CÓNSUL DE CHILE EN UN AGUJERO

Un premio literario estudiantil, cierta popularidad de mis nuevos libros y mi capa famosa, me habían proporcionado una pequeña aureola de respetabilidad, más allá de los círculos estéticos. Pero la vida cultural de nuestros países en los años 20 dependía exclusivamente de Europa, salvo contadas y heroicas excepciones. En cada una de nuestras repúblicas actuaba una «élite» cosmopolita y, en cuanto a los escritores de la oligarquía, ellos vivían en París. Nuestro gran poeta Vicente Huidobro no sólo escribía en francés sino que alteró su nombre y en vez de Vicente se transformó en Vincent.

Lo cierto es que, apenas tuve un rudimento de fama juvenil, todo el mundo me preguntaba en la calle:

—Pero, ¿qué hace usted aquí? Usted debe irse a París. Un amigo me recomendó al jefe de un departamento en el Ministerio de Relaciones. Fui recibido de inmediato. Ya conocía mis versos.

—Conozco también sus aspiraciones. Siéntese en ese sillón confortable. Desde aquí tiene una buena vista hacia la plaza, hacia la feria de la plaza. Mire usted esos automóviles. Todo es vanidad. Feliz usted que es un joven poeta. V¿e usted ese palacio? Era de mi familia. Y usted me tiene ahora aquí, en este cuchitril, envuelto en burocracia. ¿Cuando lo único que vale es el espíritu. Le gusta a usted Tchaikovski?

Después de una hora de conversación artística, al darme la mano de la despedida, me dijo que no me preocupara del asunto, que él era el director del servicio consular.

—Puede considerarse usted desde ya designado para un puesto en el exterior.

Durante dos años acudí periódicamente al gabinete del atento jefe diplomático, cada vez más obsequioso. Apenas me veía aparecer llamaba con displicencia a uno de sus secretarios y, enarcando las cejas, le decía:

—No estoy para nadie. Déjeme olvidar la prosa cotidiana. Lo único espiritual en este ministerio es la visita del poeta. Ojalá nunca nos abandone.

Hablaba con sinceridad, estoy seguro. Acto seguido me conversaba sin tregua de perros de raza. «Quien no ama a los perros no ama a los niños». Seguía con la novela inglesa, después pasaba a la antropología y al espiritismo, para detenerse más allá en cuestiones de heráldica y genealogía. Al despedirme repetía una vez más, como un secreto temible entre los dos, que mi puesto en el extranjero estaba asegurado. Aunque yo carecía de dinero para comer, salía a la calle esa noche respirando como un ministro consejero. Y cuando mis amigos me preguntaban qué andaba haciendo, yo me daba importancia y respondía:

—Preparo mi viaje a Europa.

Esto duró hasta que me encontré con mi amigo Bianchi. La familia Bianchi de Chile es un noble clan. Pintores y músicos populares, juristas y escritores, exploradores y andinistas, dan tono de inquietud y rápido entendimiento a todos los Bianchi. Mi amigo, que había sido embajador y conocía los secretos ministeriales, me preguntó:

—¿No sale aún tu nombramiento?

—Lo tendré de un momento a otro, según me lo asegura un alto protector de las artes que trabaja en el ministerio. Se sonrió y me dijo:

—Vamos a ver al ministro.

Me tomó de un brazo y subimos las escaleras de mármol. A nuestro paso se apartaban apresuradamente ordenanzas y empleados. Yo estaba tan sorprendido que no podía hablar. Por primera vez veía a un ministro de Relaciones Exteriores. Éste era muy bajito de estatura y, para amortiguarlo, se sentó de un salto en el pupitre. Mi amigo le refirió mis impetuosos deseos de salir de Chile. El ministro tocó uno de sus muchos timbres y pronto apareció, para aumentar mi confusión, mi protector espiritual.

—¿Qué puestos están vacantes en el servicio? —le dijo el ministro.

El atildado funcionario, que ahora no podía hablar de Tchaikovski, dio los nombres de varias ciudades diseminadas en el mundo, de las cuales sólo alcancé a pescar un nombre que nunca había oído ni leído antes: Rangoon.

—¿Dónde quiere ir, Pablo? —me dijo el ministro.

—A Rangoon —respondí sin vacilar.

—Nómbrelo —ordenó el ministro a mi protector, que ya corría y volvía con el decreto.

Había un globo terráqueo en el salón ministerial. Mi amigo Bianchi y yo buscamos la ignota ciudad de Rangoon. El viejo mapa tenía una profunda abolladura en una región del Asia y en esa concavidad lo descubrimos.

—Rangoon. Aquí está Rangoon.

Pero cuando encontré a mis amigos poetas, horas más tarde, y quisieron celebrar mi nombramiento, resultó que había olvidado por completo el nombre de la ciudad. Sólo pude explicarles con desbordante júbilo que me habían nombrado cónsul en el fabuloso Oriente y que el lugar a que iba destinado se hallaba en un agujero del mapa.