MAGIA BLANCA

Cuando en medio de la bruma otoñal retornaron al campamento, Ernenek dio a los padres de Asiak una lámpara de esteatita y éstos, a cambio de ella, le dieron a Asiak.

Ernenek se sentía al fin feliz por estar en condiciones de retribuir los pequeños favores que había recibido de otros maridos. Cuando abandonaba discretamente el iglú, insinuando que tal vez al amigo Anarvik le habría gustado cambiar una risita con Asiak, no lograba ocultar su orgullo: por fin era un verdadero hombre. Tampoco permitió que Siksik hiciera de aguafiestas y pasó por alto su insinuación de que hacía ya muchos años que Anarvik era incapaz no ya de hacer reír, sino tan sólo de hacer sonreír a las mujeres.

El viejo Ululik murió durante el invierno siguiente, sin ninguna causa especial. Se adormeció y se olvidó de despertarse, lo cual fue una verdadera desgracia: si los familiares hubieran previsto su muerte, lo habrían cubierto con una indumentaria fúnebre y trasladado a un refugio improvisado antes de que exhalara el último suspiro; así habrían evitado que su fantasma contaminara el iglú donde vivían.

En medio de la noche, se vieron pues obligados a abandonar el iglú, a borrar las huellas que dejaban a medida que se iban alejando y a construir otros iglúes suficientemente distantes del anterior, para hallarse al abrigo de la venganza del difunto. El propio Ernenek, que no temía a ninguna persona viva, sentía un terror loco por los muertos. Un hombre, para infundirle miedo debía primero morir, ya que los muertos tienen la pésima costumbre de tomársela con los vivos, por la sencilla razón de que están muertos y procuran hacer la vida de aquéllos lo más difícil que pueden.

Por ese motivo el dolor provocado por la pérdida de Ululik quedó fácilmente superado por el miedo a su fantasma; para congraciarse con éste, los lamentos fúnebres fueron abundantes y sonoros.

Delante del umbral de los nuevos iglúes, hombres y mujeres vertieron la orina de sus recipientes, diciendo: «Ésta es nuestra agua, bebe», con la esperanza de que, si el fantasma de Ululik encontraba el camino de sus puertas y probaba aquella agua, se retirara de allí disgustado. Para mayor seguridad, dispusieron trampas fingidas alrededor de las viviendas a fin de que el temor de que lo atraparan alejara al fantasma. Cierto que no era fácil estar vivo; pero tampoco lo era estar muerto.

Anarvik y Siksik partieron hacia la región donde abundaba el caribú al comenzar el verano.

Y desde luego lo hicieron sin despedirse; pero Pauti, la madre de Asiak, estaba enferma y era demasiado vieja para poder viajar, de modo que Ernenek y su mujer se quedaron en el lugar para cuidarla, aunque también ellos tenían grandes deseos de viajar.

Se condujeron bondadosamente con la vieja, que ya no podía contar con nadie, después de la muerte de su marido Ululik y una vez que su otra hija se hubo marchado con Kidok; le dieron de comer, aunque sus manos endurecidas ya no eran capaces de coser y sus dientes, consumidos hasta las encías de tanto masticar pieles, no podían ya ablandar el cuero. Le reservaban los bocados más tiernos y Asiak le ponía en la boca comida ya bien masticada; así le pagaba cuanto había recibido de la madre durante la infancia; aquélla era una honesta retribución. Pero como el invierno, todo aquello tenía sin embargo que llegar a un fin. Y así fue.

Pauti comprendió muy bien por qué, en medio de la noche, Ernenek y Asiak la cargaron en el trineo y la condujeron a través de la gran llanura blanca del mar, resplandeciente de estrellas.

Ninguno de ellos habló durante el viaje, ni siquiera cuando se detuvieron, y Ernenek extendió sobre el océano una piel de caribú para que la vieja pudiera morir con toda comodidad. Luego, embarazado, Ernenek volvió al trineo con su paso bamboleante y fingió que se ocupaba de las correas, mientras refunfuñaba consigo mismo. Asiak, para ocultar su turbación, arrojó trozos de pescado helado a los perros, a los que injurió más que de costumbre y castigó con gran brío en los agudos hocicos, cuando los animales se irritaron.

Mientras tanto, sentada con gran dignidad en la piel de caribú, Pauti observaba a su hija con ojos preocupados.

Asiak estaba encinta y probablemente no tenía la menor idea de que se hallaba muy próxima ya a dar a luz. Nunca había asistido a un parto humano; por eso la madre se preguntaba si en ese terreno había aprendido suficientemente de las perras.

—Acércate, pequeña. Una vieja inútil quiere hablarte.

Asiak obedeció y escuchó respetuosamente las palabras de su madre.

—No es imposible que estés encinta y que dentro de poco eches al mundo un niño. Procura recordar todo lo que te digo. Cuando llegue el momento ponte de rodillas, que esa posición facilitará el nacimiento. Si te encuentras en el iglú, retira las pieles del suelo, porque de otro modo se mancharán; luego excava por debajo de ti un foso bastante profundo, para que el niño tenga espacio al salir. Debes hacer de todo para facilitarle la salida; el chico está impaciente por venir al mundo y por eso lo sientes agitarse en tu vientre. Pero has de saber que en el último momento tiene miedo y aun cuando ya haya salido permanece unido a la madre, cosa distinta de la que ocurre con los perros, que nacen ya libres. Por eso tienes que separarlo de ti por cualquier medio: con una cuchilla aguda, con un cuchillo afilado o con los dientes; mas separarlo de ti en seguida porque de otra manera morirían los dos.

—¡Cuánto sabes, madre!

—Y ahora escúchame bien; apenas te hayas liberado del recién nacido habrás de mirar si es macho o hembra. Sí es macho límpialo con tu lengua y luego úntalo con grasa; sólo algunos sueños más tarde podrás lavarlo con orina. Pero sí nace hembra, tienes que estrangularla inmediatamente.

—¿Por qué?

—Has de saber que durante el período de la lactancia muchas mujeres no conciben otros hijos, de manera que por criar a una hembra inútil vendrías a retrasar la llegada de un macho, el cual nunca llega demasiado pronto porque la vejez sobreviene muy rápido; y lo cierto es que se necesita un macho joven que nos provea de alimentos. Una vez que hayas, tenido un varón, podrás entonces criar una niña, si es que llegas a tenerla; pero tienes que saber que muchos padres dejan con vida a sus hijas sólo cuando ya antes del nacimiento alguien promete tomarla como mujer y proveer a su subsistencia mientras crece. De cualquier manera has de matarla en seguida, pues de no hacerlo así te encariñas. ¿Lo has comprendido todo pequeña?

—Creo haberlo comprendido casi todo.

—Entonces alguien es feliz.

Y para dar a su hija la oportunidad de alejarse, Pauti apartó de ella los ojos y se puso a mirar fijamente las lejanas sombras, indicio de tierra, que limitaban el mar, como si las viera por primera vez. Sentía gran respeto por todas las reglas del buen comportamiento, las cuales exigían que se festejaran sólo las llegadas y que no se observaran las separaciones. Habría sido tan incorrecto por parte de Asiak y Ernenek despedirse, como por parte de ella mostrar que se daba cuenta de que aquéllos partían.

Pero aun después de haberse extinguido en la noche el último ladrido de los perros, la vieja continuó viendo a la joven pareja, tan familiar le era el ritmo de la vida inmutable desde los días de su infancia. Y se avergonzó de no sentirse completamente satisfecha después de una existencia rica y plena, sino de albergar aún otro deseo: el de ver, oír y sostener siquiera una vez entre sus brazos viejos y huesosos a un tierno recién nacido. Y mientras aguardaba pacientemente la muerte, con el pensamiento acompañaba a la hija hasta el minúsculo iglú donde en aquel instante se estaba ya preparando el milagro del nacimiento, y la vieja veía claramente, como si estuviera presente en el lugar, todo lo que allí ocurría.

Todo, salvo una sola cosa.

Mientras Pauti esperaba la muerte sentada sobre la piel de caribú, el hijo de Asiak estaba a punto de venir al mundo, impulsado tal vez por los grandes dolores de la madre. Ya durante el viaje de regreso, Asiak se había sentido atravesada por violentas punzadas, pero no había lanzado una sola voz de lamento.

Al llegar el trineo, los cachorros de los perros, soñolientos, sacaron sus cabezas del túnel ladrando y sacudiéndose la nieve de las lanudas pelambres. Mientras Ernenek desenganchaba el tiro, Asiak no se puso, como de costumbre, a descargar el trineo, sino que se echó en seguida de bruces sobre la nieve y se arrastró no sin dificultad por el angosto pasaje del iglú. Encendió la lámpara, se quitó la ropa exterior y, tendida de espaldas sobre el banco de nieve, se quedó esperando.

Entonces entró Ernenek.

Su presencia le molestaba.

—¿Recuerdas el lomo de vaca marina almizclera que sepultamos en el litoral la primavera pasada? —le preguntó Asiak manteniendo los ojos cerrados.

Al recordarlo, el rostro de Ernenek resplandeció de júbilo.

—¡La vaca marina más grande que se haya matado!

—Ahora debe de estar deliciosamente madura. Una estúpida mujer desea un pedazo.

La cara de Ernenek asumió una expresión grave.

—Es un viaje largo y alguien está cansado.

—Ocurre que una mujer molesta y caprichosa desea un poco de esa carne.

—En la despensa tenemos carne de foca muy gorda —dijo Ernenek con acento persuasivo—, y un hígado bien cargado de moho.

—Hay en este mundo una mujer que no desea ahora ni carne de foca gorda ni hígado, por podrido que esté, sino que sólo quiere lomo de vaca marina almizclera.

En los últimos tiempos había tenido de pronto similares deseos y Ernenek se preguntaba frecuentemente por qué no se los hacía pasar con un buen bofetón; pero no encontraba respuesta a su pregunta. Más eran las cosas a las cuales Ernenek no sabía responder que aquéllas que se le podían preguntar. Golpeó con los pies en el suelo, refunfuñó y lanzó imprecaciones; pero luego agregó un poco más de grasa a su rostro, volvió a enganchar el tiro y partió en busca del lomo de vaca marina.

Asiak se sentía sacudida por estremecimientos de frío, aunque hasta entonces su gravidez la había mantenido más caliente que una triple piel de oso. Con el pie ajustó el bloque de nieve que tapaba la salida; luego, también sin abandonar el lecho, tomó un trozo de nieve potable, lo hizo derretir sobre la lámpara y bebió ávidamente.

La criatura pataleaba y los dolores hacían que Asiak temblara y apretara los dientes, mientras los pies se le crispaban convulsivamente. Sentía náuseas y una sed inextinguible. Los cabellos se le habían pegado en la frente húmeda y el sudor le quemaba los labios, que Asiak se había mordido hasta hacerse sangre.

El pabilo que flotaba en la grasa comenzó a parpadear y a emitir volutas de humo negro que corrían hacia la abertura de la bóveda. Esto indicaba que era necesario despabilar la luz, pero la mujer lo ignoró. En cambio, haciendo un esfuerzo, abandonó el banco, retiró las pieles del suelo y con un raspador de ropa excavó un hoyo en el hielo. Luego se bajó las calzas hasta las rodillas, se puso de hinojos sobre el hoyo y se quedó esperando con un codo apoyado en el banco y el otro sobre el montón de nieve potable. La luz anaranjada se hizo más débil; luego, parda, violeta, azul, gris. Por fin, todo quedó envuelto en tinieblas.

Y en medio de espesas tinieblas vino al mundo el primogénito de Asiak, golpeando con la cabeza en el fondo del hoyo de hielo.

Sintiendo que algo le tiraba, Asiak se curvó hacia adelante y con los agudos dientes se liberó completamente del niño. Casi en el mismo momento, un vagido muy agudo llenó el iglú, y Asiak se apresuró a encender la luz por ver qué cosa había echado al mundo.

Era un varón, y la potencia de su voz la hizo sonreír, porque le recordaba a Ernenek. Lamió el tierno montoncito de carne de color castaño pálido hasta que brilló inmaculado, salvo en la mogólica mancha azul que se veía en la base de la columna vertebral; lo secó con un estropajo de piel de zorro y lo untó de grasa. Luego lo depositó bruscamente en el banco, porque la asaltaron los dolores posteriores al parto.

Una vez que éstos pasaron, sintió frenético deseo de comer y se puso a devorar la placenta, siguiendo el ejemplo de las perras, porque sabía por experiencia que las perras no se equivocan.

Aquella envoltura viscosa era dulzona y dura y alcanzó justo para dejarla harta. Entonces, sintiéndose invadida por una gran calma y una sensación de completo apaciguamiento, se metió en el saco de pieles.

Como la criatura berreaba terriblemente, le tapó la boca con el seno y el niño comenzó a chupar con todas sus fuerzas; le hacía daño, pero al propio tiempo le daba una sensación que se parecía extrañamente al placer sexual.

Y éste fue el signo de que volvía a despertarse su sensualidad que, como en los animales salvajes, se había adormecido en el momento de la concepción, la cual había obligado a todo su ser a concentrarse en sí mismo y a mantenerse en una actitud de defensa contra el mundo exterior, incluso su marido, contra quien había luchado con uñas y dientes para mantenerlo alejado de su vientre.

Y aquel largo período en que Asiak se le negó, había desconcertado a Ernenek que no sabía más que Asiak acerca de las fuerzas primordiales que gobernaban la sangre de su mujer.

Cuando Ernenek volvió con el lomo de vaca marina, la boca y los ojos se le abrieron desmesuradamente por el estupor. Junto a la cabeza de Asiak vio un mechón de pelo, negro como el hollín que asomaba por el saco de pieles.

—Ocurre que una mujer ha echado al mundo un hijo —dijo Asiak sonriendo avergonzada—. ¿No es hermoso? —agregó levantando en el aire a la criatura.

Ernenek meneó la cabeza con aire de duda.

—Se han visto hasta cachorros de mejor aspecto —dijo, y se sentó, olvidándose de sacudirse el polvillo de hielo de sus ropas.

—Al crecer mejorará —dijo Asiak decididamente—. Mientras tanto, tiene todo lo que tiene que tener. Hasta un nombre. Se llama Papik.

—¿Estás segura?

—Estoy segura.

—¿Cómo sabes que se llama Papik? —le preguntó Ernenek.

—Porque a una inútil mujer le gusta este nombre.

Ernenek recostó a Papik en la nieve y lo miró con ojos maravillados, pues no se acostumbraba aún a su nueva condición de padre.

—Desnudo sobre la nieve podría tener frío —observó Asiak.

Entonces Ernenek lo sentó en sus rodillas y lo examinó de pies a cabeza, riendo divertido ante las minúsculas dimensiones de todo lo que veía; de suerte que Asiak se sintió ofendida y se irritó porque, en verdad, el pequeño cazador era muy robusto y estaba constituido a la manera de los verdaderos hombres, con espaldas cuadradas, brazos cortos pero poderosos, pecho amplio y macizo, pómulos anchos y ojos ligeramente oblicuos, que brillaban negros y vivaces en la carita untada de grasa.

Ernenek quiso asegurarse de que a su hijo no le faltaba absolutamente nada: las uñas tiernas y diminutas sobre los chatos dedos, la nariz corta, que casi desaparecía entre los carrillos regordetes, la boquita hinchada y redonda, la lengua minúscula…

—¡Asiak! —gritó Ernenek—. Se puso en pie de golpe, chocó con la cabeza en la bóveda del iglú y sosteniéndolo por un pie, levantó en aire a Papik que estalló en un estridente berrido mientras se le ponía la cara morada.

—¿Qué pasa? —preguntó Asiak asustada.

—¡No tiene dientes!

A estas palabras siguió un momento de verdadera consternación. Asiak pasó un dedo por las encías del hijo, sin preocuparse por sus gritos. Ernenek tenía razón: no se descubrían allí rastros de dientes.

Asiak se dejó caer sobre el lecho, y por primera vez Ernenek le vio lágrimas que no eran de alegría.

—Debes de haber infringido algún tabú —le dijo él severamente.

—No, que yo sepa.

—¿No habrás comido animales marinos junto con animales terrestres? ¿O no habrás puesto en el mismo recipiente productos de mar y productos de tierra?

—¡No, nunca!

—Entonces habrás dado muerte a una foca o a un caribú blanco o habrás cosido fuera de la estación. ¿Por qué no lo confiesas?

—¡Porque no hice nada de todo eso! Probablemente fuiste tú quien trasgredió algún tabú.

Piensa, piénsalo bien.

—¡Una mujer habla así a su marido! ¿Adonde hemos llegado?

—Pensemos más bien en lo que haremos —dijo Asiak, que se mordió vivamente los labios y procuró contener las lágrimas, porque demasiado bien sabía, como lo sabía Ernenek, lo que había que hacer.

Ernenek se volvió, tosió, refunfuñó y lanzó imprecaciones. Luego se esforzó por reír y por hacer creer que la cosa no le importaba nada.

Asiak fue la primera en decir lo que ambos sabían.

—Lo dejaremos en el hielo. Cuanto antes lo hagamos será mejor.

Ernenek acarició la cabeza de su mujer y la olfateó.

—Tendrás otros hijos y tal vez esos vengan provistos de dientes.

Aunque un tanto debilitada por el parto, Asiak quiso acompañar al pequeño Papik en su último viaje. Pauti debería de hallarse aún viva, a menos que un oso no hubiera llegado para devorarla, y el pensamiento de que su hijo pasaría a la eternidad entre los brazos de la abuela consolaba a Asiak en medio de su gran dolor.

Ningún oso se había aproximado a la vieja y la encontraron en el mismo lugar en que la dejaron, sentada serenamente, en medio de la blanca extensión, como la reina del mar. Había quedado un poco rígida a causa del aire frío, pero cuando por último consiguió separar las ateridas mandíbulas, hizo un anuncio pasmoso:

—No es imposible que una vieja presuntuosa sepa hacerle crecer los dientes.

Sólo que era menester esperar a que llegara el verano, según explicó Pauti, para que las Potencias de las Nieves y de los Vientos, con las cuales ella, por ser mujer muy anciana, se hallaba en excelentes relaciones, escucharan su petición. Pero entonces Papik obtendría sus dientes. Y aunque Asiak y Ernenek no estaban muy convencidos de ello, porque a menudo las viejas dicen toda suerte de cosas tan alejadas de la verdad como está lejos el hielo de la luna, decidieron arriesgarse.

Volvieron pues al campamento con la vieja y el niño; Ernenek tuvo que construir otro iglú con nieve fresca y templada, pegado al primero y comunicado con él, donde Pauti pudiera aislarse con el nietito, porque deseaba que nadie la molestara en sus conversaciones con las Potencias de los Vientos y de las Nieves.

Y Asiak tenía que tascar el freno ante la entrada prohibida, esperando a que la llamaran para dar de mamar a su hijo.

Además de la leche materna, desde los primeros días dieron a Papik grasa de ballena que el niño chupaba del dedo de la abuela, y jugo de hígado de pescado que le exprimían en la boca. En cambio, la vieja apenas se nutría. Se convirtió, más que nunca, en piel y huesos, la nariz se le acusaba cada vez más entre las mejillas descarnadas y surcadas de profundas arrugas. Sin embargo, sus ojos reflejaban más vida que una pareja de focas jóvenes en el agua.

Papik crecía a ojos vistas; pero Asiak, que le exploraba en vano las encías, se iba poniendo taciturna; muchas veces Ernenek, despertado por los sollozos de su mujer, sacaba la mano del saco de pieles y, en la oscuridad, le tocaba el rostro bañado en lágrimas.

Desganadamente Asiak confeccionaba con la aguja triangular y con los nervios de perro y de caribú las ropitas para el niño y las abarcas de piel de foca joven; desganadamente, ablandaba y raspaba las pieles. Cuando el viento proveniente de más allá de las montañas lo permitía, la mujer salía a la noche estrellada y vagaba tambaleándose por el hielo; una y otra vez se sorprendió hablando consigo misma en voz alta, como hacía Ernenek.

Su cuerpo robusto pero agraciado, que se había desarrollado durante la actividad estival, se afinó como siempre en el invierno; pero debía dormir más, como hacían todos en esa estación; sin embargo apenas dormía. Aquel casquete de hielo puesto en la cima del mundo podía estar lleno de felicidad: era pequeño, con el fin de que el calor del cuerpo humano bastara para calentarlo, pero tenía suficiente grasa y comida y todas las comodidades imaginables; y cuando a través de las espesas paredes se oía el mugido de la tormenta que se enfurecía afuera, y el sordo fragor del mar que se agitaba abajo, el iglú era un rinconcito lleno de intimidad, con su cálida luz anaranjada, la fragancia de la grasa de foca que se consumía en la lámpara y la de las carnes que se podrían, y un intrépido cazador como Ernenek que roncaba dentro del saco. A Asiak se le hacía larga la reaparición del sol; cuando éste volviera a salir, todos se dirigirían hacia el mediodía para buscar caza y la vida se llenaría de diversos hechos que la ayudarían a olvidar; cuando volviera a mostrarse el sol, podrían seguir la pista del caribú y cazar la vaca marina, tender lazos y trampas y encontrarse con multitudes de otros hombres, tal vez hasta ocho o diez, con los cuales se pudiera reír y cazar.

Le había durado poco la esperanza de que Papik pudiera curarse y ya se arrepentía de haberlo conservado.

Ahora la separación sería insoportable.

Volvió la primavera, la larga alborada, la breve aurora, y las estrellas palidecieron mientras el cielo se aclaró, tiñéndose de un color violeta cargado, que poco a poco se transformó en rojo púrpura, en rojo sangre, en oro viejo, en oro nuevo, en luz, en día, en rayo y por fin… ¡el sol! Y Asiak, siguiendo la antigua costumbre, apagó la lámpara, arrojó el combustible y volvió a llenarla de grasa fresca y a colocar un pabilo virgen.

El soplo de la vida que resurgía desde debajo del horizonte, puso en fuga, junto con las tinieblas de la noche, el sopor invernal de los hombres: sus cuerpos paralizados por el prolongado letargo reclamaban carne, mientras la sangre les corría más rápidamente por las venas, volviéndolos inquietos y ávidos, empujándolos a preparar febrilmente las correas de los trineos, a afilar sus armas y a revisar los arcos de asta y de ballena.

—En la primera etapa los abandonaremos a los dos —dijo ceñudamente Ernenek, de pie y erguido entre las brillantes paredes de hielo, con el poderoso pecho reluciente de grasa.

Asiak sintió que su corazón quedaba más frío que un iglú abandonado.

—Pero ahora queremos mucho al pequeño. ¡Si se le habla sonríe!

—¡Sí, con la boca desdentada!

—A medida que vaya creciendo, una tonta madre podría prepararle en su propia boca la comida.

—¡Y quién lo hará cuando tú mueras! ¡Los hombres se burlarán de él y las mujeres lo escarnecerán; y así será toda su vida!

Ernenek se volvió y salió refunfuñando a preparar el trineo.

Cuando estuvieron dispuestos para partir, la vieja salió del iglú llevando en los brazos a su nietito.

—Ocurre que le están asomando los dientes. Pueden llevarlo; no es necesario que yo vaya.

Y lo cierto era que bajo el dedo investigador de Asiak se manifestaron dos puntas agudas y menudas; Pauti aseguró que otras pumitas habrían de seguir a las primeras, y luego una fila completa de dientes blancos y perfectos, capaces de masticar carne cruda. De qué manera la vieja lo había logrado es cosa que nadie sabe. Pero sí se sabe que realmente ocurrió porque Ittimangnerk, el traficante nómada que vio a Ernenek, a Asiak y a Papik el verano siguiente y les vendió una vejiga llena de té a cambio de algunas pieles de zorro, lo contó a alguien, que nunca lo sorprendió en mentiras, sino por razones de lucro.

Asiak se abrazó al cuello de su madre y le olió el rostro mientras restregaba su nariz contra la de la vieja y la inundaba de lágrimas; Ernenek se puso a dar saltos descomunales.

—Tienes que quedarte con nosotros —dijo Asiak en medio de lágrimas y risas—. ¿Qué haríamos si nos nacieran otros hijos sin dientes?

—No te preocupes. Las Potencias de los Vientos y de las Nieves me prometieron que todos tus hijos tendrán dientes, aun cuando no los muestren al primer momento. Ocurre que una vieja está cansada de estos largos viajes. Está muy débil y tiene mucho sueño. La primavera ya no agita su sangre.

Puesto que partir en aquel momento habría sido incorrecto, abrieron un fardo y volvieron a entrar en el iglú, donde prepararon té, rieron, charlaron y hurgaron los dientecitos de Papik.

Ernenek le puso en la boca pedacitos de carne y una vez Asiak tuvo que meterle los dedos en la garganta para sacarle un trozo demasiado grande que amenazaba ahogarlo. Se dieron a la comilona hasta que Asiak, vencida por súbito cansancio, se adormeció. Ernenek continuó comiendo solo, hasta que también él se vio vencido por el sueño.

Entonces Pauti se levantó y salió del iglú silenciosamente. Los perros ladraron, pero ella los calmó con el mango del cuchillo.

Las ropas interiores, de piel de garza, tenían mucho valor, ya que para unir tantas pieles pequeñas se requería un gran número de puntadas; de manera que Pauti, sabiendo que les serían útiles a Asiak, las había dejado en el iglú y sólo llevaba puesto un vestido de pieles de perro, gastado y casi desprovisto de pelos.

El cielo era plomizo; el viento ululaba y las heladas ráfagas hacían dificultosa la marcha de aquel cuerpo viejo y apergaminado que había gastado demasiadas energías durante el invierno.

No oía otra cosa que el crujido que hacían sus pies al cruzar la capa de nieve, y por debajo de ella el estremecimiento del mar, del mar bueno y rico, rico en buenos y sabrosos peces.

Anduvo hasta que se cubrió de sudor, cosa que desde la más tierna infancia había aprendido a evitar, salvo cuando se encontraba dentro del saco de pieles; y continuó avanzando con todas las fuerzas que le quedaban para sudar aún más. Se detuvo por fin jadeante y bañada, en una cresta de hielo que se levantaba en medio de la blanca llanura. Sus ojos cansados ya no veían el iglú. Allí se sentó y esperó serenamente a que el sudor se helara.

Al principio, la camisa de hielo que le apretaba cada vez más el cuerpo fue dolorosa. Sentía que se le congelaban las carnes, los huesos, el cerebro. Luego disminuyó la sensibilidad, la mente se le entorpeció, así como la circulación de la sangre, y la vieja fue presa de profunda somnolencia. Ya no sentía el frío, estaba contenta y completamente apaciguada. Entrevió la silueta de un oso que avanzaba sobre el hielo, y pensó en la alegría que habría tenido Ernenek de haber avistado a aquel gran cazador blanco. El oso se le aproximaba con precaución, conteniendo sus cuatrocientos kilos de hambre, desconfiado como era de todo aquello que se pareciera al hombre, porque el hombre se parecía demasiado al oso. Se movía con una pesadez que era sólo aparente; llevaba erectas las orejas, movía vivazmente el brillante hocico, y los ojillos vigilantes en la cabezota triangular; gruñía sordamente y exhalaba por la boca abundante vapor.

Pauti no pudo contener una sonrisa al pensar que sólo unas facciones humanas bastaban, a lo menos por un momento, para mantener a raya a un animal tan poderoso, y se dijo que en verdad el oso tenía razón en desconfiar; era seguro que algún día aquel oso habría de encontrarse con Ernenek en el gran mar blanco y el cazador lo embaucaría con una bola de grasa que ocultaba la muerte y lo seguiría en su agonía hasta poder darle fin. Frente a un nuevo iglú volverían a levantarse los viejos gritos de alegría, y Pauti ya veía a Ernenek desollar la presa, a Asiak extraer las vísceras y a Papik hundir su perfecta hilera de dientes en el hígado humeante, de suerte que en poco tiempo no quedaría del oso sino las manchas de sangre que salpicarían las brillantes paredes del iglú.

La vieja conocía el futuro porque conocía el pasado, y su familiaridad con las cosas de la vida le permitía comprender y, por lo tanto, aceptar sin rencor, la eterna tragedia de la naturaleza: es menester que la carne perezca para que la carne pueda vivir.

Ella debía morir a fin de que el oso pudiera vivir hasta el día en que Ernenek lo matara para nutrir a Asiak y a Papik, carne de su carne.

Y así ella volvería a sus seres queridos.

Cuando el oso se decidió por fin a acercársele, Pauti estaba ya tan aterida, que apenas advirtió el caliente aliento de la bestia que le daba en el rostro. Y así fue cómo, casi sin sentir dolor alguno, pasó a las regiones del sueño eterno y apacible.