Poco tiempo después de haberse separado del hombre blanco, Asiak se encontró nuevamente encinta. Ya era un problema criar dos hijos y la pareja dudaba de si convenía dejar vivir al que esperaban. Por fin decidieron conservarlo en el caso de que fuera un varón y restituirla a los hielos si era una niña; después de todo, no es posible alimentar sino un número determinado de bocas.
Nació una niña.
Pero cuando vieron que tenía el pelo color del sol naciente y los ojos color del cielo de mediados de verano, y la piel blanca y fresca como la nieve, quedaron enamorados de la criatura. Indudablemente había sido el huésped invernal el que la procreara y Ernenek estaba orgulloso de que su mujer le hubiera regalado una criatura de un hombre blanco.
La llamaron Higgiugiuk.
Pero un mal día, un día de tormenta, cuando era aún demasiado pequeña para saber lo que hacía, Higgiugiuk abandonó el iglú y se aventuró sola por el mundo. Asiak, que estaba adormecida, un poco a causa de la cercanía del invierno, y un poco porque había quedado de nuevo encinta, advirtió la ausencia de la niña sólo cuando el viento había borrado ya sus huellas.
Ernenek estaba cazando, de modo que Asiak tuvo que buscar sola a la pequeña vagabunda, a la que llamó a grandes voces, mientras tropezaba a cada paso en medio de una tormenta de nieve tan impetuosa que el perro no consiguió rastrear las huellas.
Muchas horas después, el mismo perro hubo de guiar a Ernenek hasta el lugar donde estaba Asiak.
La encontró cubierta de sangre bajo un cúmulo de nieve amasada por el viento. Asiak había abortado y deliraba. No se encontró ningún rastro de Higgiugiuk, como si Sila, el hombre malo que habita en el cielo, se la hubiese llevado de la faz de la tierra, de manera que no pudieron sepultarla, como a los otros niños, junto con una cabeza de perro, a fin de que el sabio animal pudiera indicar a la pequeña alma extraviada el camino de esa remota tierra a la cual se dirigen todos los esquimales.
Asiak no consiguió reponerse ya del todo. Desde que no tenía niñas que criar, se encontraba encinta todos los años y todos los años abortaba. Así se le fueron consumiendo las fuerzas, la juventud y la sonrisa. Las manos se le hicieron nudosas, comenzaron a dolerle las articulaciones y ya no conseguía sacar del hueso aquellas agujas de coser tan finas, de que tanto se enorgullecía; sus dientes, consumidos hasta las encías a fuerza de masticar ropas, sólo servían ahora para curtir la delicada piel de garza marina que dientes más jóvenes y agudos habrían podido dañar, pero ya no eran capaces de ablandar las pieles de oso y de foca, y menos aún de mascar carne fresca.
Asiak se estaba convirtiendo en una mujer inútil y gravosa, y se daba cuenta de ello.
Comenzó a desear la tibieza y las comodidades meridionales, pero puesto que los hombres blancos eran enemigos de Ernenek ella misma insistió en que se confinaran en las soledades hiperbóreas, donde no se corría el peligro de encontrarse con los locos extranjeros ni con, los hombres que traficaban con ellos.
Por eso la preciosa madera quedó enteramente sustituida por el hueso y el marfil de morsa, las pesadas pieles de oso y de foca reemplazaron completamente los suaves cuernos de reno y de vaca marina; los arcos de Ernenek estaban hechos de asta en lugar de huesos de ballena; sus trineos, de pieles y de hueso, de carne y de pescado congelados. Y ahora encontraban sólo muy de cuando en cuando algunos pocos esquimales polares, pues su número era tan exiguo como vasto su territorio. Y encontraban también alguna rara familia de nómadas nechillik.
Y sin embargo, esos breves contactos bastaban para advertirles que el mundo estaba cambiando. El número de los hombres blancos crecía cada vez más; sus puestos de intercambio germinaban como hongos, y cada vez que se encontraban, los hombres hablaban inevitablemente sobre los extranjeros. El hombre blanco invadía inexorablemente la tierra blanca, precedido de su fama, acompañado de sus almas, de sus comidas, de sus bebidas, de sus trajes, de sus idiomas, de sus tesoros, de sus dioses; llevaba cosas que nadie le pedía y tomaba otras sin pedirlas; imponía sus leyes y trasgredía las de los demás; y dejaba en su estela un furioso remolino, a veces de alegría y de riqueza; otras, de desolación, muerte o prisión.
Hasta muy lejos se extendía la garra de sus reglamentos, y era hombre sabio aquél que se apresuraba a respetarlos. Como consecuencia de las nuevas leyes, se ahorcó a un hombre sólo por haber dado muerte a otro que le había robado la mujer, cosa que cualquier marido habría hecho, porque es lícito cambiar o prestar a la mujer, pero no lo es robarla.
Y una mujer que, hallándose a la deriva, en un enorme bloque de hielo, junto con sus tres hijas, se había comido a la mayor de ellas para conservar la vida —la hija se había quitado expresamente la vida, para salvar a las otras de una muerte segura— fue llevada a la ciudad de los hombres blancos y encerrada allí en una jaula de la que no podría salir hasta el día de su muerte; además, le habían quitado los hijos; todo lo cual hacía desdichada a mucha gente y no podía ser ventajoso para ninguno, ni siquiera para los hombres blancos. Por lo demás se sabía que en las zonas que ellos gobernaban se había prohibido a los esquimales —que sin embargo se hallaban en su propia casa y cuya existencia se cifraba enteramente en la caza de la foca— matar más de tres focas por año, mientras ellos mismos, con sus fusiles, aniquilaban especies enteras; se llevaban sólo las pieles, dejaban lo demás a las gaviotas y no devolvían los huesos al mar. No, lo que hacía el hombre blanco no tenía ni pies ni cabeza.
Y, además de sus leyes y de sus mercaderías el hombre blanco había introducido también sus enfermedades. Las infecciones venéreas, la gripe, la tuberculosis, y sobre todo el sarampión, hacían estragos en organismos que desde tiempos inmemoriales habían ignorado toda enfermedad y no estaban acostumbrados a defenderse. De manera que hombres aguerridos en las batallas contra el oso blanco e incólumes a la intemperie, sucumbían en masa frente al enemigo escondido en la sangre, y en tal medida que en algunas comunidades, con la llegada de los hombres blancos, las epidemias habían destruido ocho habitantes sobre diez en el curso de pocas semanas.
Empero, si no todas las cosas del hombre blanco eran justas, agradables o comprensibles, todas eran sin duda fascinantes; tenían la fascinación de los abismos; y también los angmagssalik, también los netilingmiut, los kinipitu, también los unalaska, también los atka, también los ita, también los nechillik, habían caído víctimas de su arcana fascinación: no podían vivir sin los cuchillos de los blancos, sin sus fogones, sin su aguardiente, sin sus armas de fuego, sin sus golosinas, sin sus cintas de colores, sin sus espejos, sin sus cuentas de vidrio y sin las mercaderías más impensadas y nuevas que ellos introducían y que los esquimales constantemente adquirían, reemplazaban o agregaban a las que ya tenían, comprándolas con pieles, aceite de pescado y mano de obra.
Cada vez disminuía, más el número de los que continuaban viviendo según la manera de sus abuelos en las soledades polares; pero aun éstos tenían ya atacado el espíritu por el cáncer blanco, y Asiak sentía a menudo que los silencios de sus seres queridos estaban cargados de aspiraciones, y sus noches sin sueños, animadas de maravillas prohibidas.
Cuando a la edad de alrededor de nueve años, Papik mató la primera foca —una foquita que todavía no había aprendido a nadar—, Ernenek lo hizo extender de bruces en el suelo y le pasó por la espalda el animal muerto, a fin de que éste no tuviera miedo de Papik y no advirtiera a las otras focas que se guardaran de él. Pero tenían que pasar aún muchos años antes de que Papik se convirtiera en un verdadero cazador, capaz de sustentar una familia.
Y la familia lo necesitaba.
Un accidente había disminuido para siempre la capacidad de caza de Ernenek: mientras persiguió ardorosamente un oso en el trineo, Ernenek, cayendo por una escarpada pendiente, había roto un montón de hielo y él mismo se había roto la espalda. Quedó inerte durante muchas lunas, y cuando por último estuvo en condiciones de levantarse, no podía ya doblarse, ni agacharse ni sentarse: la columna vertebral le había quedado más rígida que el hielo. Sólo podía estar extendido a lo largo o bien de pie y erguido. Era cómico verlo retorcerse sobre el banco de nieve y pegarse a lo largo de las paredes cuando quería levantarse, y él mismo se daba cuenta de la graciosa figura que hacía y se unía a las risas de sus familiares. Podía andar, y hasta correr, pero no por mucho tiempo, y cada esfuerzo que hacía le producía dolores tan fuertes que lo hacían volver a la cama.
A los cuarenta años, era un hombre viejo, todavía el mismo gran comilón de siempre, pero no el cazador que había sido una vez; ya mostraba distintamente las señales del largo viaje que había cumplido a través de los años: profundas eran las arrugas que le surcaban el rostro, las mejillas hundidas y apergaminadas, abundante la nieve de sus sienes y de los ralos bigotes que le caían sobre el mentón arrugado. Su mirada se cargaba de admiración cuando contemplaba a Papik —el dardo que había disparado a través del arco de Asiak—, pues tanto le recordaba lo que él mismo había sido en un tiempo, que le parecía sorprendentemente cercano. Y en efecto, cuando Papik, de acuerdo con las conjeturas de su madre, tenía unos dieciséis o diecisiete años, se parecía muchísimo a Ernenek: era ya casi tan grande y musculoso como él; era altivo como su padre, pero no tanto; temerario como Ernenek, pero no del todo; impulsivo y jovial, franco y groserote como Ernenek, pero no tanto.
Y nunca podría haberlo sido tanto, puesto que también era hijo de Asiak.
Ivalú era algo más baja que su hermano, pues no estaba aún completamente desarrollada; pero ya era fuerte y robusta. Tenía, lo mismo que Asiak, labios gruesos y llenos, pero no hinchados, mientras que el corte de sus ojillos oscuros y vivaces era el de Ernenek. La cera virgen de su mente era impresionable y susceptible a los contactos con la gente, porque había conocido poca; y su humor era variable como el viento; pero en ella la serenidad terminaba siempre por imponerse.
Hasta el día en que conoció a un joven llamado Milak.
Se habían encontrado durante una cacería estival en la que cambiaron sólo unas pocas palabras; demasiado pocas, pensó Milak cuando volvió a su aldea. Y al año siguiente emprendió un segundo viaje para volver a verla. Pero tampoco esta vez llegó a concretar nada.
—Ninguna tiene necesidad de un hombre —dijo Ivalú.
—Si no tienes necesidad de un hombre, ello se debe a que no eres una mujer.
—Pues, ¿qué soy entonces?
—Una niña, y por añadidura, estúpida. ¡Una niña con cerebro de garza y corazón de glotón! Sólo una niña es capaz de pensar que puede pasarse sin un hombre.
—A una niña le gusta tu presunción, porque la hace estallar de risa.
¡Qué vulgarotes eran estos septentrionales!, pensaba Milak que era oriundo del sur. Sólo Asiak mostraba algún rasgo de gentileza, porque evidentemente provenía de alguna familia meridional. Pero Ivalú y Papik eran toscos como el padre. O casi. Porque nadie, a decir verdad, podía ser tan tosco como Ernenek.
Apenas un sueño antes, cuando Milak le había dicho, después de una partida de caza, «Comparado con el tuyo, mi botín es verdaderamente miserable», Ernenek había tenido la desfachatez de responderle: «En efecto». Es que aquella pizca de modestia que había aprendido fatigosamente a ostentar en el pasado, se había esfumado del todo en los últimos años, durante los cuales, por falta de contacto con los seres humanos, Ernenek no había tenido ocasión de ejercitarla.
¿Había pues que maravillarse de que la hija de semejante hombre, además de ser la mujer más tonta e inútil que hubiera existido, se riera de él? Pero, lo cierto es que ella estaba hecha así, Milak tenía que tomarla o dejarla como era.
Y él quería tomarla.
—Mira —le dijo, procurando hacerla entrar en razón y esforzándose por dominarse—, tu padre ya no es el cazador que una vez fue, y tu hermano pronto encontrará una mujer a quien mantener.
—¡Soy capaz de cazar y pescar sola!
—Pero, ¿quién coserá? Tú no podrás hacer las dos cosas, ni tampoco correr detrás de un oso o doblarte sobre un agujero de pesca, cuando tengas un hijo en el vientre o en la espalda.
—¿Y quién te dice que tendré hijos?
—Los hijos llegan naturalmente, a medida que se crece, como los senos. Y cuando tengas uno o dos hijos, tendrás que buscarte un marido.
—¿Por qué?
—Porque tu hermano no puede proveer a las necesidades de tanta gente.
—Tal vez tú no puedas, pero mi hermano sí. Nosotros somos del norte, y el único terreno en el que ustedes pueden vencernos es en el de la presunción que tienen.
A Milak se le enrojeció de rabia el rostro, debajo de la capa de grasa y de hollín. Se levantó, golpeó con los pies en el suelo y escupió, mientras Ivalú lo miraba con interés: aquel hombre le fascinaba porque provenía del país de las sombras cortas, del cálido, alegre, misterioso mediodía, desde donde llegan la luz, el reno y la vaca marina.
—Un hombre prefiere volver solo —dijo por último Milak. Y se retiró, con tranquilo continente, en dirección al sol.
Ivalú soñaba con hombres de cuerpo poderoso, hombres alborotadores y alegres como su padre, y Milak era por completo diferente. Diestro y astuto, era un hábil cazador, pero, no siendo muy musculoso, parecía frágil, comparado con los esquimales en general y en especial con los esquimales polares. Reía muy pocas veces, y su rostro móvil y cambiante revelaba la constante lucha de los pensamientos. Sí, cuanto más pensaba Ivalú en él, después de su partida, más se convencía de que Milak no era el tipo de hombre que le gustaba. Este pensamiento no la dejó en paz, hasta que un día dijo a Asiak:
—Parece que en el sur hay curanderos que tienen el poder de procurar buen tiempo y caza fructífera, curar males y enfermedades. Tal vez uno de ellos pueda curar la espalda de papá.
Asiak suspiró.
—Quizá tengas razón, pequeña. Estoy aburrida y cansada de oír cómo tu padre se queja constantemente de sus dolores.
—¿No tienes miedo de que los hombres blancos me apresen? —preguntó Ernenek, maravillado.
—Procuraremos mantenernos alejados de ellos. Por lo demás, ahora eres viejo y estás inválido, de manera que si te matan perderías bien poco. Milak nos dijo que en su aldea hay un curandero que tiene grandes poderes. Consultémoslo.
Ivalú voló a abrazarla y a olfatearla; también Ernenek y Papik se alegraron e inmediatamente comenzaron a preparar los fardos.
Pero Asiak permaneció sombría y ceñuda.
Cuando partieron hacia el sur, fue Papik quien se sentó en el pescante del trineo y manejó el látigo contra el viento, mientras Ernenek, a sus espaldas, se mantenía de pie y erguido sobre el último travesaño. La tierra dormía aún; la vegetación, enana todavía, no había apuntado desde debajo de la costra de invierno, y la oculta vida animal no mostraba ni un pelo o si lo mostraba, como tenía el color del hielo, permanecía invisible, en medio del gris del alba; el oso, demasiado fuerte y demasiado orgulloso para esconderse, era la única excepción.
Cuando el mal tiempo los obligaba a anclar el trineo y a construir un iglú, Papik e Ivalú se encargaban de realizar todo el trabajo, mientras Ernenek se encargaba de hacer todas las críticas.
—No le hagan caso —decía Asiak—, porque este padre fanfarrón siempre sabe hacer todo mejor que los demás.
Y los hijos se reían a carcajadas, en medio de la borrasca, e iban colocando en círculo cubos de hielo que cimentaban con nieve, mientras Ernenek rodeaba la construcción farfullando y escarneciéndolos. En el interior del iglú, se acostaban todos alineados y muy apretados, como salmones puestos a secar; se permitía a los tiernos cachorros que se acurrucaran entre los patrones, siempre que no les lamieran la grasa de pescado con que llevaban untados los rostros.
—Cuando mi espalda esté, sana, les mostraré cómo se construye un iglú —decía Ernenek revolviéndose en su angosto lecho.
—Sí —replicaba Asiak—, tú sabes hacerlos pequeños por fuera y grandes por dentro. El curandero tal vez pueda curarte la espalda, pero no la edad. Ahora eres viejo y, de acuerdo con la norma, tendríamos que abandonarte a los hielos.
Entonces los hijos volvían a desternillarse de risa; pero Ernenek no apreciaba las bromas cuando él era el blanco de ellas.
—Y pensar que Asiak solía llamar a hombres y mujeres, cuando yo volvía con el botín, y que todos terminaban con dolor de barriga de tanto llenarse de carne. ¡Cómo han cambiado los tiempos!
—Los tiempos no, —decía Asiak—; pero tú, sí.
Y esta réplica provocaba otros accesos de hilaridad, hasta que el sueño ahogaba toda esa alegría.
Pero a veces la expectación por las cosas que les esperaban hacía que todos se sintieran inquietos y ávidos, como si supieran que aquel viaje determinaría grandes cambios no sólo en el paisaje, sino también en sus vidas; y en medio de la oscuridad y del silencio que precedían al sueño, los hijos formulaban a la madre las eternas preguntas… y no había pregunta a la que la madre no supiera responder.
—¿De dónde viene toda esta nieve, mamá?
—La nieve es la sangre de los muertos. Hay muchos muertos, por eso hay tanta nieve.
—¿Y el trueno? Siempre me pregunto qué es el trueno.
—Los espíritus que disputan entre sí producen el trueno.
—¿Y los relámpagos?
—También. A fuerza de disputar, los espíritus terminan casi siempre volcando la lámpara, lo cual produce los rayos. Ésa es la razón por la que los truenos y los relámpagos siempre vienen juntos.
—¿Y las estrellas fugaces?
—Lágrimas de estrellas, naturalmente. ¿Qué otra cosa podían ser?
—Es verdad. Sin embargo, nunca lo había pensado. ¿Quién hizo a los primeros hombres?
—El Cuervo Negro.
—¿Y quién lo hizo a él?
—Una vez, la costra helada se partió con inmenso fragor y ése estruendo formó al Cuervo. Era Negro, porque reinaba noche profunda. Como se aburría, hallándose completamente solo en la noche oscura, decidió hacer pequeños hombres con montoncitos de barro. Los hombres, aburridos a su vez porque no tenían a nadie con quien reñir, hicieron pequeñas mujeres con montoncitos de nieve.
—¿Y dónde se encuentra ahora el Cuervo?
—Está muerto. Los pequeños hombres, apenas crecieron, lo mataron.
—Pero, ¿por qué?
—Para comérselo… Y lo hicieron antes de haber tenido tiempo de comprender que sólo él habría podido impedir que los hombres murieran.
—Esto me recuerda una pregunta que hace mucho quería hacerte. ¿A dónde van nuestras almas cuando morimos?
—A uno de los tres paraísos: el primero está en el aire, el segundo en la tierra y el tercero en el fondo del mar.
—¿Qué aspecto tiene el alma?
—Se asemeja a la persona que la alberga, sólo que es mucho más pequeña.
—¿Cómo de pequeña?
—Como una de las garzas marinas menores.
—¿Y qué aspecto tienen los nombres de las personas?
—Los nombres se parecen a las almas, pero son aún más pequeños.
—¿Viste alguna vez un alma?
—Yo no, pero mi madre, sí. Vio también la mía.
—¿Verdaderamente la vio?
—¿Por qué habría de decirlo si no la hubiera visto?
—¿Y adonde van los nombres de los muertos?
—Vagan, tristes y solitarios, por el aire frío, hasta que encuentran un nuevo cuerpo en el cual puedan albergarse. Por eso, siempre hay que dar a los niños y a los cachorros recién nacidos los nombres de los difuntos.
—¿Y qué es lo que hace nacer a los niños y a los cachorros?
—El Espíritu de la Luna, que tiene facciones humanas y el poder de hacer fecundas o estériles a las mujeres, de acuerdo con su capricho. Ve también todas las infracciones que los hombres hacen a los tabúes y castiga a los culpables.
—¿Es realmente tan malo como se dice?
—Y aun más. Sólo un espíritu es peor que éste: el de Sila, el hombre que vive en el cielo y ahuyenta al sol. A menudo arrebata de la tierra a un ser humano y se lo lleva.
—¿Por qué son tan malos los espíritus?
—Son como los hombres. Los hay buenos y los hay malos. ¿Cómo podríamos ser buenos, si no hubiera gente mala? Sedna, por ejemplo, la mujer con cola de foca, que gobierna las criaturas marinas, es muy buena: es ella quien nos envía tan buenos peces. Luego está también el espíritu del aire, que gobierna los vientos y que no es ni bueno ni malo. ¿Qué otra cosa querías saber?
—¿Es que hay algo más que haya que saber?
Asiak meditó un instante antes de responder.
—En efecto, no hay ninguna otra cosa que saber.
Mientras descendían hacia el sol, éste se levantaba a encontrarlos en mitad de camino. El horizonte adquirió el color del hígado, el color del corazón, comenzó a sangrar, se tiñó de púrpura, de rojo, de rojo con tendencia al oro, de oro amarillo y luego… el triunfo del sol que enrojeció el cielo rociando las blancas llanuras y los cerros, las islas y la tierra firme, hasta que, completamente exangüe, se detuvo para contemplar, exhausto y anémico, un mundo monótono.
Se levantó la niebla. Cayó la nieve. Era mediodía: el verano.
Viajaron todo el día sobre el mar sólido, a veces empujados, a veces trabados en su marcha, por el viento. Corrían por las vastas llanuras, debajo de las cuales se oía el rumor del agua; pasaron por entre islotes cónicos que emergían del océano, costearon lenguas de tierra nevada, montañas escarpadas y despeñaderos abiertos. Comenzó a hacer tanto calor que ya se oía cómo el hielo vibraba bajo los patines del trineo y cómo el océano mugía muy cerca de la costra helada. El aire estaba lleno de minúsculos pero muy fastidiosos mosquitos que iban aumentando paulatinamente, hasta que una nevada, que dejaba el aire limpio y terso, los hacía desaparecer.
Las nevadas, las aves y las señales de vida vegetal aumentaban a medida que los viajeros bajaban hacia el sur; el sol aparecía cada vez más alto, las sombras eran cada vez más cortas, en tanto que los vientos estaban cargados de las remotas fragancias de niebla, de mar abierto, de tierra, de hierba y de flores.
Allí la helada llanura se hallaba en continuo movimiento y en continua transformación, por obra del desplazamiento de las aguas, de las tormentas, de las mareas, de las corrientes; las grietas que obligaban a los viajeros a cambiar de ruta se hacían cada vez más frecuentes, y cuando éstos se encontraron frente a la extensión del hielo que comenzaba a moverse, abandonaron el océano y prosiguieron su camino por tierra firme.
El terreno era montuoso y áspero y el avance lleno de dificultades. Cuando descendían por los glaciares tenían que arrojar el ancla y enganchar los perros detrás del trineo, para que sirvieran de freno; cuando subían, todos ayudaban a tirar del trineo.
—El curandero tendrá que curar no una, sino dos espaldas —decía Asiak después de tales esfuerzos. Y los hijos se doblaban en dos por la risa.
Vieron cómo el sol, que, si bien alto, no había alcanzado a acercarse al centro del firmamento, declinaba cual si estuviera cansado por el esfuerzo hecho, se agrandaba y volvía a adquirir abigarrado colorido, a medida que descendía hacia el horizonte: adquiría el color de un oro encendido, que luego se transformaba en amarillo, rosado, rojo, malva; y vieron por último cómo desaparecía detrás de la tierra, dejando una estela de sangre. El día había terminado y comenzaba la noche. Mientras los colores morían, la luz se hacía cada vez más escasa y la tierra se estremeció en el abrazo de las tinieblas.
Y en medio de la quietud de aquel mundo que esperaba la noche, en medio de la luz incolora del crepúsculo, llegaron justo a tiempo para asistir al espectáculo, nuevo y casi increíble para Papik e Ivalú, del océano líquido y brillante, punteado de icebergs y bancos de hielo flotantes.
—¡Es como el cielo! —exclamó Papik.
—Como el cielo lleno de agua —murmuró Ivalú embelesada.