¡Tu presencia deshonra nuestra casa y traerá desgracias a nuestra aldea!
Con estas palabras Neghé atacó a Ivalú a la que encontró en su casa, al volver de la Misión.
—¿De qué se trata? —gritó Siorakidsok—. Ivalú no hace sino llorar desde que entró y no es posible arrancarle una sola palabra.
Como el nuevo misionero lo había ignorado al desembarcar y luego ni siquiera había pedido hablar con él, Siorakidsok, por vía de represalia, no había asistido al sermón, de manera que nadie había tenido tiempo de explicarle las razones de todo aquel trastorno.
—Titerarti nos ha dado a entender que nos negará los servicios religiosos si frecuentamos a Ivalú. No nos casará delante de Dios cuando vuelvan nuestros hombres, no bautizará a nuestros hijos ni nos dará té y dulces.
—¿Qué no nos dará té y dulces? —gritó Siorakidsok escandalizado.
Neghé apuntó con un dedo a Ivalú y dijo:
—¡No, porque ésta pecó de modo horrendo al mentir acerca de su preñez! El mar se vaciará de peces, la tierra se hará desierta y los niños morirán si ésta continúa contaminándonos con su presencia. ¡Dios puede ser terrible en su ira!
—En ese caso —dijo Ivalú con tono cansado, mientras se levantaba del lecho con la cara hinchada y los ojos enrojecidos— alguien se marchará de aquí.
—¿Adonde vas? —gritó Siorakidsok, como si ella, y no él, estuviera afectada de sordera.
—A construirme una casa, para estar alejada de los que temen llenarse de desgracias por mi presencia.
—¡Es una excelente idea! —dijo Siorakidsok, después de haberse hecho repetir muchas veces lo que Ivalú había dicho—. Pero, ¿quién vestirá y alimentará a tu cachorro y a ti?
Ivalú no pudo menos que sonreír al comprobar tanta ingenuidad.
—Dios, como siempre. El niño es suyo y Él no le hará, por cierto, sufrir ni frío ni hambre.
—¿Qué dijiste? —preguntó Siorakidsok.
—Que Dios proveerá a su hijo —le gritó Ivalú en un oído, mientras Neghé aullaba en el otro:
—¡Es una pecadora! ¡Lo dijo Titerarti! ¿Cómo se permite pronunciar todavía el nombre de Dios?
—¡Cállate, Neghé! ¿Qué pecado cometiste, Ivalú? ¡Confiésalo!
—Con seguridad habré pecado porque de no ser así, Dios no me castigaría haciendo que un misionero no me preste fe; sería muy dichosa si pudiera confesar cualquier pecado, para evitar sufrimientos a la aldea, pero antes quisiera saber cómo, cuándo y dónde pequé.
—Un curandero está pronto a creer que en tu infinita ignorancia hayas infringido algún tabú sin saberlo. Cada región tiene sus propios tabúes y tú no conoces todos los de nuestra región ni tampoco todos los tabúes de los hombres blancos.
—Y entonces, ¿qué debo hacer?
—Un curandero deberá emprender otro viaje a la luna —dijo Siorakidsok con aire resignado—. No existe otro medio de saber cuál sea tu culpa.
—¡Se terminaron tus viajes a la luna! —intervino Neghé—. Titerarti ya nos ha dado a entender que no debemos ayudar a un curandero si queremos gozar del beneficio de sus servicios religiosos, de manera que ya nadie te preparará ofrendas para tus viajes. Y alguien piensa que esto es un gran bien, porque el Espíritu de la Luna estuvo comiendo un poco demasiado en los últimos tiempos.
—¡Sal de aquí, Neghé, vieja decrépita! —gritó Siorakidsok enconado—. Alguien quiere hablar a solas con Ivalú.
Neghé se marchó de mala gana. Entonces Siorakidsok se inclinó hacia adelante y dijo a Ivalú:
—Si es cierto que ya no podré ir a la luna, ¿cómo se podrá descubrir cuál sea tu pecado y poner las cosas en su lugar? Pero tal vez tú logres encontrar personas que me ayuden a partir a escondidas.
—¿No has oído? Nadie quiere ayudarme —gritó Ivalú.
—¿Por qué no hablas en voz alta, tontita? ¿No ves que nadie puede oírnos?
—No puedo contar con los otros, ni siquiera con Viví —se desgañitó Ivalú en el oído del curandero—. Además no quiero contrariar los deseos de Titerarti, que representa a Dios.
—En ese caso, será mejor para todos que te vayas. Un curandero reconoce como pecado sólo aquello que daña a la comunidad y por el momento veo tres pecadores principales en esta aldea: Titerarti, tú y tu hijo. Tú y Titerarti porque siembran la discordia, y tu hijo porque es la causa de ella. Y puesto que por ahora no tengo el poder de alejar a Titerarti, porque una aldea ingrata parece querer abandonar a su curandero e ignorar sus consejos, eres tú quien debe alejarse con tu hijo.
Ivalú bajó la cabeza.
—Era eso lo que quería hacer.
—¡Es inútil que te niegues, muchacha obstinada, pues tendrás que irte! Pero antes tienes que encontrar a un hombre que los mantenga. Mira lo que debes hacer: con la excepción de ti y de Viví, en la aldea no hay actualmente más que un montón de mujeres viejas, que nadie tocaría sino para meterlas en la fosa. Preséntate pues a los hombres y pregunta si uno de ellos te quiere.
—Ya todos tienen mujer, y según las últimas reglas, no es lícito tener más de una, ¿es que ya lo has olvidado?
—Pero los hombres siempre están dispuestos a deshacerse de una mujer vieja para tomar una nueva. ¿Es posible que nunca nadie te haya pedido en matrimonio?
—Claro es que no. Me respetan por la manera en que tuve a Pupililuk.
—Pero si te ofreces a ellos, encontrarás seguramente a alguien que te quiera como mujer, aunque todavía no eres muy fuerte ni estás tampoco muy gorda. Tal vez yo mismo te querría para mujer mía si tuviera un par de años menos.
—Gracias, Siorakidsok.
—A aquél que sea el mejor cazador, has de decirle: «Hombre, prepara tu trineo, que nos vamos hacia el norte. Una muchacha te trae como dote un hijo varón, te coserá los trajes y reirá contigo durante las largas noches, hasta que te lagrimeen los ojos».
—Seguiría de buena gana tu excelente consejo. Siorakidsok, si no fuera precisamente por este niño. Pero, puesto que es el hijo de Dios y tendrá que llegar a ser el nuevo Redentor, quiero dedicar toda mi vida a instruirlo, para que un día pueda llevar la verdad al corazón de los hombres, incluso el tuyo, Siorakidsok. Es lástima que tus sabias orejas sean demasiado sordas para dejarla entrar.
—Acércate, Ivalú, para que te pueda soltar un bofetón.
Ivalú se acercó respetuosamente y Sioradiksok le dio una señora bofetada.
—¡Has de saber que los curanderos poseen una gran luz interior que les revela todas las verdades!
—¿Por qué pues no crees en Dios, siguiendo las enseñanzas de la Buena Nueva? —preguntó Ivalú acariciándose la mejilla.
—¡Pero si un curandero cree! ¡Cree en todos los dioses! El mundo es grande y muchas son las tribus que cazan, pescan y pecan, de modo que hacen falta muchos dioses, porque uno solo no podría componerlas.
—¡Es evidente que dormías durante las lecciones, Siorakidsok! Kohartok, y también una muchacha tonta, repitieron mil veces que sólo hay un Dios.
—No vayas a creerlo, Ivalú. Los hombres blancos son gentes rústicas y presuntuosas. Por eso tienen la desfachatez de afirmar que existe, a lo sumo, un solo Dios (naturalmente el suyo), que sólo él vale algo y que es menester echar a todos los otros. Pero no es así, aunque sería descortés y hasta peligroso contradecirlos. Si alguien obra o piensa de manera distinta de la de ellos, lo consideran un pecador. ¿Sabes por qué prohíben a un hombre tener muchas mujeres y a una mujer tener muchos maridos? Porque los blancos no serían capaces de tratar con equidad a distintos maridos y a distintas mujeres, y esto acarrearía celos, litigios y muertes sin fin. ¡He oído decir que cuando en un país un hombre toma prestada la mujer de otro, lo hace a escondidas, sin pedir permiso al marido! ¿Cómo puedes imaginarte que el Dios de gente tan villana pueda hacerte feliz y darte tranquilidad? Y si no te hace feliz (y por cierto que no tienes el aire de serlo), quiere decir que no se trata del Dios que te conviene, ¿comprendes?
Ivalú arrugó la nariz, lo que equivalía a una negativa.
—Escucha, pues, estúpida muchacha. Cada tribu tiene el dios que se merece; porque cada dios está hecho a imagen de quien cree en él. Y así la gente estúpida tiene un dios estúpido, los inteligentes tienen un dios inteligente, los buenos, un dios bueno, los malos, un dios malo. El dios de los hombres blancos es un dios terrible, celoso y vengativo, porque los blancos son gentes terribles, celosas y vengativas. Los conozco muy bien. Hace muchos, muchos años, cuando habitaba en el sur, algunos de ellos, que cazaban la ballena blanca en nuestros mares, decidieron llevarse consigo ocho hombres, para mostrarlos en su país, donde nunca se los había visto. Yo fui uno de los elegidos.
—¿De veras?
—¡Pero no llegué a ir! Fui suficientemente sabio para negarme; por eso estoy hoy todavía vivo. Ya había oído hablar de los terribles territorios de los hombres blancos, donde las mujeres se rehúsan a hacer los trabajos pesados y se los cargan a sus maridos.
—¡Qué vergüenza!
—Allí las mujeres golpean a los varones desde el nacimiento, si se niegan a trabajar: por eso todos los hombres blancos crecen acostumbrados al trabajo y con un miedo loco de sus mujeres, algunas de las cuales andan con las uñas teñidas de rojo por la sangre de los hombres.
Ivalú lo miraba aterrada.
—¡Nunca oí cosas tan horrendas!
—No, Ivalú, ninguno de aquellos hombres volvió. En el barco humeante se embarcaron ocho, de los que ya no se tuvo ninguna noticia. Durante muchos años, cada vez que veíamos a un barco le preguntábamos cómo habían terminado los hombres que se habían marchado para el país de los blancos y siempre se nos respondía que habían oído hablar de la llegada, pero nadie sabía o quería saber dónde habían ido a terminar. Todos desaparecieron sin dejar rastros.
Siorakidsok hizo una breve pausa, para saborear el terror que había despertado en Ivalú.
—¿Qué has dicho? —preguntó, aunque Ivalú no había dicho nada—. Escucha en lugar de hablar. La religión del hombre blanco está hecha expresamente para poner diques a la maldad de una gente muy mala y que tiene gran miedo de morir. Su amor a Dios se funda en el miedo a la muerte. Créeme, es menester el alma de un hombre blanco para llevar el fardo de sus creencias, no un alma como la tuya. Pero por cierto que no has comprendido ni una sola palabra de lo que dije.
—Ni siquiera una —dijo Ivalú llena de admiración.
—Si crees que el dios cristiano es verdaderamente tan peligroso como lo describe Titerarti, entonces te conviene esconderte de él. Si en cambio es bueno, como afirmaba Kohartok, nada tienes que temer. ¿Por qué el camino que conduce a un dios que pretende amarte tendría que ser un sendero pedregoso que te hiera los pies, en lugar de ser una pista lisa como el océano? ¿Crees que ese dios te quiere hacer feliz o infeliz?
—Como de costumbre, no sé qué responder.
—Un curandero no conoce ni le importa conocer al dios de los hombres blancos. Nosotros siempre nos la pasamos muy bien sin él. Pero la luz interior que ilumina a todos los curanderos nos revela que quien hizo a los hombres los quiere felices y no infelices. No quiere ver caras fúnebres, sino caras sonrientes. No quiere oír lamentaciones, sino risas; así también él puede reír un poco. Y también quiere la felicidad de sus criaturas porque la gente feliz es buena, mientras que los infelices son malvados. ¿Comprendes?
Ivalú volvió a arrugar la nariz.
—Escucha, muchacha: el que es feliz desea colmar de gentilezas y de bondad a los que lo rodean. Sólo los infelices roban, pelean y matan. Es evidente que Titerarti es un hombre infeliz, porque de otro modo no sería tan malo contigo.
—En efecto, advertí en su rostro los signos de la infelicidad y oré por él siguiendo el consejo del Buen Libro que dice: Rogad por aquéllos que os persiguen y os calumnian.
Siorakidsok hizo un movimiento circular con la mano y continuó imperturbable su discurso:
—Mira en torno. Aquí vivimos en medio de un lujo y con un refinamiento casi increíbles. Esto representa el modo de vida desahogado del meridional, pero no es tu modo de vivir. Tú nunca serás feliz entre el tufo de la cocina, del tabaco y del petróleo, porque no estás acostumbrada a estas cosas, así como tu mente no está tampoco acostumbrada a las enseñanzas de los hombres blancos. Tu cuerpo está hecho a otro modo de vivir, y tu ánimo a otro modo de sentir. Entre los hombres blancos eres como una foca privada de agua, como una garza privada del cielo. Por otra parte, si abandonas a Titerarti en el hielo, verás que morirá al cabo de una vuelta de sol, a pesar de todas sus oraciones y de todos sus himnos. Pero, desde luego que no habrás comprendido lo que quiero decir con esto.
—Por cierto que no.
—Si intentas imitar a los hombres blancos, estás perdida, Ivalú, como lo están ellos en la tierra de los hombres, si no tienen leña y carbón. El dios de los hombres blancos no tiene el poder de proteger ni a ti ni a ellos en los hielos polares: el frío lo paraliza. Muchos, pero muchos hombres blancos intentaron siempre avanzar hacia el norte con equipos enormes, con enormes cantidades de carbón y estufas, con infinidad de perros, trineos y barcos humeantes; pero su dios siempre los dejó plantados y se volvió a su casa apenas se agotó el combustible, de suerte que tales viajes debieron quedar interrumpidos por la mitad o terminaron en algún desastre. Allí donde reina el hombre blanco, tú eres ignorante; pero en tu tierra, los ignorantes son ellos. Por eso un curandero te dice: Vuelve a los silenciosos hielos del norte, donde tú eres sabia, pues no existe pecado más grave que el de la ignorancia, y allí estarás al resguardo de los hombres blancos y de la venganza de su dios, que tiene los mismos rasgos que ellos: rasgos de tirano fúnebre y vengativo, que fija un precio a la salvación y encadena a sus hijos en lugar de hacerlos libres. Huye de un dios que te dice: Quiero ser amado sobre todas las cosas, porque de no ser así, te arrojaré a un horno en llamas. Cree en cambio, en un dios que te diga: Pequeña Ivalú, te amo mucho, y no deseo otra cosa que tu felicidad.
—Sé que Dios me ama —dijo Ivalú sonriendo—. ¿Acaso Él mismo no me dio la prueba de ello?
—Tu dios tiene que estar hecho a imagen de ti misma y de los tuyos, ha de ser un cazador alegre y generoso que divide el producto de su caza y ríe con todas las mujeres y hace hijos en todos los iglúes. Tu dios no mora en una sofocante casa de madera calentada con carbón, sino en los grandes espacios helados. No teme el frío porque tiene la panza llena de grasa. Nunca creas en un dios que quiere vengarse en sus propias criaturas por haberlas creado llenas de defectos; ése es un falso dios y los que propagan su teoría son unos ignorantes ¿comprendes?
Ivalú lloraba con la nariz arrugada y sacudiendo la cabeza.
—Mis oídos oyen tus bellísimas palabras, oh Siorakidsok, pero mi mente no comprende su sentido. ¡Tengo tantos deseos de comprender y tan poca capacidad! ¡Si por lo menos existiera el modo de adquirir un poco de tu sabiduría!
—Ese medio existe: si coges unos piojos de la cabeza de un curandero y los pones entre tus pelos, los piojos te transmitirán un poco de la sabiduría del curandero. Vamos, hazlo, Ivalú.
—Eres muy bueno, Siorakidsok —dijo Ivalú, y llena de gratitud siguió el consejo del viejo.
Se fue a vivir a una minúscula casa de piedra y barro, protegida por una pared de rocas y situada cerca de la aldea, pero no mucho; y allí esperó con cristiana resignación a que ocurriera algo, sin saber exactamente qué. Torngek le había procurado algunos ayudantes para construir la casa, pero Viví, severamente vigilada por la madre, no había aparecido.
A Ivalú sólo le habían quedado unos pocos utensilios domésticos que Asiak le dejara. Aun cuando los objetos hechos con las propias manos fueran la única propiedad privada que pudiera heredarse, era necesario que estuvieran efectivamente en uso para que la comunidad los respetara; pero puesto que en la casa de Siorakidsok, y también en la Misión, Ivalú no había tenido oportunidad de usar utensilios propios, los miembros de la comunidad se habían ido adueñando de ellos poco a poco. Torrigek le procuró los enseres que le faltaban y también una perra para que la protegiera, la misma que había estado presente en el nacimiento de Pupililuk.
Tratábase de una perra muy valiente, porque cuando pequeña le habían atado al cuello una avispa viva envuelta en un paño, de la cual había adquirido la audacia.
Ivalú disponía de suficiente comida y ropas, para poder pasarse sin pescar ni tender trampas; pero no porque los de la aldea la proveyeran. El enérgico Titerarti se había impuesto de tal modo a la comunidad que nadie, ni siquiera una oveja negra como Torngek, se atrevía a desafiar las iras de Dios, y menos aún las de aquel misionero, al favorecer a una pecadora impertinente dejada fuera de la iglesia. Pero cuando los hombres que volvían de cazar pasaban frente a la casita de piedra, las correas que sostenían el botín se aflojaban misteriosamente y siempre caía algo al suelo sin que nadie lo advirtiera. La mano de Dios, pensaba Ivalú. Y cuando alguno volvía de las colinas con una sarta de garzas a las espaldas, un par de aves se soltaba de los lazos y caía al suelo como por obra de magia. Una vez que Ivalú vio caer un par de guantes y corrió presurosa para avisar al grupo de hombres que pasaba, nadie los reclamó. Ora encontraba algún saquito lleno de huevos helados, ora pieles de zorro, ora la piel de una foca de primer pelo, blanca y suave, expresamente hecha para confeccionar las botitas que necesitaba Pupililuk.
E Ivalú se llevaba a su casa todos aquellos dones de Dios, sonriendo consigo misma con aire de persona enterada. ¿Cómo podía un sabio, estúpido curandero, temer que quedara abandonada? ¡Si aquel hombre quisiera sólo cambiar un poco de su sabiduría por un poco de fe!
El verano pasó sin que Ivalú sintiera el deseo o la necesidad de acercarse a la aldea. No se había acostumbrado aún a las multitudes; además, un niño pequeño y una perra grande la tenían bastante ocupada. A veces se sentaba frente a su casucha para mirar las nubes de mosquitos que constituían un verdadera flagelo, o a los niños que, a bordo de sus kayak lanzaban flechas a las garzas marinas, cuyas enormes bandadas podían ofuscar la luz del sol, y cuyo dulce gorjeo hacía vibrar todo el firmamento cuando las aves rozaban el agua para pescar.
Pero si Ivalú descubría un umiak cargado de balleneros armados de arpones que se adentraba en las olas, ella se apresuraba a esconderse en la casa, sabiendo que las ballenas y los narvales son de naturaleza sumamente susceptible y se niegan a dejarse matar en presencia de mujeres.
Éstas y otras cosas había aprendido Ivalú desde que habitaba en él sur.
Sentía que iba madurando en el cuerpo y en el alma y que se estaba convirtiendo en una mujer de gran experiencia. Por sus ropas advertía que estaba aún creciendo, pero sabía cuidarse a sí misma, como hubo de comprobar cuando perdió a su perra.
La perra había batallado con una pareja de lobos que rondaban la casa, hasta que algunos hombres de la aldea, atraídos por el alboroto, mataron uno de los lobos y pusieron en fuga al otro; pero en la pelea la perra había perdido un ojo y hubo de morir poco después. Cuando Ivalú vio volver al otro lobo, afiló un cuchillo, lo recubrió de grasa y lo plantó con el mango en tierra, a la entrada de la casa. Luego se retiró adentro. Después de haber husmeado largamente la hoja del cuchillo, el lobo se puso a lamerla. Bien pronto comenzó a sangrarle la boca, pero el sabor de su propia sangre no hizo sino aumentar la voracidad del animal, que continuó lamiendo la hoja hasta que la lengua le quedó reducida a jirones. Un sueño después, Ivalú lo encontró tieso en el suelo; pero sabía que tenía que andar con cautela, pues a los lobos no les gusta morir, y por precaución se le acercó en silencio con un cuchillo en la mano y le cortó la garganta. A partir de aquel momento, comenzó a rodear su casa de trampas, cuidadosamente revestidas de tierra, y de bolas de grasa que ocultaban en su interior huesos afilados.
De su padre había aprendido a disponer de cualquier animal, desde el oso blanco hasta los minúsculos piojos, que capturaba metiéndose entre su carne y la ropa un trocito de piel untado de grasa y atado a un nervio; cuando lo retiraba, estaba cargado de insectos, y sí, con la ayuda de Dios ella era muy capaz de cuidar de sí misma.
De vez en cuando alguien se detenía para cambiar cuatro palabras con Ivalú. A veces Viví y Torngek le llevaban a escondidas pequeños regalos: un plato de ostras, algún ojo de foca, menudos de ptarmigan, y otras delicadezas de este género; o bien le llevaban alguna figurilla de esteatita o algún animalito hecho con sus propias manos, para Pupililuk. Aunque era verano, continuaban llegando algunos peregrinos que habían oído hablar del parto milagroso y querían ver al niño; Ivalú contaba sonriendo lo que sabía; ellos devolvían la sonrisa y a menudo dejaban alguna ofrenda. Todos se mostraban bondadosos. Algunos eran cristianos bautizados por misioneros de otras localidades y éstos iban a hurtadillas para evitar que lo supiera Titerarti.
Ivalú llegó a enterarse de muchas cosas sobre el nuevo misionero.
Había roto con Siorakidsok y convencido a los miembros de la aldea de que creer en un curandero no era sino crasa idolatría que les valdría la perdición eterna. Siorakidsok, que veía así esfumarse definitivamente sus proyectos para ulteriores viajes a la luna, estaba sumamente alarmado por ese estado de cosas y en su casa se había producido una seria disidencia entre él y Torngek por una parte y Neghé y sus amigas por otra.
Titerarti, que había llegado sin llevar provisiones propias, no tardó en consumir las que Kohartok había dejado. Así y todo no salía a cazar ni a pescar ni tampoco participaba, desde luego, en los trabajos comunes, pero aceptaba tranquilamente toda la carne y todas las golosinas que le llevaban los de la aldea, quienes lo compadecían a causa de su poca habilidad; y la gran entereza de ánimo de que daba prueba al no mostrarse nunca afligido o humillado por los numerosos regalos que recibía, revelaba un espíritu verdaderamente superior, que suscitaba la admiración de aquella gente primitiva.
Trabajando incansablemente, había inculcado en el ánimo de la grey el temor de Dios y de su ministro, de manera que ya los fieles se espiaban y denunciaban recíprocamente, montando una buena guardia en las puertas del Reino. Ya nadie salía a cazar los domingos ni cantaba baladas inmorales ni andaba desnudo por la casa, ni comía hasta hartarse, ni reía sino con quien estaba unido legalmente en el matrimonio celebrado por el propio Titerarti. O por lo menos no abiertamente. En cambio se dio una edificante sucesión de plegarias, salmos, sermones, confirmaciones, conversaciones, ceremonias nupciales y servicios religiosos.
Las ceremonias pías habían ganado en decoro y dignidad desde que todos los fieles mantenían en sus rostros expresiones graves, puesto que Titerarti fruncía el ceño e interrumpía su discurso cuando descubría sonrisas durante el servicio religioso. Los perros ya no eran admitidos en la Misión; y si durante el régimen de Kohartok y de Ivalú las mujeres solían dar de mamar a sus hijos o colocarlos sobre las vasijas que tenían expresamente puestas debajo del banco de la Misión, ahora, si un niño lloraba, la madre se apresuraba a sacarlo afuera, seguida por las severas miradas de Titerarti.
Una mujer de edad mediana, llamada Minik, había quedado embarazada de uno de los nómades que llegaran en la primavera y que hacía poco se había convertido. Titerarti apostrofó a los dos durante el servicio dominical, como se lo merecían. Luego los indujo a que se casaran.
A Minik no le gustó esta idea, porque se consideraba esposa de un tal Tutiak, hombre que había partido con la expedición. ¿Qué ocurriría cuando volviera Tutiak? Pero Titerarti le aseguró que no ocurriría nada, porque la unión con Tutiak, fundada en el pecado, era ilegal y, por lo tanto, sólo le daba derecho a un puesto en el infierno.
Titerarti insistió tanto que habría parecido poco cortés no acceder a su exigencia, de modo que, por respeto al hombre blanco, la pareja se avino a sus deseos; pero no sin cierta mala gana.