¿No es de una extraña demora empezar a vivir justo cuando se debe poner fin?
SÉNECA
Desde que Calico Jack vociferó la orden de orzar encarando al viento, o sea, de embestir desafiando nuevamente al destino —según sus propias palabras— e izar el estandarte negro, a relativa distancia (más bien corta) del Santa Clara II, y que se suscitaron los cañonazos entre ambos navíos; y que una vez más la arboladura del Kingston crujió zozobrante, y que alcanzó a observar de soslayo a sus hombres, y a sus dos arrojadas mujeres, todos listos para el abordaje; desde ese instante, y similar a un comediante que acecha entre telones el turno imperativo de actuar frente a un público exigente; su piel se erizó en sucesivos escalofríos, el vientre gorgoteó en retortijones, y por primera vez experimentó un miedo inasible, la sensación inexorable de la pérdida, el valor del vacío. Palpó el abismo, hundió la punta de su mano en el espejo tramposo de la Parca. Otra vez, susurró histriónico que enfrentaría a la sonsacadora Átropos, quien cortando el hilo de la infinitud, le juzgaría miserable, vil en su pulquérrimo y angosto egoísmo. Dedujo que quizás: esta sería la última vez que él ordenaría una matanza„ oh, sí, qué miserable, oh, Dios, no podía continuar haciendo de las suyas, manicheando y bravuconeando a diestra y siniestra. Cesaría de una vez y por todas, de un golpe, basta de combates y refriegas. Pediría a Ann que se casara con él, aunque de manera simbólica, pues su mujer ya estaba casada y tardaría en que su marido accediera a anular el matrimonio. Amaba a su mujer, admiraba su coraje, y aunque las decisiones que ella tomaba casi siempre le hiciesen rondar el ridículo, inclusive hasta esos ingenuos desmanes le divertían, no se aburría con esa chica que tan bien puestos llevaba los ovarios, perdón, rectificó, los sesos; y ella y él unidos sabían conspirar sin ni siquiera mirarse, de nada más husmear la atmósfera. Ann Bonny, pese a su constante sinvergüenzura y brusquedad, desde su punto de vista era la mujer ideal. Por otro lado, Mary podría vivir junto a ellos cuanto tiempo deseara. Con Mary existía una diferencia novedosa, a la que él no podía dar explicación, una especie de dependencia insólita, dudaba de sentir algo más que deseo, y sin embargo, también se percató de que estaba necesitando más de la cuenta su constante proximidad. Mary Read, de una tosquedad delirante, sin embargo desprendía ternura y ardor de toda su luminosa humanidad; en la batalla había probado ser igual o más arrestada que cualquiera de sus más audaces compañeros. Su cálido cuerpo le fascinaba, no exclusivamente cuando unido al de Ann Bonny se entregaba a las caricias más tórridas y sublimes, sino también cuando la sorprendía durmiendo en el camarote, su desnudez estrujando las sábanas de seda azul añil, cual una danaide, parecía que nadaba ajena a la infamia, y le volvían loco sus pezones hinchados, rociados por la placidez de la mojada madrugada, el vientre meneándose a ritmo dulzón, y el pubis se asemejaba a la carnosa fruta de la papaya (de hecho, los cubanos le llamaban papaya al sexo femenino, y a las mujeres valerosas les decían «apapayúas», como, «cojonúos» a los hombres arrostrados, aunque este último epíteto deslucía en su esencia antimetafórica). Jack Rackham recurvó de sus pensamientos; debía retornar del ensueño, pronto se vería obligado a asumir la cruel urgencia, a afrontar el ataque.
Sólo se percibía el chirrido de las sogas en las poleas, el rechinar de las roldanas cuyo engarzamiento apenas resbalaba debido a la penuria de aceite, comido por el salitre que aherrumbraba los goznes. El pirata experimentó un leve temblor, también él se oxidaba, las rodillas no conseguían la lubricidad, se negaban a acuclillarse, los tobillos traqueaban al menor gesto, los pies adoloridos no se despegaban del suelo. Envejecía.
Un nuevo abordaje, barruntó el capitán con pereza, aunque abrió la boca como si fuese el hocico de una bestia inmunda y esbozó en silencio un grito más horrendo debido a su teatral enmudecimiento; sin embargo, fue el primero en impulsarse con la pica hacia la turbulencia provocada por la roña. El humo cegaba a los españoles, quienes se afrentaban injuriantes, rugientes en la leonesca defensiva. Y mientras procuraba dilucidar el misterio de por qué los de Castilla serían más escandalosos en la batalla que los italianos, con el hacha de abordaje en la derecha iba destrozando membranas, ligamentos, articulaciones, quebrando huesos, con la izquierda disparaba el trabuco y hacía blanco entre las cejas, desguazaba corazones, desmoronaba tibias, peronés, rodillas; también pudo observar cómo el enemigo le igualaba en destreza al estallar brazos, ensartar hígados y triturar cráneos. El terror invadió su espíritu agresor, sin dejar de batirse trató de abarcar con sus retinas la mayor cantidad de facinerosos peleadores que alborotaban a su alrededor, todos desfigurados por el odio; en ambas embarcaciones pegadas, como cosidas, una a la otra pululaban cientos de diablos en una abominable caricatura de la hoguera final y del infierno. Buscó a Ann y a Mary, y no consiguió averiguar el paradero de las dos, sintió un vuelco interior, como si una mano secreta le halara desde dentro de sí mismo.
Conmovido, descubrió a Juanito Jiménez en el beque, acudió a socorrer al gaditano, le habían arrebatado la espada y el fusil, y para mantener la distancia el andaluz lanzaba abrojos de hierro afilado contra los tobillos y las pantorrillas de sus paisanos.
—Juanito, te dije que no estás obligado a luchar, puedes regresar a la cocina. ¡Son tus compatriotas! —Calico Jack se interpuso entre el auxiliar de mesa y un cabo.
—¡Coterráneos, mi capitán, son sólo coterráneos! —aclaró el joven—. ¡Yo soy pirata, mi patria es la mar!
—¿Has visto a Read y a Bonn? —El capitán casi resbaló en un charco de tripas y excrementos.
—¡Allá arriba, hace un rato, las vi colgadas de los mástiles, fajadas como dos monas, a las que los cazadores irán a arrebatar la prole!
Calico Jack lanzó una de las pistolas a su compañero, y después de atravesar el cuello de un contrario, le desarmó e hizo señas a Juanito Jiménez para que atrapara en el aire la cimitarra. Rebuscó en las alturas, Ann Bonny, enganchada sólo de una mano, guindada al vacío, continuaba batiéndose contra el comandante del brulote. El tipo se hallaba muy cómodamente parado en sus dos pies encima del palo, jugueteando con su presa como si manipulara una marioneta. El pirata apretó los párpados al ver que el comandante se disponía a cortar de un sablazo los dedos aferrados de Ann Bonny. Los abrió a la espera de contemplar el peor espectáculo de su vida, pero quien caía tieso y en picado al océano era el comandante gracias a que Mary Read, situada detrás del hombre, y haciendo gala de su magnífica puntería, le hizo estallar la Silla Turca tras ejecutar un balazo a través de un agujero del ondeante Jolly Roger. Read socorrió a Bonn, extendiéndole la mano tiró en peso de ella para ayudarla a que se irguiera. Colocada junto a su amiga en el maderamen, hicieron equilibrio rehuyendo el tiroteo, lograron descender, y muy rápido se hallaron al mismo nivel que el resto de los combatientes.
En medio de la batalla, y por el espacio de varios segundos, Ann Bonny se sintió angustiosamente sola; en la embarcación vacía, doblada sobre babor a ras de mar, dominaba un silencio sepulcral. Entonces tuvo una alucinación, el encrespado oleaje se había transformado en una monumental masa roja y viscosa que crecía a desproporcionada lentitud, encimándose a ella. Por tierra yacían Jeanne de Belleville y sus hijos, degollados, tintos en sangre. Y ella observaba todo eso como a través del agujero de un bocal, o como si hubiese hundido la cabeza de nuevo en el remolino de la cerveza concentrada en un barril.
El pirata acudió ligero a su encuentro, en el camino recibió la cortadura en la mejilla de un puñal que pasó rozándole, y que fue a encajarse en el hombro de Carty.
—¡Amor mío, por un tris me salvé de guindar el piojo! —le informó Ann, que resoplaba sin dejar de batirse.
—¡Lo vi! ¡No me dio tiempo, lo siento! —se excusó el pirata, mientras trataba de destrabar la espada envainada en el costillar de un soldado.
—¡Si no hubiese sido por Read, no estaría jodiendo a este! —Rebanó de un golpe la mollera, dejando la masa encefálica a merced de la impiedad del achicharrante sol.
Read, por su parte, se batía contra tres vehementes espadachines, a uno lo apartó de un balazo que le destrozó el pie, al segundo le dejó sin cara tras llevarse de un sablazo la frente, las pestañas, la nariz y los labios, al tercero le macheteó el torso dibujándole un titafó en las paletas.
—¡Fuego, fuego! —vociferó el pirata, y las antorchas se multiplicaron.
El navío empezó a arder, pero los españoles renunciaban a rendirse, continuaron batiéndose abordando entonces a su turno el galeón pirata. Para colmo, a uno de los oficiales, con toda evidencia el que dirigía la maniobra, se le ocurrió una salvajada, la peor de las ideas. Más que como suposición, dando por sentado que el tesoro era tan o más importante que las vidas de sus subalternos, dividió a sus camaradas, y envió a una buena parte a recuperar el cargamento al brulote en llamas para que luego condujeran la mercancía al Kingston, confiando en que la otra mitad de sus hombres alcanzaría en breve vencer a los piratas; más tarde se apoderarían de la embarcación y la harían suya, tirarían por la borda a los filibusteros y se darían a la fuga a bordo del Kingston. Desde luego, Jack Rackham sonrió:
—Magnífico, el muy estúpido nos está facilitando el trabajo.
Como, en efecto, una vez que el botín estuvo a salvo en la cubierta del Kingston, los españoles mostraron serias debilidades. El abusador esfuerzo ocasionado por el transporte había fatigado a unos, y los que peleaban sin duda se sentían desmoralizados por haber perdido el Santa Clara II, y para colmo haber sido abandonados en aras de salvar de manera prioritaria nada más y nada menos que la mercaduría, en el preciso momento en que sus vidas peligraban, aunque continuaron peleando sin dar su brazo a torcer, pues la terquedad los hacía imaginarse, tarde o temprano, vencedores.
Por el contrario, la presencia de los cofres de madera preciosa, o cuero, tachonados en clavos de bronce propulsó a extraordinarias dimensiones la moral y la fuerza de los desalmados bribones que asediaban a los marinos del Santa Clara II.
Triunfaron los piratas; para colmo de bienes, el botín no medía en calidad e importancia exactamente lo que el capitán Charles Johnson había predicho sino que en estimación cuantitativa sobrepasaba las expectativas: pedrerías entre las que se encontraban diamantes, perlas, esmeraldas, rubíes, zafiros, aguamarinas, turquesas, lapislázulis, bolsas de monedas de oro y de plata, botijas de ron, pellejos de vino, penachos reales robados a los caciques indígenas asesinados, y un bien preciosísimo, considerando sobre todo la poscontienda: el botiquín quirúrgico, un armario de caoba abastecido de medicamentos y remedios; además de baúles repletos de elegantes vestuarios masculinos y femeninos. Para los piratas que, en revancha con los bucaneros, se consideraban ultraelegantes, y cuidaban, minuciosos de su aspecto, e imponían inexorablemente su hiperbólica vanidad ante cualquier otra afrenta, aquellas prendas y maquillajes les vinieron de perilla, cual don divino.
Los tiburones dieron cuenta, en razón de dos horas, del colosal banquete que significaron las víctimas; y los prisioneros fueron encerrados de momento en el pañol de la jarcia, hacinados junto al bodegón, en espera de convencerlos mediante torturas y engaños de que se unieran a los filibusteros, o simplemente, en caso de que se negaran a contribuir a la piratería, con el fin de abandonarlos en un cayo desierto. La tozudez propició lo último. Salvo un joven soldado inglés de nombre y apellido Matt Sinclair, y otro holandés, Hug Valmer, que se animaron a sumarse a Calico Jack, el resto, o sea, los españoles, se negaron a engrosar las filas enemigas, pese a los abusos y chantajes a que fueron sometidos. Desamparados a su suerte, naufragaron en un islote de arenas muy nítidas, en un precioso atardecer de la sofocante primavera de 1720.
Asaltando la balandra Niña Esther, los piratas no sólo lograron nutrir el mito quimérico y su concreto objetivo, avituallarse de agua, vino, ron, cerveza y miel, sino que una vez exterminado y apresado el equipaje, usaron la balandra para transportar el botín anterior y el recién adquirido a una de las islas previstas para el enclave. Con el ataque a la Sefaria y al Dionisio, se apertrecharon de perlas, carnes y pescados salados, y toneles de ron. Jack Rackham gozaba, sin embargo, neurótico, de la victoria, y antes de guardar en la caja fuerte de su camarote los planos atesorados besó fuera de sí los rollos de pergamino y rogó al cielo que sus sueños se cumplieran a cabalidad, y añoró devenir el hombre más poderoso del Caribe.
Al Sans Pitié no fue difícil desarbolarlo; uno de los esclavos moros se agenció frascos de opio y emborrachó a la tripulación entera, incluidos los papagayos, con el fin de liberar a los negros y a los demás moros de las cadenas opresoras; pero no le dio tiempo de persuadir a los presos de ahorcar con retazos de seda a los franceses y holandeses. Los esclavos, desvanecidos, tumbados en tremenda pea colectiva, pues sufrían tanto de sus llagas y cicatrices, que antes de llevar a cabo la venganza, se abalanzaron en tropel a los frascos de opio, lo que dio por resultado un buque drogado hasta la cocorotina. ¡Oh, piedad! O mejor, opio dad, haciendo honor a su emblema: Sans Pitié. Para el Kingston darles caza aconteció como dice el dicho: simple trámite de bordarle el refajo a la vieja y paralítica duquesa.
En posesión de semejante tesoro, al que en corto plazo podría añadir amplias ganancias de las ventas de negros y moros, Jack Rackham juzgó que probablemente se aproximaba la hora de su retirada, mejor dicho, jubilación, de los trajines de la piratería, y se dispuso a pagar de manera equitativa al equipaje haciendo uso de un gran sentido del equilibrio, nunca más emblemática resultó la balanza como símbolo de la justicia. Aunque él siempre hallara la manera de premiarse con el más suculento trofeo. Para ello se apoyó no sólo en el reglamento, además en las opiniones de Bonn, Hyacinthe, Read y Corner; con lo cual cada filibustero recibió contento su justa parte del botín, sumándole propinas y agasajos, en dependencia de la mayor o menor participación de cada quien durante los asedios, y según el mejor o mediano nivel de comportamiento. Aquel cuya disciplina dejaba bastante que desear no cogía ni un penique prieto partido por la mitad. Pero, en general, pocos habían caído en errores y desobediencias graves, salvo Nemesio y Butler, cuyas vulgaridades en la manera en que se ensañaron uno en contra del otro fueron muy pronto borradas del noble espíritu camaraderil del entorno.
El Kingston, engalanado, festejó durante tres noches seguidas, sin mediar reposo, emborrachándose, comiendo opíparamente, bailando al compás de una arpa que los piratas habían mudado de una de las balandras, cantando a voz en cuello en compañía de un eunuco tuerto que con exquisito galillo de castrato la emprendía con aquello de:
Las negras Tomasa y Rosa
Nacieron en el manglar,
Cuando se tercian la manta,
Nadie las puede tachar.
¡Vaya dos negritas!
De la pipa son;
Cuidado, mi hermano
Con un resbalón.
Para el que las mira
No haya piedad,
Y si se descuida…
¡No hay novedad!
El equipaje hambriento de orgías clamaba ansioso por fondear en un puerto; ebrios lloraban, canturreaban, se retaban, mentían, anhelantes de malgastar las riquezas en las tabernas y en los florecientes burdeles. Su capitán arengó y les prometió en breve el paraíso lascivo, y la quimérica complacencia de un simbólico chorro naciendo de una fuente desbordante de aguardiente. Los filibusteros prosiguieron alborozados, entonando melodías que hacían eco en las cimbreantes cinturas de las enamoradizas sirenas.
Cuando arrastran la chancleta
Y a un lado tercian la manta,
Nadie delante se planta
Porque pierde la chaveta.
Cuando salen a paseo,
Cautivan los corazones;
Si yo alguna vez las veo,
Me dan malas tentaciones.
Con sus argollas de plata
Y sus medias de colmes,
Si se pone una bata…
¡Ay, Dios mío, qué sudores!
¡Ay, Dios mío, qué sudores!
Juanito Jiménez, entre los más armónicos, viraba los ojos en blanco, suspiraba, elevaba sus manos piadosas en dirección al cielo estrellado, suplicando para que Hyacinthe reparara en la algazara de su jubilosa consistencia erótica.
Ann Bonny, Mary Read y Calico Jack conversaban arrumacados, después de templar durante horas las cuerdas del antojo. Ann anunció que se sentía de nuevo muy enamorada; opinó que debía dejarse de melindres, ser sincera y no ocultar cuánto amaba. Entonces declaró su amor a Mary posando un ingenuo beso a raíz del cabello. Calico Jack también aseveró que le embargaba un raro e inédito apasionamiento por Mary. Y nada más. La halagada sonreía con los ojos achicados de gusto, seducida ante la impetuosidad de las confesiones.
—Yo también los amo. Y se tapó la cara con ambas manos en gesto tímido.
Bonn separó los dedos de su chica.
—Di, Read, ¿a quién quieres más?
—A ambos —respondió, juguetona.
—No, no hagas trampas, debes sentir preferencia por uno de los dos.
—Te prefiero a ti.
A Calico Jack no le agradó demasiado la respuesta y, contrariado, se viró hacia el lado opuesto de la cama. Él, que se esmeraba deshaciéndose en atenciones con Mary, e inclusive le había obsequiado la perla más grandullona del botín, y ahora resultaba que la muy zangandulla prefería a su mujer. A la enojosa Ann tampoco le placía que Calico Jack sonriera de manera tan estúpidamente dulce y diferente a Mary, de hecho no le reconocía esa tonta sonrisa sin precedentes, entre derretida y castigadora, empeñado en querer relucir su amor por encima del de ella. Y cuando había sabido del regalo de la hermosa perla empezó a morir de celos. Mary, sin embargo, no mentía, a solas le había dicho que la prefería a ella, y delante de Calico Jack reafirmaba su pensamiento. Pero, a la hora de los mameyes, nunca una hora ha sido más propiciada y provechosa —llamada así por los cubanos cuando los ingleses vestidos de rojo y negro similares a unos ridículos y apolimados mameyes atacaron el puerto de La Habana—, cuando Calico Jack se desvestía y aireaba sus sustanciosas partes liberándolas del célebre calzón rojo rayado en negro, a Mary se le desviaban los ojos para la tranca lisa y estirada del pirata, y enardecida salivaba por las junturas de los labios. Mary, desguabinada ante el encanto de Calico Jack, no cesaba de lamer y de chupar, aunque no era menos cierto que también se babeaba ante el divino pecho de su amiga Ann. Y por otro lado, Bonn amaba con todo su corazón a ambos —así se dijo, aunque detestaba la palabra corazón—, pues consideraba que tanto Calico Jack como Mary Read habían sido revelados y conquistados por ella. Ella los había reunido. La tríada constituía una de sus obras más perfectas. Calico Jack, sin embargo, derretido y licuado de amor por su mujer, moría de adicción por Mary Read:
—¿Qué piensan si pedimos el perdón al gobernador Woodes Rogers y nos retiramos a cualquiera de las islas de Las Bahamas? —preguntó Calico Jack con las cabezas de ambas descansando en sus musculosos brazos, y los muslos de ellas cruzados encima de cada pierna suya.
—No es mala idea. Yo estoy tan cansada de guerrear, de fastidiar a la pobre gente —musitó Read.
—Aún no somos tan ricos —protestó Bonn, pero en seguida recapacitó ante la dura mirada de su marido—. Claro, yo haré lo que ustedes digan, si me prometen que no viviré nunca más en la humillación, que no careceré de nada. Y que podremos vivir de nuevo junto a nuestra hija, Calico Jack. Claro, tendríamos que liquidar a James Bonny. Mi viudez solucionaría el lío del trueque.
Convinieron en analizar el asunto entre los tres, con mayor tiempo y claridad. El amor les devolvía las ganas de vivir en la tierra, cumplirían la cita con una añorada perspectiva del paisaje, soñarían distinto, con más exactitud, porque en la mar no existe la frontera entre la monotonía y los sueños. Volvieron a fundirse en un abrazo mientras se rastreaban de la cabeza a los pies, penetrándose con la lengua, y con el succionado mástil de nervios y fibras, hasta la saciedad, si es que la hubiere.
Charles Johnson anotaba incesante en el cuadernillo, tumbado encima de un almohadón de guata, en una esquina de su cabina, en el momento en que el joven inglés Matt Sinclair se le acercó con la intención de averiguar sobre Read. Sinclair afirmó que le inundaba una ligera impresión de haberle visto con anterioridad, quizás en una taberna, o en un lupanar de los suburbios londinenses, o quién sabía si… Tal vez en la campaña de Breda. Charles Johnson confirmó que bien podría haber sido en cualquiera de los sitios mencionados, pues Read había pernoctado en todos ellos.
—Read, eh, Read, ven a ver, puede que aquí haya un viejo amigo tuyo. —El capitán Johnson solicitaba la cortesía de la filibustera.
Se hallaban junto al balconete de estribor, Read probaba su suerte agitando y volcando los dados, aunque sin dinero, pues estaba prohibido jugar cubilete al interés, rodeada de Davis, Corner, Howell y Fetherston. Un poco más allá, distanciados por varios barriles de aguardientes, Dobbin y Harwood testimoniaban de un pulso echado entre Juanito Jiménez y Hyacinthe, como por azar siempre vencía el malgache.
Read se volteó y estudió los rasgos del chico, ninguna familiaridad; no experimentó emoción alguna, ni el más mínimo recuerdo.
—¿Cómo te llamas? —Read se levantó de la mesa y recurvó hacia el que ya ella consideraba un intruso.
—Matt Sinclair. —El joven extendió la diestra, y Read apretó una delicada mano temblorosa, resbaladiza como una sardina.
—¿Qué edad tienes? —inquirió de nuevo.
—Veinticinco; en fin, los cumplo dentro de un mes.
—No pudo ser posible que nos conociéramos, soy mayor que tú.
Charles Johnson se apartó, y ellos pasearon solos.
—He dicho al profesor Johnson que dudaba si te conocía o no. Es mentira; en realidad nunca te vi antes, pero deseaba entablar conversación contigo, a solas. Read avizoró el riesgo y se puso en guardia.
—Charles Johnson no es profesor. Es sólo un pirata loco que anda diciendo que es escritor. Aunque no estaba tan turulato cuando trajo la información que tanta fortuna nos ha proporcionado…
—Read, me gustas. No es la primera vez que enloquezco por un hombre. Pero, en verdad, ¿sabes?, no soy tan ducho en estos menesteres, más bien soy instintivo, fíjate que anteriores a ti sólo hubo dos. Te he seguido durante días, pendiente de cada movimiento tuyo, y sueño que acaricio tu piel, no puedo dormir, soñando con tu piel…
—¿Has bebido? —cortó en seco—. No te sobrepases conmigo, te puede salir el tiro por la culata.
—Para poder decirte todo lo que te digo, ¡claro que me he bebido un quintal de cerveza!
—Derrochador, por además —criticó Read.
Matt Sinclair empezaba a caerle simpático, y para colmo ella picaba justo en la edad en que los piropos ponen a bullir las hormonas femeninas.
El chico rozó adrede el dedo meñique con el suyo, y cinco minutos más tarde ya le había cogido la mano. Read no le rechazó, y comentando que hacía más calor que de costumbre desabrochó los primeros botones de la camisa, dejando entrever la piel natosa y fina de su garganta y el hundimiento de sus pechos.
—¿Eres una hembra? —Matt Sinclair creyó enloquecer, pero no de alborozo, más bien de desconcierto pavoroso—. A mí me van más bien los varones. Pero da igual si eres hembra. Tú me has gustado.
—Salvo ese ineludible accidente, o sea la raja entre mis muslos, el resto en mí responde más a chico que a chica. Si me lo propongo, y he pasado mi vida entera proponiéndomelo, puedo ser varón y hembra; y si aprieto la tuerca consigo ser más varón que hembra.
Matt Sinclair no supo hallar respuesta ante semejante depravación. Haló de ella y la obligó a que se recostaran ocultos detrás de los cañones en la santabárbara. Allí se besaron, se toquetearon los traseros (a Read la volvían loca los culos firmes y apuntando siempre hacia algún sitio divino), finalmente ella bajó sus pantalones, sacó una pierna de la pata de lino y de ese modo él pudo penetrarla sin el menor contratiempo: por detrás y por delante.
Anochecía, Mary recordó que del mismo modo se había enamorado de Flemind, de ahora para luego, de un minuto al otro. Pero aún no lo estaba de Matt Sinclair. Faltaría poco.
La luna llena iluminó esplendorosa. Cariacontecidos, debieron separarse, pues Read había prometido cenar con Bonn y con Rackham en el camarote del capitán, como todas las noches desde el inicio del acuerdo de la tríada. Matt Sinclair y ella quedaron en verse al atardecer siguiente.
En la cabina del capitán, cenaron ceremoniosos, lo cual intranquilizaba visiblemente a Bonn. El capitán no dejaba de contemplar con ojos de cordero degollado a la amiga, y de pintarle gracias, haciendo chistes más bien pesados, de los cuales Read se reía por politesse y buena educación. Bonn se sintió excluida, y estaba a punto de estallar en un siniestro ataque de celos cuando Mary cortando con delicadeza un trozo de salmón ahumado, relleno de langosta ripiada en escabeche, murmuró lentamente:
—Esta tarde conocí a un chico: Matt Sinclair. Se me ha declarado, hicimos el amor en la santabárbara. Y les cuento que me invade una opresión entre agradable y perturbadora, aquí, en el centro del pecho.
Ann sonrió, se llevó una copa de vino a los labios, pasó su lengua y limpió las gotas impregnadas.
—Eso es amor —remató.
—Eso es bobería —minimizó el capitán, evidentemente fastidiado.
Al día siguiente, y los demás, Mary volvió a juntarse con Matt Sinclair, y conversaron hasta el anochecer, pues les interesaba rememorar múltiples temas comunes: la infancia en Londres, los pequeños trabajitos para sobrevivir, el ejército, la guerra, las costumbres. Embebidos, se juraron amor, y en verdad Mary creyó el cuento del enamoramiento en un enigmático coup de foudre. Matt Sinclair se reprochaba no poder ofrecerle un porvenir a su amada, ya que había perdido sus pertenencias durante el asedio del barco en el cual viajaba por la tripulación pirata, pero ella puso un dedo en la sabrosa boca, acallándolo. Read le dio esperanzas, explicó que poseía sus reservas, que del tesoro enterrado le pertenecía una proporción exuberante, y que si Matt Sinclair lo deseaba podían casarse en ese mismo instante, poniendo como testigos a la luna —ya que se desbordaba del cielo—, a las estrellas, a la rapaz siguapa nocturna…
—Y al capitán Johnson —musitó la voz del escritor—. Me lo temía, Read, me temía que tú no fueses en realidad lo que aparentabas. No importa, no alberguen temor alguno, podrán contar con mi discreción.
Y de este súbito e insólito modo fueron considerados casados. Read juró por tercera vez en su vida con la mano puesta en la Biblia, la primera cuando se casó con Flemind Van der Helst, en el apogeo de la campaña de Breda, la segunda cuando prometió a Calico Jack que sumaba su esfuerzo de soldado a la tripulación en calidad de pirata, y ahora, vibrante en la eternidad de un segundo.
Acudió muy feliz a detallar el acontecimiento a Bonn y a Calico Jack. Desde hacía algunas tardes que no llegaba puntual a la cita con sus amigos, por culpa de andar en las nubes, retrasada, entretenida en su, más que amoríos, amor en serio.
—Me he casado —zanjó resuelta.
—¿Sí? Qué alegría. Felicidades —pronunció lacónico el capitán—. ¿Con quién, si se puede saber, con el tal Matt Sinclair, el inglesito bobo de la yuca?
Read afirmó, sorprendida de descubrir a Bonn tan triste.
—No es nada bobo. Es más bien extraordinario. ¿Y a ti, Bonn, tampoco te agrada la noticia?
—Ahora dejarás de venir. Ya no nos amarás como antes —se lamentó Ann, en tono seco.
—¡Se equivocan! ¡Yo los sigo queriendo! ¡Nada ni nadie acabará con lo nuestro! ¡Ni siquiera mi historia con Matt Sinclair! —Read los tomó de las manos—. Entiéndanme, ustedes son una pareja, yo soy la invitada…
—¿Tú te sentías la invitada, sólo eso? —inquirió Calico Jack, a punto de estallar airado.
—Sin embargo, querida, últimamente Calico Jack te dedicaba más tiempo a ti, y no sólo cuando hacíamos el amor. Cualquiera hubiese dicho que ganabas el puesto de preferida. Ahora mismo para él eres lo más importante en este galeón.
—Bonn, amada amiga mía, no es cierto. Sabes que te equivocas, o lo haces a propósito. —Read besó la punta de sus dedos.
—¿Pero, Ann, no me vayas a decir que estás celosa? —Calico Jack prosiguió, ostensiblemente bravo—. ¡Tú, y tus malditos celos! ¡Por tu culpa Read se ha ido a buscar otro marido! ¡Le hacías sentir como la invitada! ¡Nunca pudiste admitirla en nuestra familia!
Ann, irritada, se levantó con brusquedad de la mesa y cruzó el umbral de la portezuela para ir a llorar a su cuarto. Mary reposó la servilleta en el regazo, los párpados entornados.
—No, hombre; no enredes más la pita con semejantes sandeces. Quiero que sepas, Jack Rackham, que no me fui a buscar marido. Apareció solo, porque tenía que aparecer, y no me arrepiento. Perdona mi torpeza, la invitada no es la frase correcta, admito que me ciega el egoísmo. Vuestro amor posee antecedentes, nadie alterará toda esa historia en la que yo no participé; no es menos cierto que llegué de última, y pese a eso nunca me sentí en desventaja por semejante razón. Pero, hombre, deseo vivir mi propia historia de amor, revivir la magia de la pareja, reaccionar por mí misma, con mis anhelos. ¿Podrás entenderlo, no? —El pirata afirmó con las pupilas llorosas—. Yo te amo, Calico Jack, tú eres uno de los seres más sensibles que he conocido. Y amo a Bonn, y no me gustaría verla sufrir por mi culpa. Ven, vamos a buscarla.
Calico Jack estrechó a la amante con ternura. Y en esa madrugada reconciliadora no hubo nube sombría que entorpeciera la sinceridad y el frenesí de la tríada.
Muy temprano, el cielo despejado clareó luciendo veteados tintes anaranjados, Calico Jack reunió a la tripulación y mediante un conmovedor y sucinto discurso informó de que estaba casi decidido a abandonar la piratería, de que invocaría el perdón a las autoridades de Las Bahamas con grandes esperanzas de que le fuese concedido, puesto que contaba con magníficas relaciones que le apoyarían en su anhelo, y una vez con el permiso correcto en su poder, desaparecería muy pronto de los mares. Los hombres acogieron la noticia con enorme pesar, la melancolía se apoderó de sus ánimos; aunque poco después, al intuir que se trataba de una decisión de su capitán pensada al vuelo, producto quizás de una mala resaca, en lugar de darle demasiado coco al asunto, le restaron importancia, abrieron un montón de toneles de ron y se emborracharon hasta patinar en vómitos y grog.
Uno de los beodos llamó «jovencito caprichoso» a Matt Sinclair, dando a entender que se rumoreaba de su retorcida amistad con Read, y que corría el runruneo de que tanto él como su amigo gustaban de sobarse y zarandearse los rabos, allá, en vuelta de la santabárbara, y mencionaron como testigo a Harp, el segundo timonel sustituto. Charles Johnson se colocó en posición solidaria junto a Matt Sinclair. Pero el chico no estaba capacitado para la discusión verbal, al punto desenvainó el sable, a lo que el provocador secundó, ni corto ni perezoso. El capitán Johnson intermedió:
—No podrán ustedes combatir sin el permiso de Calico Jack. Sólo el capitán puede tomarse esas libertades. Los duelos, ya saben, los duelos deberán librarse en tierra, sin excusa ni pretexto.
Read fue enterada por Juanito Jiménez mientras asistía al capitán y a Ann Bonny a la redacción de la carta dirigida al gobernador Woodes Rogers, abandonó a sus amigos y compareció ante el lugar de los hechos. Apartó a Matt Sinclair y enfrentó corajuda al energúmeno borracho.
—El duelo no será con Matt Sinclair —intercedió—. Tendrás que vértelas conmigo. Y eso sucederá en el primer cayo que nos topemos.
Más tarde, y en privado, Matt Sinclair se reviró, no aceptaría que ella, una mujer, tomara las riendas en su lugar, de ninguna manera admitiría ser considerado un cobarde. Read le acalló con un beso.
—Está bien, amado mío. Juro que te dejaré hacer a tu antojo. —Mudó su aspecto por uno menos fiero, diría que casi rayano en lo sumiso—. Pero tampoco me iré así como así de tu lado.
En la arena reverberante de un islote desierto tuvo lugar el ceremonioso duelo. Sólo descendieron del buque Charles Johnson, Hyacinthe, Juanito Jiménez y los piratas Pearl, Cherlston y Ludovico, el italiano, con quien se desenvolvería la pelea. Astutamente, Read se las había arreglado para que Calico Jack autorizara el duelo en su nombre, y no en el de su esposo. Si Matt Sinclair desobedecía, perdía el derecho a regresar a la embarcación, aunque fuese él quien saliese con vida. No quedaba otra alternativa que permitir que fuese Read quien le representara en su nombre. Ludovico quedó al campo en menos de lo que canta un gallo; su cadáver, arrastrado y abandonado al borde de un riachuelo, fue devorado ipso facto por las insaciables pirañas.
En cambio, a partir de ahí, Matt Sinclair, retraído, expresó su descontento con la decisión de su mujer de reemplazarle en el enfrentamiento, y maniobró de la manera menos esperada: alejándose de ella, negándole la palabra, ignorándola. Porfiado, endureció su terquedad, y abstraído en el complejo de no haber podido comportarse similar a un caballero delante de Read, y que a la inversa, había sido ella quien le daba la lección del gentleman, se recalcó que para hombre él, y nadie más, o ninguna más. Por mucho que Mary Read intentó dorarle la píldora, excusándose, usando todos los piropos y las lisonjas inimaginables, Matt Sinclair, reacio y majadero, ni siquiera se mostró capaz de aceptar sus explicaciones, las cuales, sin duda, echaban aún más a perder sus relaciones:
—Sinclair, querido mío, debo reconocer que hice esa pequeña trampa, porque es evidente que me manejo mejor que tú como espadachín, no iba a dejar que te mataran. —Ahí le tocó oír el reproche de la humillación.
—¿No te das cuenta de que tú me rebajas como soldado y como pirata? —Matt Sinclair masticó roñoso la pregunta.
—Sólo quiero que me contestes una cosa: ¿no sospechabas al inicio que yo era macho? ¿No me confesaste al saber que yo era mujer que tú preferías a los chicos? Pues bien, si yo hubiese sido varón y mejor esgrimista que tú, ¿lo habrías soportado?
Entre ellos la apatía y la culpa edificaron un largo y profundo silencio. Tan largo que nunca más se prodigaron ni un sí ni un no. En los vaciados ojos de Matt Sinclair, el horizonte reflejaba un rencor ancestral. Desde entonces, las manos de Matt y Read se pusieron a temblar, un escalofrío se instaló perenne en su estómago, y empezó a padecer mareos e intempestivas oleadas de sofoco y erizamientos. Es la mueca del miedo —pensó—, debe de ser el odio, agrediendo oculto. La envidia paralizante, su pavor que mata imitando inocencia; sin duda es la ironía malsana de los que confunden decencia con decoro, y pudor con honestidad.
Oh, I thought I heard the old man say
Leave her, Johnny, leave her
Tomorrow you will get your pay
And it’s time for us lo leave her
Leave her, Johnny, leave he…
Mary Read escuchó la canción de los marinos en un coro compuesto por las voces de los negros, de los moros y de los filibusteros: Me pareció oír al viejo decir: Deja el navío, Johnny, deja el navío. Mañana te habrán pagado. Y ya es hora para nosotros de largarnos. Deja el navío, Johnny, deja el navío… Puesto que el viaje ha terminado y los vientos ya no soplan, y ya es hora para nosotros de largarnos. El trabajo fue duro y el viaje fue largo. Antes de irnos cantaremos este canto.
Oh, pray may we neuer be
on a hungry bitch the likes of she
Oh, the rats have gone and we the crew
For it’s time my Cod that we went too.
Mary Read cruzó los brazos y fue resbalando la espalda por una viga hasta dejarse tumbar en el suelo, en cuclillas, recogiendo su cuerpo en posición fetal. Muy pálida, agotada; harta de pujar todas esas palabras agolpadas en el pecho desde la muerte de su hermano, y que, trabadas en la garganta, estrangulaban su franqueza, y le hurtaban el aliento y la honradez, ahogándola, como si el descomunal pie de un coloso pisoteara su cráneo contra las rocas en el fondo del océano. Todas esas palabras, obligadas a olvidar: «Eres una mujer, tú eres una mujer. Deberías amar en paz».