Paulatinamente las jornadas se hicieron cada vez más largas, hasta que el sol estuvo otra vez por encima del horizonte durante las veinticuatro horas del día; y aunque no se levantara mucho y las sombras continuaran siendo largas, a causa de la inclinación de los rayos, la reverberación del sol en el hielo multiplicaba el resplandor, en tanto que la ausencia de la noche contribuía a tornar la temperatura insoportablemente alta para los hombres polares, si bien no alcanzaba a derretir la costra del mar congelado.
Cualquiera habría comprendido que la sola llegada de Kidok, un pillo alegre y arrogante, que sin perder tiempo se había puesto a rondar a las hijas de Ululik, significaba que había llegado la hora de tomar una decisión.
Cualquiera, menos Ernenek.
Ernenek sabía cómo se mata un oso y cómo se ensarta una foca, pero la mujer era caza demasiado grande para él. Se pasó todo el verano en bromas, sin llegar a decidirse, con Imina y Asiak, que se defendían valerosamente; hasta que, al volver de una partida de caza, cuando el día estaba perdiendo ya algo de su esplendor, se vio correr una línea oscura sobre el blanco horizonte marino, lo cual indicaba que un tiro de perros y un trineo se acercaban o se alejaban: de cualquier manera aquél era un gran acontecimiento.
Anarvik y Ululik se hallaban en el iglú con sus mujeres y con Asiak. Pero Imina no estaba con ellos.
—Ocurre que Kidok partió hace un instante llevándose a nuestra hija —anunció Ululik—. Como tú no te decidías, se decidió él.
Rieron todos menos Ernenek que permaneció inmóvil, abriendo lentamente la boca, mientras los ojos se le llenaban de estupor. Por último consiguió hablar.
—¡Pero yo quería a Imina; mataré a ese ladrón de Kidok y la recuperaré!
—Nos ha dado un arco y una sierra nueva —hizo notar Ululik, con lo que quería significar que el matrimonio era legal; Pauti, su mujer, agregó:
—¿Por qué no tomas a nuestra pequeña Asiak? Tampoco ella vale gran cosa, pero sabe hacer todo lo que sabe hacer Imina.
Asiak se cubrió el rostro con las manos, mientras se sonrojaba y reía, corrida; pero Ernenek golpeó el suelo con el pie.
—Un hombre quiere a Imina, no a Asiak.
Siksik meneó la cabeza y dijo:
—Debías haberla pedido.
Ernenek escupió con rabia y se metió por el túnel. Los otros lo siguieron arrastrándose y riendo.
—Mi tiro de perros está cansado; pero siempre irá más rápido que el de Kidok. Lo alcanzaré fácilmente.
Sin embargo partió con mucho retraso. Primero enjaezó los perros y se aseguró de que todos llevaban las abarcas, mientras gritaba ordenando que le prepararan las provisiones. Luego recubrió los patines del trineo con una nueva capa de hielo. Cuando todo estuvo listo se dio cuenta de que tenía sed y volvió a la casa para beber apresuradamente una taza de té. Pero el té no terminaba de enfriarse, de manera que Ernenek se quemó un dedo que metió en el líquido para probar su temperatura. Rompió en maldiciones mientras saltaba en un pie a causa del dolor y, esperando que el té se enfriara, se puso a comer, lo cual le aguzó el apetito. Entre un bocado y otro parloteaba, más consigo mismo, como de costumbre, que con los otros.
—Alguien hundirá su cuchillo en la garganta de Kidok, le cortará las orejas y se las pondrá en la boca; luego le abrirá el pecho y le extraerá el corazón aún caliente. Después le cortará la cabeza y se la pondrá sobre el pecho. Luego le hará saltar los ojos y se los pondrá sobre la cabeza. ¡Eso le servirá de lección!
—Si lo matas —le advirtió Anarvik— ya nadie te recibirá en su iglú.
—¿Ni siquiera tú?
—Ni siquiera yo. No recibimos asesinos.
Ernenek se quedó pensativo. La expulsión de la comunidad era la única pena conocida por esa gente que ignoraba la existencia de autoridades, códigos y prisiones; pero una pena temida, tanto como se teme la muerte, por quien considera la compañía humana como el más precioso de los bienes; y Ernenek se maravillaba de que un simple asesinato se castigara con tanto rigor, puesto que él mismo no veía en el acto de dar muerte a un hombre ningún mal. Después de todo, era precisamente lo que hacían los machos jóvenes de las focas cuando mataban a sus compañeros más viejos por la posesión de la hembra.
Y todo cuanto hacían las focas a Ernenek le parecía bien hecho.
—Si piensas así —dijo por fin malhumorado— me limitaré a darle una buena paliza. Pero si se defiende lo mataré como a una foca.
—Y si en verdad no puedes hacer menos que matarlo, no te olvides de comerte un trocito de su hígado para aplacar al fantasma —dijo Anarvik, hombre de gran experiencia—. Un fantasma irritado puede ser muy peligroso.
En el ínterin el té se había enfriado. Ernenek lo bebió ruidosamente y se precipitó afuera.
Aunque sus perros aullaban de hambre se guardó mucho de alimentarlos, porque los perros hambrientos son perros veloces; se sentó, sin más trámites, sobre el fardo puesto en la parte anterior del trineo y que servía de pescante, y cogió el látigo.
A último momento Ululik hizo avanzar a su hija y dijo:
—Llévate a Asiak; así será más fácil llegar a un acuerdo con Kidok. Kidok pagó por una de nuestras hijas. No podemos dejar que se vaya con las manos vacías.
Ernenek vaciló un instante antes de indicar a Asiak, con un ademán, que subiera al trineo.
Apenas ésta se hubo sentado, Ernenek agitó el látigo y los perros se lanzaron hacia adelante entre ladridos y chillidos.
El trineo de Kidok se había reducido a un puntito negro en el delgado y áspero manto de nieve estival que cubría el Océano Glacial. Las nevadas eran raras, a causa del intenso frío que reinaba aun en verano. En algunos puntos, en medio de la enorme extensión blanca, tempestades marinas habían roto las aguas petrificadas y formado bloques de extrañas formas que evocaban ciudades legendarias de rascacielos rotos. En la lejanía se veía la tierra blanca cortada por crestas de roca, cuyos perfiles muertos y desnudos se alzaban contra el cielo verde pálido. La temperatura era apenas de unos diez grados bajo cero, por lo que Ernenek se había desnudado hasta la cintura para gozar el choque del viento contra su pecho. Había dejado en el iglú el sayo de pieles de oso y sólo llevaba puesta la ropa interior de piel de garzas marinas.
—Lo alcanzaré dentro de poco —dijo cuando se disipó la excitación inicial de los perros y pudo oír el sonido de su propia voz.
—No es imposible que en el mismo tiempo Kidok haya hecho otro tanto de camino —observó Asiak, sentada plácidamente contra las espaldas de Ernenek y con los brazos cruzados sobre el pecho.
El tiempo se medía por la trayectoria del sol que recorría pálido el horizonte, levantándose un poco a mediodía, descendiendo un poco a medianoche. Pero a toda hora el hielo hacía tan deslumbradora aquella luz pálida que, para evitar su reverberación, los viajeros tenían que ennegrecerse con hollín los párpados y las narices y protegerse los ojos con una tablilla de madera provista de dos aberturas.
—¿Por qué sigues a Kidok? —preguntó Asiak.
—Para tener a Imina. ¿No lo sabes todavía?
—Sé una cosa: que durante años y años todos se burlarán de ti. ¿Quién ha visto alguna vez a un hombre correr detrás de una mujer? Además, como tú mismo sabrás, las focas sólo se dejan cazar por hombres que tienen éxito con las mujeres; ya verás que apenas haya corrido entre las focas la voz de esta indecorosa persecución tuya, no lograrás cazar ni una más.
—¡Qué mujer supersticiosa! —gritó Ernenek sumamente irritado—. ¡Como si yo no supiera qué conjuros hay que hacer para que las focas no lleguen a saber nada!
Cuando el sol hubo recorrido la mitad de su trayecto del día, el tiro de perros dio señales de cansancio, jadeaba cada vez más, tiraba cada vez menos y tropezaba frecuentemente; pero el puntito negro que estaban siguiendo se agrandaba a ojos vistas.
—Debe de haberse detenido para que los perros descansen —dijo Ernenek.
—También los nuestros necesitan descansar.
Pero Ernenek suplió la comida y el descamo de los perros con latigazos, hasta que aquéllos comenzaron a perder el paso, a echarse los unos sobre los otros y a enredar las correas. Entonces Ernenek tuvo que bajar del trineo para desovillarlas. Los animales gruñeron e intentaron morderlo, pero Ernenek los calmó a fuerza de bastonazos. Luego les arrojó algunos trozos de pescado helado que los perros tragaron sin masticar, con todas las espinas, mientras se peleaban.
Ernenek mordisqueó un pedazo del mismo pescado y dio también un trozo a Asiak.
Mientras tanto, los perros se habían echado al suelo y, con el hocico metido entre las patas, se negaron a moverse. Ernenek los azotó hasta que se le cansó el brazo.
—Tal vez sea mejor que los dejemos descansar —dijo Asiak blandamente.
Ernenek resopló de impaciencia y, para no desperdiciar el tiempo mientras esperaba, decidió pasar una nueva capa de hielo sobre los patines del trineo. Refunfuñando lo descargó de los fardos y lo volcó. Se puso en la boca un puñado de nieve con cuya agua roció luego una cola de zorro. Pasó la cola empapada sobre la capa de lodo de que estaban revestidos los patines de hueso; luego los frotó rápidamente con la piel, para que el hielo, al formarse, se hiciera uniforme y resbaloso. Mas, cuando hubo vuelto a cargar el trineo, se dio cuenta de que tenía sueño.
Encargó a Asiak que lo despertara al cabo de un rato y se extendió sobre los fardos para echar un sueñito.
Pero cuando se despertó los perros formaban un montón de escarcha en medio de la nieve, Asiak dormía profundamente, el sol se hallaba al otro lado del horizonte y el trineo de Kidok se había alejado alevosamente.
Ernenek escupió, maldijo y se puso en pie de un salto; infundió vida a los perros con una granizada de palos y antes de que Asiak lograra despabilarse del todo, había comenzado la persecución.
Continuaron a toda carrera siguiendo las huellas de Kidok, comiendo en el mismo trineo y bebiendo puñados de nieve que cogían del suelo, como los perros, sin detenerse. Cuando por fin volvieron a avistar el trineo de Kidok, Ernenek lanzó un alarido de júbilo.
—Pero, ¿por qué los sigues? —preguntó lánguidamente Asiak.
—Debes de ser realmente estúpida —respondió Ernenek, cada vez más irritado—. Te lo dije: por Imina.
La situación no cambiaba, salvo en lo que respecta a las provisiones, que comenzaban a escasear. Pasó la oleada de calor y el aire se hizo respirable: la temperatura bajó a unos treinta grados bajo cero; algunas ráfagas heladas provenientes de detrás de los montes recordaron a Ernenek el amado cierzo invernal y le hicieron estremecer de placer el torso descubierto, entonces comenzó a hablar volublemente consigo mismo, como solía hacer cuando estaba de buen humor.
Y aun cuando no lo estaba.
Lo dominó la avidez cuando descubrió que Kidok se había detenido. Al acercarse, comprendió el Motivo de la parada: Kidok estaba pescando. Había aserrado en un cuadrado la superficie del océano y ahora, sosteniendo en la mano el arpón pronto para herir, estaba inclinado sobre las oscuras aguas, con el trasero vuelto hacia el cielo y la nariz, que rozaba la superficie del agua, metida en el agujero. Volvió la cabeza por un instante cuando sus perros dieron la alarma; pero no se movió hasta que el trineo de Ernenek estuvo casi a punto de embestirlo. Entonces, se puso prestamente de pie, saltó a su trineo, que Imina tenía ya preparado, y partió velozmente como una hoja llevada por el viento.
Ernenek pasó junto al hoyo de pesca lanzando gritos para incitar a los perros y haciendo restallar el látigo. Pero de pronto detuvo su marcha. ¡Pescado! Cerca del hoyo se veía una enorme cabeza de trucha, de carne roja como la sangre.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Asiak. Ernenek bajó del trineo e, indeciso, se balanceó apoyándose ya en un pie, ya en el otro.
—Aquí hay peces magníficos.
—Sí, Kidok es un magnífico pescador.
—Si Kidok pescó éste, alguien puede pescar otros muchos más grandes.
—¿Te parece? —preguntó Asiak con aire de duda.
—¡Pronto tendrás la prueba! Kidok no hará mucho camino, pero tú tienes que quedarte quieta y cuidar también que los perros no se muevan sobre el hielo, porque de otra manera los peces huirán.
Extendió una piel de caribú sobre el borde del foso hecho por Kidok y se arrodilló en la misma posición en que aquél estaba. Con la mano derecha sostenía el arpón mientras que con la izquierda manejaba el cebo, constituido por un pececillo de hueso sujeto a un sedal de nervio, de manera que cuando Ernenek agitaba el sedal el pececillo de reclamo movía las aletas.
Pasaba el tiempo, pero el pescador estaba demasiado absorto en su ocupación para advertirlo.
En el fondo oscuro pero bien transparente veía relucir peces muy grandes. Cuando por fin afloró uno a la superficie, Ernenek bajó suavemente el arpón hacia él agua, luego descargó repentinamente el golpe y retiró el arpón, tembloroso por la carga de un salmón negro que arrojó al hielo. El salmón vaciló, dio un salto mortal y volvió a caer, helado, al suelo. Riendo, Ernenek lo sopesó y se lo tendió a Asiak.
Pero ésta se encogió de hombros.
—No es tan grande. No atraparás nunca peces tan grandes como los que pesca Kidok. Y te aconsejo que no pierdas más tiempo si quieres alcanzarlo.
Ernenek echó una mirada al mar helado.
—No están muy lejos y los alcanzaremos con mayor facilidad cuando los perros hayan descansado.
Y así diciendo volvió a meter la nariz en el agujero.
Asiak sonrió con sus redondas mejillas que estallaban de grasa, y con la punta del cuchillo de nieve apartó las espinas del salmón y se lo comió.
Pasaron muchas horas, pasaron muchos peces, pero Ernenek no logró pescar ninguno. En un momento en que un cardumen entero se acercó al hoyo, Ernenek quiso ensartarlo todo y lo que consiguió fue sólo hacerlo huir.
—Has hecho un agujero en el agua —dijo Asiak—. Una mujer ha oído como se reían los peces.
Ernenek montó en cólera y decidió partir. Mientras tanto, la temperatura bajaba.
Los perros seguían la pista sin dificultad, de manera que Ernenek y Asiak podían dormitar de ves en cuando sobre el trineo, sin preocuparse de dirigirlo. En verano dormían poco pues dejaban los largos sueños para la larga noche invernal; sin embargo, de cuando en cuando debían detenerse para dejar que el tiro de perros descansara. Mientras éstos dormían, Ernenek perforaba el hielo con sierra y punzón y por el hoyo atrapaba algún pescado; en una ocasión, hallándose cerca de la costa, mató una zorra de un flechazo. Asiak la desolló diestramente, valiéndose del cuchillo de piedra; sirvió a Ernenek las vísceras tiernas, apenas se enfriaron, y puso a estacionar las partes más duras, mientras conservaba la piel como estropajo.
Más que la oscuridad creciente, a la que sus ojos se iban acostumbrando poco a poco, fueron los primeros pelos blancos de la piel de la zorra los que les anunciaron la proximidad del invierno. A cada revolución, el sol bajaba un poco más, ampliando continuamente el trayecto elíptico; dentro de poco desaparecería detrás de las montañas o se hundiría en el mar, y volvería a caer la noche sobre la cima del mundo.
Así pasaron varios días, tal vez siete u ocho, hasta que estalló una tormenta, y Ernenek comenzó a hablar consigo mismo, presa de gran excitación.
La oscuridad reducía el hielo; el helado cierzo, irrumpiendo desde lejanas alturas, barrió la superficie del mar y empujó horizontalmente grises nubes de nevisca sobre la extensión sin término, lo que obligó a los viajeros a agregar otra capa de grasa al rostro y a mantener los ojos semicerrados. De nuevo, el trineo de Kidok desapareció de la vista: los perros perdieron sus huellas y una y otra vez Ernenek tuvo que detenerse, bajar del trineo y descubrir con el pie los rastros borrados por la nieve.
Los perros seguían una línea ondulante y el trineo se bamboleaba bajo la presión del viento.
Ernenek empezaba a sentir la falta del grueso sayo exterior, provisto de capucha, que sólo deja al descubierto los ojos; tenía las cejas cargadas de cristalitos de hielo y las orejas llenas de nevisca.
Con todo, no se habría detenido de no haberse producido un incidente.
Para castigar al viento por su insolencia y para quebrarle su furia, Ernenek se había puesto a golpearlo con el látigo y a traspasarlo con el cuchillo; pero el viento no sólo se negó a someterse, sino que se rebeló y con una furiosa ráfaga volcó el trineo, que arrastró más de cien metros, mientras fardos, viajeros y perros rodaban por el suelo en una gran confusión. Los perros aullaron. Ernenek maldijo. Asiak rió. En vano trataron de levantar el trineo sobre los patines. El viento tornaba a volcarlo.
—Perdona a una mujer que vale poco y que se atreve a hablarle a un hombre como tú, pero te hago notar que el trineo se romperá y que entonces ya no podrás alcanzar a Kidok —gritó Asiak en el oído lleno de nieve de Ernenek—. Detengámonos.
Si no podemos avanzar nosotros, quiere decir que tampoco puede avanzar él.
Empujaron el trineo hasta colocarlo detrás de un repliegue que presentaba la superficie del mar y a cuchilladas deshicieron los nudos de las correas enredadas. Una vez libres, los perros se pusieron a excavar desesperadamente con las patas, chillando y buscando en vano abrigo en la delgada capa de nieve.
Trabajando de prisa y con precisión, Ernenek comenzó a construir un iglú. Con la punta del cuchillo trazó sobre el hielo un círculo cuyo diámetro medía lo que él en altura. Luego, permaneciendo dentro del círculo, con la mandíbula de escualo que tenía en el trineo, serruchó grandes cubos de hielo que dispuso en torno, sobre la línea trazada. Erigiendo cubos y cortándolos al propio tiempo, sacó del hielo que pisaba otros cubos que fue disponiendo sobre los anteriores de manera tal que al fin un solo bloque bastó para cerrar la bóveda. Mientras tanto, afuera, Asiak, castigada por el viento, reducía la nevisca a menudo polvillo con la pala de cuero helado y lo arrojaba contra las paredes del iglú naciente, para cerrar las rendijas que quedaban entre uno y otro cubo.
El iglú terminado se levantaba apenas un metro sobre la superficie del océano, esférico y compacto para que no se ofreciera a la furia de la tempestad; el resto del espacio se había ganado a expensas del suelo.
En el centro del techo Ernenek hizo un agujero pequeño para dar salida al humo; luego construyó el banco de nieve y después el túnel sinuoso que permitía entrar el aire, pero no el viento, y en el que debía albergarse el tiro de perros. Mientras Asiak llevaba a la casa las provisiones y los utensilios domésticos y recubría el banco con pieles de caribú, Ernenek salió para sepultar el trineo; después volvió a entrar en el iglú y se quitó cuidadosamente de encima toda la nieve, antes de sentarse sobre las pieles del banco.
En medio de la oscuridad oyó cómo Asiak preparaba la lámpara, daba fuego a la yesca de hongos secos mediante la piedra de sílice y encendía el pabilo de musgo. A medida que la grasa de foca se derretía en el recipiente de esteatita, la llamita crecía haciendo brillar la pared circular y difundiendo calor.
Con dos arpones clavados en la pared por encima de la lámpara, Asiak improvisó un secadero sobre el cual extendió su ropa exterior que estaba mojada. Ayudándose con los dientes quitó a Ernenek las calzas de cuero también mojadas y rasgadas, que secó con nieve y reparó con la aguja de ballena que llevaba en el pelo y con nervio de caribú, antes de extenderlas en el secadero.
El secadero, la lámpara, el montón de carne, el pedernal, el cubo de nieve potable y todos los otros utensilios estaban dispuestos de acuerdo con un orden más antiguo que la historia, transmitido desde la noche de los tiempos de padres a hijos: cada cosa estaba al alcance de la mano, para que se la pudiera encontrar fácilmente aun en la oscuridad y para que todo se pudiera hacer sin moverse del banco. Ese iglú era idéntico al iglú que habían dejado y a los iglúes que habían de tener en el futuro, y todos los enseres estaban hechos teniendo en cuenta las dimensiones de ese iglú. El hacha de sílice era corta, y el cuchillo para uso doméstico, de hueso de caribú, era circular, de suerte que para emplearlo sólo bastaba realizar un movimiento con la muñeca, en lugar de tener que mover también el codo, lo cual habría sido incómodo en un ambiente tan reducido.
Asiak, como toda mujer de su casa, tenía un sinnúmero de cosas que hacer: regularmente había que quitar el pabilo para que no humeara, volver de continuo las ropas tendidas en el secadero, reparar los desgarrones y raspar las pieles, una vez secas, y luego masticarlas hasta que volvieran a adquirir su suavidad.
El crujido de la aguja, la reverberación anaranjada de las heladas paredes y el olor familiar del pabilo que flotaba en la grasa de foca invitaban a Ernenek a conciliar el sueño; pero Ernenek sentía frío. Había desplegado mucha energía y no se había nutrido suficientemente, como hacen los hombres cuando corren detrás de una mujer, y desde luego no habría sido él si no se hubiera olvidado de algo que tenía una importancia primaria, como por ejemplo las ropas adecuadas para emprender semejante viaje. Se metió en el saco de piel de reno, con las piernas un poco más altas que el cuerpo, a fin de que el aire caliente subiera a los pies ateridos; pero así y todo no consiguió dormirse. Habitualmente le gustaba adormecerse hallándose a medias helado; pero esa vez no logró conciliar el sueño.
Observaba a Asiak por entre las pestañas. Al cabo de un rato la muchacha terminó de coser.
Chupó un poco de pescado helado. Cerró el agujero del techo con un pedazo de piel. Bostezó ligeramente.
Luego, sin pedir permiso, se introdujo en el saco de Ernenek.
Éste fingió dormir. Bien pronto el pabilo abandonado a sí mismo comenzó a humear, luego crepitó y terminó por apagarse. La furia de la tormenta les llegaba atenuada a través de las gruesas paredes. De cuando en cuando el iglú se estremecía a causa del movimiento del mar subyacente y se oía el gorgoteo de las aguas debajo de la helada costra. Asiak, metida en el saco de pieles, le infundió calor y antes de que se diese cuenta de ello, Ernenek se durmió.
Cuando despertó, la tormenta continuaba aún azotando la helada llanura, pero era menos violenta que antes. Asiak estaba ocupada en ablandar sus calzas de cuero con un raspador de hueso y, en las partes más duras, con los dientes.
Ernenek tenía hambre. Lo esperaba el té tibio que se bebió mientras comía trozos de pescado y de grasa. Cuando terminó de comer, las provisiones estaban casi del todo agotadas.
—Alguien va a buscar a Kidok antes de que pueda escaparse —dijo entonces hurgándose los dientes con las uñas.
—No es imposible que una mujer te acompañe. Kidok no puede estar muy lejos.
Salieron, abriéndose camino a codazos entre los perros que dormían en el túnel. El viento soplaba aún con fuerza, el cielo se presentaba sombrío y la temperatura era cruel. Entrecerrando los ojos en la nube de nieve y encorvándose para resistir las ráfagas de viento, terminaron por descubrir un pequeño iglú encogido bajo la tempestad y casi completamente cubierto por la nevisca.
El ladrido de los perros anunció su llegada. El interior del iglú de Kidok era idéntico al de Ernenek, con los mismos utensilios dispuestos del mismo modo. Desde su saco de pieles, Kidok sonrió a los recién llegados, y las hermanas se restregaron las narices, riendo y oliéndose.
—Alguien ha venido a llevarse a Imina —anunció Ernenek sin ceremonias.
—Vimos que nos seguías con tu trineo, pero creíamos que lo hacías por jugar —dijo Kidok riendo—. Querías probar la velocidad de mi trineo.
—No, no lo hacía por jugar, sino para apoderarme de Imina.
—¿Por qué no te quedas con Asiak? ¿Acaso no sabe raspar y coser y hacer todas las otras cositas que suelen hacer las mujeres?
—Sí, sí, rasca y cose las ropas; pero alguien quiere a Imina porque… —y aquí Ernenek ya no supo qué decir. No se le ocurrió que tal vez deseaba a Imina sólo porque la había tomado Kidok.
Embarazado, se inclinó sobre el montón de pescado helado y cortó una tajada. Los otros reían a carcajadas, mientras Ernenek se ponía cada vez más encarnado. Como había dicho Asiak, no era digno de un hombre demostrar un interés particular por una mujer particular.
—Cierto es que nadie puede forzar a una mujer —dijo Kidok mostrando gran sabiduría— de manera que Imina es libre de irse contigo si así lo quiere. Pero en ese caso, ¿se irá Asiak tal vez con un cazador de poco valor a quien no le gusta viajar solo?
—No es imposible —dijo Asiak sonriendo, con el rostro encendido.
Por un instante Ernenek se quedó perplejo. Luego se le ensombreció el semblante. Se sintió tan infeliz que tuvo que recurrir muchas veces al montón de pescado para consolarse; sólo se le oía cómo se chupaba los dedos entre uno y otro bocado, mientras sus compañeros charlaron alegremente hasta que se calmó la tormenta.
Cuando el trineo de Kidok estuvo preparado para partir, todos decidieron volver al iglú otra vez para tomar juntos un último tazón de té y charlar aún un poco, lo cual les llevó alrededor de otra semana.
Sólo se festejaban las llegadas y encuentros, pero no las despedidas, pues las separaciones son tristes cuando la compañía es rara; a lo sumo podía decirse a quien abandonaba un iglú: aporniakinatit, esto es: «amigo, pon atención en no chocar con la cabeza en el túnel».
De suerte que Ernenek debería haber ignorado la partida de Kidok y Asiak y haberse quedado en el iglú o mirando cualquier otra cosa. Pero en lugar de hacerlo así, se plantó junto al trineo con ojos trágicos y mandíbulas apretadas, y cuando el tiro se lanzó hacia adelante, obedeciendo la orden de las riendas, Ernenek se arrojó sobre el perro cabeza y detuvo el trineo tan bruscamente que carga y pasajeros rodaron sobre el helado suelo en un infierno de chillidos, maldiciones y risas.
Kidok se levantó, se sacudió la nieve que lo cubría y se quedó mirando a Ernenek, maravillado.
—Pensándolo mejor, alguien prefiere quedarse con Asiak —balbuceó Ernenek profundamente embarazado—. ¡Vuelve a tomar a Imina!
Kidok rompió a reír. Ernenek debía de estar loco. ¿Acaso una mujer no valía tanto como otra? A Kidok la cuestión no le importaba, siempre qué Ernenek se decidiera de una vez por todas. Para castigarlo, le hizo volver a cargar el trineo, labor que Ernenek cumplió con gran brío, cantando alegremente; y por una vez se sintió feliz al ver alejarse un trineo.
Apenas hubo llevado a Asiak al iglú comenzó a olería y a ponerle las manos encima sin perder tiempo. Pero Asiak le asestó un ruidoso golpe en la cara con un salmón helado.
—Seguiste a Imina durante diecisiete vueltas de sol antes de decidirte, y ahora tendrás que perseguir a la hermana por lo menos dos vueltas antes de que ella se decida. No es imposible que sea más difícil rendir a una estúpida mujer que a un oso.
Ernenek se quedó desconcertado y seriamente alarmado al pensar en el efecto que esta nueva derrota podría tener sobre las focas. Luego Asiak le hizo una pregunta que terminó de desalentarlo:
—¿Quieres decirme ahora para qué has perseguido a Kidok?
Y como Ernenek no respondiera, agregó:
—Verdaderamente debes de ser tonto.
Ernenek, pensativo, cogió una cabeza de pescado que se hallaba sobre el banco y refunfuñando consigo mismo se puso a hacer conjeturas sobre el enigma de lo imponderable.