EL CAMINO DEL NORTE

Un hombre irá por su camino —dijo Ernenek—. Tú puedes seguir el tuyo si así lo deseas; pero te advierto que mi tienda está más cercana.

El bóreas los castigaba, y el polvillo de nieve se les pegaba a los párpados y a las narices, donde formaba minúsculas estalactitas que les producían dolor cuando se las quitaban.

—Mis manos son dos pedazos de hielo —dijo el hombre blanco, que se había tornado ahora muy dócil—. Tocaron el agua.

—Ha sido bien tonto permitir que ocurriera; tan tonto como arrojar al mar el cadáver de tu compañero, sin retirarle antes el cuchillo y las ropas.

—¿Por qué?

—Los cuchillos nunca son demasiados, y además habríamos podido comer sus ropas, por lo menos las de lana y pieles de animales. Y si ustedes, hombres extraños, tuvieran vestidos debidamente cosidos e impermeables como los nuestros, podrían caer en el mar sin mojarse y, una vez que salieran de él, el agua se helaría antes de llegar a penetrar hasta la piel. De ahora en adelante debes prestar atención a lo que hagas, porque otro error sería probablemente el último.

Y recuerda que un solo desgarrón en tu ropa o en tus zapatos significa el fin, puesto que no tenemos agujas para coserlos.

—¿Qué tengo que hacer?

—Antes que ninguna otra cosa, desatarme las manos; luego te mostraré cómo se convierte uno en amigo del hielo y cómo se consigue que éste nos sirva en lugar de ser nuestro enemigo.

Cuando se vio libre de las esposas, Ernenek las arrojó al agua. Luego quitó al hombre blanco los guantes y los volvió al revés. El interior de los guantes estaba cubierto por una delgada costra de hielo.

—Dame tu cuchillo y mantén las manos en los bolsillos de tus pantalones, donde hace más calor.

Con la hoja del cuchillo raspó la capa de hielo de los guantes, que luego secó con nieve, y se aseguró, con el labio superior, de que estaban bien secos.

—Las manos me han quedado insensibles —dijo el hombre blanco, asustado—. Están muertas.

—Todavía no —dijo Ernenek, riendo—. Todavía no están del todo muertas. Espera y verás.

Llamó a los perros, pero éstos se negaron a acercarse; cuando Ernenek intentó agarrarlos, los animales huyeron. Entonces se sentó y les habló en tono alegre, mientras masticaba un poco de nieve y reía. Apenas uno de los perros se aventuró a ponerse al alcance de la mano de Ernenek, éste lo aferró por el pescuezo e inmediatamente le abrió el vientre, entre los alaridos de sus compañeros.

Obediente a las órdenes de Ernenek, el hombre blanco metió las manos en el vientre humeante del perro, hasta que sintió las yemas de los dedos pinchadas por innumerables alfileres.

—Me duelen los dedos de manera atroz —dijo entonces. Se avergonzaba al sentir, a pesar suyo, que los ojos se le llenaban de lágrimas—. Es el dolor más fuerte que sentí en mi vida.

—Es signo de que la vida vuelve. Y con la vida torna el dolor. Sólo la muerte es indolora.

Bajo la piel de la ingle del perro, Ernenek había encontrado un poco de grasa, con la que untó su cara y la del hombre blanco. Extrajo los intestinos del animal, que arrojó a los perros; luego sacó el humeante hígado, le hincó el diente voluptuosamente y se lo pasó a su compañero.

—Come antes de que se hiele —dijo, dando una risotada con la boca roja por el hígado—. Tendremos necesidad de la carne para construirnos un trineo.

Y mientras el otro clavaba los dientes en el hígado, Ernenek desolló el perro, haciendo correr el cuchillo entre la carne y el cuero y tirando de la piel. Trabajando rápidamente, a causa del hielo que estaba invadiendo los tejidos, deshuesó al animal, cortó la carne en largas tiras y conservó los nervios en la chaqueta, para mantenerlos blandos al calor del cuerpo. Luego se sentó sobre la piel y se puso a trabajar en el esternón con el cuchillo.

El sol pálido continuaba su curso por encima del horizonte. El hombre blanco correteaba de un lado a otro para calentarse. Ernenek trabajaba canturreando. El cuchillo de acero le hacía más fácil la tarea que la sílice aguzada con la que solía trabajar, pero se dio cuenta de que era preciso manejarlo con cautela para que no se quebrara.

Del hueso hizo una punta de arpón, en forma de gancho; luego mojó la piel del perro en la grieta de agua, la extendió sobre el hielo y la arrolló apresuradamente, dándole forma de lanza.

En una extremidad puso la punta del arpón. La piel mojada se endureció casi instantáneamente.

Ató la punta y la lanza con los nervios del perro y las soldó con una última inmersión en el agua.

—No lejos de aquí hay un banco de focas —dijo blandiendo su nuevo arpón—. Ocurre que alguien las oyó bramar durante el viaje, poco antes del accidente. El viento borró las huellas del trineo, pero los perros sabrán seguir la pista.

Se cargó la carne a las espaldas y se puso a andar a grandes pasos.

Aunque poco antes los perros tenían miedo de los hombres, ahora tenían miedo de quedarse solos, de manera que los siguieron; y bien pronto se encontraban precediéndolos, rastreando con el olfato el camino ya recorrido.

Si a Ernenek le parecía que el banco de focas no estaba muy alejado, a su compañero, en cambio, le pareció lejísimos. Los dos hombres se encontraban, como siempre, en el mar abierto, donde podían vigilar si algún oso se les aproximaba. Cuando los perros, jadeantes, se detuvieron y comenzaron a ladrar, Ernenek los ahuyentó, dejó caer al suelo su fardo de carne y con sus manos enguantadas se puso a remover con precaución la nieve.

—Aquí hay un agujero de aire.

—¿Tan pequeño? ¿Cómo se las arregla la foca para llegar hasta acá arriba, si el hielo tiene un espesor de varios pies?

—El agujero se amplía poco a poco por debajo de la superficie, hasta llegar a ser más ancho que tu estatura. Ahora un hombre esperará que alguna foca se llegue hasta aquí arriba para respirar; mientras tanto, tú no dejarás de andar en círculo, junto con los perros. Eso hará que las focas huyan de los agujeros de la periferia y las empujará hacia el centro.

Ernenek esperó inmóvil, con el arpón en la mano y los ojos fijos en el agujero. Se quedó contemplando el orificio que se achicaba hacia arriba, vencido por el hielo, y el borde helado que se estrechaba poco a poco. Por encima de la superficie del agua se formó una membrana trémula y luego la opaca costra del hielo.

De pronto Ernenek se sintió desesperanzado y abatido. Nunca había estado tan cansado. Es que en los últimos días había comido demasiado poco. Él, que podía devorar una foca entera en una sola comida no se había alimentado sino con algunos míseros trozos de pescado destinado a los perros, durante jornadas enteras, después de haber sido injuriado, maltratado y herido. Y todo eso ocurría porque cierta gente viajaba sin amuletos y se inmiscuía en los asuntos de los demás…

Rumiaba amargamente estos pensamientos cuando oyó el ruido del hielo que se astillaba y un fuerte resoplido. De pronto un chorro de agua y escamillas de hielo le dieron en la cara; una cabeza alargada, reluciente y negra relampagueó en el pozo y dos ojos redondos y enormes lo miraron estupefactos. La sorpresa fue recíproca: la cabeza desapareció tan rápidamente que Ernenek casi creyó que había soñado aquella aparición, si no hubiera sido por el agua que veía agitarse en el agujero reabierto.

Entonces, tenso y conteniendo la respiración, se puso a esperar atentamente. Era seguro que la foca lo estaba espiando desde el fondo oscuro del agua y, si bien el instinto le indicaba que cambiara de agujero, la curiosidad estaba destinada a triunfar. Ernenek aguardaba inmóvil.

Por último, la foca volvió a aflorar. Se hallaba aún subiendo, cuando el arpón la hirió donde era preciso herirla, esto es, en el labio superior. Era un macho pesado y bigotudo que no quería morir, de modo que Ernenek, consiguiendo a duras penas mantener firme la lanza, gritó al hombre blanco que lo ayudara y ensanchara el agujero con el cuchillo; mas tan grande era la presa que entre los dos apenas consiguieron sacarla del pozo.

Ante todo, Ernenek le arrancó un ojo y se lo puso en la chaqueta.

—¡Ahora estamos seguros! —anunció jubilosamente—. Este ojo nos protegerá de ulteriores desgracias.

Y a partir de aquel momento, ya nada pudo atenuar su buen humor.

—¿Por qué disuelves nieve en la boca y se la echa a la de la foca? —preguntó el hombre blanco, a quien el frío y el malestar no le habían hecho olvidar la perpetua curiosidad de su raza.

—La foca siempre tiene mucha sed, puesto que vive en el agua salada; ahora el espíritu de esta foca referirá a las otras el buen tratamiento que le dimos y hará que las demás vengan a este agujero para recibir a su vez un poco de agua dulce.

Chupó la sangre negra y oleosa de la herida humeante, luego desolló el animal, dio de comer a los perros algunos trozos de piel y extrajo el estómago lleno de moluscos y crustáceos aún vivos, que hasta el extranjero gustó, condimentados con los agrios jugos gástricos; el hombre blanco aceptó también parte del hígado y del corazón; pero rechazó los intestinos llenos de grasa, aunque Ernenek le aseguró que constituían una delicadeza semejante a las otras. Ernenek en cambio devoró varios metros; luego cortó la carne en grandes tiras, como había hecho con la del perro, mientras ahuyentaba a cuchilladas a los perros hambrientos, que no lo dejaban en paz.

—Ahora tráeme un poco de tierra de la costa. Tendrás que remover la nieve con las botas y luego raspar la tierra helada con una piedra.

—¿Para qué necesitas tierra? —preguntó el hombre blanco con voz cansada.

—Haz lo que te digo.

—Estoy extenuado. Conociendo el motivo por el que me mandas, me será más fácil prestarme a ello.

—Ocurre que alguien está por construir un trineo; pero la nieve, granulosa a causa del gran frío, se pegaría a los patines que no resbalarían bien. Para que eso no ocurra hay que pasarles una capa de hielo. Pero el hielo no se adhiere a los patines; la tierra, sí. Entonces se emplea la tierra para pegar el hielo a los patines: primero se recubren los patines con una capa de tierra; luego la tierra con una capa de hielo. Ya conoces el motivo.

Mientras el hombre blanco se alejaba como un autómata, rígido y aterido, Ernenek partió la piel de foca en dos mitades, en el sentido longitudinal. Mojó los dos trozos en el agujero y los enrolló, apresuradamente sobre el hielo para que se helaran; así obtuvo los patines del trineo.

Pero necesitaba aún otra foca, y —después de una espera que habría parecido larga a quien mide el tiempo por horas en lugar de hacerlo por estaciones— capturó una segunda foca, más pequeña que la primera, cuya piel cortó en delgadas lonjas que, anudadas, le servirían de correas. Luego construyó los travesaños; colocó las tiras de carne sobre los patines y las ató con las lonjas de piel. Por último soldó los puntos de juntura, rociando sobre ellos agua de mar, mediante la cola del perro, mientras trabajaba apresuradamente, rivalizando en velocidad con el hielo, que todo lo petrificaba.

Verdad era que el hueso de ballena proporcionaba patines más lisos, verdad que la madera daba travesaños más livianos, pero no mucho.

En el ínterin, el hombre blanco había vuelto con el polvo de tierra helada. Mezclándola con orina caliente, Ernenek obtuvo una pasta barrosa con la cual revistió abundantemente los patines. Luego alisó la superficie con el guante. Habiéndosele acabado la orina, derritió nieve en la boca, empapó la cola del perro y recubrió el fango con una delgada capa de hielo.

Trabajaba no sólo con gran rapidez, sino muy atentamente y con la frente fruncida. La capa de barro había de ser abundante pero lisa. El agua no tenía que estar demasiado caliente, porque de otro modo derretiría el barro, ni tampoco demasiado fría, porque se habría helado antes de extenderse. El revestimiento de hielo no tenía que ser demasiado grueso, porque de serlo no se adheriría, ni demasiado delgado, porque se resquebrajaría.

Cuando quedó satisfecho de su obra, Ernenek unció los perros a su modo, es decir, les puso las correas alrededor del pecho y ató cada animal separadamente al trineo. Pero antes de partir, arrojó al agua los esqueletos, en virtud de un pacto que los hombres habían sellado con el reino de las focas desde el principio de los siglos, pacto según el cual quien mataba a una foca tenía que restituir al mar todos sus huesos, porque de otro modo ninguna foca se dejaría ya atrapar por un hombre.

Ernenek lanzó un golpe de arpón al perro que tenía más cerca de él, que aulló y electrizó a sus compañeros, quienes se pusieron en movimiento con todos los kilos de su fuerza y aun alguna onza más, y el trineo comenzó a deslizarse sobre el océano.

Con rumbo al norte.

Hicieron buen trecho de camino sin detenerse. Al principio se sentían fuertes y calientes, reanimados como estaban por la carne y la grasa de la segunda foca; además sus rostros, recién untados, eran insensibles al viento; pero cuando sobrevino el hambre, el frío comenzó a penetrarlos y a obligarlos a cada rato a bajar del trineo y a trotar para calentarse. Apenas los perros comenzaron a tropezar, Ernenek hizo un alto.

—Tenemos que dejarlos descansar. No podemos correr el riesgo de perder siquiera uno.

—Quisiera dormir un poco.

—No lo harás al aire libre, porque ya no te despertarías; ahora nos queda poco camino por hacer.

—Nunca llegaré a tu tienda. Mi cansancio es tan grande como el océano.

—Cazaremos otras focas y si por lo menos quisieras hartarte de grasa y de sangre como hacen los hombres te sentirías fuerte y caliente y no tendrías necesidad de dormir. La comida sustituye al sueño.

Pero el sol había dado ya dos vueltas y los hombres se habían detenido muchas veces para dar descanso al tiro, antes de que los perros husmearan otro banco de focas. Ernenek se puso al acecho sobre uno de los agujeros de aire, mas, a pesar de que el hombre blanco no dejó de conducir el trineo en redondo, no afloró a la superficie ninguna foca. Se las podía oír mugir, resoplar y rugir en todos los agujeros, menos en aquél donde Ernenek las esperaba.

—Es claro —gritó alarmado—. Se ve que en el mundo de las focas ya se difundió la voz de que tú y tu compañero mataron algunas sin devolver los huesos al mar, y ahora las otras se niegan a dejarse atrapar.

Pero el hombre blanco no había oído la acusación; se había adormecido mientras los perros, abandonados a sí mismos, atacaban salvajemente los travesaños del trineo.

Ernenek maldijo la ignorancia de los extranjeros, que permitían que los perros de trineo conservaran intactos sus dientes. Despertó bruscamente al hombre blanco, y mientras éste mantenía abiertas las fauces de los perros con la lanza del arpón, Ernenek les fracturó los colmillos con el mango del cuchillo.

Continuaron andando sin comer ni dormir por el día sin fin, castigados por el viento, atormentados por la nevisca y torturados por el frío y el hambre. Ernenek, considerando que no tenía importancia el que un amuleto se llevara fuera o dentro del cuerpo, se comió el ojo de la foca; después de lo cual ya no les quedaba para masticar otra cosa que un trocito de piel; obligó al hombre blanco a imitarlo, porque había observado desde tiempo atrás que las pieles de cualquier animal marino tenían un poder vivificante y duradero, mayor aún que la grasa y la carne. A todo esto maldecía a Asiak, quien era una costurera demasiado concienzuda, de manera que el interior de las ropas confeccionadas por ella brillaba a fuerza de estar bien curtido, raspado y masticado, y no conservaba ni el menor rastro de carne o de grasa.

De vez en cuando una tempestad les obligaba a cobijarse en alguna hendedura de la costa o en una imitación de iglú construido a toda prisa, sólo a golpes de cuchillo.

El hombre blanco continuaba sombrío y taciturno. Había enflaquecido y en su rostro veíanse marcados los sufrimientos; pero todavía estaba bastante fuerte para negarse a morir. En una época había creído que ya no tenía nada que aprender sobre esas regiones: sabía que en ella se habían registrado temperaturas mínimas de unos sesenta grados Celsius bajo cero, que una familia de cuatro personas como la de Ernenek disponía, según las estadísticas, de más de 2500 km2 de territorio, que la inclinación del sol no superaba los veintisiete grados a mediodía y los once grados a medianoche; sabía distinguir los opacos hielos de agua salada provenientes de la congelación del mar y el hielo de agua dulce, que se originaba en los días y en las escasas precipitaciones atmosféricas, los cuales siempre eran transparentes y llenos de burbujas de aire.

Pero allí se acababan sus conocimientos prácticos. Por ejemplo, ignoraba que la nieve asentada, áspera y granulosa, daba más agua y era más dulce que la nieve fresca, y que la misma agua del mar perdía su salinidad y se hacía potable después de haber estado por largo tiempo helada.

Y menos aún habría podido reconocer focas muertas en los cúmulos de nieve junto a los cuales Ernenek detuvo el trineo, focas que ni siquiera el olfato de los perros registró.

—Ésta es una de las focas que mataron ustedes al pasar —dijo, descubriendo con el cuchillo una piel parda cubierta de cicatrices—; pero aquí haría falta una sierra.

No consiguió mover la foca del fondo helado; sólo logró sacar la punta de las aletas, que desheló en la boca. Aquellos trozos contenían mucha grasa, lo que le incitó el hambre y, presa de la impaciencia, el cuchillo le resbaló sobre el cadáver petrificado y le hizo un tajo en la mano. Los perros se precipitaron a lamer golosamente la sangre que se escurría sobre la nieve, sin dejar de echar ávidas miradas al guante embebido en sangre.

Ernenek arrancó un montón de pelos de la chaqueta y con ellos cubrió la herida para que absorbieran la sangre y se formara una costra. Luego se arrojó de bruces al suelo y procuró atacar la foca con los dientes, empeño en que rivalizó con los perros; pero entre todos no consiguieron siquiera llegar a la piel.

No fue fácil hacer que los perros ariscos y locos de hambre volvieran a ocupar su puesto.

Hallábanse todos en pésimas condiciones: uno cojeaba, otro tenía un ojo cerrado por un golpe, el tercero sangraba por la boca, el cuarto se lamentaba ininterrumpidamente, y todos, habiéndose comido las abarcas, tenían las patas llagadas por las marchas forzadas y por la sal del mar. Al cabo de otro trecho de camino, el quinto perro, que mostraba menos defectos que los otros, se recostó sobre un costado y se negó a moverse.

Sentados sobre los cuartos posteriores con hilos de baba que les pendían sobre el pecho, observaban cómo Ernenek pretendía hacer entrar en razón a su compañero, a golpes de arpón.

De pronto apareció una gota de sangre en él lugar en que la punta del arpón golpeó al caído.

Como obedeciendo a una señal, todos los perros le cayeron encima. No era posible detenerlos, y Ernenek ni siquiera lo intentó.

Pacientemente, el moribundo miraba, con ojos ofuscados, cómo se le oscurecía el día.

Apenas se atenuó la avidez de los perros, Ernenek cortó la lengua del muerto con el cuchillo.

Entre tanto, el vientre de los otros cuatro se hinchaba visiblemente, mientras arrancaban y tragaban la carne casi sin masticarla y trituraban los huesos con los dientes quebrados, hasta que de su compañero no quedaron ni las correas; luego se echaron en el suelo e instantáneamente comenzaron a roncar. Ernenek los dejó en paz. Pero por poco tiempo.

El sol había dado ya varias vueltas y los hombres hambrientos continuaron incitando a los perros hambrientos hasta que abandonaron el Océano Glacial para ganar la tierra firme. Allí el terreno montuoso y accidentado no permitía que tan pocos y tan maltrechos perros tiraran del trineo, de manera que Ernenek lo quebró contra una roca para recuperar la carne de los travesaños.

Arrojó a los perros los patines y él intentó comerse los travesaños helados; pero sólo era posible chuparlos lentamente, lo cual lo exasperaba; sintiendo una necesidad imperiosa e inmediata de carne, Ernenek quiso matar a uno de los perros, mas como éstos se hallaban de nuevo alerta, fue imposible acercarse a ellos y Ernenek se dio grandes puñetazos en la cabeza por haberlos liberado demasiado pronto de las correas. Pero súbitamente su carota se iluminó.

—¡Alguien recuerda que sepultó provisiones en estos parajes!

—¿Provisiones de qué?

—De carne o de pescado.

—¿Dónde?

—A derecha o a izquierda.

—¿Cuándo?

—Hace mucho o hace poco.

—Pero cualquier cosa que sea —dijo el hombre blanco irritado y cansado—, estará helada en el suelo como la carne de las focas, y no podremos retirarla de allí.

—En este mundo hay gente que corta siempre las provisiones en trozos pequeños antes de sepultarlas.

Y sin más demora, Ernenek se puso a buscar el escondite, mientras el hombre blanco lo seguía con aire fúnebre.

Un torrente de maldiciones anunció que Ernenek había encontrado lo que buscaba… y que ahora ya no estaba allí. Una familia de glotones lo había precedido, y no mucho antes: habían excavado el terreno con las uñas y precipitado al valle los peñascos que cubrían las provisiones; se habían dado un banquete y sólo habían dejado los huesos roídos y las huellas de sus propias patas.

Precisamente en el momento en que Ernenek, cansado de maldecir contra la ralea de los glotones, se disponía a proseguir la marcha, husmeó la presencia de una zorra. Buscó la pista y la siguió con la esperanza de que lo condujera hasta la guarida donde estarían los zorritos; en cambio la pista lo llevó a un lugar donde la zorra había acumulado carne de garza en el interior de una gruta que se encontraba entre las rocas; y esa carne, deliciosamente pasada y violácea, lo reanimó y le devolvió la alegría.

Pero el hombre blanco se negó ha gustar aquel alimento. Por lo demás, sus zapatos claveteados se aferraban escasamente en los declives helados, de manera que, después de haber resbalado por milésima vez, se negó a levantarse.

—Te das por vencido demasiado fácilmente —dijo Ernenek muy alegre—. Una noche, un hombre que conozco, habiendo perdido las armas y las guarniciones del trineo, a fin de adquirir la fuerza necesaria para arrastrarse hasta su casa, se comió los pies, que a decir verdad ya no le habrían servido, porque estaban helados. Aun hoy todos nos desternillamos de risa cuando ese hombre nos cuenta la aventura.

Apenas consiguió refrenar su hilaridad, Ernenek se cargó en hombros al compañero y volvió a ponerse en marcha; pero no consiguió hacer mucho camino, porque ahora ya comenzaba a demostrar cansancio, de modo que tuvo que dejarlo nuevamente en el suelo.

—Llevaré los perros conmigo, mostrándoles un trozo de trineo; así no te destrozarán. Luego volveré por ti. Mientras tanto chupa este travesaño y procura no dormirte.

Y así diciendo, se alejó canturreando.

Encontró su tienda de pieles donde la había dejado, es decir, al pie de una gran roca; sus perros lo recibieron jubilosos y luego husmearon con recelo a los cuatro míseros canes que lo seguían.

De la tienda salió primero el pequeño Papik, más ancho que alto, metido en su ropa de pelo, saltando y chillando de alegría. Luego apareció Asiak, cuyos negros ojos parecían sonreír complacidos en la gruesa cara. Por encima de su hombro, la pequeña Ivalú, atada a las espaldas de la madre, miraba con evidente estupor aquella figura enorme que se decía su padre.

—Has estado afuera durante muchos sueños —dijo Asiak con tono indiferente—. Debes de haber juntado un montón de pescado. Espera que prepare el trineo para que vayamos juntos a recoger el botín.

—Alguien ha hecho un botín bien flaco —admitió Ernenek por primera vez en su vida.

Cuando fueron a buscarlo, el hombre blanco no dormía; ni tampoco consiguió conciliar el sueño sobre el lecho de pieles en la tienda, ni aun después que Asiak le hubo servido té de tundra y una tajada de carne, especialmente carbonizada para él al fuego de la lámpara. Había estado despierto por un período más largo del que le era posible resistir, y algún engranaje interior se le había deteriorado: a pesar del enorme cansancio físico, conservaba el cerebro ardientemente despierto.

A Ernenek no le ocurrió lo mismo; cuerpo y memoria se apresuraron a olvidar las tribulaciones pasadas. No tardó en hartarse hasta las orejas de todas las clases de carne que encontraba al alcance de la mano, a las que agregó grandes pedazos de sebo, para facilitar la digestión. Cuando estuvo demasiado harto para tenerse en pie, se extendió de espaldas y dejó que Asiak continuara dándole de comer hasta que no fue capaz de tragar ya un solo bocado.

Entonces cayó en profundo sueño.

No lo despertó el hecho de que Asiak le quitara el calzado; y cuando con un cuchillo ella le raspó los pies, Ernenek no hizo sino cambiar el tono de sus ronquidos.

Desde su lecho de pieles, el hombre blanco observaba a Asiak, entregada a los quehaceres domésticos, mientras Ivalú, casi siempre atada a las espaldas de la madre, dormía plácidamente o le mostraba la cara mofletuda y risueña. El pequeño Papik se detenía a menudo curioso, junto al extraño huésped, para observarlo; le tocaba el rostro hirsuto y se reía con esa risa cálida y fácil de su gente.

Después de haber dormido una buena vuelta de sol, Ernenek se despertó, impaciente por llenarse de nuevo el vientre y por salir a cazar.

—Ustedes no son como los indígenas con los que comerciamos —observó el hombre blanco.

—Así es. Una vez intentamos dormir en el puesto de intercambio y casi nos sofocamos.

Hacía tanto calor que el hielo de la palangana por momentos se derretía.

—Desde luego que la vida es más cómoda y divertida en el sur —dijo Asiak—; hemos estado allí. Puedes andar en una canoa. ¡Y hay tanta gente y una variedad tal de comidas! Las mujeres llevan vida de lujo y usan livianos vestidos hechos de piel de zorra, suaves botas de piel de reno que apenas llegan hasta la rodilla y medias de foca manchada, en lugar de llevar nuestras pesadas ropas de piel de oso y las toscas calzas de foca.

—Y los hombres a bordo de gigantescos umiak dan caza con el arpón al narval y a la ballena blanca —exclamó Ernenek.

—Y el aire está lleno de mosquitos amargos y los piojos, de gusto tan dulce, se arrastran por todas partes en el cuerpo, de manera que hombres y mujeres pueden divertirse quitándoselos unos a otros y comiéndoselos.

—¡Pero cazar el oso blanco y ensartar la gorda foca del norte, que nunca vio al hombre, es más excitante! —dijo Ernenek— aun cuando aquí haga demasiado frío para los piojos. Además ahora es peligroso acercarse a los hombres blancos.

—¿Quieres ir a verlos? —preguntó el huésped.

—Desde luego que sería hermoso, ahora que me está prohibido.

—Tú me has salvado la vida, Ernenek. Por eso quisiera poner las cosas en orden, a fin de que ya no tengas que temer a mis compañeros. Pero deberás presentarte a ellos; yo te ayudaré a explicarlo todo.

—Eres muy amable —dijo Ernenek, feliz.

—Dime, según lo que me contaste, el hombre al que diste muerte te provocó, ¿no es así?

—Terriblemente.

—¿Insultó a Asiak?

—No sólo a ella sino también a mí y de modo indigno.

—Me imagino que quisiste defenderla de la codicia del hombre y que lo mataste en medio del altercado que habrá seguido.

Ernenek y Asiak cambiaron una mirada y rompieron a reír.

—La cosa no ocurrió exactamente así —protestó por fin Asiak.

—Mira cómo ocurrió —dijo Ernenek—. Aquel hombre blanco desdeñó todos nuestros ofrecimientos, aunque era nuestro huésped. ¡Rechazó nuestras carnes más viejas!

—Tienes que comprender, Ernenek, que a muchos de nosotros no nos gusta la carne vieja.

—Pero los gusanos estaban frescos —hizo notar Asiak.

—Lo cierto es que los blancos estamos acostumbrados a comidas completamente diferentes.

—En efecto, nos dimos cuenta de ello —continuó Ernenek— y por eso, esperando ponerlo por fin contento, le propuse que riera con Asiak.

—Déjame que lo explique yo —intervino Asiak—. Me lavé los cabellos para que se suavizaran, me unté la rara con grasa de foca y me raspé bien, pero muy bien con el cuchillo, para estar limpia.

—Sí —gritó Ernenek poniéndose de pie—. ¡Se había emperejilado muy bien! ¿Y qué hizo el hombre blanco? ¡Arrugó la nariz! ¡Eso era demasiado! ¿Puede un hombre dejar que se infiera a su mujer semejante afrenta? ¿Puede soportar en silencio tal humillación sin perder el respeto por sí mismo? De modo que aferré a aquel desdichado por sus miserables hombritos y lo golpeé un poco contra la pared. No tenía intención de matarlo, sino tan sólo de romperle ligeramente la cabeza. Reconozco que fue una desgracia que se le rompiera tanto. Como ves, la culpa era toda de su cráneo. Una persona que tiene el cráneo tan débil no debería viajar.

—Ernenek hizo muchas veces lo mismo a otros hombres —explicó Asiak—, pero siempre se rompió primera la pared.

—¡Un juez nuestro no comprendería absolutamente nada de semejante asunto! ¡Prestar a tu mujer…! —exclamó profundamente indignado el hombre blanco.

—¿Por qué no? —dijo Ernenek—. A los hombres les gusta y a las mujeres les hace brillar los ojos.

Asiak rió y luego dijo:

—¿Acaso ustedes no toman prestadas las mujeres de los otros?

—Eso no hace ahora al caso. No está bien, eso es todo.

—¡Lo que no está bien es rehusar! —exclamó Ernenek indignado—. Dime un solo motivo por el cual no debería prestar a mi mujer. ¡Presto mi trineo y me lo devuelven destrozado; presto mis perros y vuelven a casa cansados; presto mi sierra y luego resulta que le faltan dientes; pero cada vez que presto a Asiak, vuelve como nueva!

Había pasado el verano. El sol había ampliado su trayecto elíptico y a cada una de sus revoluciones se escondía bajo el horizonte por un período cada vez más prolongado, hasta que por último desapareció por completo y el día se retiró de la cima del mundo y cedió paso a la larga noche que infundió a todo lo que tenía vida un sopor tan desmedido que hasta un estómago sin fondo, como el de Ernenek, perdió todo interés por la comida. Entonces la pequeña familia plegó la tienda, cargó al huésped sobre el trineo, junto con los enseres domésticos, y abandonó la tierra helada, para ganar el tibio mar.

Cuando los esquimales se adormecieron en el iglú, arrullados por el océano subyacente, la lámpara, abandonada a sí misma, se apagó, y entonces, en medio de las tinieblas, el gran sueño descendió también sobre el hombre blanco.

Descendió poco a poco, como un velo que paulatinamente va haciéndose cada vez más denso, como la bruma, como la noche. De vez en cuando, en duermevela, el hombre blanco intuía más que sentía, cómo Ernenek trabajaba con sus instrumentos de caza o cómo Asiak encendía la lámpara, preparaba agujas, raspaba las ropas o movía el bloque de nieve que cerraba la boca del iglú y alimentaba a los perros que engordaban en el túnel.

Cuando le ofrecían grasa de pescado, la tragaba sin protestar, pues había notado que le infundía más calor que una estufa colmada de leña. De manera que cuando por primera vez le acercaron a los labios una escudilla hecha con el cráneo de una vaca marina y llena de sangre negra de foca, veteada de aceite, la sorbió hasta la última gota.

Al terminar el invierno, cuando el día iba a apuntar y Ernenek comenzaba a afilar sus armas, y Asiak sacaba la cabeza fuera del túnel para ver la luz del sol que trepaba lentamente hacia el techo de la tierra, el hombre blanco se sintió suficientemente fuerte para emprender el viaje de retorno.

—Viajaremos juntos —le dijo Ernenek—. Verás que será tan fácil como convertirse en padre.

Y partieron con los primeros resplandores del alba.

Estaba bien entrada la noche cuando avistaron la barraca de madera a la que se dirigía el hombre blanco. Éste hizo detener el trineo a distancia y bajó a tierra.

—No te dejes ver por mis compañeros, Ernenek.

—¿Por qué?

—Porque te están buscando. Y siempre puede haber aquí algún traficante indígena que te conozca.

—Ya se habrán olvidado de mí.

—Los hombres blancos no olvidan, Ernenek. Todos te buscarán hasta que te hallen y ten en cuenta que hay más hombres blancos que caribúes.

—Es posible que los que me conocían ya hayan muerto. Los hombres blancos mueren muy fácilmente.

—Pero consignan tu nombre en grandes libros. Los hombres mueren pero los libros quedan.

—Como quiera que sea, tengo ganas de volver a ver una casa de madera con todas sus diversiones, después de haber hecho tanto camino. Una vez decidimos no tener ya ninguna relación con los hombres blancos, pero desde que te conocimos cambiamos de idea, ¿no es cierto, Asiak?

Asiak asintió.

El hombre blanco meneó la cabeza y dijo:

—Vuelve a tus regiones, Ernenek. Yo diré a mis compañeros que te vi morir. Éste es el único medio de que puedan, no perdonarte, pero sí olvidarse de ti.

Ernenek sonrió.

—Comprenderán y me perdonarán la muerte de su compañero, como la comprendiste y la perdonaste tú mismo.

—Aun cuando uno u otro comprendieran, no podrían dejar de castigarte, Ernenek, porque sus leyes son más fuertes que ellos mismos. Las leyes de los hombres blancos se han hecho más poderosas que aquéllos que las establecieron. ¿Comprendes?

—No.

—Entonces te lo explicaré de otro modo. Escucha: estoy hasta la coronilla de tu compañía, te dispararé una bala en el estómago apenas hayamos llegado a la barraca y luego daré a Asiak y a tus hijos, como comida a los osos.

Y mientras la boca de Ernenek se abría desmesuradamente por la sorpresa, el hombre blanco le asestó un golpe en el bajo vientre y le descargó una granizada de puñetazos sobre la cara afligida; luego echó a correr hacia la barraca, con los pies separados, porque iba vestido con las altas calzas indígenas fabricadas por Asiak, Ernenek lo siguió con ojos estupefactos, acariciándose con la mano las partes más castigadas por el hombre blanco. ¡Después de todo lo que habían hecho por él! ¡Después que Ernenek había cazado para él y Asiak reído con él!

Se volvió hacia su mujer, que también estaba pasmada de sorpresa, y ambos se maravillaron, una vez más, de las rarezas de los hombres blancos.

Ernenek tornó a subir al pescante del trineo y ordenó a los perros que volvieran sobre sus pasos.