Mientras en las tierras siempre verdes los esquimales polares languidecían y morían, en el hielo perenne vivían sanos y felices. Al llegar el invierno, levantaban sus minúsculos iglúes en el océano petrificado que, gracias a las aguas de abajo, era más caliente que la tierra helada; En primavera salían del letargo, se quitaban las ropas, raspaban la suciedad del cuerpo y se la comían, se acoplaban con la mayor promiscuidad, cambiándose las mujeres, bailaban y festejaban el día naciente, cazaban la toca y el oso blanco o emigraban hacia el sur en busca de manadas de morsas y de los preciosos restos de madera que el océano deshelado arrojaba a las costas.
Su principal problema era el modo de llenarse el vientre, y resolverlo demandaba todo su empeño. Cuando apartaban provisiones de comida que se hacían útiles en períodos de carestía —desecaban la carne al sol o la sepultaban en hoyos abiertos en el hielo— no lo hacían con miras al mañana sino porque aun con la mejor voluntad no podían consumir todo cuanto cazaban. No se preocupaban ni del futuro ni del pasado, sino tan sólo del eterno presente. Y como donde aparecían los hombres la caza no tardaba en desaparecer, se veían siempre obligados a emigrar, a cambiar continuamente de territorio de caza y a huir de aquello que más añoraban: la compañía de otros hombres.
Ernenek y Asiak habrían continuado, pues, marchando indefinidamente de este modo, si Ittimangnerk, el traficante nómada, no hubiera plantado la semilla de la curiosidad en sus corazones. Ittimangnerk era un híbrido y bastardo en el alma: mitad indígena y mitad extranjero, mitad cazador y mitad comerciante, mitad carne y mitad pescado. La casualidad lo había llevado, siendo aún muy joven, a encontrarse con los hombres blancos, quienes le habían comunicado sus pasiones y su eterna ambición, sin conseguir, empero, matar en él al esquimal, con lo que lo habían condenado a vacilar continuamente entre los dos modos de vida; de todas maneras era un hombre infeliz, a quien nadie amaba y todos despreciaban.
El otoño había ya apagado la descolorida luz solar, mientras teñía la cima del mundo de un color gris malva, cuando Ittimangnerk y su mujer Haiko descubrieron, en medio de la gran extensión del mar, un diminuto iglú que brillaba con el color del ámbar en la penumbra crepuscular.
Al entrar en él encontraron a Ernenek, completamente desnudo y reluciente de grasa, recreándose con ese maravilloso muñeco irrompible que era el pequeño Papik: tirándolo por un pie lo arrastraba por entre las espinas y las cabezas de pescado roídas.
Ernenek dio alegremente la bienvenida a los recién llegados, les estrechó las manos y palpó el vientre de Ittimangnerk por ver si éste estaba bien nutrido. Asiak interrumpió sus trabajos domésticos para preparar té: tomó un puñado de nieve potable y lo puso sobre la lámpara, ya que cualquier cosa que se bebiera tenía antes que derretirse; luego ayudó a los visitantes a quitarse la ropa exterior y las calzas de piel, que examinó atentamente.
No había nada que remendar: era evidente que los recién llegados se habían detenido antes de entrar en el iglú para cambiarse la ropa, pues estaba completamente seca y no presentaba ningún rastro del viaje. Haiko era cosa verdaderamente digna de verse: mientras su marido vestía casi como un verdadero hombre, ella llevaba suaves zapatos de piel de reno, calzas ornadas con colas de armiño, una chaqueta enteramente hecha de delicadas pieles de zorro y, entre las largas trenzas que le caían sobre el pecho, ostentaba cuentas de vidrio y cintas de colores que dejaron estupefacta a Asiak, quien nunca había visto nada parecido a aquello.
Cuando Ittimangnerk manifestó que sentía frío en los pies, Asiak se quitó la chaqueta, se bajó el cinturón y puso las heladas plantas del hombre sobre su estómago caliente, sin dejar de reír por las cosquillas.
Apenas se le hubieron calentado los pies, Ittimangnerk demostró que, si no tenía las costumbres de un extranjero, tenía por cierto sus maneras. En efecto, no invitó a los dueños de casa a revisar y revolver sus fardos, como lo exigía la costumbre, ni se precipitó sobre la despensa de la casa, como lo permitía la tradición. Era hombre terriblemente avaro de sus propias cosas, de manera que no quería aceptar regalos para no sentirse obligado a hacerlos.
Pero siempre estaba dispuesto a comerciar, como hacían los hombres blancos, sus maestros.
A fuer de gran hombre de negocios, no tenía tiempo que perder, de modo que no se estuvo un par de semanas solazándose antes de exponer el motivo de su visita, sino que, después de haber sorbido sólo unos pocos tazones de té, chupado un trozo de su propio pescado helado, referido los últimos chismes, en medio de grandes risas y haber descabezado un sueñito, mostró sus mercaderías: hojas de té negro, envueltas en una vejiga de reno, y un rollo de mechas.
—¿Tienen pieles de zorros? —preguntó mirando en torno.
—No es imposible que haya algunos estropajos de pieles de zorro detrás de la lámpara.
Toma los que te hagan falta. A nosotros nos basta uno para limpiar las vasijas.
Ittimangnerk examinó las pieles con gran seriedad.
—Alguien puede utilizar sólo estas siete. A cambio de ellas recibirás un paquete de té y cuatro brazas de mecha de algodón de tundra, que da mucho más luz que los pabilos hechos de musgo. Si tuvieras pieles limpias, que no hubieras usado como estropajos, te podría dar más té y más mechas.
Al oír estas palabras, Ernenek se deshizo en risas. Cuando estuvo en condiciones de poder hablar dijo:
—Ocurre que no queremos más té o mechas, puesto que nos basta con lo que tenemos.
—Entonces te mostraré algo que querrás tener.
E Ittimangnerk se arrojó de bruces al túnel y al cabo de un rato volvió agitando un fusil. Era un viejo Martini, resto de diversas guerras, que, de todos modos, para Ernenek bien podía ser el último modelo, puesto que el esquimal nunca había visto un arma de fuego.
—¡Si consigues reunir un número suficiente de buenas pieles, podrás tener esto!
—¿Es cosa de beber o de comer? —preguntó Asiak.
—Es un fusil, el arma del hombre blanco —dijo sosegadamente Ittimangnerk—. Con esta arma hasta un niño pequeñito puede matar a un oso grande. Basta apretar esta palanquita para que cualquier animal, y hasta un hombre blanco, caiga de espaldas sin hacer objeciones.
Y como sus conocimientos sobre las armas de fuego no eran mucho más profundos que los de Ernenek, apretó demasiado el gatillo, de manera que el arma, disparándose, sacudió todo el iglú y lo llenó de humo.
Por un instante todos se miraron pasmados; Papik se puso a chillar; luego Ittimangnerk, presa del repentino frenesí de los hombres, hizo fuego una y otra vez, mientras el ambiente se oscurecía más y más, y las balas pasaban silbando a lo largo de las paredes circulares, astillando el hielo, hasta que el cargador quedó vacío.
Cuando el humo se hubo disipado a través de la abertura de la cúpula, Ernenek, que había quedado enmudecido, mostró un pequeño orificio en su nalga, donde se había alojado una bala que había rebotado en la pared. Ahora le tocó a Ittimangnerk reírse con sonoras carcajadas. Se echó de espaldas sobre el banco, sosteniéndose los ijares, mientras Haiko y Ernenek hacían otro tanto.
Sólo Asiak parecía no apreciar la broma.
—Con estos estúpidos juegos han hecho llorar a Papik —dijo sumamente irritada. Luego, con el dedo meñique sondeó la herida del marido, extrajo la bala con la punta del cuchillo de nieve y tapó el agujero, que había comenzado a sangrar como consecuencia de la intervención quirúrgica, con aceite de hígado de pescado condensado por el frío.
La carota de Ernenek no manifestó la menor emoción durante los manejos de Asiak; cuando ésta hubo terminado, Ernenek sonrió. Pero Asiak miró fijamente a Ittimangnerk con ojos llameantes, hasta que éste se sintió embarazado.
—Sólo quería mostrar cómo funciona —dijo, procurando disculparse—. ¿Cómo podía saber que la bala rebotaría? Precisamente eso demuestra la potencia del arma. Mata a distancia cualquier animal si la bala no da antes contra una pared.
Ernenek tomó en sus manos el fusil y Asiak se apresuró a rodear a Papik con sus brazos.
—No temas —dijo Ittimangnerk—, ocurre que ya no hay proyectiles ni podemos obtener otros hasta que volvamos a pedírselos al hombre blanco.
—¿Qué cosa quieres que te dé por esta arma? —preguntó Ernenek excitadísimo, mientras ponía un ojo en la boca del fusil.
—Muchísimas pieles de zorro que no tienes. Pero cuando hayas amontonado un número suficiente puedes presentarte de mi parte en el puesto de intercambio y el hombre blanco te dará un fusil.
—¿Y cuántas pieles tengo que llevar?
—Cinco veces un hombre contado hasta el final.
Después de haber hecho sus cálculos, Ernenek se sintió estremecido por un calofrío. Puesto que todas las cuentas se hacían mediante los dedos de los pies y de las manos, un hombre contado hasta el final significaba veinte, la cifra más alta que los esquimales conocían. Cinco veces esa suma era una cifra que Ernenek no lograba siquiera imaginarse; pero comprendía que era elevadísima.
—También podría llevar pieles de reno y de lobo —dijo esperanzado.
—El hombre blanco sólo quiere pieles de zorro. Tiene gustos extraños, pero sabe lo que quiere. Su cerebro no es muy agudo, pero su cabeza es bastante dura.
Ernenek y Asiak quisieron enterarse de otros pormenores acerca del hombre blanco y de sus rarezas. Y mientras Ittimangnerk, que era un gran conversador, les satisfacía el deseo, ellos distribuían grandes tajadas de carne de foca helada que los otros una vez concertados los negocios, aceptaban ahora sin escrúpulos. Todos mordisquearon y tragaron, eructaron y rieron ruidosamente entre preguntas y respuestas, y de cuando en cuando Asiak pegaba sus labios a los de Papik y le metía en la boca la carne masticada, que el pequeño devoraba ávidamente no sin ensuciarse el mentón.
Ernenek cambió algunas risas con Haiko, y Asiak con Ittimangnerk. No había pues que maravillarse de que la solitaria pareja del norte deseara que los visitantes permanecieran aún un tiempo más con ellos, para aligerar la monotonía de la larga noche polar, con otros relatos y otras risas; pero Ittimangnerk era hombre muy atareado, de manera que, después de entregarse a un breve sueño, partió con Haiko, haciendo gala, por una vez, de tacto y buena educación: se marchó sin decir palabra mientras Ernenek y Asiak dormían, y no sin llevarse con él los jamones de oso que había en la casa, ciertamente como señal de admiración por aquel gran cazador que era Ernenek.
Mientras tanto, la planta de la curiosidad había echado raíces y crecía, y si bien en un iglú invernal había mucho que hacer entre un sueño y otro —Ernenek tenía que confeccionar y reparar armas y correas y Asiak cuidar de las ropas y del pequeño Papik— el reclamo de la aventura y de los mundos ignotos no dejaba en paz a la pareja. Ernenek no hablaba de otra cosa que del grandioso fragor del fusil, y Asiak fantaseaba incesantemente acerca de la vida que se llevaría en el puesto de intercambio, en torno al cual Ittimangnerk le había despertado, sin satisfacerla, una gran curiosidad.
—El hombre blanco —decía Asiak pensativa— no aprecia el pescado helado ni la carne pasada, sino que los echa a perder quemándolos al fuego.
—Pero en cambio tiene muchos fusiles —replicaba Ernenek saliendo en defensa del hermano blanco—. Y aun cuando te esforzaras, nunca serías capaz de imitar el ruido que hacen.
—Vive en una enorme casa de madera llena de calor, y sin embargo, siempre tiene frío.
—Pero tiene más balas, que tú sesos, y cada bala puede matar un oso como si se tratara de una garza. ¡Es seguro que no comerá otra cosa que hígado y lengua de oso!
Cuando volvió el día a la cima del mundo, Ernenek no aserró el hielo para pescar, no se puso al acecho junto a los agujeros de aire de las focas y de las morsas, y hasta la vista de los osos que se bamboleaban sobre los hielos lo dejó indiferente. Si abandonó el Océano Glacial y levantó una tienda de pieles en la tierra firme, lo hizo sólo para tender lazos y excavar trampas entre la vegetación enana que afloraba trabajosamente a través del manto invernal; y cuando descubría un zorro en libertad se precipitaba en su seguimiento y le lanzaba sus flechas de punta de piedra.
Mientras tanto, Asiak, con el niño atado a la espalda, iba con el trineo a proveerse de víveres en los depósitos diseminados por mar y por tierra, buscaba las distintas clases de hojas para hacer té o juntaba hongos que, desecados al sol, constituían la yesca para el pedernal.
Durante el verano, mientras cazaban y cuidaban de las trampas, tenían la costumbre de dormir muy poco, pero en compensación se alimentaban prodigiosamente, y aquel año más que nunca: Ernenek porque corría incansable detrás de los zorros; Asiak porque estaba nuevamente encinta; Papik porque estaba creciendo; y los perros por ninguna razón particular. Y si bien consumían hasta los últimos restos la carne de los zorros capturados, las provisiones iban disminuyendo rápidamente y Asiak empezaba a preocuparse.
—¿Cómo haremos este invierno?
—Comeremos un poco menos que de costumbre —respondía alegremente Ernenek, como si luego, llegado el momento, fuera capaz de ajustarse el cinturón—. Pero una vez que tenga un fusil, recogeré tanto botín que fácilmente podremos llegar a ser el doble de gordos de lo que estamos ahora.
No era fácil cazar tantos zorros. Abundaba en cambio la caza más dócil, la foca y la morsa, y un poco más hacia el sur, la vaca marina y el caribú. Pero ningún animal era tan remiso a dejarse capturar como el zorro, con la excepción, naturalmente, del glotón. Una vez el zorro que había caído en la trampa huía dejando entre los dientes una pata; otra el emprendedor, el sanguinario, el pérfido glotón, hacía dispararse, por pura maldad, una hilera entera de trampas tendidas y siempre lograba escapar incólume, no sin haberse apoderado antes del cebo; y cuando encontraba en la trampa algún zorro, el glotón se divertía reduciéndolo a jirones, o se lo llevaba a su cubil con la trampa completa y sin dejar ningún rastro.
¡Si Ernenek hubiera podido, aunque sólo fuera por una vez, echar el guante a un glotón vivo!
En cambio, apenas había logrado ver, alguna rara vez, uno de estos exasperantes animales, invisibles si no están en movimiento, demasiado astutos para moverse en las cercanías de los hombres, y aparentemente empeñados sólo en maquinar empresas cuyo único fin era enfurecer a la gente.
Con todo, tendiendo más trampas que las que el glotón conseguía eludir, retirando los zorros caídos en las trampas, antes de que pudieran liberarse de ellas, cortándose la pata con los dientes, o antes de que el glotón pudiera hacer estragos, Ernenek juntó sus cien pieles. Ya estaba harto de la carne de zorro, fibrosa y dulzona; había agotado las reservas de víveres y llegado al fondo de casi toda la despensa. Pero podía agitar las pieles ante la nariz de Asiak, cada vez que ésta le profetizaba, con alarma femenina, la carestía y la inevitable consunción del pequeño Papik, seguida de la de ella misma, y por fin de la de Ernenek, que quedaría solo, abandonado y roído por el remordimiento.
A todo esto el sol había desaparecido silenciosamente, como un huésped bien educado y, a través del helado velo invernal que se hacía cada vez más denso, comenzaban a apuntar las estrellas. Ernenek, presa de la manía del progreso, quería ponerse en camino, sin más trámite, hacia el puesto de intercambio; pero esta vez Asiak se opuso decididamente:
—Primero tenemos que dormir un par de meses, porque una mujer comienza a sentir sueño después de un verano muy laborioso.
—Si partimos dentro de un par de meses no llegaremos al puesto de intercambio antes del deshielo. En aquella región el mar se derrite cada año y sólo se puede llegar allí en invierno.
—Si encontramos el mar líquido esperaremos en tierra a que se hiele de nuevo.
—Está bien, pero perderemos mucho tiempo.
—Tenemos tiempo para perder.
—Pero a alguien no le gusta perder tiempo —protestó Ernenek, con el tono del hombre que tiene deberes que cumplir.
Mas Asiak se mantuvo firme, y Ernenek sabía que no había modo de hacer cambiar de idea a una mujer, fuera del saco de pieles. De manera que se fue a cazar y a pescar desganadamente, envuelto en el crepúsculo otoñal, mientras miraba con desprecio sus armas blancas.
Cuando el invierno hubo hecho huir parte de la caza hacia el sur y parte debajo de la capa de hielo del mar, y cuando por fin Ernenek se vio obligado a ponerse el sayo de piel de oso, él y su mujer abandonaron la helada tierra y fueron a construir su minúsculo iglú encima de la tibieza del agua. Era ése el período del reposo y de los tranquilos trabajos domésticos, y Asiak esperaba que Ernenek ahogaría en el sueño su energía.
Pero los sueños de Ernenek eran agitados y hasta cuando dormía desvariaba en voz alta acerca del fusil.
En medio de la noche Asiak dijo repentinamente:
—Así no podemos seguir. Una mujer casi ni logra dormir ni presta atención a su trabajo. Tal vez todo se arregle si vamos al puesto de intercambio.
Ernenek se puso de pie en un santiamén, revisó febrilmente las correas, se precipitó afuera para desenterrar el trineo y, presuroso, recubrió con una capa de hielo los patines, mientras Asiak preparaba los utensilios de la casa.
Una vez disipada su somnolencia, los perros comenzaron a reñir y el cabeza tuvo que atacarlos repetidas veces, para hacerlos colocar en su puesto. Permanentemente famélicos, eran capaces de devorar todos los días el equivalente de su peso en carne o pescado, pero estaban acostumbrados a pasarse sin comida durante varias vueltas de sol consecutivas: cuatro o cinco cuando viajaban y unos diez días cuando reposaban.
Ernenek degolló los últimos cuatro cachorros que aún no habían terminado en las fauces de los perros de tiro, los redujo a trozos suficientemente pequeños para que se los pudiera comer sin necesidad de cortarlos de nuevo, lo cual habría sido difícil una vez helados, y los cargó en el trineo como comida para los perros. El pequeño Papik participaba de la excitación general y también él se balanceó de aquí para allá, como un pato, sobre los piececitos separados, metidos en blancos zapatitos de piel de foca joven, hasta que llegó el momento de partir.
Ittimangnerk no habría podido describir el itinerario con mayor precisión:
—Atraviesen la Bahía de la Foca Bizca, pasen a través de los dos islotes puntiagudos llamados Senos del Diablo y luego costeen el litoral bajo que hay a la derecha. Manténganse a alguna distancia de esa costa, porque los hombres del interior, que tienen la piel roja y son malísimos, por ser hijos del diablo, los matarán con toda seguridad si se internan en sus dominios; continúen pues avanzando sobre el mar hasta llegar a una cadena de montes altos y escarpados. Allí, tengan los ojos bien abiertos para poder descubrir las desembocaduras de los ríos. El puesto de intercambio se encuentra sobre el cuarto río, en la segunda curva y precisamente en la costa. No pueden equivocarse.
No podían equivocarse ni podían encontrar dificultad alguna en el camino, pues se habían provisto abundantemente de amuletos contra las insidias del destino. Llevaban un manojo de pelos de conejo de nieve contra la mordedura del hielo, una cola de comadreja contra la tormenta, una uña de oso contra el rayo, un diente de caribú contra el hambre, una piel de marta contra los percances, una cola de glotón contra la locura, una cabeza de zorro contra las celadas, una gaviota disecada para tener fortuna en la pesca, una oreja de reno para tener oído sutil, un poquito de hollín para ser fuertes (puesto que el hollín resiste hasta el fuego), una mosca para ser invulnerables (puesto que es difícil golpear a una mosca) y un ojo de foca contra el mal de ojo y contra los varios espíritus hostiles. Hasta los perros llevaban amuletos. Pero el más importante de todos ellos era la piel de armiño que Ernenek llevaba cosida en el sayo: asaltado por potencias superiores, Ernenek podría infundirle vida y el feroz animalejo se arrojaría con incontenible violencia contra cualquier cuerpo enemigo. De manera que no había que maravillarse por el hecho de que avanzaran sin inconvenientes y con el viento a las espaldas, viento del norte que durante todo el invierno casi no cesaba de soplar.
El intenso frío congelaba la capa de grasa extendida sobre los rostros y el aliento se condensaba en pequeños cristalitos de hielo en torno a las narices y a las cejas; cuando escupían, la saliva se congelaba en medio del aire y se oía el tic que producía al caer sobre el hielo.
Apenas notaban que la punta de la nariz o de los dedos perdía sensibilidad, ambos saltaban fuera del trineo y trotaban junto a él hasta volver a calentarse. Pero Papik, envuelto en el amplio sayo de Asiak y sólidamente atado contra sus espaldas, gozaba siempre la tibieza del cuerpo materno.
Se turnaban para dormir en plena carrera; sólo cuando el tiro de perros daba señales de cansancio, Ernenek ordenaba al cabeza que se detuviera y echaba el ancla.
Aprovechaba la parada para descargar el trineo y dar nueva capa de hielo a los patines, o bien para pescar. Era imposible llevar provisiones suficientes para tantas bocas en un viaje tan largo, de manera que tenían que procurarse la comida en el camino, lo cual no era fácil en invierno. Sólo en la proximidad de los promontorios y en torno a los icebergs, la costra helada era un poco menos espesa y lo suficientemente delgada para poder cortarla con la sierra; luego eran necesarios mucha paciencia y un gran claro de luna para poder traspasar alguna trucha color de sangre o algún salmón color de sol.
Los perros se aovillaban donde se detenían y al poco tiempo no formaban sino un cúmulo de pieles cubierto de escarcha, de suerte que para volver a ponerlos en movimiento era menester repartirles palos y golpes en profusión. De cuando en cuando, al despertarlos, Ernenek desmenuzaba con el hacha un poco de carne o de pescado helado que los perros cogían al vuelo y tragaban, sin masticar los huesos o las espinas; pero para evitar que se hicieran perezosos, Ernenek nunca los alimentaba hasta saciarlos y, en efecto, siempre tiraban del trineo con gran voluntad y con las colas en alto. Estaban llenos de vivacidad y prontos tanto a jugar alguna mala pasada como a devorar cualquier cosa que pudiera comerse. Algunas veces cuando, habiendo detenido el trineo, Ernenek y Asiak se alejaban sin haber fijado el ancla, el perro cabeza daba inopinadamente la señal de partir, los demás lo obedecían y los amos se veían obligados a seguir el trineo a toda carrera; o si en el camino descubrían heces de oso o de foca se lanzaban sobre ellas, combatiendo salvajemente entre sí para apropiárselas, con riesgo de volcar el trineo. En aquellas ocasiones no había bastonazos que los calmaran.
En invierno, el cielo, barrido por el helado bóreas, se presentaba casi siempre terso, y bajo su bóveda reluciente, en la que resplandecía soberana y central la Estrella Polar, el aire olía a ozono. El litoral, que los viajeros no debían perder nunca de vista, se presentaba ahora nítidamente recortado en el cielo fulgurante, y la tierra firme y las islas proyectaban sombras de un azul intenso sobre el nacarado paisaje espectral.
De vez en cuando se oía cómo el hielo temblaba o se hendía por los movimientos del mar subyacente: y entonces Ernenek estaba alerta para detener el trineo. Si las grietas, en las cuales se oía el gorgoteo del agua, eran angostas, el tiro de perros las pasaba de un salto y el trineo, deliberadamente largo, lo seguía sin dificultad; pero si aquellas grietas eran demasiado anchas, había que costearlas, a veces por trechos larguísimos, antes de poder seguir la ruta.
Cuando se desencadenaba una de las raras tormentas invernales que llenaban el aire de nevisca, que barrían el techo del mundo de todo lo que se moviera y de buena parte de lo que no se movía, Asiak y Ernenek se detenían y a toda prisa construían un reparo sólidamente erigido en medio del hielo. En el interior del iglú, sentados en el sofá de nieve y al calor de la llama y de sus propios cuerpos, chupaban pescado helado, mordisqueaban un puñado de nieve y se metían en los sacos de pieles; bien pronto el mugido amortiguado de la tormenta que arreciaba afuera y el zumbido del océano que se agitaba por debajo les arrullaba el sueño.
Asiak era siempre la primera en despertarse en medio de la densa niebla que se formaba después que la lámpara se apagaba. Preparaba el té sin abandonar el lecho, luego retiraba los vestidos y los zapatos del secadero y se ponía a ablandarlos.
Antes que el té se congelara se despertaba Ernenek.
A medida que se alejaban del norte, aumentaba el calor y la nieve y poco antes de llegar al puesto de intercambio Ernenek se desnudó hasta la cintura y durante dos vueltas de luna permaneció con el torso desnudo a causa del insoportable calor de unos pocos grados bajo cero.
Se quedaron admirando largamente y a distancia la casa del hombre blanco antes de llegarse hasta ella. Ittimangnerk no había exagerado. ¡Qué grandeza! ¡Qué hermosura! ¡Qué imponente era su aspecto y qué interesante debía de ser su interior!
Era una barraca compuesta de una sola habitación de alrededor de veinte metros de largo, hecha de troncos de árboles ennegrecidos por el humo y provista de dos ventanitas llenas de hollín. Contra las paredes más largas se disponían dos filas dobles de catres, una sobre la otra; había un mostrador, cajas y estantes, una pequeña pared divisoria, una estufa y, como si todo eso no bastara, una mesa y sillas parejas hechas enteramente de madera —el material más raro y precioso—, y todo fastuosamente iluminado por una lámpara de petróleo.
¡Y qué cantidad de gente se amontonaba en aquel puesto! ¡Exactamente un hombre contado hasta el final; justo veinte, como hubo de establecer Asiak después de un cuidadoso cálculo, sin contar siquiera los niños sentados en las faldas de las mujeres, las cuales formaban alrededor de un tercio de aquella multitud! ¡Y su lenguaje! Fascinador, puesto que en su mayor parte era incomprensible, penetrado, como estaba, por vocablos extranjeros. Muchos hombres sonrieron con muestras de admiración a Asiak, la cual les devolvió la sonrisa, riendo embarazada mientras se le enrojecía el rostro.
Luego, saliendo de la pared divisoria, apareció el hombre blanco. Era notable por su figura alta y delgada, el enorme tamaño de las manos, las ropas nada prácticas y la barba rojiza que le cubría el rostro largo y severo. Los esquimales tenían la costumbre de arrancarse su ya escaso bozo, para evitar que en él se acumulara el hielo; sólo muy pocos de entre ellos se dejaban crecer unos ralos bigotes.
—Una ridícula mujer se lo esperaba blanco como la nieve —susurró Asiak decepcionada— después de haber oído hablar tanto del hombre blanco. Es más oscuro que nosotros, cuando nos raspamos el hollín y la suciedad de la cara.
—Ocurre —dijo Ernenek al hombre blanco, ignorando la charla de su mujer y entrando de lleno en los negocios— que alguien enviado por Ittimangnerk ha traído unas pocas pieles de zorro de ningún valor.
Y se quedó aguardando, lleno de expectación.
El hombre blanco no dio señales de haber comprendido, pero gritó:
—¡Undik!
Y entonces un esquimal de pelo blanco, con el rostro surcado de innumerables arrugas y con un par de bigotes entecos que le caían perpendicularmente sobre el mentón, se acercó balanceándose como un oso sobre sus arqueadas piernas. Llevaba zapatos y calzas indígenas, pero una chaqueta de corte exótico puesta sobre una camisa de lana.
—¿Qué quieren? —preguntó Undik—. El hombre blanco no entiende la lengua de los hombres.
Ernenek y Asiak cambiaron una mirada y estalla ron en clamorosas risas. Al cabo de un instante el hombre blanco golpeó con el pie en el suelo, y Undik dijo impaciente:
—¿Qué quieren? Dice que nombraron a Ittimangnerk.
Ernenek refrenó su alegría y repitió todo cuanto había dicho al hombre blanco.
—¿Quieres un fusil? —preguntó Undik.
—No, no —gritó Ernenek poniéndose encarnado—. ¿Cómo puede pretenderse un fusil a cambio de unas pocas pieles de zorro encontradas por pura casualidad?
—Muéstramelas.
—Te ruego que no insistas. Me avergonzaré de mostrar esas pieles a un hombre blanco.
¿Qué pensaría de nosotros? Son pocas y malas.
—Despacha, Ernenek, al hombre blanco no le gusta la charla.
Todos los circunstantes rodearon a Ernenek cuando éste, por último, se dejó persuadir y se puso a deshacer sus fardos en el suelo. El hombre blanco examinó las pieles una por una con el ceño fruncido. Por último, dijo algo a Undik en tono grave.
—Dice que no son exactamente las pieles que quería —tradujo Undik—; pero así y todo te dará un fusil.
Entonces el esquimal desapareció detrás del mostrador y volvió con una venerable escopeta, abuela del fusil que Ittimangnerk había exhibido con tanto éxito en el iglú, y se la dio a Ernenek.
—Si quieres proyectiles tendrás que traer otras pieles. El fusil sólo contiene una bala para que te asegures de que funciona. Pero debes probarlo afuera.
Ernenek lo tomó con temblorosas manos, abrió de par en par la puerta, disparó un tiro en la noche y se volvió radiante, rodeado por una nube de humo.
—Hace aún más ruido que el otro —dijo Ernenek y luego, dirigiéndose a Undik, agregó—. Dile al hombre blanco que si tiene ganas de reír con la mujer de alguien puede hacerlo sin más.
Y así diciendo miró a Asiak, que bajó los ojos y se sonrojó.
—No, no —dijo Undik—, a este hombre blanco no le gusta reír con las mujeres de los hombres ni permitirá que tu mujer ría con otros en esta casa. Recuérdalo.
Ernenek y Asiak se miraron confusos y profundamente mortificados; Undik agregó en tono conciliador:
—Pueden descansar aquí, si están fatigados.
Estaban cansados, pero no deseaban dormir. Había demasiadas cosas interesantes que ver en aquel lugar fabuloso y no querían perder ni una sola.
Hasta el pequeño Papik era todo ojos y oídos, pero se mostraba huraño y despavorido al ver tanta gente reunida, de manera que no se separaba de las calzas de su madre.
Los hombres del puesto de intercambio comían extraños alimentos calientes que extraían de cajas de metal y bebían té hirviendo. No sólo su modo de comer y de beber sino todo cuanto tenían, hacían y decían era extraño. Usaban cuchillos de metal muy brillante que cortaban la carne como si fuese grasa de foca, lo cual era evidentemente ventajoso; pero todas las costumbres que habían tomado del hombre blanco, como los juegos de dados y de cartas, eran incomprensibles, y su objeto no parecía nada claro a la ingenua pareja del norte, aunque todos se esforzaban por ilustrarla, así como por explicarle los principios del comercio, esto es, qué cosa era una venta, un trueque, un buen negocio.
Algunos estaban bebiendo, un líquido ambarino de una botella de vidrio, y come aquélla era la primera vez que Ernenek veía vidrio, tocó una de las botellas, cuyo dueño le preguntó:
—¿Quieres un poco?
Si Ernenek se hubiera limitado a probar un poquito de aquella bebida en lugar de beberse un enorme trago, el efecto habría sido menos desastroso. Pero entonces aquel hombre no habría sido Ernenek. Podía tragarse espinas de pescado sin que le produjeran daño alguno; pero el trago que tomó de aquella botella le bajó por la garganta como un arponazo. Tosió y escupió mientras se le ponía la cara morada y los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Ya te acostumbrarás —dijo el dueño de la botella, mientras todos los circunstantes estallaban en risas—. Se llama agua de fuego; no tiene buen sabor pero te mantiene caliente y alegre.
—Mi mujer dice que soy siempre demasiado alegre y ya estoy estallando de calor sin esa agua de fuego.
Y así diciendo, Ernenek comenzó a desnudarse.
Pero Undik lo cogió de un brazo.
—El hombre blanco, no quiere ver gente desnuda.
Ernenek echó una mirada en torno. Al principio no lo había advertido, pero lo cierto era que allí todos estaban vestidos, aunque en la habitación hacía tanto calor que casi no se podía respirar.
En el sur, donde en verano el gran deshielo impedía los movimientos de los trineos, el invierno era la estación reservada para viajes y visitas, de manera que los cazadores, los traficantes y sus mujeres, queriendo aprovechar el hecho de hallarse en el puesto de intercambio, continuaron alborotando, jugando y comiendo, hasta que el hombre blanco se retiró detrás de la pared divisoria y Undik anunció que ya era hora de apagar la luz.
Invitaron a Ernenek y a Asiak a probar los catres. Asiak aceptó pero Ernenek, temiendo algún nuevo percance, prefirió extenderse sobre el suelo con los que se habían quedado sin cama. En la oscuridad no se veían sino las rendijas de la estufa encendida. Algunos hombres charlaban todavía un poco antes de unirse al coro de los que ya roncaban.
Afuera soplaba el bóreas y la barraca crujía con todo su madera.
Asiak no conseguía conciliar el sueño. El calor era sofocante, el tufo de petróleo, de tabaco y de cocina apestaba el aire. La cabeza le daba vueltas por todo lo que había visto. Apretó a Papik contra su pecho y lo husmeó, sintiéndose extraña en un mundo extraño.
—Ernenek —llamó súbitamente—, ¿estás despierto?
—Sí —respondió Ernenek desde el suelo.
—Aquí hay algo que no anda bien.
—¿Qué?
—Considera al hombre blanco. ¿Por qué se desprende de todos esos objetos preciosos a cambio de simples pieles de zorro que se echan a perder fácilmente? ¿Por qué ignora que un iglú se construye y se calienta más rápidamente que una casa grande como ésta? Tiene que caminar para encontrar cualquier objeto que necesite en lugar de alargar sencillamente un brazo en la oscuridad; y alguien ha notado que a veces no encuentra lo que busca a pesar de haber tanta luz. Tendrá una gran cantidad de fusiles, pero es muy dudoso que sirvan para cazar, porque de otro modo, ¿por qué come esas cosas hediondas que pone en recipientes de hierro?
¿Y por qué bebe agua de fuego, que quema la garganta y se la hace beber a los demás? ¿Por qué no permite que nos desnudemos cuando hace demasiado calor? ¿Y por qué no sonríe nunca? ¿Y por qué no le gusta reír con las mujeres de los hombres y hasta prohíbe a los otros que se rían con ellas?
—¿Qué quieres decir con toda esa charla? —gritó Ernenek con tono irritado, para demostrar su autoridad—. ¡Qué mujer que hace bulla!
—Sí, perdona a una mujer descarada el que se atreva a hablar en presencia de tantos hombres magníficos, pero el hombre blanco debe de ser o estúpido o loco. Si es estúpido, no está bien que nos aprovechemos de él; si es loco, nos conviene alejarnos de aquí lo más pronto posible, porque la locura es contagiosa. Tenemos que abandonar este puesto y no volver ya nunca más a él.
—Pero alguien tiene que volver a traer las pieles para recibir las balas.
En el ínterin alguien había cesado de roncar y se solazaba escuchando la conversación.
—En este caso —dijo Asiak resueltamente, mientras saltaba del catre—, tú podrás venir a buscar tus balas y una mujer se irá a buscar a otro hombre. Hay más hombres que mujeres.
En la oscuridad tropezó con un mueble y pisó la nariz de alguien. Eso no podía ocurrir en un iglú, pensó Asiak mientras buscaba su ropa exterior. La encontró, no sin dificultades, se la puso y cargó a su hijo sobre las espaldas. Tanteando se llegó hasta la puerta; al abrirla dejó entrar una ráfaga de viento helado y por fin anunció:
—Ocurre que una mujer de ningún valor está buscándose un nuevo marido, uno que sepa prescindir del hombre blanco. Esa mujer es estúpida, torpe y vieja, pero a veces tiene tanta suerte que consigue desollar animales, curtir las pieles, coser con puntadas diminutas y preparar sutiles agujas; además sabe hacer otras cosas para que un hombre se sienta a gusto. Pero él tiene que ser un buen cazador, porque la mujer en cuestión tiene un hijo sobre sus espaldas y otro en el vientre.
Habiendo dicho estas palabras se retiró y salió a la noche sin preocuparse de cerrar la puerta.
Una lámpara de esteatita que Ernenek dio a los padres de Asiak había bastado para sellar su unión y una lámpara de esteatita en la cabeza del marido podía bastar para romperla… para romper la cabeza, la lámpara o la unión.
En medio de la noche sin estrellas, Asiak encontró con dificultad su tiro de perros entre los numerosos cúmulos de nieve. Doblándose bajo la fuerza del viento, comenzó a preparar el trineo.
Proveniente de la barraca, un hombre se acercó en la oscuridad.
—Necesito una mujer —gritó el hombre contra el viento—. Desde que la mía fue tragada por los hielos del invierno pasado sé que una mujer es casi tan necesaria como un tiro de perros.
No me importa no volver al puesto de intercambio.
—¿Eres un buen cazador? —preguntó Asiak, procurando penetrar las tinieblas. La silueta del hombre revelaba que éste no era gran cosa—. ¿Y tienes todavía todos los dientes?
El hombre sonrió.
—Soy un cazador tan bravo que no sólo tengo un fusil —y así diciendo lo blandió frente a los ojos de Asiak—, sino también muchísimos proyectiles. Además tengo todos los dientes menos dos.
Otra persona se estaba acercando. Asiak, que reconoció la mole maciza de Ernenek y su paso bamboleante, dijo al extraño, levantando la voz:
—Me iré contigo si te apresuras.
Ernenek ya estaba junto a ellos.
—Vete de aquí, hombre —gruñó.
—¿No has oído lo que dijo esta mujer? Tú eres quien debe salir de aquí.
Ernenek, que no había logrado encontrar su cuchillo en la oscuridad de la barraca y estaba desarmado, se lanzó sobre su rival con los puños en alto. El otro bajó el fusil a guisa de lanza, lo apoyó contra el pecho de Ernenek e hizo fuego.
El valor de aquella arma de fuego consistía, más que en ninguna otra cosa, en la cortina de humo que producía. Cuando el viento la hubo disipado, se vio a Ernenek extendido sobre la nieve, mientras el otro, doblado en dos, se oprimía el vientre dolorido por el contragolpe del fusil.
Asiak levantó del suelo el arma que el hombre había dejado caer, la aferró por el cañón y una y otra vez la descargó sobre la cabeza del extraño hasta que la culata voló hecha pedazos y el hombre se alejó gimoteando.
Entonces se arrodilló junto a su marido.
Un haz de luz llegaba desde la barraca y todos los perros, despertados por el disparo, ladraban, gruñían y aullaban, mientras el hombre blanco, seguido por los esquimales, se acercaba maldiciendo, con una linterna en la mano.
El fuego del fusil había quemado la chaqueta de Ernenek y la bala se le había alojado junto a la clavícula. Esta vez se estremeció y gimió cuando Asiak le sondeó la herida con la punta del cuchillo.
—Puesto que todavía puedes mover el brazo, no es necesario extraerla —dijo Asiak—. Por lo menos a partir de este momento, tendrás siempre contigo una bala.
Ernenek se puso en pie, vacilando ligeramente y muy embarazado.
—Que alguien vaya a buscar su ropa exterior y su cuchillo —dijo Asiak.
—¿Por qué? —preguntó Ernenek.
—Porque nos vamos.
—Pero yo soy Ernenek, no soy el hombre con quien querías marcharte.
Asiak se encogió de hombros.
—Pues ése se escapó y tanto vale uno como otro.
Del corrillo de los presentes se levantaron voces de alegría y risas, cuando vieron a la pequeña familia encaramada en el trineo. Y hasta el hombre blanco no pudo ocultar una sonrisa.
El viejo Undik palmeó la espalda de Ernenek y le dijo:
—Vuelve a tu país, hombre, y quédate allí.
Luego todos se retiraron para permitir que el trineo se pusiera en marcha.
No habían recorrido mucho camino cuando Ernenek detuvo bruscamente a los perros.
—Ocurre que alguien se ha olvidado un fusil.
—No, Ernenek, como fui tan estúpida de romper el fusil de aquel hombre, le dije a Undik que le diera el tuyo. Pero si tengo que volver a comer carne de zorro durante todo el verano, para que tú puedas tener otro fusil, será mejor que vuelvas en seguida y lo recobres.
Ernenek se quedó un instante pensativo y luego meneó la cabeza.
—El fusil no vale nada.
—Una mujer ignorante ya lo había comprendido así desde mucho tiempo atrás. Ahora pongamos un poco de camino entre nosotros y el puesto de intercambio. Luego nos detendremos para construir un iglú. Dormimos poco este invierno.
—Entregamos las pieles y no nos llevamos el fusil: verdaderamente un buen negocio —exclamó Ernenek sarcásticamente.
—En efecto, fue un gran negocio —dijo Asiak sin ningún sarcasmo.
Los perros volvieron a ponerse en marcha con todo brío, bajo el estímulo del látigo, y se abrieron en abanico gimiendo y ladrando detrás de las nubecillas de vapor blanco que salían de sus bocas.
Multitudes de nubes heladas y sombrías corrían por el cielo empujadas por el bóreas y provenientes de la región hacia la cual se dirigía el trineo, región donde hombres y animales comen carne cruda y se calientan en el hielo: el techo de la tierra, la cima del mundo.