Cuando al despertarse Ernenek levantaba la cabeza del saco de pieles, su primer pensamiento era habitualmente para el montón de carne puesta a podrir cerca de la lámpara para que se hiciera tierna y gustosa. Pero no aquel día.
Aquel día viendo a Siksik en un rinconcito del pequeño iglú, dispuesta a estregar las ropas de su marido, tomó una súbita decisión antes de satisfacer las exigencias de su estómago: puesto que contribuía más de lo que era su deber al mantenimiento de la minúscula comunidad, bien podía pretender participar también de los derechos conyugales de Anarvik, sin necesidad de pedirle permiso cada vez que le hacían falta los servicios de Siksik.
Ernenek nunca había tenido una mujer propia, porque era joven y porque en los hielos del extremo norte escasean las mujeres tanto como abundan los osos; sin embargo, conocía la importancia de tener una mujer propia, hábil en raspar las ropas y en confeccionar calzado, y con la cual podía uno charlar durante la noche.
Sobre todo donde la noche dura cinco meses.
Precisamente ahora, antes de partir para la caza, le habría gustado reírse un par de veces con Siksik, pero bien se daba cuenta de lo que convenía y de lo que no convenía a un verdadero hombre; por eso sabía hasta qué punto era inconveniente gozar de los favores de una mujer sin haberle pedido antes permiso al marido.
Y Ernenek ponía siempre cuidado en no cometer ninguna inconveniencia.
Con todo, ya estaba cansado de pedir permiso. Y no porque Anarvik se lo negara, pues rehusarse a prestar su propia mujer o el cuchillo, habría sido digno de inaudita mezquindad; pero, así y todo, el pedir continuamente favores no era digno de quien pertenece a una raza tan orgullosa que sus miembros se llaman a sí mismos sencillamente inuit, es decir hombres, para dar así a entender al mundo que las otras razas, comparadas con la suya, no pueden considerarse compuestas por verdaderos hombres: y esto, aunque el resto del mundo no sea de la misma opinión y los llame esquimales, término despectivo que les daba el pueblo limítrofe piel roja Algonquior y que significa «comedores de carne cruda».
Muchas de esas tribus no merecen ya tal nombre; pero el exiguo número de esquimales polares que lleva una existencia nómada en las regiones centrales del Ártico, cerca del Polo magnético, regiones inaccesibles para el hombre blanco, no cambiaron su tosca manera de vivir, la misma de cuando la raza humana era joven. Son como niños, alegres, ingenuos y sin piedad.
En la época de los tanques de guerra, empuñan todavía arcos de cuerno y huesos de ballena, y flechas con punta de piedra; se reparten el producto de la caza y no saben mentir. Hasta tal punto son de toscos…
Ernenek era un esquimal polar.
Sobre la lámpara de esteatita, el té se estaba enfriando. Siksik llenó un tazón y, bamboleándose, con los pies separados a causa de las calzas de piel de foca que le llegaban hasta la ingle, se lo llevó a Ernenek con una sonrisa. El hombre y la mujer, vestidos del mismo modo, ambos rechonchos y musculosos, pero con pies y manos pequeños, y con el mismo rostro chato, grueso y campechano, se distinguían en su aspecto sólo por los cabellos, que el hombre llevaba largos y sueltos, mientras que la mujer se los había levantado cuidadosamente, con un peinado muy alto, en forma de torre, sostenido con espinas de pescado.
—¿Dónde está Anarvik? —preguntó Ernenek tomando el tazón.
—No es imposible que haya ido a cazar a la bahía de la Morsa Ciega —dijo Siksik—. Ocurre que hace un sueño ustedes dos se devoraron una foca entera —agregó riendo, y Ernenek le hizo eco, con esa risa fácil y siempre pronta de su raza.
El té estaba caliente como vientre de mujer, es decir, demasiado caliente para Ernenek, que no soportaba el calor. Lo sopló largamente antes de beberlo, mientras escrutaba a Siksik por encima del tazón. Luego se lo bebió todo de un trago, juntó las hojitas que habían quedado en el fondo, se las comió y salió del saco. Llevaba puesto un ligero vestido hecho de piel de garzas marinas, con el plumón hacia adentro. Sobre éste se puso un pesado sayo de piel de oso, con el pelo hacia afuera, y metió el extremo de las calzas en un par de botines de cuero de foca.
Encorvado, porque la bóveda de hielo era demasiado baja para él, cortó con el cuchillo circular gruesas tajadas del montón de carne sobada y pasada de sazón y con la palma de la mano se llenó la boca.
Se deslizó gateando por el estrecho túnel de nieve, apoyándose en los codos y las rodillas, y arrastrando detrás de sí, tomado de las orejas, al perro cabeza de trineo, salió del iglú. El resto del tiro los siguió, sacudiéndose la escarcha del espeso pelo, ladrando por el hambre y descubriendo los dientes, aplanados a golpes de piedra para que no devorasen los arreos del trineo; con más de lobos que de perros, mostraban agudos hocicos y ojos amarillos y relucientes.
Ernenek se aseguró de que todos llevaban las abarcas que debían protegerles las patas de la mordedura de los hielos y de la sal marina. Luego los enganchó al trineo, subió a éste, retiró el ancla sepultada en un montón de hielo y agitó el látigo. Los perros avanzaron sobre el mar congelado, mientras se abrían en abanico y hacían crujir las correas con que cada uno estaba atado separadamente al trineo.
Hacía calor, apenas unos quince grados bajo cero, de manera que Ernenek no se veía obligado a trotar junto al trineo para calentarse, sino que podía gozar del paseo, sentado cómodamente en el pescante. Al sur, el firmamento se había teñido de azul, reverberación de un sol ausente, azul que se iba esfumando poco a poco, convirtiéndose en violeta, hacia el norte.
Bajo aquel pálido cielo, la tierra se mostraba anémica y descolorida, sin matices ni sombras, como a los ojos de los perros, que no distinguen los colores.
El Océano Glacial, congelado en un espesor de un par de metros, estaba recubierto de una delgada capa de nieve en la que se marcaban las huellas del trineo de Anarvik. A la derecha se veían cadenas de montes abruptos y colinas cónicas, blancas y desnudas. A la izquierda, sólo la bruma primaveral limitaba el océano.
Ernenek no se volvió ni siquiera una vez para echar una mirada al minúsculo iglú, solitaria bolita de hielo puesta sobre el techo de la tierra. Su cerebro, que a causa de su modesta capacidad sólo podía albergar un pensamiento por vez, se tendía enteramente hacia la gran bahía donde debía encontrarse Anarvik. Estaba tan absorto en su propósito que se había olvidado de llevar consigo la indispensable grasa de foca que da luz y calor. Lo preocupaba demasiado el pensamiento de la petición que iba a hacer a Anarvik, para pensar en otras cosas.
A toda petición podía responderse de dos maneras: Ernenek sabía por lo menos esto, aunque ignorase muchas cosas. Si Anarvik aceptaba, Ernenek se sentiría humillado por haber recibido un favor más. Anarvik era orgulloso, un verdadero hombre, y sería muy capaz de mortificarlo con un consentimiento inmediato, por lo que para rehacer su dignidad perdida Ernenek se veía obligado a redoblar sus esfuerzos de cazador, y a su vez, mortificar al compañero haciéndole el don de grandes cantidades de caza.
Si en cambio, Anarvik le negaba el permiso pedido, Ernenek podría mofarse de él por su avaricia y mezquindad; pero de todos modos éste sería un consuelo bien magro, comparado con la molestia de tener que buscarse una compañera en otra parte, para lo cual debería emigrar solitario, por uno o dos años, hacia el sur, donde abundan las mujeres, pero escasean los osos; hacia el país del sol alto y de las sombras cortas, poblado por tribus cuyas costumbres son extrañas a un esquimal polar, y por tanto desagradables. De un modo u otro, una vez hecha la petición, sus días estarían colmados de dificultades.
Sin embargo, todavía no podía marcharse. Hacía ya dos años que Anarvik le prometía la inminente llegada de su hermano Ululik.
—Tiene dos hijas y tú podrías elegir una —le había dicho riendo. Mas las estaciones pasaban, Ernenek esperaba en vano, y Anarvik se había limitado a encogerse de hombros y a decirle—: Tal vez venga para fines del próximo invierno. Un invierno más o menos parecía tener poca importancia para él, que había visto muchos. Pero para Ernenek, que había visto pocos, no era así. ¿Y si al fin de cuentas Ululik no venía? Podía haber cambiado de idea. O haberse muerto. O haber dado las hijas a otros.
Y Ernenek estaba cansado de esperar. El trineo de Anarvik apareció a la vista puntito negro sobre la enorme extensión del mar congelado y Ernenek incitó al tiro gritos y azotes. Al cabo de una hora el puntito se había convertido en una línea, luego el trineo se hizo visible, y por fin aparecieron Anarvik y los perros. Los perros estaban vivamente excitados.
Ernenek arrojó el ancla del trineo, aseguró el tiro de perros y avanzó a pie sobre el hielo. A pesar de su impaciencia, andaba lentamente, por la fuerza de la costumbre, con pasos mesurados, para no ahuyentar a las focas que había por debajo de la costra helada. Anarvik, extendido en el suelo, le volvía las espaldas. Ernenek se detuvo detrás de él y un poco de lado; le veía el rostro oscuro y, a pesar de la capa de aceite y hollín, las arrugas excavadas por los años alrededor de las sienes; los ojos oscuros, oblicuos y astutos; la renegrida melena, que cortada en flecos sobre la frente, le caía a los lados, rígida por la capucha del sayo, mientras que por detrás se le desparramaba desordenadamente sobre la espalda.
—Alguien tiene que hacerte una pregunta —dijo Ernenek con voz fuerte, para darse ánimo.
—¡Silencio! —le mandó Anarvik sin volverse—. Un hombre que trabaja no puede escuchar preguntas. Una cosa por vez.
Desalentado, Ernenek se le acercó en silencio, por ver qué hacía su compañero. Anarvik no estaba al acecho, con el arpón en la mano, al borde de uno de esos pozos de aire que las focas abren en la capa de hielo, sino que estaba ocupado con su cuchillo, de rodillas sobre una piel de caribú, para no quedarse helado en el suelo. Lleno de curiosidad Ernenek miró en torno y descubrió el objeto del interés de Anarvik y de la excitación de los perros: un oso.
Y ese oso tenía hambre.
Meses de dura vida le habían consumido la grasa acumulada durante el verano, y el largo manto invernal le pendía flojo alrededor de los flancos descarnados. El oso polar no invernaba, mientras todo el mundo animal emigraba hacia el mediodía o se retiraba debajo de la costra helada del mar, en busca de reposo y calor, sólo el oso continuaba cazando y pescando a la luz de las estrellas, para él y para la compañera, que paría en una guarida excavada en el hielo.
Poco tiempo antes ese oso había desanidado a un armiño hembra a la que había devorado con toda su prole aún no nacida. Ahora, excitado su apetito, observaba atentamente a los dos hombres.
En aquella región todo lo que se mueve es exclusivamente carnívoro. El oso es la presa más codiciada por el hombre; el hombre, la presa más codiciada por el oso. Allí no se ha decidido todavía del todo cuál de los dos es el rey de la creación.
—No es imposible que alguien intente abatir este oso —dijo Anarvik ostentando indiferencia.
Trémulo por la avidez de la caza, Ernenek dijo:
—Soltémosle los perros.
Anarvik meneó la cabeza.
—Podrían hacerlo huir, o él mataría muchos perros. Y no tenemos demasiados. No, Ernenek. Deja que un estúpido hombre siga, como de costumbre, el camino más lento, pero más seguro.
Con un cuchillo de piedra había separado una varilla del arco de ballena. Arrolló la varilla, dejó que ésta se disparara para probar su elasticidad y luego le aguzó las puntas. Después sacó de su sayo una bola de grasa de foca que había puesto a ablandar al calor de su cuerpo y, operando rápidamente antes de que la grasa se congelara, envolvió con ella la varilla de ballena enrollada. Apenas puesta sobre el hielo, la grasa de endureció.
Anarvik comenzó a avanzar a gatas hacia el oso y éste retrocedió gruñendo y a saltitos; Anarvik se detuvo; gesticulando, lanzó gritos de lamento, y el oso volvió con cautela, describiendo un semicírculo. Los ralos bigotes de Anarvik vibraron cuando arrojó la amarilla bola sobre la delgada capa de nieve.
El cebo fue a parar a unos pocos pasos del oso, que lo husmeó, lleno de curiosidad, alargando el cuello y gruñendo receloso. El hambre le incitaba a comer; pero otro instinto, más profundo y misterioso, le sugería que desconfiara de todo cuanto provenía de aquellos extraños seres, mucho más pequeños que él, pero terriblemente seguros de sí mismos.
Anarvik esperó inmóvil, aplastado contra el suelo, con los brazos y piernas abiertos. Detrás de él Ernenek, con una rodilla en el hielo y conteniendo la respiración, vio que el oso, titubeando, alargaba su gran lengua azul y la pasaba una vez por el cebo, para retirarse, y luego volver a lamerlo y nuevamente retirarse. Pero el oso no podía resistir por mucho tiempo la tentación. Un oso, después de todo, no es más que un ser humano. Con un movimiento ondulante, alargó súbitamente el hocico y se tragó el cebo.
En el mismo momento, Anarvik y Ernenek se pusieron en pie de un salto y estallaron en risas y gritos de júbilo: ahora el oso les pertenecía.
O casi.
Al oír el repentino griterío, el oso se enderezó estupefacto y se puso a dar vueltas alrededor de los dos hombres como una mano alrededor de la muñeca. Luego se sentó para estudiarlos, sin dignarse a echar siquiera una mirada a los perros que aullaban con sus bocas babeantes. Por último se decidió a acercarse.
Los hombres se disponían ya a huir cuando el oso, sobresaltado, lanzó un rugido que, extendiéndose sobre el gran mar blanco, enmudeció a los perros e hizo estremecer a los cazadores; luego comenzó a saltar de aquí para allá, encorvando el lomo y aullando salvajemente. De pronto se enderezó y se alejó gimiendo.
—Ocurre que en su panza se ha disuelto la grasa —dijo Anarvik jubiloso.
—¡Y se ha disparado la hoja! —agregó Ernenek. Y sin decir más, se pusieron a seguir a su presa, cambiándose jubilosas miradas y riendo, exaltados por la caza y olvidados de toda otra cosa.
Ya había oscurecido, pues los días eran todavía breves y la cima del mundo se aclaraba por pocas horas a cada vuelta del sol. Cojeando y lamentándose, el oso se retiró hacia la costa, porque los hombres le cortaban el paso hacia el mar helado, su elemento y su patria. Se detenía frecuentemente, miraba hacia atrás por ver si aún lo seguían y mostraba hilos de saliva que le colgaban sobre el pecho. Su guarida no debía de estar lejos, pero no quería conducir a los cazadores hasta ella. De mala gana, abandonó el océano y comenzó a trepar por las escarpadas elevaciones de tierra firme.
La planta de sus patas estaba provista de espeso pelo que le permitía andar con seguridad sobre el hielo; en cambio, las suelas del calzado de los hombres hacían poca presa en él; además, tenían que evitar sudar, puesto que sudar significaba morir en una camisa de hielo. Pero el oso avanzaba inseguro, titubeando y cambiando a menudo de camino, de suerte que sus perseguidores podían mantenerse cerca recorriendo menos camino que él.
En las alturas, el frío aumentó y llegó a unos cuarenta grados bajo cero; soplaba el frígido bóreas que a los dos hombres tanto les gustaba. Eran felices porque cazaban. Ni siquiera un instante se preocuparon por haber abandonado las provisiones, los perros y a la mujer. Pero ahora no tenían hambre. Los perros siempre tenían hambre, comieran o no; y en cuanto a la mujer, seguramente se las compondría de cualquier manera, como todas las mujeres. Ahora estaban cazando, y la caza era la esencia misma de la vida.
No comieron otra cosa que las heces del osó, estriadas de sangre, y cuando aquél se hubo vaciado de todo, menos de miedo y de dolor, y el hambre fue a golpear a las paredes del estómago de los hombres, Ernenek dijo:
—Alguien tiene hambre.
Ésas fueron las primeras palabras pronunciadas desde el comienzo de la persecución. Anarvik asintió. Pero a ninguno se le ocurrió por un instante pensar en volver atrás. Cuando una súbita tormenta fue a estallar en la cima del mundo, en medio de la noche, levantando la nevisca del suelo y oscureciendo el cielo, perdieron de vista a la presa y, alarmados, se lanzaron hacia adelante. Los lamentos del oso les permitieron volver a encontrar su pista; casi chocaron con el animal, y Anarvik logró asestarle un lanzazo entre las costillas.
Un formidable aullido de rabia se elevó de la enorme sombra erguida en medio del torbellino de nieve, y se alejó con el viento; a partir de aquel momento, los hombres siguieron a su presa de tan cerca que podían percibir el acre olor de miedo que emanaba de su piel.
De cuando en cuando, el animal se volvía y les hacía frente rugiendo. Entonces Ernenek y Anarvik huían gimiendo de miedo, tropezando y resbalando por las escarpadas pendientes, hasta que el oso terminaba por sentarse sobre las ancas, y allí se quedaba balanceando la cabeza; pero apenas pasado el peligro, los dos hombres se desternillaban de risa.
La segunda noche fue la peor de todas. La tormenta de nieve se hizo más violenta, la visibilidad disminuyó aún más y los cazadores se vieron obligados a permanecer muy cerca de la presa, para no perder su pista, mientras la mordedura del hambre los debilitaba y la debilidad aumentaba el riesgo de sudar. Y aquel oso, que parecía tener cien vidas, continuaba andando sin tregua, de aquí para allá, por las heladas pendientes.
En un momento estuvieron cerca de uno de los depósitos de víveres que los dos cazadores tenían diseminados en el hielo y en la tierra.
—Tal vez el oso vaya en esa dirección —dijo Anarvik—. Entonces uno de nosotros podrá retirar las provisiones.
Procuraron orientar al oso en la dirección deseada, pero fue en vano: él animal no sabía que ahí hubiera provisiones.
Cuando se les desvaneció esa esperanza, habían pasado cuatro vueltas de sol desde el momento en que habían comido y dormido, de manen que tuvieron que reemplazar las fuerzas del cuerpo, que menguaban, con las de la voluntad; y puesto que la idea de abandonar la persecución no les cabía en la cabeza, su existencia se encontró irrevocablemente ligada a la captura del oso, y el júbilo de la caza se exaltó ante aquella repentina amenaza de muerte.
Perdieron la noción del tiempo hasta que la tormenta, al ceder, reveló que ya había despuntado el nuevo día. Desde las alturas, los dos cazadores dominaban el Océano Glacial, castigado por nubes de nevisca; pero hacia el sur el cielo resplandecía y la tierra silenciosa parecía aguardar el sol naciente.
Ahora el oso estaba agotado. Se arrastraba penosamente, rozando el suelo con la cabezota que se le había tornado demasiado pesada. Tropezando y cayendo sobre las rodillas los hombres lo seguían, pero sin reírse ya, con los rostros, untados de grasa, marcados por el esfuerzo y con los ojos enrojecidos y cercados de escarcha. El hambre había desaparecido. Ni siquiera se inclinaban al suelo para recoger nieve. Llevaban las mandíbulas apretadas; se habían olvidado de los estímulos del vientre y hasta en sus cabezas habíanse desvanecido pensamientos y recuerdos. Entre la carne y la piel, la grasa se había ido consumiendo inexorablemente. El movimiento ya no los calentaba: temblaban ligeramente y a cada inspiración sentían en la garganta la cuchillada del hielo.
Y sin embargo ¿podía haber algo más bello que perseguir al oso blanco por la cima del mundo?
El fin sobrevino con rapidez fulmínea. Súbitamente el oso se detuvo. Parecía haber decidido que si tenía que morir, era mejor morir con dignidad. Se sentó sobre las ancas, recogió sus patas y esperó. Una espuma roja y helada le rodeaba el cuello. Tenía las orejas gachas, y los labios levantados sobre el hocico echado hacia adelante dejaban ver los dientes como en una risotada.
Ya no se lamentaba, pero las blancas nubecillas de su aliento eran rápidas y cortas, y los ojillos inyectados de sangre se movían con angustia en la cabezota triangular. Los dos hombres se le acercaron con cautela, prontos a esquivar el ataque del animal, Ernenek de frente y Anarvik de costado. Con un zarpazo el oso quebró la lanza de Anarvik en el instante en que Ernenek le traspasaba la garganta, por debajo del maxilar, donde la piel es más delgada.
No comieron de la carne del oso porque sus estómagos estaban aún paralizados y porque, al tornar a la casa, querían mostrar la presa intacta; mas, para recuperar alguna fuerza, Ernenek chupó la sangre de la herida, aunque le quemara los labios, y Anarvik succionó el cerebro a través de un agujerillo que abrió en la base del cráneo. Luego, trabajando rápidamente, antes de que la carne se congelara, apartaron las vísceras y despreciaron los intestinos porque estaban vacíos. Arrastraron después al oso cuesta abajo, hasta el mar. Lo sepultaron en la nieve y se pusieron en marcha, riendo clamorosamente y dándose uno a otro grandes palmadas en las espaldas.
Avanzando en línea recta sobre la lisa pista del mar emplearon menos de una vuelta de sol para llegar al lugar donde habían dejado los trineos.
Si los famélicos perros no se habían aún devorado unos a otros se debía a que tenían los dientes quebrados; pero de todos modos, se habían peleado furiosamente alrededor de la bolsa de pescado que estaba en el trineo de Anarvik, y algunos se lamían las heridas heladas.
Con uno de los trineos los cazadores fueron a cobrar su presa. El olor de la sangre les había estimulado el apetito, de manera que durante todo el viaje de ida y todo el trayecto de vuelta masticaron pedacitos de piel de foca para engañar el hambre.
Durante su ausencia se había levantado otro iglú junto al suyo, y frente a la entrada jugaban perros desconocidos.
Siksik salió del túnel seguida por Ululik, que acababa de llegar junto con su mujer Pauti y las dos hijas casaderas, tan esperadas, Imina y Asiak.
Fue una llegada clamorosa, puesto que siete esquimales constituyen toda una multitud.
Primero se saludaron todos con muchas ceremonias, cambiando sonrisas muy amplias y profundas inclinaciones, mientras se estrechaban las manos por encima de las cabezas. Luego se restregaron recíprocamente las narices. Entonces la familia de Ululik prodigó exclamaciones de superlativa admiración por el botín cobrado, como «No es nada chico» mientras los cazadores disminuían su importancia, para dar a entender que eran capaces de empresas mucho mayores, diciendo: «No es más que un falderillo; nadie quería hacerle daño, pero él insistía en hacerse matar».
Por fin todos se echaron a tierra boca abajo y entraron en el iglú para charlar y comer.
Junto con una aguja de coser y un cuchillo colgaron de un palo el bazo y la vejiga del oso, por vía de ofrenda, a fin de que el espíritu del animal fuera a contar a los demás osos que los hombres lo habían tratado magníficamente, por lo cual haría que sus compañeros desearan a su vez hacerse cazar.
Luego comenzó el festín.
Esperando que el oso se deshelara, comenzaron a atacar las varias golosinas que tenían guardadas en la despensa, cuidando de no tocar el pescado mientras comían carne, para no provocar la ira de los genios tutelares. Una vez que el oso se hubo ablandado, Anarvik lo desolló. Le correspondía la piel porque había sido él quien descubriera la presa. Pero como Ernenek la admiraba, Anarvik lo humilló cediéndosela.
En cambio el hígado correspondía a Ernenek, que había matado al oso, pero se lo regaló a Anarvik para vengarse de la donación que éste le había hecho de la piel. Anarvik, que no podía soportar semejante humillación, dio el hígado inmediatamente a Pauti la cual, como buena esposa, se lo pasó a Ululik. Éste, galantemente, lo ofreció a la dueña de casa, Siksik, que a su vez lo puso a disposición de Ernenek, quien lo pasó a las dos muchachas, demasiado jóvenes aún para poder aceptarlo.
Sin embargo, llegaron a consumirlo rápidamente cuando Ululik, dejándose vencer por el apetito y a despecho de la cortesía, le dio un mordisco, después de lo cual todos se precipitaron sobre el hígado con dientes y cuchillos. Ernenek provocó estrepitosas risas cuando, cegado por la avidez, descargó unas cuchilladas en la mejilla de la vieja Pauti, que se había prendido al hígado con los pocos dientes que le quedaban.
En medio de ruidosa alegría comieron todas las partes tiernas, mientras dejaban a un lado, a fin de que se ablandaran por la descomposición, los trozos más duros: la lengua fue puesta a secar al humo de la lámpara. Comieron la dulce carne de oso con trozos de sebo y médula verde por el moho, alternando los bocados con largos sorbos de té.
A medida que comían aumentaba el hambre de Anarvik y Ernenek. Completamente desnudos y jadeantes de alegría y de calor, continuaban hartándose mientras sus vientres se dilataban a ojos vistas. Cuando ya no consiguieron mantenerse en pie se tendieron en el suelo y permitieron que las mujeres les pusieran en la boca, entre eructo y eructo, escogidos trozos.
¡Qué hermosa era la vida!
Con los ojos lagrimeantes por el mucho reír, Ernenek miraba ya a una, ya a la otra, de las hijas de Ululik, inclinadas sobre él con alegre semblante y con las manos llenas de delicadezas.
¡He aquí muchachas que saben cómo hay que tratar a un hombre! Y por cierto que también sabían confeccionar vestidos y abarcas, y realizar otros pequeños menesteres domésticos. Pero lo cierto era que Ernenek no sabía a cuál de las dos elegir. Imina era más hermosa, pero Asiak tenía una sonrisa más cálida.
Ernenek se sentía satisfecho del mundo y amigo de todos. Cerró ojos y boca y se abandonó al agradable sopor en el que se disolvió el alboroto que lo rodeaba. Quería dar tiempo a que la comida bajara un poco para volver a comenzar de nuevo. Pero antes de entregarse al sueño, alargó una mano, para asegurarse de que Anarvik estaba junto a él.
Y en efecto, allí estaba Anarvik que ya roncaba como una manada entera de morsas. Ernenek tuvo la vaga impresión de que debía preguntarle algo; pero en vano procuró recordarlo.
Su pensamiento estaba muerto, sepultado y olvidado.