IX

¡Y el reloj marcaba las ocho y cuarenta y cinco cuando él apareció en el gran salón! ¡Phileas Fogg había dado la vuelta al mundo en ochenta días!

JULIO VERNE

Extenuado, el periodista arribó por fin al caserío, en el centro se erguía la antigua hacienda, ahora convertida en solar de vecindad, donde numerosas familias compartían la miseria.

Un grupo de niños mal vestidos, descalzos, muy sucios, le rodearon pidiendo limosna.

—Busco a una anciana, es… muy anciana. Dominga Paz Grillo…

Uno de los chicos señaló con la mano al fondo del caserón, la derecha la mantuvo ahuecada y extendida. En ella tintinearon cinco monedas de cien pesetas del año mil novecientos noventa y nueve. Los demás cercaron al dichoso y elevaron sus pupilas al cielo cuando el afortunado, al querer estudiar a la luz una de las piezas, tapó el gran sol dorado.

—¿Dominga Paz Grillo? Es ella —indicó la gruesa mujer, apartando la escoba; aparentaba la treintena, semblante anodino, manos en jarras—. ¿Quién es usted, si se puede saber?

—Viajo desde muy lejos, desde España.

—Ah… ¡Mamá, que aquí hay un gallego que dice que viene de España! Esta debe de andar chismeando por ahí, por la cuartería…

—No soy gallego, soy gaditano, de Cádiz.

La mujer se encogió de hombros y desapareció por la puerta trasera hacia el corredor, el chancleteo escandaloso iba alejándose, ella seguía voceando en busca de la madre. José Luz Jiménez se sentó frente a la anciana, quien masticaba un hollejo de mandarina con sus encías, dándose sillón bajo el resplandor que entraba a través de la ventana e iluminaba la estancia, sus escasas canas finas y veteadas de humo de tabaco traslucían un cráneo de piel rosada. La anciana sonrió y los ojos chispearon.

—Yo a usted le he visto antes… En sueños —musitó sin dejar de masticar.

José Luz Jiménez quiso pronunciar una frase, cuando por fin acudió la madre de la mujer que le había dado la bienvenida. Aparentaba casi la misma edad que su hija, aunque más nalgúa y tetona.

—Dice Reina Esmeralda, mi hija, que usted es gallego.

—Andaluz.

—Aaah, ¿y cuál es la diferencia, mi niño? ¿Eso no es España?

—Sí, pero…

—Óigame, le advierto, si viene a revisar el estado en que ella se encuentra, que si está limpia, que si huele bien, que si la cuido y no la maltrato, se lo acepto… Pero si como otros su intención es aprovecharse, con el objetivo de interrogármela, y de paso apabullármela, no se lo permitiré. Y ya sabe, aténgase a las consecuencias. Bien, puestos los puntos sobre las íes y las cartas encima de la mesa, dígame ahora, ¿qué se le ofrece?

—Seré sincero, soy periodista, pero no vengo a entrevistar a nadie. Leí en una revista o periódico, no, recuerdo bien, que esta señora es descendiente de una pirata inglesa que parió un hijo en Cienfuegos, en esta misma zona, y si no me equivoco, en esta misma hacienda… —Miró al techo, la cornisa destruida por los avatares de los siglos conservaba, sin embargo, unos rostros despintados y carcomidos, una virgen negra cargaba a un santito también prieto, y tres marineros remaban en un bote.

—Esto no es una hacienda, ya esos tiempos de la esclavitud pasaron, hace muuucho rato. Esto es una comunidad —recalcó la mujer—. Dominga Paz Grillo dedicó toda su vida y su salud a la enseñanza. Ella leyó mucho, y figúrese, con ciento cinco años no creo que su mente esté muy clara. Desde hace un tiempo anda hablando, boberías; fue mi culpa, yo estaba entretenida ablandando los frijoles para el potaje, se adormiló y se me cayó del sillón. Si hubiese visto usted el chichón que se le hizo en la frente, del tamaño de un huevo de avestruz.

—Los huevos de avestruz son grandes.

—Pues más grande todavía. Le bajé el chichón como Dios pintó a Perico, como pude, apretándole una peseta ensalivada encima del golpetazo, pero a partir de ahí no paró de contar historias raras. Que si descendía de una pirata famosa, y de otro perturbado mental, pobre desgraciado, que también lo había sido, pero le ahorcaron en una isla por aquí cerca; entonces a la niña que parió su tataratatarabuela o yo qué sé, en esta casa, la reconoció un hombre muy rico, dueño de todo esto, con esclavos y el copón bendito… Eso atrajo a una partía de curiosos, y la grabaron y la retrataron, quedó muy bonita, eso sí, y ahí se armó el lío… Yo pienso que a ella, después de la revolcada que sufrió cuando resbaló del sillón, se le cruzaron los cables, hicieron cortocircuito, y empezó a enredar su pasado con todo lo que leyó. Porque observe, ¡cuántos libros! ¡Cuántos libros polvorientos! —Señaló para las paredes tapizadas en estantes—. ¡Una barbaridad, mi chino! Y todos le pertenecen, porque en esta casa, salvo ella, no lee ni la Virgen, ni el Espíritu Santo, ese menos, que es una paloma. Yo ya colgué los hábitos, no leo ni una sílaba del periódico, mi marido tampoco, mi hija mucho menos, y mi yerno es una clase de socotroco, mis nietos unos cayucos. Nadie en esta casa lee ni una línea, ni en la de al lado, ni más allá…

—¿Y si fuera verdad?

—¿El qué? —La mujer negó con movimientos rotundos de la cabeza, introdujo la mano en el entreseno, extrajo del ajustador una caja de cigarrillos y la fosforera, encendió un veguero, aspiró y al punto exhaló un largo cono de humo—. Ella es muy buena, fíjese si yo la quiero con la vida, que nosotras, ella y yo no somos nada, yo, dicho sea de paso, desciendo de una dinastía de comadres, la más célebre se llamaba Vidapura, de ahí mi nombre; pues Dominguita y yo no compartimos en absoluto ningún parentesco; pero sucedió que la muy desdichada perdió al esposo, se lo llevó una pancreatitis, estaba muy viejito también. Ella, para colmo, sobrevivió al hijo que era más bien rarito, nunca se casó, falleció en un accidente de trenes, pobrecito, adoraba a su madre, y ella a él, claro, ¿qué madre no adora a su hijo? Cuanto y más si resulta rarito. Y como quedó sola en alma, mi hija y yo decidimos traerla a este cuarto (el cuarto de ella es el de al lado), y ocuparnos hasta que Dios quiera. ¿Sabe?, ella fue mi maestra, la que me enseñó a leer. Somos, eso sí, maestra y discípula; yo le perdí el amor a la lectura por culpa de los mamotretos que nos obligaron a aprendernos de memoria poco después de que ella se retiró, eso es otra anécdota que no viene al caso. Dominga Paz Grillo era de oro, si te encuentras una doble de ella, sóplala, mi chino, que es de cartón. Y de oro sigue siendo, una alma del cielo en la tierra, aunque se haya vuelto tan mentirosa (¡y tan comelona, no para de moler, es un ingenio azucarero!), pero yo asumo, soy la culpable, no me dio tiempo de atajarla antes de que se metiera el mameyazo que se metió contra las losas. No quisiera que la moleste, señor Barbarito, ¿cómo me dijo que se llamaba?…

—Jiménez, José Luz Jiménez…

—¿Le puedo llamar Pepe? Aquí todos ustedes para nosotros son Pepes, los José y los gallegos.

—Gaditano.

—Eso mismo. ¿Pero a ver, cuénteme, Pepito, a qué ha venido?

—Si lo que ella recuerda es cierto… —Hizo una pausa con los ojos aguados—. O si es mentira, que ya me da igual… Vea, en mi árbol genealógico también existió un pirata.

—¿Su árbol qué?

—Genealógico. En mi ascendencia, quise decir. Ann Bonny, la pariente pirata de Dominga, salvó de la horca a Juanito Jiménez, un familiar mío, pirata también.

—¡Cuántos piratas! ¿Verdad? —Suspiró—. Se dice y no se cree.

El hombre admitió con el llanto trabado en el gaznate.

—Y yo ansío darle un abrazo, nada más —subrayó a punto del puchero.

—¿Nada más? ¿No será usted un inspector inmundo de esos que quieren revisarla a ver si huele mal? No tenga pena, huela, huela, yo le juro que la baño; no todos los días, porque ella está delicada; bueno, no tanto, porque, fíjate, Pepito, la edad que tiene, y se sienta más derecha que yo; y como te decía, que yo pierdo el hilo con una facilidad: sí, la baño un día sí y otro no, por aquello de que la cáscara guarda el palo. Soy de miel, la cuidaré hasta el final, si no me muero antes, si tal fatalidad ocurriese, me reemplazará mi hija, y si mi hija guinda primero que ella, uno de mis nietos se ocupará, ya de ahí para allá no puedo asegurar nada… Es que esta señora fue muy buena conmigo, un pedazo de pan, no sé si le conté que fue mi maestra, porque yo estoy que repito las cosas, me patina el coco. Ella, con ciento cinco años, está menos confundida que yo, está más clara. Y nunca olvidaré, jamás de los jamases, con el tesón, el desprendimiento, el cariño, el placer, el amor y la obstinación con que esta señora me enseñó a leer. Cuando se retiró fue terrible, ahí la cosa cambió, ya no fue igual. Odié la escuela con todo mi corazón… Detesto la palabra corazón, fíjese cuánto daño me hicieron.

—Cállate, Vidaclara, hija, das sonsera, me toca a mí chacharear con el señor… —interrumpió Dominga Paz Grillo, emergiendo de su soñolencia—. Venga, amigo mío, acérquese.

El periodista, arrodillado, descansó la cabeza en el regazo de la anciana, olía a limpio; ella palpó el cabello con su mano pegajosa de jugo de mandarina y en vez de acariciar le daba golpecitos suaves. Vidaclara sacó del entreseno un pañuelito donde había anudado unas monedas, con la punta libre se enjugó una lágrima.

Mientras el periodista y la anciana trabaron conversación, Vidaclara, acodada al desvencijado ventanal, escrutó el horizonte, la línea temblorosa entre el cielo y la mar. La mar añil, el cielo tisú, la playa reverberante; tarareó en un murmullo al tiempo que volvió a prender otro cigarrillo:

En el mar, la vida es más sabrosa,

en el mar, se quiere mucho más…

A unos metros, la anciana inició el diálogo.

—¿Sabe usted, amigo?, a veces tengo la impresión de que soy una pirata y de que la isla es mi navío. Aunque haya perdido la última batalla, y la embarcación zozobre abatida por el fuego, yo sigo en pie, sin claudicar… ¿El tesoro? Secuestrado, ni huellas del botín. En otras ocasiones releo a Julio Verne, no por aburrimiento, ¡qué va! Yo leo a Julio Verne porque me apasiona.

—Jules Verne —rectificó el visitante.

—Alcánceme, por favor, aquel libro. Cuando era niña yo misma me dedicaba los libros de Julio Verne, como si fuera el propio autor. Escribía: «Para mi querida Dominguita, con cariños de Julio Verne». Imitaba la firma que había visto reproducida en un libro de historia.

El hombre tomó de una mesita de noche el tomo de Veinte mil leguas de viaje submarino.

—Lea aquí —la anciana desmarcó una página e indicó el subrayado.

El periodista inició la lectura:

—«Sí; la amo. La mar es todo… —Hizo una pausa, ella gesticuló con la mano colgando del brazo del sillón, instigándole a que continuara—. …Su respiración es pura y sana. Es el inmenso desierto donde el hombre jamás está solo, porque siente la mar estremecerse a su lado. La mar no es más que el vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; ella es movimiento y es amor; es el infinito viviente… Es por la mar que, por decirlo así, el planeta ha comenzado y quién sabe si no terminará por ella…».

—Es mi querido capitán Nemo quien lo dice… —apostilló Dominga Paz Grillo—. De súbito me zambullo en el agua, en lo más hondo, eufórica voy nadando rodeada de peces. También he leído más de setenta veces Robinson Crusoe… La mar lava mis heridas, el oleaje me rejuvenece, mitiga mis arrugas, me devuelve la maravillosa sensación de vivir la aventura, y el anhelo por partir me recorre las venas, y me arrebato por conocer el verdadero sentido de la palabra distancia, y de viajar libre; igual que usted, que ha venido desde tan lejos.

—Por lo que veo, prefiere el barco al avión.

—Ay, mi hijo, viajar por el aire no es viajar, se llega demasiado rápido. Y lo importante no es el punto de destino, lo divino es la duración del viaje, la ilusión del rumbo. A usted le ha enviado el océano, amigo. ¡Ah, la vida! Yo estuve muy enamorada. Eran otros tiempos; aunque no ha cambiado tanto, más o menos es igual, pero entonces a los enamorados nos encantaba la mar, no como ahora. Nos hechizábamos con su música. ¡Ah, la melodía de las olas!