Kohartok, el misionero blanco, poseía una campana que hacía sonar con todas sus fuerzas cuando su libro le indicaba que era domingo.
Era él la única persona que había quedado en tierra firme una vez que el hielo y la noche invadieron la rada. En efecto, la tierra se había hecho tan fría que se habrían necesitado ingentes cantidades de aceite para calentar las casas de piedra. De modo que la comunidad se había mudado a la costra del mar, donde construyó una serie de iglúes cerca de la playa y de la barraca de madera que ocupaba el hombre blanco.
Apenas partieron sus compañeros, Kohartok clavó sobre su puerta un cartel con la palabra «Misión», aunque él era el único que sabía leer. Además de muchas provisiones, demasiado pesadas para llevárselas en los trineos, los exploradores le habían dejado también algunas cajas llenas de instrumentos y de libros en los que habían anotado sus observaciones. Los exploradores no volverían a aquella aldea, sino que seguirían camino directamente hacia el país del sol, después de atravesar el gran casquete ártico detrás del cual se hallaban otros hombres blancos y barcos humeantes que los llevarían a sus países.
De manera que los guías esquimales volverían solos.
Kohartok disponía además de muchas provisiones que le habían donado gente blanca de buena voluntad y que le ayudaban a esparcir la Buena Semilla entre los salvajes. Mientras compartió la barraca con los exploradores, había contenido su celo de misionero y se había contentado con celebrar sólo las ceremonias dominicales y a convocar a la gente a un número reducido de reuniones; pero una vez que partieron los blancos, se dio con cuerpo y alma a su actividad redentora. En reuniones diarias, a las que convocaba a toda la aldea, leía en voz alta una versión simplificada de las Sagradas Escrituras, preparada por la Misión que lo había enviado, y luego exhibía las ilustraciones en colores que acompañaban el texto.
Consciente de que para cristianizar a sus discípulos se necesitaba ante todo convencerlos de que eran pecadores, empleó buena parte del invierno y toda su habilidad de persuasión para hacer que se dieran cuenta de la maldad de la naturaleza humana, cosa que parecían ignorar por completo. Insistió en la necesidad de que se salvaran, hasta que los discípulos comenzaron a sospechar que estaban perdidos. Pero, recordando que un buen predicador debe dar fruto y no flores, Kohartok daba fin a las reuniones distribuyendo té azucarado y dulces envasados.
Naterk, una mujer a la que normalmente deberían haber abandonado ya a los hielos, le ayudaba a cumplir los deberes de la hospitalidad y le gobernaba la casa.
Teniendo provisiones suficientes para pasar el invierno sin preocupaciones y privadas de toda ocasión de chisme por la ausencia de los hombres, las mujeres estaban ansiosas de cualquier diversión, de manera que a las reuniones de Kohartok, interesantes además de fructuosas, nunca faltaba nadie.
Entre el misionero y el curandero se había establecido un tácito acuerdo: Siorakidsok podía continuar curando a los enfermos a su modo e influyendo en los cambios del tiempo y en la caza, siempre que no trabara la actividad de Kohartok. El decrépito curandero hasta se había empeñado en recomendar a todos la nueva doctrina, con la condición de que Kohartok advirtiese a la grey que ayudar a los viejos, en lugar de abandonarlos al hielo, era cosa grata a Dios, especialmente cuando se trataba de curanderos venidos a menos: condición que el misionero no tuvo dificultad en aceptar, con lo cual convenció a Siorakidsok de que la religión cristiana era un doctrina verdaderamente noble y elevada.
El viejo, glotón impenitente, siempre era el primero en acudir al llamado e iba a la Misión transportado por sus nietas; cuando terminaba la conferencia, se hacía despertar y, después de haber juntado las últimas migajas y limpiado la azucarera, se ponía a conversar con Kohartok sobre temas más o menos profundos.
En muchas comunidades indígenas, misioneros demasiado celosos de sus deberes habían chocado con el curandero local; pero Kohartok era suave como la luna y Siorakidsok, suficientemente sabio para dejar en paz a quien lo dejaba vivir. A ninguno de los dos le importaba si una herida se trataba con tintura de yodo o con estiércol de conejo, ya que ambos métodos resultaban igualmente eficaces y puesto que, frente a casos más graves, los dos hombres eran igualmente impotentes. De esta suerte, la blanca navecilla de la doctrina cristiana avanzaba con las velas hinchadas, por la pequeña rada.
Por lo menos al comienzo.
Una mujer había dejado aturdido a un glotón hembra, mediante una afortunada pedrada; le había atado hocico y patas y había llamado a sus compañeras y a los niños para que le ayudaran a celebrar la fiesta. Entre todos habían extirpado una de las uñas del animal, arrancado la lengua y traspasado la vejiga con agujas de coser; luego le habían extraído las crías del vientre grávido y se habían divertido con ellas, olvidando a la madre.
Kohartok, que había acudido al oír el alboroto, se encolerizó muchísimo.
Pero eso no fue nada comparado con la ira de que fue presa cuando se enteró de que una madre de cuatro hijos había llevado al cementerio a su hija recién nacida y la había abandonado allí desnuda, después de haberle llenado la boca con nieve, para que muriera más pronto.
El cometido de Kohartok no era fácil. Mientras el vocabulario esquimal disponía de muchos términos para designar al diablo, no poseía siquiera uno que designara a Dios; por eso la Misión se vio obligada a inventar uno, que aproximadamente significaba Espíritu Supremo, y Kohartok sudaba tinta para explicar el sentido de esta expresión. Al asegurar, por una parte, la existencia de atroces tormentos en el infierno, y por otra, de grandes recompensas en el paraíso, los misioneros no habían encontrado nunca grandes dificultades para convertir a los esquimales, dulces y tolerantes por naturaleza, y respetuosos de los extranjeros. Pero tradiciones y creencias inveteradas no podían extirparse de un día para el otro, ni siquiera donde el día dura varios meses; de manera que a menudo las normas de la nueva doctrina tenían que compartir el campo con las viejas costumbres.
Por eso los indígenas se maravillaban de que Kohartok no odiara tanto como ellos al deletéreo glotón, que no tolerara que se limitara el número de habitantes mediante la muerte de los viejos y de los recién nacidos, medida tendiente a adecuar la población a la capacidad de abastecimiento de la zona, que no soportara la desnudez, aun cuando hiciera mucho calor, y que condenara la glotonería cuando abundaba la carne.
Pero lo que más alarma causó fue su actitud respecto de las cuestiones sexuales.
Al terminar la reunión inicial que se había celebrado poco tiempo después de la llegada de Kohartok a la aldea, una delegación de maridos, agradecidos por las golosinas, lo había invitado a reír con la mujer que él escogiera. Era seguro que un hombre que había realizado un largo viaje sin gozar de la compañía de mujeres tendría que estar dispuesto, de buena gana, a reír un par de veces con una mujer. Pero parecía que, en el caso de que estuviera dispuesto a reír, Kohartok reía solo porque rechazó desdeñoso la proposición, y despidió a la delegación amenazadoramente. Kohartok aprovechó aquel incidente para iniciar una violenta campaña contra el adulterio, el cambio de esposas, el amor libre y cualquier otra forma de pecado a que se entregaban los indígenas.
Hasta aquel día, los esquimales habían considerado pecado dar muerte a un caribú blanco, que las mujeres cazaran focas y ballenas, que cosieran fuera de la estación, que se mezclaran los productos del mar con los productos de la tierra, y muchas otras acciones, ninguna de las cuales, empero, se refería a la actividad sexual; el nuevo tabú que el hombre blanco procuraba introducir amenazaba pues revolucionar las costumbres de los indígenas y los dejaba perplejos.
El blanco favorito del desdén del misionero era Torngek, quien aun cuando se enteró de que la bigamia era un delito, se negó a prometer que una vez que volvieran sus maridos rechazaría a uno de ellos y se casaría regularmente con el otro; sino que insistía en decir que se había encariñado con ambos y que ambos tenían necesidad de ella. Por eso no fue considerada digna del bautismo. En cambio, a su hermana Neghé le agradaba la idea de la monogamia, pues le garantizaba la exclusividad de las atenciones de Argo, aun cuando las otras mujeres de la aldea consideraban su actitud sumamente egoísta y destinada a causar disturbios.
Kohartok, hombre concienzudo, era muy cauto en sus conversiones, pues sabía que entre los pueblos primitivos muchas personas abrazaban una nueva fe sólo porque está de moda o por mostrarse corteses con el visitante extranjero, y en ocasiones, en comunidades de mayor progreso, porque esperan que una vez convertidas obtendrán un tratamiento favorable en el puesto de intercambio, lo cual, en efecto, ocurre a menudo.
El único bautismo que impartió Kohartok antes de la partida de la expedición era el de Alinaluk, una vieja moribunda. Había muerto de gangrena, a pesar de los exorcismos de Siorakidsok y de las repetidas aplicaciones de tintura de yodo y de estiércol de conejo. En invierno, la primera que bautizó fue Viví, la muchacha de quien se había enamorado Papik, y luego a su madre Krulí, y poco a poco a todas las otras mujeres y niños; bautizó también a la vieja Naterk, su ama de llaves, de la cual se sentía seguro sólo por el hecho de que, gracias a su edad, la mujer se encontraba ya fuera de la órbita de los pecados más graves.
También Siorakidsok se declaró dispuesto a convertirse, por espíritu de amistad. Esta razón no pareció suficiente a Kohartok, de manera que el curandero vino a enterarse, con cierto alivio, que se le negaba el bautismo.
Mas los niños podían bautizarse sin escrúpulos, de suerte que cuando, en las tinieblas del invierno, Neghé echó al mundo una niña, ésta fue la primera recién nacida cristiana de la comunidad. En lo tocante a elegir nombre, se siguió la costumbre indígena de imponerle el de una persona difunta. Puesto que el nombre de Asiak se le había dado ya a un gracioso perro de trineo, la niña de Neghé recibió el de Ernenek, que todavía se hallaba buscando un cuerpo en el cual refugiarse. Ivalú se sintió feliz porque el nombre de su padre había cesado por fin de vagar solitario en la oscura noche.
Hubo otros nacimientos. Antes de partir, los hombres habían plantado su simiente en la buena tierra de las mujeres, y ahora la semilla germinaba, crecía, daba frutos. Torngek, la última mujer embarazada que quedaba, dio a luz una pareja de gemelos, de lo cual rió toda la aldea, afirmando que había parido gemelos porque tenía dos maridos. Kohartok dio muestras de que no le agradaba este género de humorismo, pero luego, cuando le tocó bautizar a las criaturas, estaba radiante porque había arrebatado dos almas al fuego eterno.
Por un buen tiempo, ya no habría que bautizar a ningún recién nacido, pues todas las mujeres habían dado a luz.
Entre las mujeres de caras anchas y campechanas, de gruesos labios y de ojos almendrados que se alineaban en los bancos de madera y acogían la Buena Nueva, había una que resaltaba de modo particular; era una joven de rostro atento y embelesado, que se sentaba con las piernas separadas, enfundadas en grandes botas de piel de foca que le llegaban hasta la ingle.
Kohartok había reparado en ella cuando la joven jugaba con los niños, llevaba nieve potable a las casas o cosía y raspaba las pieles. Junto a Viví, alta y ágil, con la que se mostraba a menudo acompañada, la muchacha parecía tosca y torpe en sus rústicas ropas de oso que llevaba en lugar de los vestidos hechos con pieles de zorros de distintos colores, elegidas y cosidas con arte, adornos de conchillas y de piel de armiño, que las otras mujeres usaban; sin embargo, era derecha y agraciada, pues la maternidad todavía no le había deformado las caderas. Y mientras las otras mujeres llevaban la cabellera partida en el centro y recogida en dos bandas lisas que les caían sobre el pecho en un par de largas trenzas, ella se la recogía, a manera de torre, atada con un gran nudo en lo alto de la cabeza y asegurada con espinas de pescado, según la usanza de los esquimales polares. El negro violáceo de la cabellera y el castaño casi negro de sus ojos hacían aparecer más deslumbrante el marfil viejo de la piel y el marfil nuevo de los dientes.
Debería haber sonreído con mayor frecuencia.
Una vez, después que los otros se hubieron marchado, el misionero se sentó en el banco junto a la muchacha y le tomó una mano. Al contacto, los ojos de la joven se dilataron. Nunca había visto manos así: anchas, débiles y suaves como las de un recién nacido, manos que evidentemente nunca habían empuñado una lanza ni manejado un látigo.
—¿Cómo te llamas, hija mía? —le preguntó afectuosamente Kohartok.
—Ivalú.
—Es un hermoso nombre; es el nombre de la primera mujer que Dios creó de la costilla del primer hombre.
—Sí, y una muchacha se conmovió hondamente cuando lo supo.
—¿Seguiste todas las lecciones tan atentamente como la primera, hija mía?
—Sí.
—Entonces te darás cuenta de que tu hermosa alma continuará viviendo eternamente en un mundo mejor que éste, una vez que tu miserable cuerpo haya muerto, ¿no es así?
—Por cierto; es ésta una de las pocas cosas que ya sabía de pequeña.
—¿Y estás dispuesta a salvarte?
—¿Salvarme de quién? Nadie intenta hacerme daño. Todos son buenos conmigo.
—Salvarte de ti misma. Es en tu interior donde anida el verdadero peligro.
—¿Qué quieres decir, Kohartok? Mi estupidez no tiene límites.
—Dios ama a los simples, Ivalú. Recuerda: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; y bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios.
—¿Y crees que lo veré alguna vez?
—Ciertamente, Ivalú, si confías a Él tu alma. ¿Estás dispuesta a confiársela?
—¿Es que nuestras almas no están todas en su mano?
—Por cierto que lo están. Pero, ¿estás pronta a dejarlo entrar en tu corazón?
—¿Acaso Él no tiene acceso a todas partes?
—En suma: ¿Estás dispuesta o no? —exclamó Kohartok con un ademán de impaciencia.
Ivalú se puso intensamente roja y bajó los ojos.
—¿Por qué? ¿Acaso habíamos reñido?
Kohartok, hombre de fe profunda, sabía reconocerla en los demás y por eso veía, sin abrigar la menor duda, que Ivalú no era la única que aceptaba la fe sinceramente. Tal vez sólo fuera aquella vida inusitada, sin hombres, lo que hacía que las mujeres se mostraran particularmente dispuestas a recibir la Buena Semilla. Pero, cualquiera fuera la razón, lo cierto era que la Buena Semilla producía sus frutos.
Todos adoraban al predicador. Era un hombre de gran bondad. Cuando la vieja Naterk se enfermó con fuertes dolores de estómago, el misionero se ocupó de ella mucho más de lo que la vieja podría ocuparse de él y lo hizo con buen corazón; sólo vacilaba un poco frente a los piojos que infestaban los escasos cabellos y los vestidos casi pelados de la enferma, mientras se preguntaba quien podría sustituirla en los quehaceres domésticos.
Fue a aconsejarse con Siorakidsok.
Siorakidsok le dio dos sugestiones. Ante todo, le hizo notar que, mientras que era justo proveer a las necesidades de un hombre sabio y anciano, tratar del mismo modo a una mujer cualquiera, vieja y decrépita, era exagerar las cosas, por lo cual aconsejaba dejar a Naterk expuesta a la bruma, para que cayera en el sueño final, y así se pondría fin a sus sufrimientos y se economizarían las provisiones; además le aconsejó confiar las tareas domésticas de la Misión a Ivalú, muchacha fuerte y voluntariosa, que probablemente sería capaz de trabajar tres veces más que Naterk.
Kohartok rechazó la primera proposición con la misma prontitud con que aceptó la segunda.
Ivalú se sintió feliz. No sólo era un honor servir al hombre blanco, sino que además la idea de poder ayudarlo en su actividad de misionero la conmovía profundamente. Por otra parte, las nuevas tareas le aseguraban cierta autoridad en la aldea: guardar las llaves de la despensa de la Misión era el sueño de todos.
De todos, menos de Ivalú, que todavía no se había hecho golosa.
Viendo que el estado de Naterk empeoraba, Kohartok preguntó a Siorakidsok:
—¿Por qué no intentas aliviar los sufrimientos de la pobre vieja?
—No soy más que un curandero impotente. Pero una persona sabia como tú debería saber expulsar a los espíritus inmundos de su panza.
—Tal vez sea capaz de expulsar al diablo de su alma, pero no los dolores de su cuerpo; mas sé que a veces los procedimientos que ustedes practican contra las enfermedades son muy eficaces.
Siorakidsok se hizo rogar largamente antes de declarar:
—¿Recuerdas lo que ocurrió en el caso de Ernenek? A un curandero no se le dio tiempo para hacer un viaje a la luna y luego vino a saberse, demasiado tarde, que en el enfermo había aún otros espíritus malignos. Esta vez un curandero ignorante quiere primero consultar al Espíritu de la Luna, para saber exactamente a qué cura conviene someter a Naterk.
—Haz lo que te parezca, pero procura ayudarla.
Entonces Siorakidsok pidió que lo llevaran a un lugar que había entre los cerros, para iniciar desde allí uno de los misteriosos viajes que los curanderos emprenden en casos de emergencia, hacia el País de la Luna. Pero, puesto que el Espíritu de la Luna tiene una naturaleza sumamente irascible y puesto que no le gusta conceder audiencias, no podía partir sin llevar consigo varias ofrendas de escogidas comidas, para congraciarse con el Espíritu.
En un alejado lugar situado entre los cerros, los miembros de la comunidad le construyeron un minúsculo iglú, provisto de suaves pieles —un iglú bien confortable, pues era el punto de partida para un viaje a la luna— y luego transportaron hasta allí a Siorakidsok, junto con numerosos recipientes de golosinas, entre las cuales habla gran cantidad de piel de ballena hervida, de narval y una deliciosa mezcla de salmón masticado, sesos de morsa, intestinos crudos de pescado y aceite de foca. A nadie le estaba permitido acercarse a aquel iglú mientras Siorakidsok estuviera en viaje, so pena de muerte inmediata y horrible.
Tres sueños después, toda la aldea fue a buscar a su curandero. Lo encontraron dormido, visiblemente exhausto a causa del azaroso viaje y rodeado de recipientes vacíos, lo cual era un buen signo: el Espíritu de la Luna debía de haber aceptado las ofrendas.
Siorakidsok dijo que era menester dejar calva la cabeza de Naterk, porque el Espíritu de la Luna le había comunicado que los agentes responsables del mal se albergaban en los pelos de la vieja. Entonces sacaron a la mujer al aire libre, le derramaron en la cabeza agua y, cuando ésta se congeló, un golpe seco separó el bloque de hielo de la cabeza, que quedó perfectamente calva.
Luego volvieron a llevar a Naterk a la Misión.
Como a pesar de todo esto, no daba signos de mejoría, Siorakidsok le punzó el vientre para facilitar la fuga de los dolores; luego mató una nidada de topos y extendió la piel caliente de los animales sobre la herida.
Naterk fue la segunda persona de la aldea sepultada en el cementerio cristiano poco tiempo después, con una solemne ceremonia y una edificante elegía.
Ivalú cumplía tan bien sus tareas domésticas que el misionero se preguntaba cómo había podido pasarse hasta entonces sin ella.
Pero Ivalú sufría mucho el calor en aquella casa de madera calentada con carbón, sobre todo durante las horas de reposo, pues cuando trabajaba estaba demasiado absorta para darse cuenta de nada. Dormía en un catre de la habitación que había pertenecido a Naterk y que a Ivalú le parecía un cuarto lujosísimo. No era más que un oscuro cuartucho, separado, mediante una pared divisoria, de la habitación principal, en la cual el misionero dormía junto a la estufa.
Aquel hombre detestaba el frío como al demonio. Nunca permitía que se abrieran las ventanas y cuando, antes de lavarse, ponía la palangana sobre el fuego para derretir el hielo, Ivalú lo veía sacudido por estremecimientos de frío.
La bondad del hombre se hacía cada vez más evidente. Los exploradores le habían dejado algunas botellas de agua de fuego, que él conservaba celosamente para eventuales momentos de malestar, de suerte que cuando veía que Ivalú lloraba, porque se sentía triste y sola, le ofrecía algunas gotas de aquella agua mezclada con un poco de nieve, después de haber bebido también él un trago, para demostrar que no hacía daño.
Lo mismo que su padre, Ivalú sabía adormecerse hallándose semihelada, pero no logró acostumbrarse a conciliar el sueño cuando sentía excesivo calor. Por eso cuando se iba a dormir, se quitaba toda la ropa, cosa que no hizo sin haber preguntado antes a Kohartok si desnudarse era pecado. Algún tanto perplejo, el misionero le había respondido que no lo era cuando uno estaba solo, y únicamente era ilícito andar por la casa desnudo a plena luz.
Extendida en su cuchitril cálido y oscuro, Ivalú experimentaba por primera vez con las manos el contacto de su propia carne.
Sus palmas menudas y duras, adentrándose cautas en el territorio inexplorado que era su cuerpo, se sorprendían por la tersura de la superficie. Descendiendo desde las nórdicas regiones de colinas suavemente onduladas, formadas por sus robustos hombros, las manos subían la ardua cuesta de los firmes senos y se detenían en su cima; desde allí dominaban todo surco, altura y saliente del terreno. Luego, bajaban por la estrecha garganta de la concavidad de los senos y recorrían la fresca y maciza llanura del estómago, y la depresión inflamada del vientre, suave como el musgo joven. Y desde allí continuaban dirigiéndose hacia el sur, hacia las regiones tropicales y hacia la mancha de selva virgen —tierra de nadie— que crecía en las faldas del volcán. Aquí las audaces exploradoras se separaban y cada una se aventuraba por su cuenta, por las regiones de los muslos, poderosos y aterciopelados por suave hierba. Se detenían en las rodillas frías y lejanas, y volvían hacia atrás, a lo largo de la parte interior de los muslos, donde la piel era más lisa y suave, impacientes por volver a encontrarse donde se habían separado, para detenerse en las márgenes del cráter, atraídas por su cálido misterio, ignorantes de la lava que albergaba dentro.
A veces, después de haber explorado su cuerpo, Ivalú proyectaba el pensamiento hacia el futuro; pero, como no conseguía penetrar las nieblas que lo escondían, recurría al pasado, que en su mente se mostraba claro, alegre, lleno de movimiento y ya embellecido por el tiempo. Le parecía tan hermoso que le llenaba el corazón de tristeza y los ojos de lágrimas. ¡Con cuánta nostalgia pensaba en la sangrienta pista del oso, en las silenciosas esperas junto a los agujeros de pesca, en las carreras desenfrenadas sobre el gran mar helado, en la presurosa construcción de reparos en medio de los alaridos del viento polar…! ¡Cuánto habría dado por poder sentir una sola vez más los olores familiares del iglú de su infancia, volver a ver la lucecilla color de ámbar en las paredes circulares, oír cómo Asiak raspaba las pieles y hacía agujas, y escuchar su voz tranquila, los ronquidos de Ernenek y sus estrepitosas carcajadas!
Para consolarse del paraíso perdido, comenzó a volver sus pensamientos hacia el paraíso futuro y habló a Dios. Y mientras le hablaba, tenía la impresión de que Él la escuchaba con mucha atención; pero no estaba segura de ello. Kohartk, cuya respiración le llegaba profunda y regular, de la habitación contigua, prueba de que no lo asaltaban dudas parecidas, le había dicho que la única culpable era ella misma.
—¿Es posible que Él quiera manifestarse a una estúpida muchacha? —le preguntó una vez Ivalú.
—Desde luego, si tienes fe. Bien sabes que Dios tiene predilección por los pobres de espíritu, pero debes orar y creer. ¿O has olvidado que el Buen Libro dice: Todo lo que pidáis con fe en la oración lo obtendréis…?
—Pero, ¿cómo reconoceré Su venida?
—No temas, que te darás cuenta de ella. Si no estás segura, quiere decir que no ha venido.
Era pues obvio que no se le había presentado a ella, e Ivalú estaba preocupada. Este pensamiento le impedía dormir, y ella aprovechaba el insomnio para orar con toda el alma y para pedir que Él le diera algún signo de su amor. Aunque sólo fuera en el sueño. O tocándole una mano. Una sola vez le bastaría.
Ivalú se lo imaginaba en forma humana, puesto que Él había hecho al hombre a su imagen y semejanza; sin embargo, tenía suficiente sentido para comprender que no podía estar a disposición inmediata de cualquier estúpida muchacha que quisiera verlo, sino que evidentemente debía estar ocupado con pecadores mucho más importantes que ella. Se armó pues de paciencia y, rezando, esperaba que Él encontrara un poco de tiempo para visitarla.
A veces le parecía oír una voz en medio de la tempestad, percibir un dedo en la corriente de aire que acariciaba su desnudez en las tinieblas; pero estos signos no eran suficientemente claros, razón por la cual concluía que Él todavía no se había presentado.
Y tenía razón.
Porque cuando Él, por fin, la visitó, no dejó lugar a la menor duda.