MONTPARNASSE

Un día de junio de 1927 partimos hacia las remotas regiones. En Buenos Aires cambiamos mi pasaje de primera por dos de tercera y zarpamos en el «Badén». Éste era un barco alemán que se decía de clase única, pero esa «única» debe haber sido la quinta. Los turnos se dividían en dos: uno para servir rápidamente a los inmigrantes portugueses y gallegos; y otro para los demás pasajeros surtidos, en especial alemanes que volvían de las minas o de las fábricas de América Latina. Mi compañero Álvaro hizo una clasificación inmediata de las pasajeras. Era un activo tenorio. Las dividió en dos grupos. Las que atacan al hombre y las que obedecen al látigo. Estas fórmulas no siempre se cumplían. Tenía toda clase de trucos para apoderarse del amor de las señoras. Cuando asomaba en el puente un par de pasajeras interesantes, me tomaba rápidamente una mano y fingía interpretar sus líneas, con ademanes misteriosos. A la segunda vuelta las paseantes se detenían y le suplicaban que les leyera el destino. En el acto les tomaba las manos acariciándoselas excesivamente y siempre el porvenir que les leía les pronosticaba una visita a nuestro camarote.

Por mi parte, el viaje de pronto se transformó y dejé de ver a los pasajeros que protestaban ruidosamente por el eterno menú de «Kartoffel»; dejé de ver el mundo y el monótono Atlántico para sólo contemplar los ojos oscuros y anchos de una joven brasileña, infinitamente brasileña, que subió al barco en Río de Janeiro, con sus padres y sus dos hermanos.

La Lisboa alegre de aquellos años con pescadores en las calles y sin Salazar en el trono, me llenó de asombro. En el pequeño hotel la comida era deliciosa. Grandes bandejas de fruta coronaban la mesa. Las casas multicolores; los viejos palacios con arcos en la puerta; las monstruosas catedrales como cascarones, de las que Dios se hubiera ido hace siglos a vivir a otra parte; las casas de juego dentro de antiguos palacios; la multitud infantilmente curiosa en las avenidas; la duquesa de Braganza, perdida a razón, andando hierática por una calle de piedras, seguida por cien chicos vagabundos y atónitos; ésa fue mi entrada a Europa.

Y luego Madrid con sus cafés llenos de gente; el bonachón Primo de Rivera dando la primera lección de tiranía a un país que iba a recibir después la lección completa. Mis poemas iniciales de Residencia en la tierra que los españoles tardarían en comprender; sólo llegarían a comprenderlos más tarde, cuando surgió la generación de Alberti, Lorca, Aleixandre, Diego. Y España fue para mí también el interminable tren y el vagón de tercera más duro del mundo que nos dejó en París.

Desaparecíamos entre la multitud humeante de Montparnasse, entre argentinos, brasileños, chilenos. Aún no soñaban el aparecer los venezolanos, sepultados entonces bajo el reino de Gómez. Y más allá los primeros hindúes con sus trajes talares. Y mi vecina de mesa, con su culebrita enrollada al cuello, que tomaba con melancólica lentitud un café créme. Nuestra colonia sudamericana bebía cognac y bailaba tangos, esperando la menor oportunidad para armar alguna colosal trifulca y pegarse con medio mundo.

Para nosotros, bohemios provincianos de la América del Sur, París, Francia, Europa, eran doscientos metros y dos esquinas: Montparnasse, La Rotonde, Le Dome, La Coupole y tres o cuatro cafés más. Las boîtes con negros comenzaban a estar de moda. Entre los sudamericanos, los argentinos eran los más numerosos, los más pendencieros y los más ricos. A cada instante se formaba un tumulto y un argentino era elevado entre cuatro garzones, pasaba en vilo sobre las mesas y era rudamente depositado en plena calle. No les gustaban nada a nuestros primos de Buenos Aires esas violencias que les desplanchaban los pantalones y, más grave aún, que los despeinaban. La gomina era parte esencial de la cultura argentina en aquella época.

La verdad es que en esos primeros días de París, cuyas horas volaban, no conocí un solo francés, un solo europeo, un solo asiático, mucho menos ciudadanos del África y de la Oceanía. Los americanos de lengua española, desde los mexicanos hasta los patagónicos, andaban en corrillos, contándose los defectos, disminuyéndose los unos a los otros, sin poder vivir los unos sin los otros. Un guatemalteco prefiere la compañía de un vagabundo paraguayo, para perder el tiempo en forma exquisita, antes que la de Pasteur.

Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas.

Por cierto que tuvimos una pequeña dificultad apenas nos conocimos. Fue en La Rotonde. Nos presentaron y, con su pulcro acento peruano, me dijo al saludarme:

—Usted es el más grande de todos nuestros poetas. Sólo Rubén Darío se le puede comparar.

—Vallejo —le dije—, si quiere que seamos amigos nunca vuelva a decirme una cosa semejante. No sé dónde iríamos a parar si comenzamos a tratarnos como literatos.

Me pareció que mis palabras le molestaron. Mi educación antiliteraria me impulsaba a ser mal educado. Él, en cambio, pertenecía a una raza más vieja que la mía, con virreinato y cortesía. Al notar que se había resentido, me sentí como un rústico inaceptable.

Pero aquello pasó como una nubecilla. Desde ese mismo momento fuimos amigos verdaderos. Años más tarde, cuando me detuve por un tiempo mayor en París, nos veíamos diariamente. Entonces lo conocí más y más en intimidad.

Vallejo era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad. Vanidoso como todos los poetas, le gustaba que le hablaran así de sus rasgos aborígenes. Alzaba la cabeza para que yo la admirara y me decía:

—¿Tengo algo, verdad? —y luego se reía sigilosamente de sí mismo.

Era muy diferente su entusiasmo al que expresaba a veces Vicente Huidobro, poeta antípoda de Vallejo en tantas cosas. Huidobro se dejaba caer un mechón en la frente, metía los dedos en el chaleco, erguía el busto y preguntaba:

—¿Notan mi parecido con Napoleón Bonaparte?

Vallejo era sombrío tan sólo externamente, como un hombre que hubiera estado en la penumbra, arrinconado durante mucho tiempo. Era solemne por naturaleza y su cara parecía una máscara inflexible, cuasi hierática. Pero la verdad interior no era ésa. Yo lo vi muchas veces (especialmente cuando lográbamos arrancarlo de la dominación de su mujer, una francesa tiránica y presumida, hija de concierge), yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su solemnidad y a su sumisión.

De pronto surgió de las sombras de París ese mecenas que siempre estuvimos esperando y que nunca llegaba. Era un chileno, escritor, amigo de Rafael Alberti, de los franceses, de medio mundo. También, y como cualidad aún más importante, era el hijo del dueño de la compañía naviera más grande de Chile. Y famoso por su prodigalidad.

Aquel mesías recién caído del cielo quería festejarme y nos condujo a todos a una boîte de rusos blancos llamada La Bodega Caucasiana. Las paredes estaban decoradas con trajes y paisajes del Caucas. Pronto nos vimos rodeados de rusas, o falsas rusas, ataviadas como campesinas de las montañas.

Condón, que así se llamaba nuestro anfitrión, parecía el último ruso de la decadencia. Frágil y rubio, pedía inagotablemente champaña y daba saltos enloquecidos, imitando los bailes de cosacos que no había visto jamás.

—¡Champaña, más champaña! —e inesperadamente se desplomó nuestro pálido y millonario anfitrión. Quedó depositado bajo la mesa, profundamente dormido, como el cadáver exangüe de un caucasiano exterminado por un oso.

Un temblor helado nos recorrió. El hombre no despertaba ni con compresas de hielo, ni con botellas de amoníaco destapadas junto a su nariz. Ante nuestro desamparado desconcierto nos abandonaron todas las bailarinas, menos una. En los bolsillos de nuestro invitador no hallamos sino un decorativo libro de cheques que, en sus condiciones cadavéricas, no podía firmar.

El cosaco mayor de la boîte exigía el pago inmediato y cerraba la puerta de salida para que no escapáramos. Sólo pudimos salvarnos del encerradero dejando allí empeñado mi flamante pasaporte diplomático.

Salimos con nuestro millonario exánime a cuestas. Nos costó un esfuerzo gigantesco acarrearlo a un taxi, incrustarlo en él, desembarcarlo en su fastuoso hotel. Lo dejamos en brazos de dos inmensos porteros de libretas rojas que se lo llevaron como si trasladaran a un almirante caído en el puente de su navío.

En el taxi nos esperaba la muchacha de la boîte, la única que no nos abandonó en nuestro infortunio. Álvaro y yo la invitamos a Les Halles, a saborear la sopa de cebollas del amanecer. Le compramos flores en el mercado, la besamos en reconocimiento a su conducta samaritana, y nos dimos cuenta de que tenía cierto atractivo. No era bonita ni fea, pero la rehabilitaba la nariz respingada de las parisienses. Entonces la invitamos a nuestro misérrimo hotel. No tuvo ninguna complicación en irse con nosotros.

Se fue con Álvaro a su habitación. Yo caí rendido en mi cama, pero de pronto sentí que me zamarreaban. Era Álvaro. Su cara de loco apacible me pareció un tanto extraña.

—Pasa algo —me dijo—. Esta mujer tiene algo excepcional, insólito, que no te podría explicar. Tienes que probarla de inmediato.

Pocos minutos después la desconocida se metió soñolienta e indulgentemente en mi cama. Al hacer el amor con ella comprobé su misterioso don. Era algo indescriptible que brotaba de su profundidad, que se remontaba al origen mismo del placer, al nacimiento de una ola, al secreto genésico de Venus. Álvaro tenía razón.

Al día siguiente, en un aparte del desayuno, Álvaro me previno en español:

—Si no dejamos de inmediato a esta mujer, nuestro viaje será frustrado. No naufragaríamos en el mar, sino en el sacramento insondable del sexo.

Decidimos colmarla de pequeños regalos: flores, chocolates y la mitad de los francos que nos quedaban. Nos confesó que no trabajaba en el cabaret caucasiano; que lo había visitado la noche antes por primera y única vez. Luego tomamos un taxi con ella. El chofer atravesaba un barrio indefinido cuando le ordenamos detenerse. Nos despedimos de ella con grandes besos y la dejamos ahí, desorientada pero sonriente.

Nunca más la vimos.