EL REGRESO

Con el invierno llegaron al mar congelado la noche y los hombres.

Habían viajado hacia el norte sobre el Océano Glacial y el gran casquete ártico, hasta que se encontraron nuevamente en el sur, donde hay otros hombres blancos y barcos humeantes. Allí, una vez recibidos los fusiles y cuchillos prometidos, se separaron de los exploradores para emprender el camino de regreso.

Además de las armas y de las municiones, llevaban muchas cosas que contar. Dos mujeres y numerosas perras habían dado a luz durante el viaje; un niño había nacido muerto y muchos cachorros fueron devorados por los perros de tiro; a un hombre blanco se le congelaron las piernas y, habiéndosele desarrollado la gangrena, fue necesario amputárselas al llegar al puerto meridional; un hijo de Neghé, que había vuelto sobre sus pasos un trecho, para buscar un cuchillo olvidado, ya no había regresado. Éstas fueron las primeras noticias que se difundieron por la aldea entre el alboroto de las bienvenidas.

Ivalú fue la última en enterarse de ellas.

Sosteniendo a Pupililuk sobre las espaldas, estaba pescando en un hoyo que había hecho en el mar, cerca de su iglú de invierno, porque comenzaban a escasearle las provisiones desde que la noche había hecho huir la caza y desde que los hombres dormían más y cazaban menos. El viento que provenía de los montes le apagaba continuamente la lámpara. No había luna y pocas eran las estrellas en el cielo cargado de nubes; sin una luz era difícil atraer los peces y difícil verlos, tanto que hasta ese momento Ivalú no había pescado ninguno.

Hacía tanto tiempo que estaba inclinada sobre aquel agujero que se sentía entumecida; de pronto, advirtió la presencia de alguien, y al levantar los ojos reconoció la esbelta silueta de Milak, que estaba de pie frente a ella. No lo había oído acercarse: por eso se heló de terror al pensar que Milak podía estar muerto, que aquél era su fantasma, y que había ido con malas intenciones; se guardó pues de moverse, hasta que el otro habló:

—Ocurre que alguien ha vuelto de un viaje —dijo Milak con tono indiferente, como convenía a un verdadero hombre, y su voz clara hizo disipar el miedo de Ivalú.

—Milak…

Ivalú se puso en pie de un salto, para correr al encuentro del hombre, pero luego se contuvo y se le acercó mesuradamente. Se estrecharon las manos, agitándolas por encima de las cabezas, mientras se hacían inclinaciones y cambiaban sonrisas. Luego Milak intentó restregar su nariz contra la de Ivalú. Pero ésta se echó hacia atrás. La roía el deseo de pedirle noticias de Papik, pero en el caso de que éste hubiera muerto durante el viaje y alguien pronunciara su nombre, el fantasma sería perturbado; por eso Ivalú renunció a hacer la pregunta.

—Nada dices del niño que llevo a la espalda —dijo en cambio—. Seguramente ya te habrán hablado de él en la aldea.

—Alguien no ha tenido tiempo de escuchar las charlas de la aldea. Acabamos de llegar. Bien se ve que tienes un niño. ¿Tienes también marido?

—No, ningún marido —dijo Ivalú con una sonrisa.

—¡Desde luego que no, porque de tenerlo no estarías aquí pescando! En todo este tiempo habrás podido darte cuenta de que es muy incómodo inclinarse sobre un agujero de pesca teniendo un niño en las entrañas o a las espaldas, como alguien te lo advirtió hace mucho tiempo.

—No es incómodo en modo alguno —dijo tercamente Ivalú—. Sólo una vez el pequeño se me resbaló fuera de la chaqueta y fue a dar al pozo de pesca, porque me había inclinado demasiado hacia adelante. Aun ahora me río al pensar en ello, aunque en aquel momento tuve mucho miedo. ¿Oíste hablar alguna vez del Dios cristiano, Milak?

—Con bastante frecuencia en mis anteriores viajes, ¿por qué?

—Porque este niño es hijo suyo. ¡Míralo! Fue procreado sin la intervención de ningún hombre y sin que siquiera mirara yo la luna llena. Llegará a ser un misionero y difundirá entre los hombres el mensaje de la verdad.

Milak la miró espantado.

—Pero, ¿qué cosas estás diciendo? Debe de haberte entrado en el cuerpo un espíritu maléfico que te ha hecho volver más loca que un glotón. ¡Más valdría que rieras conmigo antes de decir tal cúmulo de tonterías!

Ivalú frunció el ceño.

—¡Durante cuánto tiempo mi cuerpo sintió hambre del tuyo, Milak! Siempre te llamaba. Mi calor habría podido fundir todo el casquete de hielo que nos separaba. Felizmente ocurrió algo que acalló esa hambre y apagó ese calor: mi preñez.

—¡Pero el calor vuelve! ¡Siempre vuelve!

—No dejo que vuelva. Es un grave pecado.

Tenían que estar muy cerca el uno del otro para verse los ojos al fulgor de las escasas estrellas. La mirada de Ivalú corría rápida sobre el rostro de Milak, como el viento antes de una tormenta. ¡Cuánto amaba las expresiones cambiantes de aquel rostro, aquella frente sombría y aquella boca despectiva! Parecía increíble que esa frágil figura y ese rostro nervioso hubieran desafiado los vientos y las tempestades y que hubieran visto sangre y muertes violentas.

—Mira —dijo Ivalú antes de que él pudiera replicarle— mi hijo es todo y yo no soy nada, porque es el hijo de Dios y porque la semilla es más importante que la tierra. No quiero otros hijos, para poder dedicar así mi vida a éste, para velar sobre él, para instruirlo en su misión y ayudarlo a llevar su cruz.

—Bien se conoce que tu cerebro está envenenado por el fuego del vientre que pretendes negar y que sólo puede apagar el calor del hombre. El frío se combate con el hielo, pequeña; y el fuego con el fuego.

Y repentinamente la apretó entre sus brazos, con lo que hizo llorar a Pupililuk.

—No quería hacerle daño —dijo mortificado, aflojando el abrazo.

Ivalú se sentó en la nieve.

—No es nada. Es fácil hacerlo callar.

—El hijo de Dios chilla como cualquier cachorro —observó Milak con una carcajada de burla; pero luego, viendo cómo Ivalú sacaba el seno y se lo ofrecía al niño, calló mientras el rostro le palidecía y se le ponía tenso.

—¡Ah, me olvidaba… no tienes que mirar!

—¿Que no tengo que mirar? —gritó Milak montando de nuevo en cólera—. ¡Pues bien, haré otra cosa!

Con temblorosas manos le arrancó el niño del seno y, a pesar de sus gritos, lo dejó sobre el hielo. Los ojos de Ivalú se dilataron, pero sus labios permanecieron cerrados. Milak le abrió el sayo y, apretándole el seno lleno y aún húmedo, la hizo extender de espaldas.

—Alguien hará de ti una magnífica pecadora —dijo con los dientes apretados, mientras le bajaba los calzones por la lisa y blanca llanura del vientre y seguía con la mano la sutil cabeza de flecha de minúsculos pelos, que partían del ombligo y apuntaban al sur.

Ella tendría que haberlo mordido, arañado, golpeado y escupido, como lo exigían las buenas maneras; pero permaneció inerte y frígida al tiempo que los ojos se le velaban de lágrimas. El ardor de Milak se apagó en medio de tanto hielo, y el joven se separó de Ivalú, pasándose una mano trémula por el pelo revuelto.

Ivalú se sentó, puso en orden su sayo y, sonriendo, tomó en brazos a Pupililuk. Había pasado la tormenta y había vuelta la calma.

—A veces soñaba que reías conmigo, pequeño Milak, porque reír en sueños no es pecado.

—Tienes que irte de aquí, pequeña, y volver al norte. Alguien le hablará sobre esto a Papik.

—¡Papik! ¿Dónde está? —gritó Ivalú feliz.

—Lo verás dentro de poco.

—¿Por qué no vino en seguida?

—Fue a ver a una mujer que para él es más importante que la hermana.

—¿Cómo es posible?

—¿Y por qué no?

—Crecimos juntos. Jugamos con los mismos muñecos. Nuestra carne es la misma, formada de la misma semilla y de la misma tierra, criada en el mismo seno, crecida con la misma comida. ¿Había una foca? A mí me daban la aleta izquierda y a él la derecha. ¿Había un oso? Yo recibía el ojo derecho y él el izquierdo. ¿Cómo puede haber para él una mujer más importante?

—Es que el tiempo pasa, y los niños se hacen tan grandes que ya no quieren jugar más con muñecos de cuerno y pieles, sino con los de carne y hueso. Por eso Papik fue ante todo a ver a Viví, así como uno que tú conoces te visitó a ti primero.

En el silencio que siguió Ivalú se quedó mirando fijamente la punta de sus botas. De pronto, el silencio quedó roto por el ladrido furioso de su nuevo perro doméstico, que se hallaba a la entrada del iglú.

—Viene alguien —gritó Ivalú jubilosa, y se precipitó hacia su casa, llevando a Pupililuk en los brazos.

Encontraron al perro, que aporreado se lamentaba en un rincón, la lámpara encendida y, tendida en el banco de nieve, una figura maciza, una carota chata de sonrisa llena, de grandes dientes, masticadores de carne cruda: la imagen misma de Ernenek, tal como se le apareció a Asiak una generación antes.

—¡Pequeño Papik! —e Ivalú corrió a abrazarlo.

Era tan «pequeño» que, aunque mantenía la cabeza inclinada, sus cabellos rebeldes rozaban el hielo de la bóveda. Era una masa de músculos, más robusto y más alto que cuando había partido, y mostraba aquellas contorsiones de los labios, aquel brusco alzar del mentón, aquellos movimientos petulantes del tórax poderoso que habían sido propios de su padre.

Ivalú restregó largamente su rostro contra el de Papik, golpeándole las mejillas con la nariz y olfateándolo, mientras los ojos se le llenaban nuevamente de lágrimas; pero esta vez no eran lágrimas de dolor; había vuelto a ver a Papik, su propia carne, su propia sangre: Ernenek vuelto y Asiak continuada. En el olor del rostro, en la fusión de sus alientos volvió a encontrar el aire de la infancia y de los primeros iglúes donde había vivido. ¡De Papik lo sabía todo! Y por eso comprendió en seguida que el muchacho no se había llegado hasta allí sólo para charlar, comer y descansar, sino que le urgía saber algo y que estaba furioso.

En la piel de Papik sentía el olor de la cólera.

—¿Qué ocurre, Papik?

—Ocurre que un hermano ha regresado —dijo Papik, volviendo a sentarse pesadamente.

—Y ocurre que una hermana tuvo un hijo durante tu ausencia.

Papik levantó en el aire a Pupililuk y se rió tomo si se hubiera tratado de una broma. Había olvidado sus preocupaciones: una cosa por vez.

—¡Qué niño extraño! Tiene ojos y pelo como sólo vi entre los hombres blancos.

—Porque proviene del dios de los hombres blancos. Luego te lo contaré todo. Dime ahora qué piensas hacer. ¿Hay algo que no anda bien? Papik dejó en el suelo al niño y volvió a asumir su aire preocupado.

—Ocurre —dijo ceñudo— que un hombre ha reflexionado.

—¿Y qué sacó de esas reflexiones?

—Ante todo un gran dolor de cabeza; luego, una conclusión. Después de haber pasado dos años con los hombres blancos, los conozco mejor y los comprendo menos que antes. Sus costumbres son demasiado distintas de las de los hombres, Ivalú. Algunos de nosotros se habituaron a ellas, pero yo no. Por eso decidí regresar a aquellas regiones donde no hay extranjeros, donde el mar nunca se derrite y donde se cazan animales que jamás vieron seres humanos.

Milak se rió con amargura.

—Yendo hacia el norte no puedes huir de los hombres blancos, y tú bien lo sabes, Papik. No, no. Es mejor hacerse amigo de ellos, comerciar con ellos y hasta tal vez procurar aprender sus normas.

—¿Por qué yendo hacia el norte no se los puede evitar? —preguntó Ivalú.

—Porque también ellos irán hacia allá. Así lo dijeron ¿no es verdad, Papik?

Papik asintió con aire sombrío.

—Es verdad. ¡Pero que vayan! Prepararemos cuchillos muy afilados, flechas bien agudas y lanzas muy largas, y cuando lleguen allá los mataremos como a lobos.

—¿Pero por qué quieren ir hacia el norte? A ellos no les gusta ni el frío ni las largas noches y si quieren aceite pueden obtenerlo con mayor facilidad en el sur, donde el mar se derrite.

—Los hombres blancos desean dos cosas, aún más que el aceite de pescado —dijo Milak y los otros guardaron silencio—; la primera es cierto metal que esperan encontrar debajo del gran casquete de hielo. Para obtenerlo se disponen a venir con grandes cantidades de explosivos (es esa cosa que hace ruido y lanza los proyectiles de los fusiles) para hacer saltar el casquete y llegar así al metal subyacente.

—¿Y qué harán con tanto metal? ¿No tienen ya bastante?

—Se trata de un metal especial que sirve para fabricar una nueva clase de explosivo, aún más poderoso que el que conocemos y con el cual será fácil matar a mucha gente de un solo golpe. Este metal escasea en la tierra de los hombres blancos, mientras que, según sus curanderos, tiene que abundar debajo del gran casquete del norte.

—¿Explosivos para matar gente? Habré entendido mal —dijo Ivalú.

—Los hombres blancos se matan unos a otros a intervalos regulares. ¿No es eso lo que ellos mismos dijeron, Papik?

Papik asintió, mientras Ivalú miraba a uno y otro con ojos espantados.

—Parece —continuó diciendo Milak— que de vez en cuando un gran frenesí se apodera de los hombres blancos y que entonces grandes tribus se reúnen para destruir a otras grandes tribus. En tales ocasiones matan más hombres y mujeres en una estación que nosotros caribúes.

—Pero, ¿por qué hacen eso?

—Parece que tiene que ver con su comercio. Debe de ser una cosa muy complicada, porque ni ellos mismos estaban de acuerdo en las explicaciones, y tanto es así que estuvieron a punto de reñir porque cada uno quería explicarlo a su modo.

—Todo esto es poco claro —dijo Ivalú—. No lo explicas bien.

—Tampoco ellos lo explicaban bien. Pero nos dieron a entender muy claramente que muchos hombres blancos irán al norte para hacer saltar el hielo y buscar el metal; luego se establecerán allí, aun cuando no lo encuentren.

—¿Por qué?

—Ésta es la segunda razón de su venida: para impedir que otras tribus se establezcan allí antes que ellos. Parece que la primera que llegue tendrá ventajas sobre las otras y podrá defenderse mejor de la destrucción, o bien podrá destruir más fácilmente a las otras, durante el próximo frenesí.

Ivalú iba de sorpresa en sorpresa.

—¿Pero, no conocen las enseñanzas de Dios? ¿No tienen misioneros?

—Tal vez sus misioneros están demasiado ocupados con nosotros —observó Milak—. Sea lo que fuere, lo cierto es que vendrán: primero llegan los misioneros, luego los traficantes, y por fin los hombres armados. Parece que ya hicieron esto en todo el mundo, y por eso creo que mejor sería que nos hiciéramos amigos de ellos.

—Por ahora —dijo Papik obstinado— el norte es nuestro y tengo el propósito de retornar a él. Pero ocurre que estoy cansado de tener que pedir continuamente mujeres prestadas; los maridos se dan siempre aire de importancia, aun cuando en compensación les dé yo buenos regalos.

Milak asintió enérgicamente.

—Es humillante. Mejor es tener una mujer propia para prestar, que pedirla prestada a los demás.

—No, no —declaró Ivalú—, perdónenme si los contradigo, pero ambas cosas están muy mal.

—¿Por qué?

—Nadie sabe por qué, pero es así: lo dicen los misioneros blancos, y ellos saben exactamente lo que está bien y lo que está mal.

—¿Cómo sabes que lo saben? —preguntó Papik.

—Lo dicen ellos.

—Comprendo; pero, de todos modos, y después de profunda reflexión, decidí llevarme conmigo una mujer propia, antes de partir para el norte.

—Es Viví, ¿no es cierto? —dijo Ivalú como al acaso—. Cose verdaderamente bien.

—Así me lo dijeron mis compañeros de viaje, de manera que apenas llegué ofrecí a sus padres un cuchillo nuevo y municiones. Pero antes pedí ver su labor de costura.

Le importaba no dejar la menor duda de que sus actos estaban dictados por la conveniencia y no por cualquier sentimiento, lo cual habría sido humillante para un verdadero hombre.

—Yo vi muchos de sus trabajos —dijo Ivalú—. Será una buena esposa.

—Pero su madre, Krulí, no sólo se negó a mostrarme las labores de la hija, sino que rechazó mi ofrecimiento. Parece que su actitud tiene algo que ver con los deseos del hombre blanco, lo que me resulta sumamente extraño.

—Mira, Titerarti, el misionero, es un experto en pecados y nos dice lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer, según los deseos de Dios.

—¿Quién es ése? Ya van dos veces que lo nombras.

—Es el muy poderoso Espíritu de los hombres blancos, más poderoso que todos los otros espíritus juntos, y muy valiente, pues ni siquiera tiene miedo de las almas de los muertos, sino que las hace quemar en un fuego enorme, si trasgredieron sus tabúes.

Papik frunció el ceño.

—Durante nuestra ausencia aprendieron a decir y a hacer muchas cosas que los hombres no consiguen comprender. Por ejemplo, Tutiak no se explica el motivo por el cual su mujer Minik lo rehúye; parece que el hombre blanco indujo a otro a robársela. Argo ha reñido con Neghé y Krulí, no sólo se niega a darme a Viví, sino que hasta se resiste a reír con Hiatallak, su marido, antes de que Titerarti dé su conformidad. Has de comprender que ningún hombre puede someterse a tales humillaciones. Las mujeres de la aldea y todos los recién llegados no hacen sino hablar de pecados y de nuevos tabúes. Los hombres blancos con quienes viajamos nunca hablaban de esas cosas; el único tabú que resultaba peligroso trasgredir era la prohibición de tocar sus objetos. De todos modos, Kruli me dijo que tú podrías explicarme lo que quiere el hombre blanco para acordarnos su permiso. Tal vez pueda dárselo, si no se trata de algo muy humillante.

Ivalú asintió.

—Quiere que todos se hagan cristianos. Viví y su madre son verdaderas cristianas, de manera que Viví sólo puede casarse con un cristiano. ¿Está claro?

—No —declaró Papik.

—Sí —dijo Milak—. Vi muchos casos parecidos en los lugares donde había misioneros blancos.

—Cualquier mujer se casaría con un buen cazador —dijo Papik impaciente—. Alguien sabe cazar y Viví sabe coser. Entonces, ¿qué tiene que hacer aquí el hombre blanco? ¿Acaso irá a cazar para Viví?

—Tú no comprendes, Papik. Nosotras procuramos respetar los tabúes establecidos por el misionero.

—¿Y él respeta nuestros tabúes?

—No.

—Entonces, ¿por qué respetan ustedes los suyos?

—Creemos en sus tabúes, como en todos los otros tabúes. Personalmente, una muchacha ama mucho los tabúes; cree que cuanto más haya mejor será.

—En suma: ¿cuál es la solución?

—Que te hagas cristiano.

—Muy bien, ¿cómo se hace?

—Tienes que encontrar la fe.

—¿Dónde se encuentra? ¿Por los montes, en el hielo o en el mar? ¿Se caza con trampa, arpón o flechas?

—Se encuentra en el propio corazón, una vez que uno escuchó la Buena Nueva y aprendió a obedecer las nuevas reglas que nos enseñan a amar a todos, hasta a nuestros enemigos, a hacer el bien a los que nos odian y a perdonar al que nos hace daño.

—Todo eso me parece completamente tonto.

—No cuando hayas hecho entrar a Cristo en tu corazón, como hizo una estúpida muchacha.

—¿Te ha dolido mucho?

—¿Qué?

—Esa cosa que te entró en el corazón. Sin duda te habrá hecho daño.

—No, Papik, por el contrario, te colma de dulzura.

—¿De manera que si perdonas a los que te hicieron mal y amas a tus enemigos, eres un cristiano?

—Quizá, si lo dice el misionero.

—¿Él es pues cristiano?

—Desde luego que lo es.

—Entonces ¿por qué no te perdona?

Ivalú se quedó reflexionando un instante.

—Tal vez porque sólo tenemos que perdonar a nuestros enemigos, y no a los amigos.

—Pero en fin, ¿qué tabú trasgrediste?

Ivalú arrugó el ceño y dijo:

—Soy demasiado estúpida para comprenderlo, Papik.

—¿Tocaste algún objeto de Titerarti?

—No, no. Pero quizá debo expiar ahora todas las veces que no fui a los servicios dominicales antes de conocer a Kohartok, o el ser hija de pecadores. Un día lo sabré. Mira, nosotros no sabemos nada, en tanto que él lo sabe todo.

—Pero, ¿por qué no te ama, si dice que es menester amar a todos? ¡Y él no te ama, Ivalú! Lo supe por Krulí.

—¡Si haces tantas preguntas nunca llegarás a ser un buen cristiano, mi pequeño Papik! Reflexioné en todas estas cosas hasta dolerme la cabeza, como te ocurrió a ti; pero todo fue en vano. Nosotros vivíamos en un mundo misterioso. Y a decir verdad no sabía hasta qué punto era misterioso, hasta que el hombre blanco me lo explicó.

—¡Oh Ivalú! Mucha gente dice que te has vuelto loca y yo comienzo a creerlo. No dices una sola palabra con sentido. ¡No deberías haberte quedado sola!

Y el silencio que siguió a estas palabras estaba lleno del recuerdo de Asiak, de cuya muerte debía de haberse enterado Papik sólo unos momentos antes. Al cabo de un rato el muchacho agregó:

—Una madre solía decir: «El hombre blanco es como una de sus enfermedades, de las cuales está uno al resguardo sólo en medio del gran frío del norte». Por eso tenemos que irnos tan al norte que hacia cualquier parte que volvamos la mirada nos encontremos mirando hacia el sur; y allí mataremos a quien se atreva a seguirnos.

Alimentada por sus propias palabras, crecía la furia de Papik.

—Ivalú —exclamó poniéndose en pie de un salto— en mi boca hay gusto a sangre. Por un instante pude hablar con Viví a solas y ella estaba dispuesta a seguirme; pero intervino Krulí diciendo que no tenía que hablarle ni verla antes de obtener el permiso del hombre blanco. Y bien, ahora voy a pedirle ese permiso. ¡Y el hombre blanco hará bien en dármelo!

También Milak se había puesto de pie.

—Voy contigo.

Asimismo Ivalú se levantó.

—Excusen la impertinencia de una muchacha —dijo cerrando rápidamente la salida del iglú— pero alguien desea hablar con el hombre blanco antes que ustedes. Nada bueno puede nacer de la cólera. Iré a verlo mientras ustedes toman té.

—Apresúrate —dijo Papik—, no tengo ganas de tomar té. Siento que la cólera desborda de mí y que no puedo refrenarla.

Estaba pálido, le temblaban, las manos y su cólera inflamó también a Milak.

—Esperaremos un poco —dijo Milak—; luego iremos con nuestros fusiles.

—Pero antes tomen el té.

Con gran prisa, Ivalú puso un puñado de nieve a derretir sobre la lámpara, se sujetó el niño a las espaldas y salió a la carrera.

A través de una ventana de la Misión se filtraba la luz, pero la puerta estaba cerrada.

Kohartok nunca cerraba la puerta. Llamad y os será abierto, se dijo Ivalú para darse ánimo. Y llamó.

—¿Quién es?

—Ivalú.

Se oyó el disparo de la cerradura y Titerarti la hizo entrar. Sobre la silla y bajo la lámpara de petróleo había un libro abierto.

—¿Qué quieres?

Su rostro revelaba cansancio e Ivalú le tuvo lástima. Debía de sufrir mucho, pero sus ojos llameantes no pedían piedad.

—Tengo que decirte cosas muy graves, Titerarti. En este mundo están ocurriendo cosas espantosas: acabo de enterarme de que los hombres blancos, de cuando en cuando son presas de un gran frenesí y que se matan unos a otros en gran número; pronto irán al norte para buscar un metal mediante el cual podrán matar aún más gente.

—¿Y has venido sólo para decirme eso?

—Una muchacha de poco valor pensó que si tú lo sabías podrías correr a repararlo. ¡Precipítate al país de los hombres blancos e infórmales que es pecado matar tanta gente!

Titerarti golpeaba el suelo con la punta del pie.

—Muy atento de tu parte es darme estas informaciones —dijo secamente.

—No hay de qué Titerarti. Fue un verdadero placer.

—¿Y hay alguna otra cosa que un ignorante misionero deba saber, según tú?

—Sí, se trata de mi hermano Papik, que acaba de llegar. Deseo volver con él al norte, donde la vida está llena de alegría, mientras que aquí no hay más que lágrimas y preocupaciones. Nunca lloré tanto ni reí tan poco como aquí. En otra época todo era muy sencillo. Ahora los pensamientos me dan vueltas en la cabeza. Pienso y pienso, no consigo conciliar el sueño y, cuanto más reflexiono, más confusa me siento.

—Es natural: te torturan los remordimientos. Y quiero esperar que no te marcharás sin retirar antes públicamente lo que dijiste de tu parto.

—¿Y agregar así el pecado de la mentira a todos los otros pecados? Por cierto que no lo haré, Titerarti.

—¡Entonces vete, Ivalú! ¡Y que Dios tenga piedad de tu alma perversa!

—Gracias Titerarti. Es ésta la primera vez que me dices una palabra benévola. Nos iremos en seguida, pero Papik piensa llevarse consigo a Viví, porque en el norte escasean mucho las mujeres. ¿Quieres casarlos en presencia de Dios, antes de que partan?

—Estoy dispuesto a hablar con Papik y espero que mis palabras caigan en un terreno más fértil que el tuyo.

—Siempre dices frases muy bellas, Titerarti. Pero ahora una estúpida muchacha querría saber qué quieres decir con estas últimas.

—Quiero decir que Papik tendrá que oír muchas lecciones antes de que yo pueda convertirlo y acordarle un matrimonio cristiano.

—Pero no hay tiempo. Cásalo en seguida y yo le enseñaré luego todo lo que necesita saber. Conozco bien la Buena Nueva y también el camino del corazón de mi hermano.

—¿Confiar a una mentirosa como tú la misión de enseñar la verdad? Pobre muchacha, ¿es que no terminarás nunca de decir tonterías?

—Ocurre —dijo Ivalú con un hilo de voz— que Papik está decidido a casarse inmediatamente con Viví y que si tú no los unes en matrimonio cristiano ellos se marcharán de todos modos y llevarán una vida de pecado.

—¿De manera que es ésta la clase de hermano que tienes? ¡Es verdaderamente digno de ti!

¿Y tendré que declarar cristiano a semejante hombre?

—¡Para evitar violencias!

—¡Las amenazas del diablo son vanas en la casa de Dios! ¡Llévate a tu hermano y no vuelvas a esta casa hasta que Dios te haya mostrado el recto camino! ¡Ya causaste bastante turbación en esta aldea!

—Creo que precisamente en este momento Dios me muestra el recto camino. No haces sino colmarme el corazón de amargura. Siorakidsok tenía razón: deben de existir muchos dioses y tu Dios no puede ser el de Kohartok. Desde que llegaste aquí Titerarti, no lo sentí ni una vez en mi corazón, porque Él no podría acercarse al lugar en que tú estás. ¡Pero sé dónde encontrarlo!

—¡Sal de aquí, blasfema! —gritó el misionero furioso, señalándole la puerta.

Pero Ivalú ya le había vuelto las espaldas y se alejaba corriendo.

Entró de sopetón en el iglú de Viví. En aquella casa Krulí era la reina y su marido, Hiatallak, tan sólo un siervo, aunque ambos siempre habían mantenido oculto a la comunidad ese estado de cosas. No parecían contentos de volver a verse, sino que estaban distanciados el uno del otro, y con los rostros sombríos y tempestuosos.

Los ojos de Viví, enrojecidos por el llanto, se iluminaron al ver a Ivalú.

—Excusen a una estúpida muchacha que entra sin que la inviten y habla sin permiso —dijo rápidamente Ivalú— pero ocurre que mi hermano está dispuesto a cederles su feísimo fusil y todas sus municiones, que bien poco valor tienen, a cambio de Viví. Papik es un cazador suficientemente bueno.

—¿Y qué dice Titerarti? —preguntó Krulí, con semblante severo.

—Quiere hacer las cosas con tiempo; en cambio Papik tiene prisa. Por eso, si una muchacha impertinente puede expresar su parecer, sería tal vez mejor dársela de un modo u otro, y más tarde, cuando yo haya tenido tiempo de instruirlo, Papik se hará cristiano.

—¿Te has vuelto loca?

—¡Oh, todos dicen que estoy loca! Pero unos lo dicen por una razón y otros por la opuesta. Sin embargo, una cosa es segura: Papik vendrá a llevarse a Viví y si no se la dan ocurrirá alguna desgracia.

—¡Que venga! —gritó Krulí en tono de desafío—. ¡Por la salvación del alma de nuestra hija, combatiremos hasta el último aliento! ¿No es verdad Hiatallak?

Hiatellak asintió, riendo idiotamente y preguntándose de qué estarían hablando, mientras se rascaba la cabeza.

Viví, con la cabeza enhiesta, mantenía la mirada fija en el rostro de Ivalú.

—¿Irás con Papik si te lo pide, pequeña?

Viví se sonrojo y dijo con un hilo de voz:

—Una muchacha irá.

Un instante después, bajo la mirada aterrorizada de Ivalú que nunca había visto a los padres pegar a sus hijos, el puño de Krulí la derribó al suelo.

Luego la vieja se volvió a Ivalú, como una furia.

—Sal de aquí y que no te vuelva a ver, muchacha malvada. Empiezo a creer que no fue sino el demonio mismo quien te hizo este niño que llevas a la espalda.

Pero Ivalú no la escuchaba; la cólera de Krulí le había hecho recordar la cólera que se estaba alimentando en su propio iglú; se puso pues a correr en dirección a su casa. Comenzaba a sentir el cansancio de tantas idas y venidas y Pupililuk le pesaba.

Encontró el iglú vacío, el pabilo apagado y el agua del té congelada.

Afuera las rodillas parecieron querer ceder otra vez por la ansiedad y el cansancio. No sabía qué hacer, a quién recurrir. Recordó lo que solía contarle Asiak y tuvo miedo: los hombres estaban a punto de cometer algún acto de violencia y los blancos los perseguirían, les envenenarían la vida con la amenaza de su poder, al inscribir los nombres en libros que sobrevivían a la memoria.

Tornó a recorrer el camino que había hecho, jadeante y bañada en sudor, tropezando frecuentemente por el cansancio, hasta que despertó al niño, que se puso a llorar. Se detuvo varias veces para volver a tomar aliento. Fulgores de hachas encendidas brillaban en el mar oscuro y proyectaban largas sombras ondulantes entre las casuchas blancas; Ivalú aceleró el paso.

Argo pasó junto a ella con una antorcha encendida en una mano y un fusil en la otra.

—¿Qué ocurre Argo? ¿Por qué no estás en tu casa con Neghé, después de tan larga ausencia? —preguntó Ivalú manteniéndose junto al hombre.

—¡Ya corre sangre y pronto correrá más sangre! Tutiak dio muerte a un hombre que no quería devolverle a su mujer, Minik, y el hombre blanco embrujó a Neghé. Tanto es así que se niega a reír conmigo, que soy su marido. Fue a refugiarse a la Misión, perra sin cola, y ahora voy a buscarla, y la aporrearé hasta que le vuelvan las ganas de reír.

—¡Espera, espera! —lo llamó en vano Ivalú. En ese momento oyó el crujir de otras botas sobre la nieve y de pronto Papik y Milak se le aparecieron entre las tinieblas. Ambos iban armados con fusiles y trotaban hacia la Misión.

—¿Eres tú Ivalú?

—Sí, Papik, ¿adonde vas?

En la voz de Papik hervía el deseo de dar batalla.

—Como no volvías fuimos a buscar los fusiles a Nuestros trineos y por el camino nos enteramos de que habían llevado a Viví a la casa del hombre blanco. Ahora vamos a libertarla.

Ivalú sólo a duras penas podía seguirlos. Hachas encendidas, voces y pasos convergían hacia la Misión desde todas partes. Argo iba a la cabeza de los hombres y pronto aparecieron también los dos maridos de Torngek, que llevaban a Siorakidsok sobre la alfombra.

—¡Manden al diablo blanco a su país! —vociferaba Siorakidsok a voz en cuello.

En la explanada que había frente a la Misión se vio de pronto la sombra erguida de la vieja Tippo.

—¡Atrás hijos del diablo!

También ella tenía un fusil que agitaba como una bandera; desde que la expedición había regresado, la aldea estaba llena de fusiles.

—¡No profanen la casa de Dios, porque experimentarán su ira!

—¡Cierra la boca, para que no se te vean hasta los pies, vieja foca desdentada! —vociferó Siorakidsok.

—Aparta ese fusil, Tippo —dijo Argo con aire sombrío y sereno, mientras pasaba junto a la vieja—. Podría dispararse, vieja estúpida.

—Sí, en tus espaldas, si no vuelves atrás en seguida.

Pero Argo siguió avanzando, sin cuidarse de ella.

Papik se le adelantó a la carrera, saltó a la galería de la Misión y se puso a descargar una lluvia de culatazos de fusil contra la puerta.

—¡Haz salir a Viví, hombre blanco, o aquí terminarán tus días entre los vivos!

—¡Alguien quiere ver el color de tu hígado, Titerarti! —gritó Milak con su voz clara y resonante.

—Si lo envían al reino de los cielos le harán un favor a él y también a nosotros —aulló Siorakidsok, con voz de falsete muy aguda, mientras su cuerpo descarnado se agitaba frenéticamente dentro de sus ropas demasiado amplias.

Sonó un disparo y Argo, que había puesto ya un pie en la galería, cambió de idea. Se llevó una mano al costado, luego se desplomó al suelo y allí permaneció inmóvil, mientras su antorcha se apagaba en la nieve.

—Les advertí que no se acercaran a la casa de Dios —gritaba Tippo, agitando el fusil humeante.

—¡Maten a esa vieja loca! ¡Mátenla como a un glotón, arránquenle las tripas! —chillaba Siorakidsok, mientras desde el interior de la Misión se oía el eco de la voz de Titerarti:

—¡Socorro! ¡Que todos los cristianos y los hombres de buena voluntad se unan en la lucha contra el demonio!

Mientras a sus espaldas sonaban otros disparos de fusil, Ivalú alcanzó a su hermano e intentó contenerlo; pero Papik continuaba descargando golpes sobre la puerta, con las venas del cuello y de las sienes prodigiosamente hinchadas. Con todo, la puerta no cedía.

Entonces intervino Milak. Saltó desde abajo, rápido y silencioso, al pórtico y descargó veloz contra la puerta todo su peso. La puerta se quebró como si fuera de nieve y Milak rodó con ella al interior de la habitación, arrastrando consigo a Papik.

Ivalú los siguió rápidamente.

El misionero los esperaba apuntándolos con un fusil; estaba muy pálido pero se mantenía erguido y, con aire de desafío, cubría a Viví y a Neghé; junto a él tenía a Krulí y a Hiatallak.

Krulí blandía la lanza de su marido.

—¡Atrás, Satanás! —tronó Titerarti agitando el arma; era evidente que no sabía manejarla.

Sin dignarse echarle una mirada, Papik arrojó ruidosamente su fusil a los pies de Krulí.

—Toma esto —dijo, procurando parecer sereno— que un hombre se llevará en cambio a Viví.

Y precisamente como lo hubiera hecho Ernenek, se adelantó imperturbable, con desprecio del arma que lo apuntaba y de las garras de Krulí.

—¡Atrás Satanás! —gritó la vieja arrojándole la lanza.

Papik lo vio con toda claridad, pero su dignidad de hombre no le permitía agacharse frente a una mujer; por eso no trató de evitar el lanzazo. El arma le rozó un pómulo y luego fue a clavarse pesadamente en la pared que Papik tenía a sus espaldas. Con el rostro bañado en sangre, Papik siguió avanzando.

Titerarti parecía por fin dispuesto a disparar su arma; pero antes de que pudiera hacerlo, Krulí se arrojó sobre Papik para castigarlo con una lluvia de puñetazos, pero involuntariamente le sirvió de escudo, de manera que cuando Papik la arrojó al suelo, Milak ya había entrado nuevamente en acción.

Rápido como el rayo y silencioso como el sol se deslizó entre los circunstantes indecisos, arrancó el fusil de las manos del misionero y con él le golpeó la cabeza, una, dos, tres veces, y aún más, después que lo hubo hecho desplomarse, hasta que Ivalú se interpuso. Sólo entonces desistió Milak de seguir golpeando. Estaba pálido y tembloroso; luego se volvió y comenzó a romper todo lo que encontró alrededor.

En el ínterin también la cólera creciente había hecho presa de Papik. Con el cuchillo se había puesto a destrozar los libros y a romper los cacharros. Por fin cortó la cuerda que sostenía la lámpara. Por un instante la habitación quedó a oscuras, pero luego el petróleo derramado se inflamó al contacto con la mecha encendida.

El espectáculo de las llamas que se entendían rápidamente sobre el piso de madera, apagó en un instante la furia de los dos hombres. Nunca habían visto un fuego semejante y se quedaron mirándolo, fascinados, hechizados. Pero Hiatallak lanzó un alarido de terror y huyó seguido por Krulí y Neghé. Por la puerta entró una ráfaga de aire que avivó el fuego y las llamaradas derritieron la grasa con que los hombres tenían untados los rostros e hicieron que las pieles se arquearan.

Entonces Papik se arrancó al hechizo.

—Ven Viví, mi trineo está todavía cargado y mis perros están flacos y son veloces. Ven, Ivalú, ven Milak. Alejémonos rápidamente; afuera disparan y podría alcanzarnos alguna bala, porque hay demasiada oscuridad para que la gente pueda saber a quien apunta.

Su cólera se había desvanecido por completo. Cogió a Viví por una mano y la sacó de la casa.

—Corro a preparar mi trineo, que está cerca de tu iglú —dijo Milak a Ivalú—. Allí te esperaré. También mis perros están flacos y son veloces —y así diciendo se largó afuera.

Las llamas habían ya conquistado la mitad del suelo y continuaban avanzando en medio de silbidos y llenando de humo la habitación. Ivalú se puso de rodillas junto al cuerpo de Titerarti, quien, todavía en el suelo, se llevaba la mano a la cabeza ensangrentada y gemía.

—¿Puedes levantarte? —le preguntó Ivalú tosiendo a causa del humo.

—Tú eres el diablo encarnado —dijo Titerarti con voz quebrada—. Tenemos que agradecerte a ti y a los de tu ralea lo que ha ocurrido.

—Pero si no queremos agradecimiento de nadie.

—Sin ustedes ésta sería una comunidad feliz y tranquila.

—Estamos a punto de partir —dijo Ivalú sonriendo a tal pensamiento—; pero tienes que salir de aquí en seguida, porque las llamas se te acercan.

Lo ayudó a levantarse y salió de la casa presurosamente.

Al bajar tropezó con el cadáver de Argo, que yacía en medio de un charco de sangre. Neghé le sacudía la cabeza y lo llamaba llorando. Un poco más allá estaba Tippo que, con la cara en la nieve se agitaba en los últimos estremecimientos. Toda la explanada que había frente a la Misión estaba desierta. Algunas antorchas abandonadas, porque su luz ofrecía buen blanco, crepitaban en la nieve y el aire estaba impregnado del acre olor de la pólvora de los disparos, nuevo para Ivalú.

La cólera se había extendido. Se había iniciado la guerra santa. Detrás de las casas y de los iglúes resonaban tiros y gritos; pero tanto los cristianos como los paganos disparaban sobre todo para calentarse los guantes, porque resultaba imposible ver nada en la noche, de la que había desaparecido hasta la última estrella.

Ivalú caminaba rápidamente. Oyó que algunos proyectiles le silbaban en torno, pero en ningún momento sintió miedo de que la alcanzaran. Estaba contenta porque Pupililuk se mantenía tranquilo.

—¡Aniquílenlos a todos! ¡Aniquilen a los pecadores heréticos! —oyó que gritaba Titerarti a sus espaldas. Y al volverse lo descubrió, largo y negro, en el marco de la puerta, destacándose contra el fondo de fuego, mientras el edificio de la Misión se transformaba en filigranas sutiles.

Estaba agotada; sin embargo, mantuvo el paso veloz, bajo el cielo enrojecido por los reflejos del incendio, hasta que el estruendo de la batalla se desvaneció en el pasado.

El viento había calmado, la noche era tibia y el aire prometía nieve; por eso los sonidos no llegaban lejos.

Encontró a Milak aporreando a los perros que se habían declarado en abierta rebelión, porque en lugar de la comida esperada seguían viendo el látigo.

—Papik y Viví ya partieron —dijo Milak— seguiremos sus huellas.

—¿Tomaste mi lámpara y los otros enseres del iglú?

—Sí, saqué todo lo que podía servir.

—¿Unciste a la cabeza del tiro las perras que están en celo para que los perros tiren con mayor brío?

—¡Desde luego, pequeña! —respondió Milak alegremente.

—¿Y enganchaste al final las que están embarazadas para que los demás perros no se coman a los cachorros que podrían nacer en el camino?

Tendremos necesidad de nuevos perros de trineo.

—¡Hice todo lo que era necesario! Ahora sube, que alguien desenredará las correas. Pero Ivalú no obedeció. Los perros estaban excitados y se mordían unos a otros, gruñendo, sordos a las órdenes. Entonces, bajo los ojos admirados de Milak —pues eran pocas las mujeres capaces de gobernar un tiro de perros—, Ivalú tomó la vara y sistemáticamente la descargó sobre los perros, los cuales cuando se pusieron en orden de marcha, volvieron a recibir otra tunda y empezaron a tirar con tanto brío que si el trineo no hubiera avanzado, la tierra; se habría corrido hacia atrás; entonces Ivalú saltó al trineo, delante de Milak, de cuyas manos tomó el látigo de corto mango de madera y de larguísima tira de piel de foca, por ver si conseguía aún hacerlo restallar contra el viento de la carrera, hasta las orejas del perro cabeza.

Y lo conseguía aún muy bien.

Como recordaba, nunca había que azotar al perro cabeza, porque éste, como todos los jefes que se respetan, era orgulloso y si sentía el fuego del látigo en su cuerpo, inmediatamente mordía al compañero que tenía más cerca, para demostrar que no quería creer, que no podía admitir que el latigazo estuviera dirigido lealmente a él, sino que el torpe amo había seguramente errado el golpe.

Aunque tiraban con gran brío detrás del cabeza, los perros apenas humeaban, porque hacía calor. Ivalú dejó el látigo y se abrió la chaqueta hasta la cintura, para sentir en el pecho el viento de la carrera. Aspiró profundamente, saboreando el aire cargado de la fragancia de la inminente caída de nieve. Al cabo de algunas bocanadas, Ivalú había recuperado sus fuerzas.

—Milak —gritó absorbiendo el viento—. ¿Por qué permanecí tanto tiempo alejada de los trineos? ¡Me siento otra vez llena de alegría! ¡Soy feliz, Milak, cuando pienso en el iglú que construiremos cuando estemos cansados, y en el iglú seré feliz pensando en la carrera que seguirá al reposo! Pero, ¿serás feliz en el norte, Milak?

—Siempre puedo volverme atrás, si no estoy contento.

—No, nunca podrás volver.

—¿Por qué no?

—Mataste a Titerarti, Milak —dijo Ivalú con voz tranquila—, y bien sabes que los hombres blancos nunca te lo perdonarán y que tu nombre quedará inscripto para siempre en sus libros.

—¿Estás segura de que murió?

—Está muerto y quemado. Lo vi con mis propios ojos —e Ivalú se dio cuenta de que por fin había aprendido a mentir.

—Entonces —dijo Milak con indiferencia— me ahorraré el fastidio de hacer un viaje al sur. Pero, ¿sigues todavía decidida a no reír conmigo? Has de saber que yo por mi parte decidí hacerte reír, pequeña, aunque sea a palos.

—Ya te lo advertí en el iglú, pequeño Milak —dijo con voz baja y de nuevo grave—. En las largas noches solitarias rogué a Dios que me dieta alguna señal y Él oyó mi plegaria y me dio esta criatura que ahora duerme tan tranquila. ¡Es una señal demasiado clara, Milak! Por eso estoy resuelta a sacrificárselo todo; ¡hasta a ti te sacrifico! Tal vez haya en el norte un rinconcito que los hombres blancos no descubran y donde no hagan saltar el hielo; y allí lo criaré en la verdad, y de allí, si su Padre lo quiere, partirá un día para preparar los caminos de Dios, para enderezar Sus senderos.

—A veces pienso que no eres tú la que habla, Ivalú, sino que lo hace un espíritu extraño que entró en tu cerebro, y me parece que estás loca, y esto me da miedo.

Ivalú rió.

—Tienes razón, Milak. Alguna vez empleo las frases del Buen Libro para expresar mis ideas, porque me es más fácil concebirlas que traducirlas en palabras; pero llegará un día en que mi hijo sepa expresar lo que su madre sólo puede sentir. Él será el Salvador que necesitan urgentemente los hombres blancos.

Y como Milak no respondiera, Ivalú agregó:

—Si Dios no desea que Pupililuk siga las huellas de Su otro Hijo, así como nosotros seguimos la pista de Papik, si Él considerara a sus criaturas indignas de un nuevo Salvador, porque ignoran las enseñanzas del primero, pues bien, Dios revelaría este deseo, dándome alguna otra señal. ¿No comprendes?

«Oh, pequeña Ivalú», pensó Milak angustiado, porque esa señal él ya la había visto, la había visto desde el momento en que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad: la capucha de Ivalú no era sino una gran mancha de sangre en cuyo borde se bamboleaba exánime la cabeza de Pupililuk.

La voz jubilosa de Ivalú lo arrancó de sus pensamientos.

—¡Mira, aquella perra está pariendo!

Desde hacía ya un buen rato, la perra más próxima al trineo daba señales de inquietud, se volvía frecuentemente como para morderse la cola, lo cual le había valido recibir más latigazos que sus compañeros. Ahora, ayudado por el movimiento, cayó en la nieve el primer cachorro liado en un envoltorio. Ivalú lo recogió en plena carrera y con los dientes rompió la envoltura elástica y humeante. Se restregó el cachorro húmedo contra el rostro y luego se lo pasó a Milak, que se lo metió en la chaqueta, mientras Ivalú se preparaba a recoger los otros. Alcanzaron en total a once, y nacieron a intervalos que dieron justo el tiempo suficiente para desembarazarlos de la envoltura; pero Ivalú sólo liberó los cinco primeros, porque una perra en viaje no podía criar más; en cuanto a los otros, que daría como comida a los perros del trineo, los mantuvo expuestos al aire y rápidamente se endurecieron al viento de la carrera.

—Esperemos que Papik se detenga pronto; así yo y la perra podremos alimentar a nuestros pequeños —dijo Ivalú—. Felizmente Pupililuk está muy tranquilo. ¡Cuan juicioso se muestra ya!

—Pero los cachorros ya me dan mucho que hacer en torno a mis pechos —dijo Milak esforzándose por sonreír.

Ivalú en cambio se rió de todo corazón.

—Pequeño Milak, ¿podremos alguna vez entendernos?

—¿Por qué lo dices?

—Es que somos tan diferentes. Yo soy estúpida; tu, inteligente; yo soy lerda, tú ágil; vengo del norte, tú vienes del sur, lo cual significa que prefiero Comer carne, mientras tú prefieres comer pescado. Además yo soy una mujer, en tanto que tú eres un hombre.

—¡Concordaremos como el arco con la flecha, pequeña! Pero por ahora tenemos otra cosa en qué pensar. Mira, ha comenzado a nevar, y esto bien puede ser una ventaja, porque la nieve borrará nuestras huellas y nadie podrá seguirnos, pero puede también ser un inconveniente, si Papik no se detuvo, porque perderemos las suyas.

—No temas, Milak, Papik sabe cómo debe viajarse en el hielo y lo que debe hacerse.

Tendieron el oído y aguzaron la vista. Los perros empezaban a agitarse, mientras husmeaban y ladraban y bien pronto se oyó la respuesta de otros perros en la noche.

—¡Ocurre que se detuvieron! —gritó Milak con aire triunfante.

—Y la nieve está cayendo espesa, espesa —dijo Ivalú volviendo al cielo el rostro y abriendo la boca para recibir en ella los copos.

La nieve caía espesa, espesa, y cubría sus huellas.