intensidad que quizá no dio a otras descripciones. Sus palabras me condujeron a revivir mi propia vida, mis lejanos sentimientos perdidos en mí mismo, en mi propia ausencia. Quise ver en la frase musical el relato mágico literario de Proust y adopté o fui adoptado por las alas de la música.

La frase se envuelve en la gravedad de la sombra, enronqueciéndose, agravando y dilatando su agonía. Parece edificar su congoja como una estructura gótica, que las volutas repiten llevadas por el ritmo que eleva sin cesar la misma flecha.

El elemento nacido del dolor busca una salida triunfante que no reniega en la altura su origen trastornado por la tristeza. Parece enroscarse en una patética espiral, mientras el piano oscuro acompaña una y otra vez la muerte y la resurrección del sonido. La intimidad sombría del piano da una y otra vez a luz el serpentino nacimiento, hasta que amor y dolor se enlazan en la agonizante victoria.

No había ninguna duda para mi que éstas eran la frase y la sonata.

La sombra brusca caía como un puño sobre mi casa perdida entre los cocoteros de Wellawatha, pero cada noche la sonata vivía conmigo, conduciéndome y envolviéndome, dándome su perpetua tristeza, su victoriosa melancolía.

Los críticos que tanto han escarmenado mis trabajos no han visto hasta ahora esta secreta influencia que aquí va confesada. Porque allí en Wellawatha escribí yo gran parte de Residencia en la tierra. Aunque mi poesía no es «olorosa ni aérea» sino tristemente terrenal, me parece que esos temas, tan repetidamente enlutados, tienen que ver con la intimidad retórica de aquella música que convivió conmigo.

Años después, ya de regreso en Chile, me encontré en una tertulia, juntos y jóvenes, a los tres grandes de la música chilena. Fue, creo, en 1932, en casa de Marta Brunet.

Claudio Arrau conversaba en un rincón con Domingo Santa Cruz y Armando Carvajal. Me acerqué a ellos, pero apenas me miraron. Siguieron hablando imperturbablemente de música y de músicos. Traté entonces de lucirme hablándoles de aquella sonata, la única que yo conocía.

Me miraron distraídamente y desde arriba me dijeron:

—¿César Franck? ¿Por qué César Franck? Lo que debes conocer es Verdi.

Y siguieron en su conversación, sepultándome en una ignorancia de la que aún no salgo.