Torngek, que siempre fue considerada una experta en la materia a causa de su reprensible estado de bigamia, pronunció el diagnóstico definitivo. La condición de Ivalú no se debía, como pensaba esa ignorante muchacha, al hecho de que hubiera comido mucho, si bien en los últimos tiempos su apetito había aumentado notablemente. Ivalú estaba embarazada. Ésa era la verdadera razón de su engrosamiento.
Y el que su estado de gravidez se debiera a un milagro era tan patente como la eminencia de la blanca llanura de su vientre; todas las mujeres se reunieron en la casa de Siorakidsok para verla con sus propios ojos y tocarla con sus propias manos.
Las estrellas habían palidecido, el resplandor violáceo que anunciaba el alba circuía el horizonte; seis meses habían transcurrido desde la partida de la expedición que se había llevado con ella a todos los hombres. El muchacho mayor de la aldea no tenía aún ocho años y que Siorakidsok estaba fuera de combate era cosa que las mujeres habían asegurado desde tiempo inmemorial; de manera que en edad viril sólo quedaba Kohartok, quien naturalmente estaba excluido de cualquier actividad de ese género, a causa de los preceptos de su fe.
Y después de todo, Ivalú tenía que saber si había reído con un hombre; pero lo cierto era que ninguna muchacha estuvo alguna vez tan segura de que aquello no había ocurrido. Imaginó que tal vez bastara pensar en un hombre o que un hombre la mirara como la había mirado Milak, para quedarse embarazada; pero las mujeres de más experiencia no compartían esta opinión.
—Sin embargo —observó Torngek— bien sabes que la luna llena puede dejarte embarazada.
—Es cierto —dijo Neghé—. ¿Miraste alguna vez de frente a la luna llena? ¿O bebiste agua en que se haya reflejado la luna llena?
—No, nunca —respondió Ivalú con firmeza—. Una madre decía que sólo las mujeres casadas pueden hacerlo.
—En ese caso, lo que tienes en el vientre no puede ser sino el hijo de Dios —dijo con aire embelesado la madre de Viví, Krulí, mujer muy religiosa, que se había negado a acompañar a su marido Hiatallak en la expedición, para no perder los servicios religiosos dominicales.
—Así debe de ser —cuchicheó Torngek, juntando las manos.
Ivalú se sintió invadida por una felicidad que no era de este mundo.
—Ahora me parece que comprendo todo lo que ocurre.
Y aunque hablaba en voz muy baja, el círculo de oyentes hechizadas no perdió ni una sola sílaba.
—Una vez, al irme a dormir, sintiéndome más sola que de costumbre, lloraba en voz alta.
Entonces Kohartok me leyó la frase del Buen Libro que dice: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Luego me ofreció un trago de agua de fuego que, como la oración, es una poderosa medicina y una fuente de consuelo. Pero en mi lecho me sentí más sola y acalorada que nunca y lloré en voz alta, hasta que quedé débil y aturdida por las muchas lágrimas. Entonces tuve un sueño.
—¿Qué sueño? —preguntaron las mujeres a coro, porque Ivalú se había detenido.
—Hacía mucho tiempo que rogaba a Dios que me visitara: y esa vez Él se llegó hasta mí.
—¿Lo viste con tus ojos? —preguntó Krulí, con un hilo de voz.
—No lo vi con los ojos, pues todo estaba muy oscuro, sino que lo sentí.
—¿Lo tocaste?
—No, fue Él quien me tocó. De pronto advertí que dos grandes manos calientes me secaban las lágrimas y me acariciaban el cuerpo. Entonces tuve ganas de llorar aún más, no de miedo, sino porque me sentía presa de una gran ternura, como si todas las cosas y todas las personas que había amado en mi vida se hubieran reunido en aquellas manos y en mi ser.
—Pero, ¿era un sueño o no lo era? —preguntó Neghé impaciente.
—No lo sé. En aquel momento pensé que era un sueño; pero ahora creo que tuve la ilusión de un sueño, porque estaba aturdida a causa del mucho llorar y tal vez también a causa del agua de fuego. Y verdaderamente pienso que Él se llegó a mí en persona. Por la mañana siguiente me dolía la cabeza y también el vientre me dolía un poco.
—Pequeña Ivalú —exclamó Krulí con la voz velada y los ojos llenos de lágrimas— éste es en verdad un gran momento. ¡Hay que avisar a Kohartok!
Y todas juntas se precipitaron hacia la Misión.
Pero Kohartok no recibió la buena nueva con el entusiasmo que esperaban. Indudablemente se mostró impresionado y hasta conmovido, porque se puso pálido y le temblaron los claros ojos, como los de un ptarmigan abatido; pero ningún grito de alegría surgió irrefrenable de su garganta. Ningún repiqueteo festivo de campanas, ningún hosanna, ninguna plegaria se elevó para glorificar la anunciación milagrosa. Kohartok permaneció mudo e inmóvil, petrificado por la sorpresa.
—Tenías razón —le dijo Ivalú, bajando humildemente la cabeza—. Tuve fe y Él vino a mí.
Ivalú se puso tranquila y contenta. Sus vivaces ojos se hicieron serenos y un sentido de madurez y apaciguamiento la llenó con un calor profundo, un calor que ya no la mantenía despierta, sino que llevaba a lo íntimo de su ser reposo y distensión.
Comenzó a desear la soledad, mientras cuerpo y alma parecían converger hacia la nueva vida que surgía de la nada, que crecía en la oscuridad y que comenzó a ser para Ivalú centro, principio y fin de todo el universo. Comparado con eso, todas las otras cosas se desvanecían. La falta de los padres, el regreso de Papik y de Milak, que fuera invierno o verano, que se hallara en el sur o en el norte, que las focas afloraran o que llegara el caribú, ¿qué importancia podía tener todo eso? Lo único que importaba era la nueva vida que se agitaba en ella, que se agitaba y pataleaba, con tanto vigor que a veces las mujeres veían cómo se movía el vientre de la joven y ésta debía sostenerlo con las manos, en medio de la hilaridad general.
Kohartok tomó a una mujer anciana, Tippo, para que realizara los trabajos de la casa, pues, según decía, Ivalú no debía esforzarse en las condiciones en que se hallaba, aun cuando ella no consideraba su trabajo como un esfuerzo. Tippo se sintió feliz de habitar en la Misión e Ivalú compartió con ella su cuartucho.
El misionero daba señales lentas pero seguras de que también a él lo había turbado profundamente el acontecimiento. Se hizo más serio y ya no reía ni bromeaba nunca; parecía cansado, aunque inquieto, y hasta un poco envejecido; sus sermones se hicieron más solemnes, sus oraciones más intensas y más pródiga la asistencia que prestaba a viejos y enfermos.
Un profundo fervor se adueñó de todas las almas. Siguiendo el ejemplo de su pastor, la grey se acusaba a sí misma en coro y ardorosamente. La propia Ivalú, para no ser menos que los demás, admitía con entusiasmo que era una inveterada pecadora. Sin embargo, todos la consideraban con envidia y veneración. En las ejecuciones de los hermosísimos himnos cristianos, importados por el misionero para sustituir a las inmorales baladas indígenas, la voz apasionada de Ivalú, aunque no muy bien afinada, destacábase de todas las demás.
«Somos falsos y estamos llenos de pecado», entonaba Kohartok con su voz de bajo profundo. Y la comunidad repetía alegremente y a voz en cuello:
—Somos falsos y estamos llenos de pecado.
Volvió la primavera y, gracias al ininterrumpido calor y a la luz permanente, se disolvió la escasa nieve y la vegetación enana se desarrolló con gran rapidez: en pocas semanas la parda tierra quedó enteramente cubierta de endebles abedules, achaparrados por el suelo, de minúsculos sauces, de amapolas amarillas, de saxífragas multicolores, mientras niviarsiak rojos y violáceos trepaban por las rocas y los helechos servían de alfombra en los barrancos más húmedos. De nuevo volaron por el cielo pálido las gaviotas y las garzas; de nuevo en la rada brillaba el agua y entre los hielos flotantes navegaban los frágiles kayak, las mujeres excavaban trampas y tendían lazos; los niños cazaban garzas con liga, capturaban con la mano los lerdos ptarmigan o escalaban las rocas para saquear los nidos de las gaviotas, cuyos huevos manchados se ponían a podrir al sol; las niñas recogían arándanos, moras, arrayanes y toda la variedad de bayas que apuntaban entre los setos, que eran exquisitas mezcladas con aceite de morsa y fáciles de conservar para el invierno si se las dejaba congelar en grasa de ballena.
El océano ya líquido abundaba en focas y si se hubieran hallado presente los hombres, la aldea habría podido banquetear y hartarse de carne, sangre fresca y ostras vivas extraídas del estómago de las focas; pero no era lícito que ninguna mujer matara uno de estos animales, porque de hacerlo así todos los demás, mortalmente ofendidos, se retirarían al fondo del mar, para no volver ya nunca a la superficie; y los niños eran demasiado pequeños para capturar otra cosa que no fuera un ejemplar muy joven, de primer pelo, casi exangüe y con el estómago vacío.
A mediados del verano, un barco humeante penetró en la pequeño rada.
Su llegada constituyó un gran acontecimiento: rostros nuevos, voces nuevas, comidas nuevas. Además los tripulantes anunciaron que la expedición había llegado a su destino, lo cual significaba que los hombres de la aldea se encontraban ya en viaje de regreso.
El barco no llevaba comerciantes de profesión; sin embargo, todos los tripulantes, desde el fogonero al capitán, esperaban hacer algún negocio. Todos tenían numerosos espejitos, cuentas de vidrio, cuchillos de acero y cintas multicolores que querían cambiar por pieles de zorro, armiño y marta. Eran hombres de elevada estatura, toscos e hirsutos, que rara vez sonreían, pero que hacían mucho ruido. No tardaron en organizar bailes a los sones de sus cajas de música, y cuando habían bebido demasiado agua de fuego se comportaban como locos, se hacían ligeros de manos y armaban un alboroto endiablado, mientras perseguían a las mujeres, hasta a las viejas desdentadas, como si nunca hubieran oído hablar de pecados y de los tormentos del infierno. A veces sus propios compañeros debían llevarlos a bordo, no sin dificultad y en medio de riñas. Sin embargo, las mujeres de la aldea estaban contentas con su presencia, que representaba una diversión agradable.
El misionero en cambio tenía aspecto de enojado, pero no dijo nada, ni siquiera cuando por primera vez vio asientos vacíos entre los bancos de la Misión, ni cuando algunas mujeres ya no pudieron mirarlo a los ojos después de haber salido a pasear con los miembros de la tripulación.
El barco humeante se había llegado hasta la aldea con el fin de embarcar las cajas de los exploradores. El capitán, uno de los pocos que prefería los ricos pero peligrosos mares hiperbóreos infestados de icebergs, tenía prisa por partir, porque siendo breve el verano, aquellos parajes estaban abiertos a la navegación apenas un mes por año, y ésa era la estación de la caza de la ballena. La nave era grande sólo a los ojos de los indígenas que nunca habían visto otra mayor; pero en verdad se trataba de una pequeña y sucia ballenera, con el casco de madera raspado, astillado y descortezado por los hielos, y sólo la proa, que a menudo tenía que servir de ariete, estaba provista de gruesas planchas de acero.
Un sueño antes de que el vapor zarpara, Kohartok se presentó aún una vez más junto a Ivalú, en uno de los toscos bancos de madera y le tomó una mano entre las suyas. La joven notó que estaba pálido y enflaquecido y que mostraba grandes sombras alrededor de los ojos.
—He decidido dejar este puesto, hija mía.
—Pero ¿por qué? —preguntó Ivalú, espantada—. ¿Te has cansado de esparcir la Buena Semilla?
El misionero se movió nerviosamente en el banco.
—También un misionero tiene momentos en los cuales comienza a dudar; no de Dios, sino de sí mismo. Para continuar mi obra necesito ayuda y te la pido a ti, Ivalú.
—¿La ayuda de una muchacha tonta?
—Sí. Lo que ahora oirás tal vez te sorprenda, pero deseo que te conviertas en mi mujer. Casémonos con el consentimiento de Dios, pequeña Ivalú, y juntos llevaremos la luz a las tinieblas.
Tuvo que repetir y explicar su proposición varias veces, antes de que Ivalú comprendiera su sentido. Entonces la joven bajó los ojos y se sonrojó.
—¡Cuánto quisiera que mis padres estuvieran vivos y vieran el día en que un hombre blanco, y uno de tu importancia, me pide en matrimonio! ¿Te parece que nos estarán observando?
—Es posible.
—Me siento muy honrada, Kohartok.
El misionero dejó escapar un suspiro y se acarició pensativamente la barba rojiza.
—No hay por qué pequeña.
—Y me entristece el no poder aceptar este honor.
—¿No puedes? Pero, ¿por qué? —exclamó el hombre con alivio.
—Lo mismo que todos los hombres blancos, tú seguramente no eres un buen cazador ni sabrás manejar un trineo y un tiro de perros, ni sabrás hacer muchas cosas que gustan a una muchacha. Por eso no puedo. Pero lo que me preocupa es esto: ¿quién bautizará a mi hijo cuando llegue y tú no estés aquí? ¿Y quién dirigirá los servicios religiosos y nos señalará la recta vía?
—De Dios no puedo enseñarte nada que tú ya no sepas, pequeña Ivalú; no soy sino un pobre pecador como muchos otros. Tú misma podrás asumir mis funciones, bautizar a los recién nacidos y ocuparte de la grey. Te dejaré mi libro para que las figuras te ayuden a recordar la Buena Nueva.
Sacó de las páginas del libro una flor desecada —una flor con cuatro grandes pétalos violáceos— y se la ofreció a Ivalú:
—Toma. Es una flor de mi país.
—¡Qué bueno es esto! —exclamó Ivalú mientras se la comía—. ¡Bueno como tú!
La partida de Kohartok entristeció a toda la aldea. ¡Era un hombre tan fino! ¡Tenía ojos tan comprensivos! ¡Eructaba con tanta delicadeza! Sin embargo, se despidió de manera hasta inconveniente, porque anunció a todos que partía y visitó uno por uno a los miembros de la comunidad antes de embarcarse. Entonces todos lo acompañaron al vapor con las lágrimas en los ojos, aun aquellas mujeres que lo habían decepcionado al faltar a las reuniones y a los servicios religiosos durante la permanencia de la tripulación en tierra.
A todo el mundo le parecía que en los últimos tiempos el misionero había perdido mucho de su antiguo rigor. En su discurso de despedida no imprecó contra los pecadores, sino que se limitó a recordarles las palabras del Buen Libro: Vigilad y Orad para no caer en la tentación; sí, el espíritu está pronto, pero la carne es débil.
A bordo de sus kayak algunos niños siguieron al barco humeante a través de la estela que dejaba entre los bloques de hielo, y el resto de la aldea lo siguió con la mirada hasta que el humo de la chimenea se perdió en la niebla estival. Entonces Ivalú sacó de la chaqueta el misterioso barómetro que siempre había sido objeto de maravilla para la comunidad y que Kohartok le había dejado como recuerdo; todos la rodearon para admirar el estupendo regalo.
Ivalú lo rompió con una piedra y repartió los trozos entre los circunstantes.
La noticia de la presencia de la nave en la rada se había propagado por los montes y por el mar, de esa manera misteriosa con que se propagan todas las noticias, de suerte que, al cabo de muy poco tiempo, apareció un grupo de nómades nechillik que levantó sus tiendas en las afueras de la aldea, si bien el verano era la peor estación para viajar. Pero una vez que la nave hubo zarpado, también se marcharon los nómades y, cuando, habiendo caído la noche, el mar quedó de nuevo cubierto de hielo y los indígenas se mudaron otra vez al mar congelado, la comunidad volvió a su estado normal. El fulgor de las lámparas se filtraba a través de las paredes de nieve y la fila de iglúes brillaba con un cálido color salmón en la oscura rada.
Las reuniones religiosas continuaron bajo la dirección de Ivalú, quien se servía del libro ilustrado de Kohartok; empero la joven no tenía modo de saber cuándo era domingo, de manera que los servicios se celebraban muy irregularmente. Cuando de vez en cuando se le ocurría que la comunidad necesitaba un poco de religión, Ivalú hacía sonar la campana y mujeres y niños acudían a escuchar su palabra y a tomar su té. Explicaba la Buena Nueva lo mejor que podía y del mismo modo respondía a las preguntas.
La vieja Tippo se mostraba rencorosa y difícil de tratar; por eso Ivalú rehuía su compañía lo más posible y, para tenerla alejada de ella, le permitía dormir en la habitación grande, junto a la estufa. La vieja golosa se pasaba noches enteras sin dormir, meditando en algún medio que le permitiera llegar a los dulces que Ivalú tenía bajo llave, porque Kohartok había sido muy explícito en lo tocante al modo de administrar las provisiones de la Misión. ¡Ay de aquellos indígenas que, de modo enteramente pagano, creyeran que la repartición de los bienes que ellos practicaban podía extenderse a la despensa de la Misión! Ivalú debía administrarla con la máxima parsimonia; por eso, para proteger la azucarera de la rapacidad de Tippo había pedido a Viví que la ayudara a distribuir las golosinas, precaución que aumentó el rencor de la vieja.
Viví en cambio era una buena amiga, con la risa siempre pronta en los labios. Y como Papik antes de partir, había demostrado que se interesaba por ella, Ivalú le hablaba a menudo de su hermano.
Los dolores la asaltaron en medio del sueño e Ivalú comprendió en seguida que había llegado la hora. La sacudían estremecimientos de frío. Se vistió rápidamente y en silencio, para no despertar a Tippo, y se precipitó a la casa de Siorakidsok.
—¡Ha llegado la hora! Ustedes querían estar presentes.
Una de las niñas de Torngek fue enviada a advertir a las otras mujeres, que bien pronto llegaron riendo y bromeando.
—No hagan ruido que despertarán a Siorakidsok —dijo Ivalú—. Alguien no quiere que él la mire.
Viví llegó jadeante y sumamente excitada; quiso quitar en seguida los calzones a Ivalú, pero las mujeres se burlaron de ella, y Torngek, dándole un empellón, le dijo:
—Quédate quieta, estúpida. Todavía es demasiado pronto.
Siorakidsok que, como buen sordo, oía todo lo que no debía oír, se despertó con el alboroto.
—Alguien te ruega que salgas de la casa por un tiempo —le dijo Ivalú.
—¡He visto nacer muchos niños! —gritó el curandero fastidiado.
—Lo sé; pero de todos modos alguien te ruega que salgas.
Por último, convinieron en instalar al viejo en el ángulo más distante de la habitación, con la cara vuelta a la pared; después de dejarlo allí, las mujeres se agruparon alrededor de Ivalú, que se había tendido sobre el banco de nieve, con los ojos cerrados y con el rostro tenso, en espera de los dolores. Cuando éstos la asaltaban, le temblaban los labios. Tenía una sed desmedida, pero hacía lo posible por permanecer silenciosa, porque no quería que se despertara Siorakidsok, que había vuelto a roncar.
Cuando los dolores, que se habían hecho cada vez más frecuentes, comenzaron a sucederse casi sin interrupción, murmuró: «Ahora», como si hubiera dado a luz muchas veces.
La levantaron del banco y la pusieron de rodillas en el suelo. Un par de manos le bajó los calzones y dobló hacia abajo las calzas. Alguien cavó debajo de ella un foso en la nieve y Torngek la abrazó por detrás y la oprimió, diciendo:
—¡Empuja!
El dolor le oscurecía la vista y le secaba la boca. Percibía agudamente las cosquillas que le hacían las gotas de sudor sobre la punta de la nariz. Oyó que las mujeres gritaban:
—¡Aquí está la cabeza! ¡Empuja con más fuerza! ¡Tienes que ayudar, estúpida! Una vez que salga la cabeza ya pasó lo peor.
Sintió que se desgarraba y, en la niebla causada por el dolor, entrevió de pronto, debajo de sí, la brillante cabeza del niño, con una cresta de cabellos húmedos.
Continuó haciendo fuerza, ayudada por Torngek, mientras las mujeres la alentaban vociferando, y la perra de la casa, que se había acercado gañendo y husmeando, recibió un golpe que la hizo rodar por la habitación. Y, casi antes de que se diera cuenta de ello, Ivalú había dado a luz y el peso de Torngek se retiró de sus espaldas.
Krulí recogió al recién nacido y apenas Torngek lo separó de la madre, se oyó un vagido fortísimo. Las mujeres pusieron una piel de zorro entre las piernas de Ivalú, le volvieron a levantar los calzones y le dieron a beber un tazón de nieve derretida.
—Descansa un poco antes de volver a tu casa.
—Perdonen a una muchacha tonta el haberles causado tantas molestias —dijo Ivalú extendiéndose sobre el banco—. ¿Dónde está el pequeño?
—Aquí está. Es un varoncito —dijo Neghé, que lo había limpiado y untado con grasa.
—Alguien querría que hubiera mucha luz —dijo Ivalú.
Las mujeres le acercaron al borde del lecho dos antorchas de sebo. Mientras la madre lo levantaba para verlo a la luz, el pequeño dejó de berrear. Sólo se oía el crepitar de las antorchas y la perra que lamía la sangre del suelo. Luego sonó la voz de Siorakidsok, que se había despertado a medias:
—¿Ya está por llegar el hijo de Ivalú?
Nadie respondió. Todas las mujeres se habían arrodillado en adoración, con las manos juntas.
La perra se acercó husmeando y alargando el hocico hacia el lecho, y se puso a gañir de maravilla y asombro, porque, aunque era vieja, aunque había viajado mucho y tenido acceso a muchas casas de nieve, nunca había visto un recién nacido como aquél.
En efecto, aquél era un pequeño hombre que salía de lo común, con ojos azules como el cielo y cabellos rojos como el infierno.