CEILÁN
Ceilán, la más bella isla grande del mundo, tenía hacia 1929 la misma estructura colonial que Birmania y la India. Los ingleses se encastillaban en sus barrios y en sus clubs, rodeados por una inmensa muchedumbre de músicos, alfareros, tejedores, esclavos de plantaciones, monjes vestidos de amarillo e inmensos dioses tallados en las montañas de piedra.
Entre los ingleses vestidos de smoking todas las noches, y los hindúes inalcanzables en su fabulosa inmensidad, yo no podía elegir sino la soledad, y de ese modo aquella época ha sido la más solitaria de mi vida. Pero la recuerdo igualmente como la más luminosa, como si un relámpago de fulgor extraordinario se hubiera detenido en mi ventana para iluminar mi destino por dentro y por fuera.
Me fui a vivir a un pequeño bungalow, recién edificado en el suburbio de Wellawatha, junto al mar. Era una zona despoblada y el oleaje rompía contra los arrecifes. De noche crecía la música marina.
Por la mañana, el milagro de aquella naturaleza recién lavada me sobrecogía. Desde temprano estaba yo con los pescadores. Las embarcaciones provistas de larguísimos flotadores parecían arañas del mar. Los hombres extraían peces de violentos colores, peces como pájaros de la selva infinita, unos de oscuro azul fosforescente como intenso terciopelo vivo, otros en forma de globo punzante que se desinflaba hasta convertirse en una pobre bolsita de espinas.
Contemplaba con horror la masacre de las alhajas del mar. El pescado se vendía en pedazos a la pobre población. El machete de los sacrificadores cortaba en trozos aquella materia divina de la profundidad para transformarla en sangrienta mercadería.
Andando por la costa llegaba al baño de los elefantes. Acompañado por mi perro no podía equivocarme. Del agua tranquila surgía un inmóvil hongo gris, que luego se convertía en serpiente, después en inmensa cabeza, por último en montaña con colmillos. Ningún país del mundo tenía ni tiene tantos elefantes trabajando en los caminos. Resultaba asombroso verlos ahora —lejos del circo o de las barras del jardín zoológico—, cruzando con su carga de madera de un lado a otro, como laboriosos y grandes jornaleros.
Mis únicas compañías fueron mi perro y mi mangosta. Ésta, recién salida de la selva, creció a mi lado, dormía en mi cama y comía en mi mesa. Nadie puede imaginarse la ternura de una mangosta. Mi pequeño animalito conocía cada minuto de mi existencia, se paseaba por mis papeles y corría detrás de mí todo el día. Se enrollaba entre mi hombro y mi cabeza a la hora de la siesta y dormía allí con el sueño sobresaltado y eléctrico de los animales salvajes.
Mi mangosta domesticada se hizo famosa en el suburbio. De las continuas batallas que sostienen valientemente con las tremendas cobras, conservan las mangostas un prestigio algo mitológico, yo creo, tras haberlas visto luchar muchas veces contra las serpientes, a las que vencen sólo por su agilidad y por su gruesa capa de pelo color sal y pimienta que engaña y desconcierta al reptil. Por allá se cree que la mangosta, después de los combates contra sus venenosos enemigos, sale en busca de las hierbecitas del antídoto.
Lo cierto es que el prestigio de mi mangosta —que me acompañaba cada día en mis largas caminatas por las playas— hizo que una tarde todos los niños del arrabal se dirigieran a mi casa en imponente procesión. Había aparecido en la calle una atroz serpiente, y ellos venían en demanda de Kiria, mi famosa mangosta, cuyo indudable triunfo se aprestaban a celebrar. Seguido por mis admiradores —bandas enteras de chiquillos tamiles y cingaleses, sin más trajes que sus taparrabos—, encabecé el desfile guerrero con mi mangosta en los brazos.
El ofidio era una especie negra de la temible pollongha, o víbora de Russell, de mortífero poder. Tomaba el sol entre las hierbas sobre una cañería blanca de la que se destacaba como un látigo en la nieve.
Se quedaron atrás, silenciosos, mis seguidores. Yo avancé por la cañería. A unos dos metros de distancia, frente a la víbora, largué mi mangosta. Kiria olfateó el peligro en el aire y se dirigió con lentos pasos hacia la serpiente. Yo y mis pequeños acompañantes contuvimos la respiración. La gran batalla iba a comenzar. La serpiente se enrolló, levantó la cabeza, abrió las fauces y dirigió su hipnótica mirada al animalito. La mangosta siguió avanzando. Pero a escasos centímetros de la boca del monstruo se dio cuenta exacta de lo que iba a pasar. Entonces dio un gran salto, emprendió vertiginosa carrera en sentido contrario, y dejó atrás serpiente y espectadores. No paró de correr hasta llegar a mi dormitorio.
Así perdí mi prestigio en el suburbio de Wellawatha hace ya más de treinta años.
En estos días me ha traído mi hermana un cuaderno que contiene mis más antiguas poesías, escritas en 1918 y 1919. Al leerlas he sonreído ante el dolor infantil y adolescente, ante el sentimiento literario de soledad que se desprende de toda mi obra de juventud. El escritor joven no puede escribir sin ese estremecimiento de soledad, aunque sea ficticio, así como el escritor maduro no hará nada sin el sabor de compañía humana, de sociedad.
La verdadera soledad la conocí en aquellos días y años de Wellawatha. Dormí todo aquel tiempo en un catre de campaña como un soldado, como un explorador. No tuve más compañía que una mesa y dos sillas, mi trabajo, mi perro, mi mangosta y el boy que me servía y regresaba a su aldea por la noche. Este hombre no era propiamente compañía; su condición de servidor oriental lo obligaba a ser más silencioso que una sombra. Se llamaba o se llama Brampy. No era preciso ordenarle nada, pues todo lo tenía listo: mi comida en la mesa, mi ropa acabada de planchar, la botella de whisky en la veranda. Parecía que se le había olvidado el lenguaje. Sólo sabía sonreír con grandes dientes de caballo.
La soledad en este caso no se quedaba en tema de invocación literaria sino que era algo duro como la pared de un prisionero, contra la cual puedes romperte la cabeza sin que nadie acuda, así grites y llores.
Yo comprendía que a través del aire azul, de la arena dorada, más allá de la selva primordial, más allá de las víboras y de los elefantes, había centenares, millares de seres humanos que cantaban y trabajaban junto al agua, que hacían fuego y moldeaban cántaros; y también mujeres ardientes que dormían desnudas sobre las delgadas esteras, a la luz de las inmensas estrellas. Pero, ¿cómo acercarme a ese mundo palpitante sin ser considerado un enemigo?
Paso a paso fui conociendo la isla. Una noche atravesé todos los oscuros suburbios de Colombo para asistir a una comida de gala. De una casa oscura partía la voz de un niño o de una mujer que cantaba. Hice detener el ricksha. Al lado de la puerta pobre me asaltó una emanación que es el olor inconfundible de Ceilán: mezcla de jazmines, sudor, aceite de coco, frangipán y magnolia. Las caras oscuras, confundidas con el color y el olor de la noche, me invitaron a pasar. Me senté silencioso en las esteras, mientras persistía en la oscuridad la misteriosa voz humana que me había hecho detenerme, voz de niño o de mujer, trémula y sollozante, que subía hasta lo indecible, se cortaba de pronto, bajaba hasta volverse oscura como las tinieblas, se adhería al aroma de los frangipanes, se enroscaba en arabescos y caía de pronto —con todo su peso cristalino— como si el más alto de los surtidores hubiese tocado el cielo para desplomarse en seguida entre los jazmines.
Mucho tiempo continué allí, estático bajo el sortilegio de los tambores y la fascinación de aquella voz, y luego continué mi camino, borracho por el enigma de un sentimiento indescifrable, de un ritmo cuyo misterio salía de toda la tierra. Una tierra sonora, envuelta en sombra y aroma.
Los ingleses ya estaban sentados a la mesa, vestidos de negro y blanco.
—Perdónenme. En el camino me detuve a oír música —les dije.
Ellos, que habían vivido veinticinco años en Ceilán, se sorprendieron elegantemente. ¿Música? ¿Tenían música los nativos? Ellos no lo sabían. Era la primera noticia.
Esta terrible separación de los colonizadores ingleses con el vasto mundo asiático nunca tuvo término. Y siempre significó un aislamiento antihumano, un desconocimiento total de los valores y la vida de aquella gente.
Había excepciones en el colonialismo; lo indagué más tarde. De pronto algún inglés del Club Service se enamoraba perdidamente de una beldad india. Era de inmediato expulsado de su puesto y aislado de sus compatriotas como un leproso. Sucedió también por aquel tiempo que los colonizadores ordenaron quemar la cabaña de un campesino cingalés, con el propósito de desalojarlo y expropiar sus tierras. El inglés que debía ejecutar las órdenes de arrasar la choza era un modesto funcionario. Se llamaba Leonard Woolf. Pero se negó a hacerlo y fue privado de su cargo. Devuelto a Inglaterra, escribió allí uno de los mejores libros que se haya escrito jamás sobre el Oriente: «A Village in the Jungle», obra maestra de la verdadera vida y de la literatura real, un tanto o un mucho apabullada por la fama de la mujer de Woolf, nada menos que Virginia Woolf, grande escritora subjetiva de renombre universal.
Poco a poco comenzó a romperse la corteza impenetrable y tuve algunos pocos y buenos amigos. Descubrí al mismo tiempo la juventud impregnada de colonialismo cultural que no hablaba sino de los últimos libros aparecidos en Inglaterra. Encontré que el pianista, fotógrafo, crítico, cinematografista, Lionel Wendt, era el centro de la vida cultural que se debatía entre los estertores del imperio y una reflexión hacia los valores vírgenes de Ceilán.
Este Lionel Wendt, que poseía una gran biblioteca y recibía los últimos libros de Inglaterra, tomó la extravagante y buena costumbre de mandar a mi casa, situada lejos de la ciudad, un ciclista cargado con un saco de libros cada semana. Así, durante aquel tiempo, leí kilómetros de novelas inglesas, entre ellas Lady Chatterley en su primera edición privada publicada en Florencia. Las obras de Lawrence me impresionaron por su aproximación poética y cierto magnetismo vital dirigido a las relaciones escondidas entre los seres. Pero pronto me di cuenta de que, a pesar de su genio, estaba frustrado como tantos grandes escritores ingleses, por su prurito pedagógico. D. H. Lawrence sienta una cátedra de educación sexual que tiene poco que ver con nuestro espontáneo aprendizaje de la vida y del amor. Terminó por aburrirme, decididamente, sin que se haya menoscabado mi admiración hacia su torturada búsqueda místico-sexual, más dolorosa cuanto más inútil.
Entre las cosas de Ceilán que recuerdo, está una gran cacería de elefantes.
Los elefantes se habían propagado en exceso por un determinado distrito e incursionaban dañando casas y cultivos. Por más de un mes a lo largo de un gran río, los campesinos —con fuego, con hogueras y tam-tams— fueron agrupando los rebaños salvajes y empujándolos hacia un rincón de la selva. De noche y de día las hogueras y el sonido inquietaban a las grandes bestias que se movían como un lento río hacia el noroeste de la Isla.
Aquel día estaba preparado el kraal. Las empalizadas obstruían una parte del bosque. Por un estrecho corredor vi el primer elefante que entró y se sintió cercado. Ya era tarde. Avanzaban centenares más por el estrecho corredor sin salida. El inmenso rebaño de cerca de quinientos elefantes no pudo avanzar ni retroceder.
Se dirigieron los machos más poderosos hacia las empalizadas tratando de romperlas, pero detrás de ellas surgieron innumerables lanzas que los detuvieron. Entonces se replegaron en el centro del recinto, decididos a proteger a las hembras y a las criaturas. Era conmovedora su defensa y su organización. Lanzaban un llamado angustioso, especie de relincho o trompetazo, y en su desesperación cortaban de raíz los árboles más débiles.
De pronto, cabalgando dos grandes elefantes domesticados, entraron los domadores. La pareja domesticada actuaba como vulgares policías. Se situaban a los costados del animal prisionero, lo golpeaban con sus trompas, ayudaban a reducirlo a la inmovilidad. Entonces los cazadores le amarraban una pata trasera con gruesas cuerdas a un árbol vigoroso. Uno por uno fueron sometidos de esa manera.
El elefante prisionero rechaza el alimento por muchos días. Pero los cazadores conocen sus debilidades. Los dejan ayunar un tiempo y luego les traen brotes y cogollos de sus arbustos favoritos, de ésos que, cuando estaban en libertad, buscaban a través de largos viajes por la selva. Finalmente el elefante se decide a comerlos. Ya está domesticado. Ya comienza a aprender sus pesados trabajos.