Ver un Mundo en un grano de arena, Y un Cielo en una flor salvaje,
Sostener el infinito en la palma de tu mano, Y la Eternidad en una hora.
WILLIAM BLAKE
En vista de que después de un mes de enviada la carta —con el holandés Hug Valmer como mensajero, quien navegó en una de las chalupas robadas— en la que los piratas imploraban el perdón ninguna señal pacífica había sido recepcionada, y menos aún noticia alguna de que serían recibidos por las autoridades de Las Bahamas, Jack Rackham se empecinó en —ya que se hallaban muy próximos a la entrada de la bahía— internarse en el puerto e intentar relacionarse con los oficiales de mediano o bajo rango con el objetivo de averiguar en qué estado opinaban ellos que se estancaba el problema de su reclamo, y pedir consejos para decidir cómo y en qué momento deberían actuar si urgía emplear la fuerza, antes de exigir o comprar la tan codiciada indulgencia.
—No se lo recomiendo, capitán. —Charles Johnson tamborileó los dedos encima de la mesa de nácar donde jugaban a los dados—. No se lance, patrón. Le daré una última información que le será de suma utilidad. Woodes Rogers es capaz de cortarse una mano por echarles garra a usted y a los suyos…
—Si se la corta, ¿con qué mano le echará garra? —bromeó Ann Bonny, apoyada en el hombro de Calico Jack.
—Con el garfio, Bonn, con el garfio. Acérquese a las costas, si usted insiste, acérquese, pero sea prudente, recuérdelo —aconsejó obsesionado el pirata escritor—. A propósito de garfio, tengo un chiste: un corsario ve a otro con el ojo recién herido y, pues claro, tapado, y le pregunta: «¿Qué pasó? En el abordaje, que sepa yo, lo que te cortaron fue una mano. ¿Qué te ocurrió en el ojo, lo perdiste también en la pelea?». Y el aludido responde: «No ha sido en la pelea, me picaba el ojo y me lo rasqué, figúrate, era mi primer día con el garfio…».
Estalló la carcajada, interrumpida al poco rato por la seriedad del comentario de Mary Read.
—No podemos olvidar a los negros y a los moros, ¿qué hacer con ellos? —Daba paseíllos de una esquina a otra del pañol de la jarcia, el puño apretado en la cazoleta de la espada, obsequio de Juanito Jiménez.
—Arrojadlos al agua —solucionó Bonn.
Tanto Jack Rackham como el capitán Johnson rechazaron la propuesta de Bonn.
—Has cambiado de opinión desde Cuba para acá, Bonn, allá no pensabas igual. Los mandaremos en la balandra a La Jamaica. Davis se ocupará. Las autoridades apreciarán el gesto, ahora que empiezan a dedicarse a perseguir la trata negrera, después de tanto haberse enriquecido con ella, ¿no digo yo que el mundo anda loco? Ja, ja, ja, ja. Y si no los quieren, conseguiré vender a los pobres infelices… —ironizó Calico Jack.
Charles Johnson extendió un viejo recorte de periódico a Ann Bonny. En él se anunciaba la resolución del rey Jorge I de Inglaterra de conceder el perdón de su majestad a cualquier súbdito de Gran Bretaña, a quienes hubiesen cometido en el pasado acciones de piratería en alta mar y ahora estuviesen dispuestos a rendirse ante los ministerios y las gobernaciones antes del…
—¡… 5 de septiembre de 1718 de Nuestro Señor, o antes de esa fecha! —exclamó Ann Bonny—. ¡Pero estamos en noviembre de 1720, señor mío, it’s too late!
El capitán Johnson agitó la mano en señal de que continuara leyendo:
—«Por la presente declaramos igualmente que toda persona que contribuya a la captura de piratas habiendo rechazado u olvidado de rendirse, asimismo que se haya precisado, recibirá una recompensa a saber de veinte a cien libras, según el grado o nivel… Dios salve al rey».
—Eso quiere decir… —gagueó Calico Jack.
—Eso quiere decir que tanto Woodes Rogers como Charles Barnet, y habrá que añadir el «ilustre» nombre del polaquillo Abla Ción Montalbán, alias Mantequita, andarán como perros de caza, jadeantes y babosos, detrás de vuestra pista. Ojo al dato, y gatos ante el peligro; que no es de menospreciar…
El tiempo transcurría lento, varados frente a cabo, Negril, el capitán deprimía de minuto en minuto. Hacia el mediodía, fastidiado hasta las ingles de depender de una miserable respuesta de un cagado gobernador, como él mismo le había denominado, pregonó que descendería a tierra. Él, por sus propios medios —léase por sus cojones—, conduciría el cargamento humano, y por más que Bonny y Read insistieron en que pacientara bajo la protección del navío, la testarudez de Calico Jack pudo convencer a sus amantes. De todos modos, Ann Bonny tenía prohibido pisar suelo, y aunque se había arriesgado ya una vez, prefería acompañar a Mary Read permaneciendo en el galeón, y en caso de que diera la casualidad de que la respuesta arribara en ausencia del capitán, ellas serían las encargadas de recepcionar el mensaje de Woodes Rogers.
Una vez plantados los calcañales en la arena de la playa, los eufóricos filibusteros, comandados por Calico Jack, trasladaron a los negros y a los moros a una suerte de cueva, con aspecto de trinchera; allí aguardaron bebiendo y aspirando opio, a que dos traficantes franceses los visitaran con el objetivo de elegir y comprar esclavos.
En la madrugada irrumpieron por fin: uno pequeño, calvito, bizqueante, con un aliento espantoso a perro muerto; el segundo, más bien lerdo, rudo, la nariz trazada con diminutas venas coloradas, ojos saltones, labio de abajo descolgado, el mentón reunido con la tráquea, de las axilas y de los pies emanaba un insoportable hedor, como exhalado de una montaña de cadáveres en la morgue abatidos por una devastadora epidemia diarreica. Los franceses acapararon salivosos a los negros y a los moros, aspiraron de los narguiles de opio, y se emborracharon chupando ponche junto a su anfitrión, el capitán Rackham, y con el resto de sus camaradas, hasta un poco más avanzada la media mañana.
Desembarazado de los esclavos, de los cuales se sentía responsable, y con un bulto considerable de dinero entre las manos, el pirata invitó a su grupo a unas chozas inmundas que pasaban por burdeles; en ellas trasnochaban las peores putas del Caribe: flacas, desnutridas, empercudidas, y o muy viejas y perezosas, o demasiado jóvenes e inexpertas. Se divirtieron bebiendo, templando más bestiales que los animales, y fumaron opio, hasta que cayeron derrumbados debido al provocado sueño y al malestar de la resaca.
A su regreso al Kingston, mecida la balandra por el rutilante oleaje, apenas distinguían borrosos los ribetes de los calafates, con ellos arrastraban a unos cuantos forasteros aún más ajumados que ellos. Arriba, atisbaron desenfocados al resto de sus compañeros, asomados a estribor, y les dio una pesarosa bienvenida.
—No hay noticias halagüeñas. ¡Maldigo este despertar! —Ann Bonny susurró malhumorada al capitán—. La flota de Woodes Rogers, con Charles Barnet a la cabeza, fungiendo de subcomandante, como podrás imaginar, nada más y nada menos que el mequetrefe de Abla Ción Montalbán, el piltrafa de Mantequita.
Montaron a cubierta los tres. Jack Rackham arrebató el catalejo a Corner. Y se encontró con el ojo de Charles Barnet encastrado en su propio catalejo. Cambió la dirección, más atrás, Abla Ción Montalbán, el pirata redimido famoso por su seudónimo, Mantequita, polaco oriental, traidor de los criollos cubanos, roía ansioso una mazorca de maíz, con la peluca de rulos cenizos virada de lado, y las gotas de sudor rodándole por los jarretes hasta el empinado cuello y la pechera de hilo. El capitán comprendió que, en lugar de un recado amistoso y pacífico, el gobernador expedía con aquellas naves un cartapacio de anticipadas actas de defunción. De súbito, un resorte seriado de hipos oprimió el pecho de Calico Jack, con la mirada vidriosa apuntó al horizonte, tambaleante por primera vez en su vida.
Charles Barnet no demoró ni un minuto ni gastó un sentimiento compasivo, enfiló el grupo de embarcaciones bajo su mando, formado por varios sloop, mucho más ligeros que el galeón, y con el viento a favor, y el destino en contra del Kingston. Podemos afirmar que los piratas no gozaban de su mejor momento, numerosas jornadas seguidas, entre abordajes, y recrudecidas esperas, demasiado extensas, durante las cuales sólo hicieron que beber y drogarse, habían terminado por desanimarlos, debilitarlos y defenestrarles la moral. Pese a que Hyacinthe había corrido a izar el estandarte pintado con la calavera dientuda y las dos cimitarras cruzadas, con el objetivo de impresionar al enemigo, asimismo había vociferado Calico Jack; una mediocre lentitud se había apoderado de los movimientos internos del galeón. Nada más fácil para los hombres a sueldo de Charles Barnet que asaltar el buque, arrasándolos similares a maratones de escorpiones brotando desde numerosos escondrijos inimaginables, embistiéndolos desde múltiples guaridas. Para colmo, la reminiscencia arrolladora del opio suele ser más duradera que la paliza y el estropeo del alcohol, y la mayoría de los piratas no alcanzaba a dar fe ni siquiera de en qué sitio afincaban sus calcañales. Fue el día que peor combatió Jack Rackham, cuando apuntaba a los sentidos de un enemigo la esfera de metal daba en un poste, o en un tabique, en una viga, a la que un segundo después el pirata pedía disculpas, trastornado por los efectos posteriores de los efluvios del narguile. Los únicos que de verdad supieron mantener el arrojo, afrontando al enemigo hasta casi desfallecer, fueron Hyacinthe, Juanito Jiménez y, por supuesto, más que ninguno de ellos, Ann Bonny y Mary Read.
—¡Calico Jack, anímate, vamos, pelea, pelea! —Bonn pretendía insuflarle coraje, sin resultado aparente.
A ellas se debieron la cantidad de gargantas tronchadas, los ojos huecos, las orejas desmochadas, las narices desgajadas, las rodillas y los tobillos triturados, los costillares astillados, las entrañas revueltas con los excrementos. Ambas miraban a su alrededor sin comprender, desconcertadas, sombrías, sabiendo que el desenlace se hallaba próximo, a la vuelta del camino… Su capitán se rendía, los abandonaba, vencido. Desfallecido, hasta más no poder. Entregándose con la mortandad que nadie habría sospechado jamás. Ido del mundo, exiliado de su reino: la mar.
Encadenados los trasladaron a La Jamaica. Charles Barnet mantenía la compostura, a pesar del soponcio de alegría que le embargaba por ratos, debido a haber obtenido semejante ganancia. Por cada pirata capturado, cien libras, a compartir. Abla Ción Montalbán, o sea, Mantequita, roía una zanahoria, mientras pegaba su mofletuda cara a la cabellera en desorden de Ann Bonny.
—Me fascinan los bandoleros melenudos —farfulló bizqueando y acumulando saliva grasienta en las comisuras de sus regordetes labios.
Pisaron la orilla mojada, y Ann Bonny experimentó un nerviosismo profundo, como un cosquilleo, un corrientazo que le recorrió de la rabadilla, por toda la espalda, hasta el cuello. Tierra, playa, arena. Por fin, la tierra. ¿Qué harían en ese instante Diego Grillo, Lourdes Inés, y todos sus amigos de la hacienda cienfueguera? Recordó el cuerpecito de su recién nacida, y sus brazos vibraron de ansias de abrazarla. Al rato, la boca se le contrajo amarga, y una ausencia terrible inundó de lágrimas sus mejillas. Pero ahora se encontraba en La Jamaica, se enteró, por lo que oía de las instrucciones impartidas por Charles Barnet, de que serían conducidos a Santiago de La Vega, y probablemente se avecinaban los peores días de su existencia. Buscó con la mirada al capitán, le habían aislado junto a los piratas más renombrados en la lista negra de los perseguidores. En su grupo, amarrados en fila india, como mismo había anudado ella en tantas ocasiones a los esclavos; ateridos, aunque queriendo lucir impertérritos, se apiñaban en el orden siguiente: Hyacinthe, Juanito Jiménez, ella misma y Mary Read. Pirata, el perro del contramaestre Corner, y Lucrecia Borgia, la cotorra de Juanito Jiménez, desfilaron cabizbajos detrás de la comitiva hasta el final del trayecto.
En la ciudad de Santiago de La Vega los aguardaría la prisión, y más tarde el implacable juicio.
—¿Seremos ahorcados? —preguntó en voz baja Read a Bonn.
La otra negó con la cabeza altiva, esquivándole las pupilas, extendió las manos hacia atrás y acarició el vientre de su amiga.
—Calla, calla, yo estoy contigo —aseguró Bonn.
—¿Has visto a Matt Sinclair? —averiguó Read, preocupada.
—Sí, ha sido de los primeros, pero ni siquiera se ha tomado el trabajo de buscarte. Olvídalo.
—No puedo, no hago más que pensar en él, en ellos. ¿Y Calico Jack? —insistió Read.
—Mary —era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila—, piensa en ti, querida mía. Nadie, más que tú, pensará mejor en ti. Y yo, que te quiero como a la vida mía.
Yo también te quiero, Ann, mira, me gusta mucho decirte Ann… Pero yo amo a Calico Jack, y a Matt Sinclair, que es mi marido, como quiera que sea… ¿Has visto al capitán Charles Johnson?
—Como supondrás, el capitán Johnson no forma parte de los prisioneros, es uno de los agraciados, tú lo sabías, él solamente se había aliado a nosotros para ampliar las investigaciones, para su libro. Pero debe de andar cerca… Calla, Mary, por favor…
Read tragó en seco, sintiendo mucha sed, recordó igual que en la guerra, una sed que le estiraba las tripas hacia la lengua y exponía sus vísceras al calor polvoriento, una sed incontrolable que la hacía llorar sin lágrimas, de impotencia, sin poder abstenerse. En el sendero distinguió una hilera de framboyanes, las copas tupidas, y de un rojizo que se emparentaba con el del sol al atardecer. ¡Ah, qué majestuosos árboles! Entraron en unos edificios feos y viejos, y descendieron por peldaños resbaladizos y desiguales.
—Ann, en mi celda hay ratas, Ann, por favor, tengo miedo de las ratas… —musitó con los dientes castañeteándole.
—En la mía también las hay. Tranquila, Mary.
Un muro de piedra negra y mohosa las separaba, sólo se podían comunicar erguidas en puntillas de pie encima de un pedrusco, tocándose las yemas de los dedos a través de una ventanilla enrejada.
—Pedí que nos unieran, y me han dicho que lo consultarán con el presidente, no es seguro que nos complazcan.
El juicio se llevó a cabo a pocos días de su permanencia en las mazmorras jamaicanas, en Santiago de La Vega. El presidente de la corte del almirantazgo respondía al nombre de Nicolas Law, y los habitantes rumoreaban que su fama había sido de las bien janeadas a fuerza de ceñir filibusteros en los trajes de hierros, con semejante denominación más propia del mal gusto y de la nefasta premonición que de la alta costura, el patívulo había ganado en celebridad, y a Nicolas Law los vecinos le reconocían con el mote del Sastre del Cadalso. Era de esos que no se andaban por las ramas, sino que aprovechaba la primera rama para formar con ella un nudo corredizo. Rodaba el chisme de que para esta oportunidad había conseguido aglutinar a testigos furibundos en contra de los bárbaros propietarios del Kingston.
Aquella mañana, en el reborde de la página, el secretario escribió: «Santiago de La Vega, 16 de noviembre de 1720».
—Se inicia la sesión —bramó el presidente—, con los poderes que me son conferidos por la Justicia Divina y el rey Jorge I de Inglaterra… —Tosió con flema—. Me han dicho, tanto Charles Barnet, como sus subalternos…
A Mantequita, o sea, a Abla Ción Montalbán, le brincó un tic esquizofrénico en el cachete.
—… que a bordo del Kingston hallaron, además de la tripulación, a personas de La Jamaica que al parecer habían sido invitadas al barco en son de fiesta. Juzgaremos primero a los bandidos, luego nos ocuparemos de los mencionados. Mientras tanto… —hizo un gesto a uno de los guardias—, guardarán prisión hasta que encontremos una solución al delito que les hace referencia.
El alguacil, hombre menudo, uniformado y envuelto en una capa de paño negro que le arrastraba por el suelo, pisándosela a cada momento (de nada más verlo, la ferecía de calor abrumó a los presentes, y los abanicos empezaron a agitarse fustigando las pecheras de los hombres y las pechugas escotadas de las señoras), dio lectura a la lista de capturados:
Jack Rackham, George Fetherston, Richard Gorner… —Pirata, el perro, lloriqueó a sus pies cuando mencionaron el nombre de su amo con la inseparable cotorra encima del lomo lanudo—, John Davis, John Howell, Patrick Carty, Thomas Earl, James Dobbin, Noah Harwood, William Harp, Arthur Lottó, Juanito Jiménez… —prosiguió enumerando filibusteros.
Hizo una pausa y elevó los párpados, para observar a los acusados por encima de sus lentes.
—Su señoría… Dos de ellos no han declarado sus nombres de pila, uno parece no tener apellido. Bonn, Read, no escribieron sus nombres. Hyacinthe…
—Sans Nom —respondió el propio Hyacinthe.
—Eso lo sabemos de sobra, que usted no tiene nombre, hasta ahora… —comentó autoritario Nicolas Law—. ¿Por qué ha respondido en francés?
—Sans Nom es mi verdadero apellido, señoría, escrito en francés. Mi padre, galo de origen, nunca quiso reconocerme. Entonces mi madre se empecinó en inscribirme. Como ve, puso en el acta de nacimiento ese singular apellido: Sans Nom.
La sala aplaudió jubilosa, algunos en tono de mofa, otros halagando el gesto de la difunta madre de Hyacinthe.
—Veamos, veamos, ruego disciplina, por favor… —demandó el presidente—. ¿Bonn y Read desean aclarar esa ausencia de patronímicos?
Ambas titubearon, y por fin negaron con la cabeza. Como a nadie le importaba, siguieron de largo. Salvo para Nicolas Law, quien no por gusto formuló la pregunta en tono irónico, acentuando la duda. A su juicio la única razón por la que Bonn no declaraba su verdadero nombre no tenía otro origen y explicación que la de un tremendo secreto que haría retumbar de asombro al público de la sala. Sin embargo, prefirió postergar el plato fuerte para cuando estuviera más avanzado el proceso. En cuanto a Read, suponía que se trataba de un espía doble, y también frotó sus manos de gusto por debajo de la toga.
Enumeraron los delitos, desvelaron un recuento de los fatídicos pillajes, Jack Rackham intentó justificar, agregando que en variadas ocasiones había trabajado en acuerdo con la Corona… Al unísono, una exclamación de fingida sorpresa, mezclada con falsa ingenuidad, inundó el tribunal. Esta afirmación difamatoria —opinó el presidente— engrosaría aún más las fechorías de los piratas. Serían condenados a la horca. Juanito Jiménez tragó en seco, buscó de un lado la mano de Read, del otro la de Hyacinthe. Entre el resto de los piratas, algunos lloraban en silencio, los menos; los más mostraban una cierta resignación, o había quienes se hacían pasar por confundidos, y que aún no se enteraban de cabo a rabo de lo que acaecía en su entorno, y entonces se negaban a admitir los cargos que se les imputaban, y los impugnaban, descarados. Calico Jack trató de estrechar la cintura de su mujer, sin reparar en que podía revelar el secreto, sin embargo, no se inmutó cuando ella le rechazó; al hombre le vidriaban las pupilas, rabioso mordía sus labios con aquellos dientes magníficos, en sus retinas se diluía el mundo de caras extrañas que le rodeaba. La gente rica acomodada en las filas privilegiadas, o la gente pobre, sencillamente ubicada a lo como quiera, todos por igual empañados por un oleaje espumoso teñido de amarillo bijol, que cuadriculaba su pestañeante perspectiva en infortunado caleidoscopio.
—¡Un momento! —gritó Ann Bonny—. Este hombre es inocente…
Jack Rackham sabía que no se refería a él. Ni siquiera volteó la cabeza en dirección a la joven.
Juanito Jiménez no es un pirata. Ha sido nuestro prisionero. Al igual que el cocinero, Arthur Lottó. Y Matt Sinclair, a quien usted, su señoría, no ha mencionado.
—Matt Sinclair ha declarado formar parte de los isleños invitados por el capitán Rackham a la fiesta a bordo. ¿Es cierto o no?
El joven Sinclair emergió de la multitud, y asintió con la vista clavada en la pared encalada. Ann Bonny meneó la cabeza de un lado a otro, dando a entender que no había remedio, Matt Sinclair se comportaba, cuando menos, como un cobarde. Tanto mejor, pensó. Mary Read calló, el mentón encajado en el pecho, fue levantando poco a poco la barbilla, el rictus amargo se había apoderado de su semblante. Juanito Jiménez y Arthur Lottó recularon con los hombros decaídos, arrastrando los pies hacia la puerta principal. Se hallaron en la calle, libres, sin ningún objetivo como no fuese el de rescatar a sus amigos, a la mayor brevedad posible.
—Por hoy hemos concluido. —Nicolas Law cerró el libro de un tirón, satisfecho con las reparticiones de los castigos.
—No, su señoría, no puede marcharse aún, y mandarnos así como así a la horca. Permítame reclamar su atención sobre mi caso y el caso de Read —la voz de Ann resonó quebrantada—, y le ruego que tome conciencia de nuestro estado.
Hubo un murmullo general cesado por un gesto autoritario de la mano del presidente. Charles Barnet frunció el ceño, Abla Ción Montalbán, Mantequita para los conocidos, paró de roer con sus puntiagudos colmillos la punta de una galleta de maíz. Nicolas Law prestó oídos, con gesto suspicaz arrugó la nariz, ajustándose los lentes.
—¿Entonces, Bonn, desea descubrirnos algo que no sepamos ya? —inquirió.
—Soy Ann Bonny. —Los allí presentes reanudaron las exclamaciones y los comentarios, una distinguida señora fingió un desmayo, otras extrajeron refinados frasquitos de los elegantes bolsos y empezaron a oler éteres y sales; sólo los pobres aplaudieron entre ignorantes y admirados, pero al punto fueron reprimidos por los guardias—. Mi amiga es Mary Read. Ambas nos hallamos en estado de gravidez.
—Es verdad, lo juro, estamos en estado de avanzado embarazo —reafirmó Mary Read.
Charles Barnet sacó cuenta mentalmente, respecto a la recompensa, calculando el resultado, ¿recibiría más, o menos plata, a cambio de dos mujeres? Mucho menos, de seguro, frio un huevo en saliva, visiblemente disgustado. A Mantequita, mejor dicho, Abla Ción Montalbán, le chorrearon las verijas de lascivia y sudor mantecoso.
Debería ser enérgico, reaccionó para sus adentros el presidente, pues si se descuidaba, aquello podía devenir en un soberbio espectáculo circense —único en su rango—, y a Nicolas Law no le convenía que su prestigio rodara en el lodo de la bajeza. Pidió silencio, mandó desalojar el tribunal, y prometió volver a reunirlos al día siguiente, al alba.
—¡Lo más temprano que podamos! —gruñó.
Por supuesto, no tardaría en comprobar si aquella barbaridad que acababan de confesar ambas mujeres en cuanto al embarazo se sostenía por el peso ineluctable de la verdad. Para ello, las visitaría una comadre en cuanto ellas se declarasen dispuestas.
La demanda de Ann Bonny fue complacida. Enclaustradas en la misma celda, fundieron sus cuerpos en un tierno abrazo. Los goznes de la puerta de hierro rechinaron, no se trataba de la partera. Un guardia anunció que Jack Rackham deseaba ver a su mujer por última vez. Ann Bonny accedió.
—¡Si hubieses peleado como un hombre, no te ahorcarían como un perro! —vituperó cara a cara.
Calico Jack musitó unas frases ininteligibles, se volteó hacia la claridad que traspasaba el ojo de buey, dándole la espalda a la mujer.
—¡Se ha escapado, se ha escapado el malgache! —El grito recorrió las galeras en un eco alarmante, siendo el último placer que, silenciosos, pudieron disfrutar en vida Ann Bonny y el capitán Calico Jack.
Al regresar a la celda halló a su amiga por tierra, clamando por un sorbo de agua, quejándose de escalofríos y de calambres que le aguijoneaban los brazos y las piernas. Mary Read viraba los ojos en blanco, mencionaba nombres en absoluto delirio: Billy, Margaret Jane, John Carlton, Flemind Van der Helst, Calico Jack, Juanito, Ann, Ann, Ann…
—Agua, por favor, agua; quiero beber agua —gimoteó, la piel cuarteada.
Ann Bonny escandalizó exigiendo la visita del guardia, de un médico, de alguien que acudiese pronto, por favor, una alma sensible que sintiese un poco de piedad, por Dios, por la Virgen… La partera llegó con retraso, según ella, habían ido a buscarla a la otra punta del pueblo, donde andaba de obras con una chica muy joven, sin padre para la criatura, comentó parlanchina. Revisó a Mary, palpó el vientre, muy duro, inflamado, hundió el dedo del medio en la vagina, uy, uy, uy, iba para mucho, pero eso ya lo había adivinado ella, se notaba en la barriga, aunque no le quedaba más remedio que meter el dedo y hurgar. Lo sentía, por el amor de Jesucristo y de su madre la Virgen, y pidió disculpas, pero sólo mediante el tacto podría confirmar. Ann, lo mismo, pero con menos tiempo, con toda suerte estaría embarazada de cuatro meses. Mary, de cinco, y cuidado, apostilló la mujercita delgada, de movimientos avispados, y manos nervudas.
—Mi amiga padece…
—De fiebres emotivas, lo he notado. Que beba agua, mucho líquido.
—Oiga, emotivos estamos todos, imagínese, ¿de qué otro modo podrá creer que nos sentiríamos? ¿No será que ha enfermado de otro mal?
—Enviaré a un médico, aunque le adelanto que no probaremos nada en específico. —Se encogió de hombros, indiferente—. Gente como ustedes son los que inundan de desgracias estas islas. ¡El mal de la mar! ¡Ustedes son las verdaderas epidemias! ¡Incurables! Adiós, buena suerte.
Cerró el maletín y marchó presurosa en dirección a las catacumbas, donde se decía que habían enterrado en vida a bandoleros cuya celebridad competía con la de ellas y el capitán Calico Jack.
Hacia la madrugada, Mary experimentó una súbita mejoría, había soñado con una vereda sembrada de framboyanes a todo lo largo, iguales que los que había apreciado a su llegada; enérgica, habló del futuro de su hijo, planeaba parirlo en La Jamaica, y una vez recuperados marcharían ambos a Londres, y si Ann aceptaba podrían viajar, y hasta vivir juntas, criarían a los hijos, crecerían cerca del puerto y comprarían un barco, se harían a la mar, y ellas enseñarían a sus vástagos los misterios del océano. Ann asintió, despejando con sus dedos los rizos del cuello de su amiga.
La comadre testimonió dando fe del estado avanzado de la gravidez de ambas piratas. El público entró en trance, aullando insultos contra Ann Bonny y Mary Read.
—¡Silencio! ¿Podrán tener la amabilidad de revelarnos la identidad de los padres? ¿Quiénes son los padres de las criaturas por nacer, si me hacen el favor? —Nicolas Law gozó macerando las interrogantes entre la lengua y el cielo de la boca.
Mary Read arrebató la delantera a Ann Bonny. —Nadie en esta sala ignora que James Bonny vendió su mujer a Calico Jack…
—Señora, esa ha sido una de las innumerables razones por las que Jack Rackham ha sido colgado esta misma mañana, en los primeros fulgores del amanecer, en Galows Point, muy cerca de aquí, en la ciudad de Port Royal, en Kingston, ironía de la vida, así se llamaba su galeón. Sí, señora, ahorcado en compañía de sus compinches. Obviemos estos detalles, vaya usted al grano, abrevie… —especificó el presidente.
Mary Read sufrió un vahído, observó de soslayo en dirección a un lateral y advirtió al capitán Johnson muy pendiente de ella, bebiéndose su figura, el escritor le hizo un triste guiño cómplice; ella logró reponerse y prosiguió aferrada a la balaustrada del banquillo.
—Calico Jack era el padre, es el padre… —hubo chillidos entre los de la clase alta y murmullos entre la clase baja— del hijo que tendrá Ann Bonny.
—¿El del suyo también? —Charles Barnet, que ejercía de fiscal, pretendió calentar los ánimos. El jurisperito pidió objeción. Negada.
—No, Calico Jack no es, para nada… No era el padre del niño que vive en mis entrañas. Prefiero mantener en secreto el nombre de su padre, sólo puedo agregar que se trata de un hombre honesto. —La sala se vino abajo en injurias.
—¡Bruja, descarada, puta de mierda! ¡Confiesa de una vez, maldita!
—Está en su derecho —añadió el abogado.
—Debo aclarar —insistió Mary, dirigiéndose a los enardecidos invitados—. No he sido infiel. No cometí adulterio, pues nunca engañé a los implicados, siempre dije la verdad a aquellos a quienes amé. Jamás incurrí en fornicación por el mero gusto de lo que para ustedes es vicio y para mí es placer. Amé, y me amaron. Mi embarazo es el fruto del amor. Doy fe de mis palabras, por mí, y por ella, porque asimismo ha actuado Ann Bonny. De hecho, todos los hombres y mujeres del Kingston nos preparábamos para renunciar a la piratería, y reanudar una vida honesta, pero nuestra demanda no fue escuchada por las autoridades…
De las tarimas repletas de taburetes saltó una mujer, indignada:
—¡La horca será poco para ellas! ¡Habrá que quemarlas vivas! ¡Un escarmiento, hay que dar un escarmiento a estas dos perras del infierno! ¡A la hoguera con ellas! —vociferó Adela Menéndez, rica hacendada proveniente de La Tortuga—. ¡Robaron a mi marido y a mis hijos, les robaron una piragua, los dejaron ahogarse, se los zamparon los tiburones!
—¡Bestias, esas dos malditas, unas cabronas bestias, a la hoguera con ellas, a la horca! ¡A mí y a este idiota —mintió el francés de la cueva, señalando a su compadre, aunque con quien en verdad había negociado era con Calico Jack— nos engañaron porque nos vendieron esclavos enfermos, después que nos emborracharon con ponche y nos endrogaron con opio!
—¡Que paguen, que paguen caro, con sus vidas! —corearon los revoltosos, mientras lanzaban huevos cluecos, piedras, palos.
—¡Malditas ellas y malditos sus vientres! —renegaron los barulleros.
—¡Orden, orden! —Nicolas Law interrumpió cuando precisó oportuno, y no cuando debería haberlo hecho, excitado hasta inclusive conseguir una tímida erección provocada por la algazara que él había permitido, al consentir que las masas se desahogaran a sus anchas—. Supongo que querrán ustedes fomentar sus defensas. Pregunten a sus clientas, señores abogados, qué piensan ambas de la horca.
Los apocados letrados voltearon sus cuellos hacia las acusadas, tensos, rígidos, apenas movieron los labios. Mary Read les arrebató la palabra y echó mano de una entusiasmada y fatal arenga:
—¿Que qué opino de la horca? No será una pena demasiado severa cuando tantos van a ella. Si la horca no existiera, cualquier tunante podría hacerse pirata. Pillos del mundo entero infestarían los mares, y reducirían a sus servicios a los verdaderos hombres corajudos. Mi corazón no teme a la horca. Poseo la certeza de que ninguno de mis compañeros ajusticiados tuvo miedo de la soga.
—Read, Read, cállese de una vez. Está usted metiendo la pata. Sus compañeros, Rackham, Fetherston, Comer, y los demás, se pudren en estos momentos, repartidos entre la punta de Plumb, cayo Buisson y cayo Fusil, mecidos por el dulce viento del Caribe, enlatados en los trajes de hierro, como me gusta decir a mí. Ahorcados y vueltos a ahorcar. Y le concedo el indulto, salvándole, porque siendo usted mujer ha tenido la astucia de dejarse preñar por uno de esos malhechores, porque si no fuese de esa manera, ¡correrían, tanto usted como Ann Bonny, idéntica suerte!
El presidente Nicolas Law autorizó a los abogados a manifestar sus alegatos, dio por interrumpido el proceso y determinó la momentánea culpabilidad de Ann Bonny y de Mary Read, quienes deberían guardar prisión hasta que pariesen a sus criaturas y, para esas fechas, entonces podrían reanudar el juicio. Evacuó la sala, las condenadas regresaron a sus celdas.
Mary se tiró en el camastro de paja, aquejada de nuevo por los temblores, la debilidad y la sed. Bebió la jarra de agua en desesperados tragos hasta la última gota. En pleno delirio lamió los charcos de humedad del suelo. Al rato, Ann Bonny le anunció al oído que el párroco deseaba hablarle. Mary achicó los ojos en un intento por distinguir mejor en la penumbra, no podía dar crédito a sus nubladas retinas.
—¿Roc Morris? —balbuceó.
El hombre acercó el candil al rostro sudoroso. Asustado, pudo comprobar que el reflejo dorado que tanto había amado en las pupilas de Billy Em Carlton iba apagándose.
—Mary Read, o Billy Em Carlton. O Mary Carlton…
—Mary Read, señor, Mary Read —rectificó la mujer con voz muy baja.
—Sí, Mary Read, soy Roc Morris, tu comandante de la Armada Naval. Me pediste el traslado a Breda y te lo concedí. ¡Ah, Mary, querida! Siempre sospeché esto, que eras mujer. Me enamoré perdidamente de aquel soldado, o sea, de ti, te amé tanto que dejé la Armada y me hice cura. Como podrás comprobar soy sacerdote, por tu culpa.
Ella sonrió débilmente, y el hombre identificó al joven resuelto y hermoso. Al cabo de un instante, un semblante disipado de chiquilla emergió resaltando los dientes parejos, el manguito puntiagudo, hoyuelos en los cachetes rosados. Esa —se dijo el cura— era la hermana menor de Billy Carlton. El sacerdote posó la palma de la mano en la frente ardiente. Compartió su preocupación con Ann Bonny, las fiebres no podían ser emotivas, al menos no como único motivo, registró el cuerpo de Mary y halló una llaga purulenta en el tobillo, cerciorándose así de que las fiebres tenían como origen una infección. La enferma extendió la mano hacia él, después hacia su amiga; el gesto no duró nada, su brazo cayó inerme.
—Prisión, ratas, muerte… —Mary Read pronunció estas palabras en un espasmo terrorífico, y asió la punta de la chaqueta de Ann Bonny.
Roc Morris huyó apurado a buscar al médico, a comprar cualquier remedio, a zancajear medicamentos, urgía lo que fuese necesario; aseguró que emplearía el menor tiempo en esos inaplazables quehaceres.
Ann Bonny pasó toda la noche en vela, y todas las noches que vinieron después de que Roc Morris regresó acompañado del médico. Intentaron todo tipo de ungüentos, de punciones, de remedios, jarabes, sangujas, cataplasmas; el sufrimiento aumentaba por días, por horas, después se sumaron los minutos y los segundos. El galeno renunció a toda esperanza, poco había ya por hacer. El sacerdote Roc Morris se retiró al sagrario de la iglesia a orar; después de haber rezado por la absolución del alma de Mary Read, y de despedirse para siempre de quien había sido el gran amor de su vida.
Mary Read fue extinguiéndose poco a poco. La criatura, en sus entrañas, cesó de absorber calor, las pulsaciones disminuyeron.
—Ann, Ann… —Un milagro hizo que mencionara el nombre—. Ann, los framboyanes, míralos…
Hasta que se detuvo el riachuelo de luz entre la madre y el feto.
Ann no quiso despegar la mejilla de la de su amiga. Recordó, cobijando la yerta mano de Read entre las suyas, que ese día ella cumplía veintidós años.
Mary Read podría haber cumplido treinta ese mismo invierno. Ann depositó un mazo de gajos de framboyán en la tumba. Cargaba una hermosa recién nacida en brazos, su segunda hija. Dio la espalda y se dirigió a la playa. Allí iría a encontrarse con William Cormac, su enriquecido e influyente padre, que desembarcaría esa tarde para enfrentarse a las autoridades de La Jamaica después de reclamar por correspondencia la extradición de Ann y de su nieta a Carolina del Sur.
Alejada del puerto, a orillas de una playa desierta, Ann Bonny contemplaba la vastedad de la mar. Sacó un seno y dio de mamar a la niña. Sintió la soledad de la mar emparentada con la suya. Ni un solo barco, ni un bergantín, ni una fragata. Mucho menos un galeón. Recordó con nostalgia la época en que soñaba con transformarse en elegante galeón. La locura había cesado. Se dijo, no sin cierto toque de orgullo, que Mary Read, el capitán Calico Jack y ella misma habían puesto punto final a la aventura. Al menos en el Caribe. Le hubiese gustado encontrar a Juanito Jiménez, pero ni rastro de él, con toda certeza el andaluz había retornado a su tierra. De Hyacinthe Sans Nom tampoco consiguió pista valiosa, ni siquiera logró rastrear sus huellas mediante espías o informantes. Todo lo que había podido averiguar no servía de gran cosa. Abrió la sombrilla y acostó la bebé encima de un mantel, protegiéndola así de la recalcitrante resolana.