Papik e Ivalú lloraron, se desesperaron y se golpearon las cabezas contra las paredes, pero Asiak no mostró dolor alguno, aunque lo exigieran las buenas maneras; se limitó a abrazar a sus dos hijos, como cuando eran pequeños —y pequeños eran entre sus brazos— para olerlos y mojar su propio rostro con las lágrimas de los jóvenes.
Había sido Papik quien, siguiendo las huellas del padre, había encontrado y llevado el cadáver a la casa de Siorakidsok, con la esperanza de que el curandero, o bien los hombres blancos, pudieran devolverle la vida. Pero si Papik hubiera sabido algo de las cosas de la muerte habría dejado el cadáver donde lo había encontrado y así habría ahorrado a todos una cantidad de disgustos.
Sólo a las muchachas impúberes y a las viejas que habían pasado ya la edad de la fecundidad les era lícito manipular un cadáver, y esto aun con las manos enguantadas. Después de haberlo lavado, lo ataron doblado en dos, con las manos y los pies juntos, para obstaculizar los movimientos de su fantasma. Luego le taparon las narices con musgo y también con musgo le cubrieron el ombligo y los órganos genitales.
—Una mujer está mortificada porque su marido causa tantos disgustos —dijo Asiak a Siorakidsok, que dirigía las operaciones del rito—. ¿Por qué no volvemos a llevar el cadáver afuera, como hacemos en el norte? Los animales se encargarían de hacerlo desaparecer, y ustedes no tendrían que preocuparse por nada.
—Ahora el cadáver está en casa —dijo Siorakidsok preocupado y descontento— y tenemos que hacer de todo para protegernos de su sombra. El espíritu de su marido es con seguridad muy nefasto.
—Sobre esto no puede haber la menor duda.
Y así, en torno al cadáver de Ernenek, desnudo y doblado en dos, en el centro de la habitación y debajo de un agujero practicado en el techo para que por él pudiera volar su alma, se reunieron todas las mujeres que se desordenaron vestidos y pelo, que se arañaron el rostro, se golpearon el pecho y alabaron superlativamente al muerto entre un alarido y otro, para congraciarse con su fantasma.
A la ceremonia asistió hasta uno de los hombres blancos.
Era un misionero que se había unido a la expedición para llevar la luz a aquellas remotas extensiones nórdicas, no iluminadas aún por la fe. Cuando se presentó en la habitación, todos enmudecieron. Era un hombre corpulento, de estatura mediana y con una gran melena rubia que en seguida le había valido el nombre de Kohartok, esto es, Pelo Descolorido. Su barba rojiza era fina y suave y los ojos, de un azul muy claro.
Se acercó al difunto y pronunció un sermón. Era evidente que se había tomado gran trabajo para aprender el idioma de los esquimales, porque lograba expresar con bastante facilidad sus pensamientos en la lengua de los hombres.
—Otro pecador va a su último lugar de reposo —comenzó a decir mirando en derredor en el círculo de los presentes—. Pero ¿encontrará verdaderamente reposo? Lo dudo, puesto que se fue sin haberse reconciliado con su Creador. Ahora es demasiado tarde para ello. Ojalá esta muerte sirva de advertencia a aquéllos que todavía no se han sometido a Dios; ojalá sea una advertencia para todos, de que es menester hacer penitencia sin más demora, porque el Reino de los Cielos está cerca. Ya os lo he dicho desde el momento en que llegué, porque éste es el objeto de mi venida: esparcir entre vosotros la Buena Simiente. Oí decir que este hombre fue un gran cazador. Pero ¿de qué le valen ahora los muchos osos que mató? Por cierto que podrá pasarse sin sus pieles en el fuego eterno en el cual se está quemando. ¿No habría sido preferible dedicar menos tiempo a la caza y más a la oración e invocar de Dios el perdón de sus pecados? Su alma se encontrarla ahora en el Reino de los Cielos en lugar de hallarse en el infierno, y podríamos enterrar su cuerpo en el cementerio cristiano, junto al cuerpo de Alinaluk, bajo una cruz, en lugar de sepultarlo en suelo pagano. Ahora sólo podemos rogar a Dios que tenga misericordia de su alma pecadora. Amén.
—¿Qué dijo? —preguntó Ivalú a su madre—. Tú comprendes lo que los hombres blancos quieren decir con sus palabras.
—Cállate ahora —susurró Asiak—. No tengo la menor idea de lo que haya querido decir, salvo que lo llamó un gran cazador. Cada tribu tiene sus propias costumbres y las de los hombres blancos son sumamente extrañas. Este debe de ser su modo de aplacar al fantasma.
Durante cinco vueltas de sol las mujeres desgreñadas y descompuestas se desgañitaron para llorar al muerto, buscando cada vez nuevas expresiones de alabanza. El terror que les inspiraba el fantasma de Ernenek era tal que para demostrarle el dolor por la muerte del hombre, todos incluso los perros, se abstuvieron de comer, salvo a escondidas, durante ese período de tiempo.
Al sexto día, las mujeres cosieron el cadáver en un féretro de pieles nuevas y se celebraron los funerales.
Argo salió a través de un agujero que hizo en la pared de nieve de la casa y el cortejo fúnebre lo siguió por la brecha. Inmediatamente repararon la pared para que el alma de Ernenek, si todavía se hallaba en él, no pudiera encontrar el camino de regreso ni causarles los daños que las almas de los muertos suelen hacer. Luego cargaron el féretro en el trineo que guiaba Papik.
Detrás de Asiak e Ivalú iba Siorakidsok transportado en una alfombra por sus otros dos yernos.
Las mujeres del séquito lanzaron alaridos con voces ya roncas y los hombres castigaron a bastonazos a los perros para que también ellos dieran algunas señales de dolor.
El cortejo se detuvo en una colina desde la cual no se veía la aldea y los hombres comenzaron a cavar una fosa. El verano había derretido la primera capa de hielo hasta un pie de profundidad, de manera que la tierra, junto con la nieve caída recientemente, formaba un pie de fango; pero por debajo de la primera capa, el suelo helado era inatacable, por lo que fue necesario construir un rectángulo de piedras dentro del cual depositaron el cadáver.
Papik estranguló al perro preferido de Ernenek y lo puso junto a él, con sus armas, el pedernal, la yesca de hongos secos y una lámpara con mucha mecha y grasa, pues en el interior de la sepultura haría mucho frío y estaría muy oscuro.
Luego Siorakidsok pronunció su oración fúnebre:
—Cuando hayáis cubierto la tumba de modo que no parezca una tumba, a fin de no asustar a los caminantes, tenéis también que borrar para siempre de vuestras conversaciones el nombre del muerto y su imagen de vuestra memoria.
El aire, agitado violentamente por el viento, hada que los oyentes captaran sólo algunos fragmentos de la elegía.
—Tuvisteis cinco días para derramar todas las lágrimas que pueden derramarse por un hombre y alabar todas las hazañas que un hombre sea capaz de cumplir. Ahora basta. Este hombre debería ser envidiado por la vida que llevó y no compadecido por su fin. Toda vida termina y, ¿qué importa que termine un poco antes o un poco después, puesto que de todos modos termina? Todo lo que termina es breve. ¿Y acaso será un mal el que la vida sea breve?
No, porque su brevedad es la que la hace preciosa. Y este hombre sacó de su vida cuanto podía sacar.
Ivalú escondió el rostro en la capucha de su madre. Los sollozos, los lamentos y los alaridos eran tales que hasta el oído más sordo podía oírlos; Siorakidsok estaba radiante: ¡Aquél era en verdad un funeral imponente, cumplido de modo perfecto!
—Este hombre vio crecer a sus hijos, cazó grandes osos, comió enormes cantidades de carne y, en general, de la mejor que existe. ¡Parece que hasta llegó a matar a un hombre blanco sin que lo castigaran! ¡Ojalá vuestros hijos lleguen a ser como él! Ahora no os olvidéis de borrar cuidadosamente vuestras huellas al volver, para que el fantasma no pueda seguirnos a la aldea y vengarse de nosotros por la rabia de sabernos aún vivos.
Todos los que habían participado en el entierro arrojaron sus guantes a la tumba, que recubrieron con piedras suficientemente grandes para que ningún lobo o ningún glotón pudieran moverlas. Luego el cortejo se deshizo y Siorakidsok se aseguró personalmente de que los que marchaban a retaguardia borraran con cuidado todas las huellas.
Una vez en sus casas, todos se lavaron con orina para purificarse de cualquier mal con que la sombra del muerto hubiera podido contaminarlos; luego bebieron en la taza de Ernenek nieve disuelta y arrojaron al suelo algunas gotas para que también Ernenek pudiera beber; comieron carne y diseminaron por el suelo algunos trocitos, mientras decían:
—Come esta carne de nuestras provisiones y ayúdanos a obtener otra en la próxima estación. Pusieron después las habituales trampas fingidas alrededor de la aldea, para infundir al fantasma un solemne terror en el caso de que se atreviera a volver.
—¿Por qué tú y tu hija se cubrieron la frente de hollín? —preguntó Siorakidsok cuando, al entrar en su casa, encontró a Asiak cosiendo, con las calzas de Ernenek puestas sobre la cabeza.
—Ya sé que según las reglas no se deben manejar instrumentos de filo o de punta durante varios días, para no herir al fantasma —repuso Asiak—, pero ocurre que los hombres que dejaron sus guantes en la tumba de Ernenek necesitan urgentemente guantes nuevos y se hallan a punto de partir; ennegrecerse la frente constituye una buena protección contra el tabú de coser.
Así decía mi madre, quien a su vez lo había aprendido de la suya.
—¡Ah, mujeres, mujeres! —exclamó Siorakidsok, con desprecio—. ¡Son todas igualmente estúpidas y supersticiosas! Haces bien en ponerte sobre la cabeza las calzas de tu marido para apaciguarlo, pero la única protección eficaz contra la prohibición de coser consiste en trazar en el suelo un círculo con la aguja y coser permaneciendo dentro de esa zona de seguridad.
—¡Es increíble lo que sabes! —exclamó Asiak apresurándose en poner por obra el consejo.
Mientras tanto, la capa de hielo que desde algún tiempo atrás ceñía el litoral, había perdido su color grisáceo y se había hecho enteramente blanca, y luego, bastante sólida para soportar el peso de hombres y trineos; y cada vez tendía a ampliarse más hacia el mar, pues la congelación se extendía rápidamente como consecuencia de la desaparición del sol y también porque contribuían a ella los hielos flotantes que, proviniendo del norte, se soldaban bajo la presión del empuje.
Papik se disponía a partir con la expedición.
—Alguien volverá con un fusil y cuchillos de acero, y aprenderá las costumbres del hombre blanco —dijo a su madre, deshecha en lágrimas. Entonces podré procurarte fácilmente toda la carne y las pieles que necesites.
—Una mujer vieja no querría que partieras. Pero si no puedes menos que irte no has de preocuparte por una madre inútil, sino que debes pensar en Ivalú y hacer que a tu regreso ella se convierta en una buena mujer de un hombre valiente.
Al oír estas palabras, Milak, que estaba detrás de Papik, se adelantó.
—No es necesario esperar tanto. Alguien tiene urgente necesidad de una mujer que le raspe los trajes durante un viaje que está a punto de emprender, y es posible que se la lleve con él.
—Es posible —repuso Asiak—, pero no probable.
—¿Por qué?
—Ocurre que Ivalú es la muy estúpida hija de una muy estúpida madre, de manera que aún no sabe raspar las pieles como se debe, ni tampoco coser bien. Es todavía demasiado niña para convertirse en la mujer digna de un hombre valeroso.
—A cambio de tu hija se te dará una lámpara de poco valor, algunas cintas de colores recibidas de los hombres blancos, y un poco de carne ordinaria.
—Una estúpida vieja ya posee una lámpara de poco valor, no es digna de adornarse con cintas de colores y no tiene mucha hambre. No, no, Milak, guárdate tus riquezas y una vieja guardará a su inútil hija.
A todo esto, Milak se comía con los ojos a Ivalú.
—Pero, si un hombre volviera de un viaje, como es posible que ocurra, ¿se le permitirá hablar a solas con ella, cosa que hasta ahora no ha hecho? ¿Y aun reír con ella?
—Es probable —dijo Asiak, y Milak se retiró farfullando.
—Cuando vuelva con un fusil —dijo Papik a su madre— es posible que también yo tome mujer. En estos días vi a una muchacha conveniente, pero ella me rehúye cuando intento hablarle. Una vez hasta me dio un bofetón porque la toqué.
—Ése es un signo de buena educación. ¿Cómo se llama?
—Viví.
En el ínterin, los hombres blancos tascaban el freno, pero tantas veces los esquimales tuvieron que descargar los trineos y volver a hacer los fardos al recordar algo que habían olvidado, tantas veces tornaron a sus casas para beber otra taza de té o para reír una última vez con las mujeres que se quedaban en la aldea, tantos tirantes y correas y cinchas tuvieron que repararse a último momento o se rompieron en el instante de partir que, antes de que la expedición se hubiera puesto por fin en marcha, el techo del mundo se había oscurecido sensiblemente.
Sin tener en cuenta las costumbres, Asiak e Ivalú acompañaron la expedición por un trecho del camino, junto con algunos niños que no conocían aún las buenas maneras. El cielo estaba cargado de nubes y un viento helado barría el litoral.
Treinta y cinco indígenas con otros tantos trineos, doce mujeres y cinco exploradores blancos viajaban sobre la costra de hielo. Iba a la cabeza de la expedición Papik, cuyos perros estaban flacos y fuertes como consecuencia del reciente viaje realizado, en tanto que los de la aldea estaban aun gordos y pesados.
—¿Por qué no me dejaste ir con Milak? —preguntó Ivalú enojada, procurando mantener el paso veloz de su madre.
—Porque no quiero que viajes con hombres blancos. Son locos peligrosos. Papik es ya demasiado fuerte para que yo pueda prohibirle algo, pero tú, no.
—¡Ahora ya no encontraré marido! —exclamó Ivalú rompiendo a llorar—. Milak fue el único muchacho que me pidió para mujer suya.
—Milak fue el único muchacho que te vio. No temas, pequeña; eres graciosa, y a los hombres les gustan las mujeres graciosas más que ninguna otra; apenas seas suficientemente fuerte para poder llevar una buena carga a las espaldas encontrarás fácilmente un par de maridos y aún más.
—¿Estás segura?
—Completamente segura. Piensa que una niña pequeña tiene tan poco valor que en general se la hace morir; pero precisamente por esta razón tiene mucho valor apenas se hace grande. Sólo cuando llega a mi edad una mujer vuelve a no valer nada.
Cuando los trineos desaparecieron en medio de la bruma, Asiak e Ivalú volvieron a la casa de Siorakidsok, donde encontraron a Torngek y a Neghé preparando el té antes de acostarse. Neghé estaba tranquila, pero Torngek lloraba. Argo, el marido de Neghé, no sufriría sin duda por falta de mujeres durante el viaje, puesto que todos los hombres que habían llevado consigo a sus esposas, se sentirían orgullosos de prestárselas, de manera que Neghé no tenía que preocuparse por el bienestar de su marido. En cambio su gorda y vieja hermana Torngek pensaba que sus dos maridos, siempre escarnecidos y maltratados por todos, la necesitarían; ella había querido acompañarlos, pero Siorakidsok apreciaba tanto su compañía, porque Torngek era dulce y bonachona, que no le había permitido partir.
—Una inútil vieja y su estúpida hija van a construirse un iglú —anunció Asiak al entrar.
—Nadie puede censurarte porque quieras abandonar la compañía de un viejo inválido y de sus ridículas nietas —dijo Siorakidsok cuando por fin hubo comprendido lo que Asiak dijera— pero sin hombres esta casa y toda la aldea estarán inusitadamente tranquilas. Y como ocurre que el verano pasado muchísimas vacas marinas cayeron heridas por las flechas de Argo, y que también la pesca fue excelente, ahora los depósitos de víveres están colmados y tú harías un gran honor a esta aldea si te dignaras aceptar su hospitalidad y alegrar la casa de un viejo curandero con tu graciosa presencia.
Asiak escuchó gravemente las palabras de Siorakidsok y respondió como convenía:
—Es en verdad un gran honor el que nos haces, pero, ¿no es un pecado comer tu comida y que dos inútiles mujeres aprovechen esta hermosísima casa? No, nos construiremos un iglú.
—Alguien se sentirá feliz y halagado si aceptas su flaca hospitalidad —repuso Siorakidsok, y ordenó a sus nietas que le llevaran el té.
Una vez que todos bebieron el té, se envolvieron en las pieles y se echaron a dormir.
Pero Asiak no tardó en despertarse.
—Pequeña —dijo sacudiendo a su hija—. Una madre sabe que tienes necesidad de ser guiada durante otro trecho del camino y que no debería abandonarte en este punto. Pero está vieja y es inútil de manera que nadie puede complacerse en cuidar de ella.
—¿Qué quieres decir, mamá? —preguntó Ivalú levantando la mirada velada por el sueño.
—Para una mujer que durante toda su vida tuvo el privilegio de conceder favores a los demás, no es digno aceptar la hospitalidad de los extraños.
Ivalú tenía aún la cabeza nublada por el sueño.
—¿Qué pretendes hacer?
—Irme, pequeña; pero no pienses que alguien te ama menos porque te deja. Aquí tú estás bien; estás protegida y alimentada, es un lugar seguro y lujoso.
Ivalú se despertaba lentamente.
—¿Adonde quieres ir? —le preguntó echándole los brazos al cuello y rompiendo a llorar—, ¿no me abandonarás tú también, no es así?
—Silencio, pequeña, que despertarás a los otros. Vuelve a dormirte. Pareces muy cansada.
Una mujer desea reunirse con su marido, en aquella tierra donde vuelven a encontrarse todos los hombres y allí te esperará.
Ivalú quería decir algo más, pero el cansancio le pesaba tanto sobre los párpados que dejó que su madre la envolviera en las pieles.
Asiak la olfateó por un breve instante y luego se deslizó silenciosamente fuera de la casa.
El tiempo se había puesto hermoso y el cielo presentaba un color vespertino pálido y puro.
Una mujer saludó a Asiak cuando ésta se dirigía hacia el mar. Asiak respondió con una sonrisa ausente. Los restos de morsas, de narvales y de una ballena blanca se hallaban diseminados sobre la playa, junto a dos grandes umiak cuidadosamente protegidos por pieles.
Asiak se adentró en la capa helada, en dirección al agua.
Por un momento contempló interesada a dos muchachitos que jugaban con sus frágiles kayak de pieles de foca, en los arroyuelos de agua que quedaban entre los bloques de hielo flotantes; estaban enfundados en chaquetas impermeables hechas de intestinos que, apretadamente atadas en las muñecas y cerradas herméticamente alrededor de la abertura de la embarcación, los convertía en una parte de la pequeña canoa, lo cual les permitía volcarla y volver a emerger sin que en la embarcación entrara agua. Para mostrar sus habilidades frente a Asiak, los muchachos realizaban rápidas cabriolas, se zambullían en el mar y, haciendo dar una vuelta completa a sus hayak, mediante el desplazamiento del peso de sus cuerpos, volvían a emerger luego, ligeros, mientras el agua les goteaba de los rostros untados y jubilosos.
Asiak sonrió al pensar en Ernenek, que muchos años atrás había querido probar un kayak; pero, habiendo despreciado los consejos de los expertos, después de la segunda cabriola la embarcación, y aun el propio Ernenek, contenían más agua que aire. Mas el motivo fundamental del accidente consistía en que entre los ochenta amuletos que Ernenek llevaba, faltaba la pata de un somorgujo, el único amuleto capaz de asegurar la habilidad necesaria para manejar un kayak.
Asiak siguió con la mirada a los muchachos, hasta que los perdió de vista; luego avanzó hacia el borde de la capa helada, donde el hielo era gris. De pronto tuvo la sensación de que estaba flotando. En efecto, bajo su peso, se había desprendido un bloque de hielo que se hallaba a la deriva en la corriente. Se dio cuenta de ello sin necesidad de volverse, ya que el bloque de hielo giraba y, al cabo de un rato, Asiak se encontró con la cara vuelta hacia la aldea, y separada de la tierra firme por un canal qué se iba haciendo rápidamente cada vez más ancho.
Se oprimió la chaqueta sobre el pecho como si tuviera frío. Pero no sentía miedo. Creía implícitamente, como todos los de su raza, en la inmortalidad del alma, y tenía la seguridad de que la muerte no podía ser más dura que la vida, persuadida como estaba de que ya había encontrado en sus trabajos cotidianos y en sus desgracias terrenales amplio castigo por cualquier pecado que hubiera podido cometer.
Dos mujeres la vieron andar a la deriva en el mar.
—Asiak corre a su muerte —dijo una a la otra.
—¿Querrá ahogarse o sencillamente se tratará de una desgracia?
—Quién sabe.
Permanecieron contemplándola, pero se guardaron bien de socorrerla, pues sabían que la divinidad del mar tenía derecho a un cierto número de víctimas y que, si se la defraudaba, se vengaría en ellas, que se inmiscuían en aquel asunto, y en toda la comunidad.
Asiak miró el agua que la rodeaba y se preguntó qué sensación experimentaría si se arrojara a ella. Su cuerpo nunca había estado en contacto con el agua. La superficie reflejaba el cielo con tonalidades grises y azuladas, y Asiak descubrió en el fondo gruesos peces que nadaban y se escabullían, que se escabullían y nadaban.
¡El agua tibia y buena! ¡Los buenos y gordos peces!
Un cachorro de los perros de trineo dejado por Papik, la había seguido sin que ella lo advirtiera. Con la cola enrollada y la frente fruncida por encima de los ojillos oblicuos observaba alternativamente a su ama y al agua desconocida, moviendo con pequeños intervalos la lanuda cabeza.
Asiak se dio cuenta dé su presencia sólo después de haber saltado al agua, al salir a la superficie, respirando entrecortadamente. Sus ropas se estaban haciendo pesadas como la roca, las orejas y las narices estaban llenas de agua, y el sabor áspero de la sal le hería la garganta. El perrito la había seguido al mar y ahora nadaba desesperadamente, mientras arañaba el rostro de Asiak con sus uñas jóvenes aún no desgastadas.
En un momento, Asiak se aferró a él instintivamente. Luego abandonó la presa, alejándola de sí, y en un gorgoteo, dijo:
—Vete, vete.