VI

… dormirías sobre el pecho de una blanda amiga…

… yo te buscaba y llegaste, y has refrescado mi alma que ardía de ausencia…

SAFO

Desde popa, aturdida por la penumbra y a reducida distancia de su persona, Mary Read divisó una inusitada forma demoníaca y descomunal enturbiada por la espesa niebla, lo más parecida a un bergantín, exhalando pestilencias putrefactas; el cielo centelleó y las cuerdas y los mástiles fulguraron envueltos en una capa de salitre acristalado. El bergantín —porque se cercioró de que lo era— iba pintado de un blanco rutilante, se asemejaba a la escultura de un navío esculpido en un trozo de iceberg, o en una montaña de azúcar cande; y hasta estimó ver a un hombre patilludo con una gorra de capitán encasquetada hasta las orejas, también vestido de blanco nítido, estirado y tenso igual a la cuerda de una ballesta. Imitando a un militar, saludó la bandera, alineada su mano recta encima de la frente, y después, ceremonioso, agitó la misma mano, de un nacarado fulminante, en un adiós lento y nostálgico. Mary Read deletreó con los ojos entrecerrados el nombre de la embarcación: Ghost. Vaya por Dios, respiró aliviada, el barco fantasma atravesó el Kingston y se deshizo en cientos de nubecillas opalinas, muy por encima de la cabeza de la chica.

Observó sus manos, la piel reseca le tiraba áspera, tenía las uñas muy crecidas, empezó a recortárselas a puro diente, limpiándose los costados con la punta afilada de un espontón. Durante la guerra en Flandes, Mary Billy Carlton Van der Helst, finalmente Mary Read, había aprendido a pronunciar con cierta decencia el idioma enemigo, o sea, el castellano, aunque también se desenvolvía con el italiano, el alemán, el flamenco y el francés, más que nada para injuriar a los galos por renegados del aseo y por apocados, o lo que es igual, por cochinos y miedosos, por no decir pendejones. Chapurrear se atrevía, escribir era ya harina de otro costal. Mejoró con creces en la lectura y la escritura del inglés, gracias a la temporada pasada en la Royal Navy. Y más recientemente durante su estancia en el Kingston, donde la amistad con Juanito Jiménez —un ex prisionero gaditano a quien Jack Rackham destinó a la cocina como ayudante de Arturito, o mejor dicho, Arthur, el afeminado maître francés—, y que no paraba de canturrear en todo el bendito día, y hasta dormido, le había permitido progresar en la lengua cervantina gracias al infinito repertorio cancionístico del andaluz.

La china que yo tenía

cuándo la volveré a ver,

era una manzanillera,

que me dejó de querer.

Ya la vi, yo la vi, yo la vi,

y ella no me vio,

y estaba comiendo mango

sentada en el Malecón…,

Tarareó Mary Read a mediana voz, imitando sin resultado el acento dulzón a caña chupada y a restallada uva en el frenillo de Juanito Jiménez. De súbito advirtió una presencia a sus espaldas, y se dijo que con holgada probabilidad se trataría de algún insomne de mente calenturienta que al igual que ella no conciliaba el sueño, perturbado por la luna llena, el vapor de la noche estrellada y el zumbido del vuelo de los cuervos nocturnos, las tiñosas, el rascar de los escarabajos, el incesante caminito de las hormigas cabezonas y el trasiego de las asquerosas cucarachas entre los resquicios de los tablones del suelo y de las paredes del camarote.

—Read, soldado Read. —Ann le reconoció pese a que tenía el pelo muy crecido y revuelto, más bien enredado en tirabuzones gruesos, y dividido por una raya que partía las mechas que le cubrían casi toda la cara.

—Más bien pirata. Pirata Read. —Volteó el rostro, frente a ella, masticando ruidosamente un pepino, Bonn sonreía afable—. Así que se salvó usted de esa espantosa epidemia del vómito verde y la cagalera morada; conocí a alguien que no corrió la misma suerte.

—¿Sabía usted que yo estaba enferma? Veamos, no tanto como enferma, en fin, sí, una epidemia es una epidemia. —Carraspeó—. Me cuidaron muy bien en Cuba. Allí el aire es puro, y la gente rebosa amor.

Read la miró extrañada. ¿Las fiebres le habrían dañado alguna parte sensible del cerebro, que se dedicaba ahora a hablar de aire puro y de amores? La semana pasada, el médico le estuvo explicando algo de este fenómeno, el de las contaminaciones dañinas, se podía morir como sucedía en la mayoría de los casos, o quedar muengo de chola, cuando las calenturas subían, y entonces ablandaban el meollo licuándolo como si fuera puré de coles de Bruselas, o por el contrario bajaban velozmente, el enfermo reventaba por los huevos, a lo que se llamaba quedar muengo de cojones.

Bonn era muy bello, pensó Read; los ojos color turquesa despedían una notable y principesca irrealidad, los cabellos anudados en una trenza cada vez más rubia debido a los bronceadores jugueteos extraviados de la mar y del sol, de complexión robusta. Lucía siete pulseras de oro en cada muñeca, brazaletes en los brazos, y en los tobillos, aros en los lóbulos de las orejas y en las puntas de las cejas. Reparó en que Bonn era lo que se decía un pirata presumido.

—¿Te gusta vivir aquí? —interrumpió Bonn, un poco incómoda ante el indiscreto escrutinio de Read. Asintió, cambiando la vista hacia un poco detrás de Bonn, de manera tal que no quedara totalmente fuera de su órbita.

—Me contó el capitán que eres un incomparable espadachín, y que entretienes al equipaje organizando duelos… Y que te has batido como nadie en las cacerías de barcos… Así que suenas a alguien muy especial como persona —comentó Bonn, socarrona.

—Fui cadete de caballería, de infantería por tierra, y naval. Mi experiencia no viene de ayer, es larga y esforzada.

—Sin embargo, pareces joven —paladeó el piropo. Bonn se moría por hacerse amiga de Read, y tuvo que recomponer su compostura, de pronto debió atajar el cosquilleo y la frase siguiente que revoloteaba en el cielo de la boca, aquella en que ansiaba pedir que la amara; fue como un torbellino dentro de ella, un lapsus inconsciente de su apasionado espíritu.

—Poco mayor que tú —aclaró Read.

Bonn extendió una botellita de Sir Nebuloso Vaporoso, brandy batido con cerveza, achicharradora bebida edulcorada con toronja, lo que atenuaba la sensación acribillante en el paladar. Read bebió dos tragos de golpe, aparentemente sin inmutarse. Y prosiguieron la conversación más en confianza gracias a los efectos del alcohol, tuteándose afables, hasta que la luna y el sol se fundieron, y compusieron uno de los eclipses más sublimes del universo.

Durante varias noches Bonn y Read se dieron cita en cubierta. Ann, en evidencia más entusiasmada que Mary, apuraba la cena, y daba las buenas noches con una reiteración de escenas excesivamente empalagosas y ponderativas de Calico Jack: «Eres el hombre más generoso del mundo, te amo con locura, mi chino lindo», con un lenguaje entre soez y guasón, adquirido en la Llave del Golfo, o sea, en Cuba, amparándose en clásicos pretextos como: «Iré a dormir más temprano, amante mío, pues me siento malita de aquí», y se tocaba el bajo vientre mientras echaba mano de graciosos pucheritos, o se tanteaba las sienes perseverando en la frase, «ay, vaya, qué jaqueca, qué inoportuna jaqueca, mi papichulín»; a veces sugería tomar el fresco en babor sabedora de que el pirata se negaría rotundamente, ya que durante la sobremesa prefería dedicar invariable y precisa atención a analizar obsesivo los mapas y las rutas de los buques susceptibles, en su imaginación, de ser pillados por el Kingston.

En lo que a Read atañía, la filibustera fingía dormir profundamente, con lo que evitaba que a nadie se le ocurriera obligarla a participar en ningún posible juego de azar; sus compañeros empezaban a fastidiar con estruendosos ronquidos y un bullicio de fétidos pedos, ella se fugaba en puntillas a toparse, como quien no quiere caldo pero que le den tres tazas, con el atractivo, tierno, e inseparable amigo Bonn, de quien empezaba como a embobarse, aunque le encontrara un tilín escaso de vello, más bien lampiño, entre las zonas del mentón, de la cara y del pecho.

—Es que te lo digo, yo es que vengo notándote muy salío del plato úrtimamente… Nervioso, vaya, mu nerviosillo —insinuó Juanito Jiménez en su inefable acento por bulerías.

Read se hizo la muerta para ver el entierro que le harían, y recalcó que no sabía a qué tonterías se refería. Instigó a que la dejara en paz, e hizo señas a Hyacinthe para que se pusiera en guardia empuñando la cimitarra. Estaban a punto de batirse en duelo de entrenamiento, cuando como una especie de madeja lanuda y majadera corrió hasta ella, ladrando y chillando con vehemencia, brincando en las patas traseras, olisqueando su trasero… Pirata, el perro de Corner, se ponía eufórico cuando ella se ponía mala, o sea, con sus reglas; terminaría por ser el dichoso perro quien descubriría su extravagancia, la esencia incómoda, su forzosa condición de mujer. Lo espantó con una patada al aire, chasqueando la lengua contra los dientes, lo que no favoreció de ningún modo un cambio de resultado, empecinado, el caniche babeaba mordisqueándole las pantorrillas. Finalmente hubo de interrumpir el duelo. Hyacinthe se marchó acongojado, pues gustaba de medir fuerzas con Read, su esgrimista preferido, después del capitán, que dicho sea de paso, seguía siendo el mejor de los mejores, subrayó hipócrita el malgache, aunque pensó, es cierto que, si se le estudiaba con detenimiento, «su guardia es como jorobada —se dijo—, casi torcida».

Cuatro noches seguidas sin poder conciliar el sueño y sin acudir a la habitual cita con Bonn. A la quinta, Ann Bonny en persona fue a buscarla, tiró de la sábana de tela de saco de harina y, destapándole la cabeza, hizo señas para que le acompañara sin chistar.

Juntas disfrutaron de la reaparición del Ghost.

—Hyacinthe fue el primero en verlo —señaló el barco fantasma—. Asegura que no viene a hacer daño, sin embargo para él está cantado, nos anuncia un mal presagio, algo así como que deberíamos olvidarnos de este asunto, e ir a vivir a tierra firme, y volver a disfrutar de los placeres comunes… Igual se equivoca, aunque Hyacinthe es una alma de dios, un buenazo… —murmuró Bonn.

Hubo un largo silencio que tuvo como único testigo el perenne bramido de la mar.

—Dime una cosa, Read, ¿desde cuándo no has tocado mujer?

La invadió un súbito temblor como si un batallón de ratas subiera por sus piernas, las manos se le congelaron, apretó los muslos. No era la primera vez que Mary se hallaba en semejante situación embarazosa, del mismo modo le había ocurrido con Flemind, su difunto marido, allá en Breda, cuando el cadete se enamoró tozudamente de ella, cadete a la par que él.

—Hace más bien… bas-tan-te tiem-po… Si mal… no recuerdo… —balbuceó.

Una segunda pausa reanimó el espectacular zumbido del silencio agazapado en el titilante reflejo de la, luna en las olas.

—¿Y tú? —se atrevió a indagar Read.

—Pues… yo también, en fin, creo que… —tocó el turno a Bonn de hilvanar cómicos tartamudeos.

El vaho tibio de una ola moteó a las chicas de las cabezas a los pies, sin embargo, no se movieron, como si no se hubiesen enterado. Estaban acodadas a bordo, contemplando la oscura vastedad del océano. Bonn se viró hacia Read, apoyó la mano en su nuca, la atrajo y le besó los labios.

Read juzgó conveniente zafarse del abrazo, limpió su boca con el dorso de la mano, fingiendo rechazo.

—¿Qué recoño de tu madre traficas? —la perplejidad acentuaba el imperioso deseo, más que probada repulsión.

—Read, Read, escúchame, amigo… —Ann tomó las manos de Mary y las plantó en sus senos erectos, debajo de la chaqueta desabotonada—. Soy chica, no soy varón… No te asustes… soy chica.

Palpó, en serio, sí, por supuesto, no podía ser diferente de ella. La carcajada apagó el farfulleo. Ahora era Bonn quien no entendía nada, o más bien pensó que Read había perdido la cordura, o se burlaba de ella como todo un cochino pirata del montón, y que de seguro iría a contárselo al resto. Sí, pues claro, qué tonta había sido, regaría por doquier que en la tripulación vivía una mujer, y echaría a perder todo, todo con Calico Jack, y estaría condenada a vivir con el tarambana de su marido, James Bonny, el resto de sus fracasados días… Read dejó de reír y entonces se le tiró encima, como si fuera a golpearla; de forma inesperada le devolvió el beso, con lengua hasta la campanilla, arduamente ensalivado.

—Es mi venganza… —suspiró— por atreverte a besar a… A otra mujer.

Ann no comprendió de buenas a primeras. Mary liberó de un tirón los botones de los ojales de su camisa y mostró su pecho estrictamente vendado, fue deshaciendo la banda, y la ricura fresca de la noche alivió sus pezones del doloroso y constante martirio, del escozor de vivir apresados.

—¿También tienes raja, y no pito? —bromeó la mal hablada filibustera.

Ann Bonny y Mary Read, enlazadas en una añorada caricia, sus finos y tersos hombros —en comparación con la piel bronceada de los brazos— vibrando bajo el manto del crepúsculo alquitranado, convencidas de que deberían guardar astutamente el secreto, prometieron no traicionarse, ni siquiera les pasó por la mente nombrarse Ann o Mary en solitario, por nada del mundo dejarían de ser Bonn y Read.

El galeón trastabilló, fallando en su rielar monótono; chocó con un fragmento flotante desprendido de una roca, lo que provocó que una ola inmensa bañara la cubierta con la espuma hedionda propagada a causa del trasiego mercantil. A Harp, el segundo timonel sustituto, le resbaló la rueda de las manos, y se despertó. Bastante rápido, el galeón volvió a estabilizarse, a veces sucedían imprevistos de ese tipo, nada importante, pero Harp pecaba de minucioso; de todos modos, se dirigió en sigilo, luego de anudar el timón al trinquete de hierro, a verificar que ninguna gravedad acontecía en vuelta de la santabárbara, el alcázar, popa, babor, estribor… En esa tarea estaba cuando sorprendió a Bonn y a Read abrazados, pero… Aguzó la mirada, aquello no era riña, sino romance. Harp sonrió y en su boca apareció un hueco prieto, y un desamparado diente de oro encastrado en la encía de arriba, satisfecho frotó sus manos. Espió unos minutos, pero por suerte para ellas la vista del viejo se debilitaba cada día más, culpa de los intensos rayos solares, peor se ponía de noche, apenas distinguía borroso, y si bien identificó a Read y a Bonn, no llegó a percatarse de los dos pares de melones bamboleantes en sus pechos, pues sólo alcanzó a atisbar sus siluetas de espaldas. Entonces resolvió delatarlos frente a Calico Jack, si algo desagradaba a Harp hasta producirle náuseas y arqueadas eran los mariquitas a bordo… Ah, y las mujeres, esas sátrapas no se quedaban rezagadas, no sabía cómo las endemoniadas se las arreglaban, pero siempre lograban poner todo patas arriba. La Inquisición llevaba razón, refunfuñó, a los maricones tapados de alquimistas y a las brujas camufladas de modosiñas deberían turrarlos en la hoguera.

—Este par de cagaleches van a saber lo que son casquitos de guayaba y coquitos rallados en almíbar… —masculló rabioso, quizás envidioso.

Calico Jack discutía reunido con Corner, Carty Davis, Howell, Earl, Dobbin, Harwood, Fetherston y Hyacinthe, los piratas en los que —según él— podía confiar con los ojos vendados; paliqueaban sobre los planes acerca de asediar un brulote, en realidad, un mercante camuflado bajo la insignia de la Armada Real Española que llevaba como destino la península Ibérica y que había fondeado cerca de un mes en el puerto habanero, el Santa Clara II, seguido de dos balandras y tres bergantines marcados en la lista que un soplón a dos bandos había proporcionado al capitán, la Niña Esther, la Sefaria, el Sans Pitié, y el Dionisio. Y se dispuso a citar pormenores… El Sans Pitié pertenecía a la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, adquirida por Francia para dedicarse al tráfico negrero; para él daba igual, parecía indicar que traía sedas, y mucho opio de ese —farfulló, haciéndose el ignorante— que decían calmaba los dolores de muela, y todo tipo de dolor, y para colmo de bienes ponía a alucinar cual un «canario que tiene el ojo tan negro», verso que escribiría casi siglo y medio después José Martí en tremendo alucine perpetuo atiborrado de hachís hasta los tímpanos; y trasladaba además un sinnúmero de negros y moros. La Sefaria y el Dionisio transportaban envidiables colecciones de perlas, carnes saladas, bebidas. La balandra Niña Esther poseía líquidos muy preciosos y de los cuales hacía semanas ya iban careciendo: agua potable, vino, ron, decenas de barriles de cerveza y miel de abeja, o mierda de vieja, como solía decir Hyacinthe en son de chacota. En el Santa Clara II puso el capitán mayor énfasis y esperanzas, oro, pedrerías, y penachos reales de aves majestuosas con las que los caciques indios fabricaban sus maravillosas coronas, muy apreciadas entre los fanáticos dueños de tiendas de antigüedades londinenses. Menos Calico Jack, obvio, el resto no salía del estupor, sin comprender cómo había recibido información tan completa, ignorando la vía por la cual pudo apertrecharse de semejante lujo de detalles, acontecimiento sin precedentes en la congregación.

—Amigos, hace dos noches recibí la visita de Johnson, el pirata escritor. Él prefirió deslizarse entre nosotros con suma discreción, ustedes no desconocen que puede ser muy riesgoso que Woodes Rogers se entere de que Johnson navega de nuevo, entre filibusteros; hace relativamente poco le fue concedido el perdón. Fui prevenido de que vendría con un tesoro insuperable, el de la investigación meticulosa, la pesquisa eficiente, y como me conocen ya sabrán que me sobra curiosidad, acepté de inmediato. Cuentan que el tal Johnson es un gran hombre, pero en los tiempos que corren no puede uno fiarse ni de su propia sombra. Hicimos un pacto, él nos contará lo que sabe, ya ha soltado un adelanto, todavía su lengua no se ha desatado lo suficiente, o sea, que tenemos para rato. A cambio recibirá una buena parte del tesoro, tal vez un poco más espléndida que las demás, aunque deberá anotar en su factura otro privilegio concedido, a modo de comisión estimulante. Le autorizaré a contar sobre nosotros lo que le dé la gana de escribir en su libro, más bien le veo interesado por la rutina del Kingston, nada del otro mundo.

—¿Estás consultándonos, o ya lo has resuelto? —bromeó Earl.

—Earl, no supone un grave problema soportar una temporada al escritor —reparó confiado Calico Jack.

—Dicen los que saben del tema que un escritor constituirá siempre un grave problema —afirmó Carty.

—No más grave que un pirata —chanceó Fetherston.

—En revancha, nuestras hazañas serán grabadas en letras de oro y quedarán como testimonio para la posteridad —se mofó Hobbin.

—Tonterías, verracadas, o bellaquerías extravagantes —masculló el ronco Davis chupando la pipa.

Una hora antes, Bonn había visto escurrirse a Harp dentro del camarote del capitán; quedaría allí dentro unos quince minutos, después huyó presuroso y alborozado en dirección a cubierta con el semblante desfigurado en rictus repulsivo, la boca torcida de quien ha cometido una fechoría que le proporcionaba deleite y vehemencia. Bonn se extrañó de que Calico Jack reclamara la presencia de todos sus hombres de confianza, menos a ella, lo cual la inquietó bastante, pues era conocido de todos que Hyacinthe y ella significaban para Rackham sus dos brazos, o mejor dicho, equivalían a dos brazos suplementarios. No bien hubo finalizado la conferencia y comprobó que su amante se hallaba de nuevo a solas, irrumpió en el camarote exigiendo lo que Bonn denominaba sus derechos:

—¿Qué pasa? ¿Por qué a todos ellos menos a mí anticipaste las acciones? —Roja de ira, se paseaba de una esquina a otra, llameante el brillo turquesa de las pupilas.

—Ann, querida y mimada Ann…, siéntate y escúchame. —El capitán quiso ganar tiempo.

—No jodas, hijo de puta. No te atrevas a jugar conmigo, te costará caro. En alguna cabronada andas, tramando con esos zarrapastrosos a mis espaldas… —masculló con los puños apretados y sudorosos, ambicionando triturar el escritorio.

Con estas frases pronunciadas en mediano y demorado tono amenazador, Ann consiguió sacar de quicio al pirata, quien quitó las piernas colocadas también encima del mismo escritorio y la encaró rabioso.

—¿Insinúas que soy yo quien te traiciona? ¡Ladrón que roba ladrón… —esperó que Ann continuara con la segunda parte del proverbio, ella enmudeció—… tiene cien años de perdón, ¿no?! —espetó el pirata—. ¡Harp los sorprendió in fraganti a ti y a Read, en plena cubierta, desnudos de la cintura para arriba, manoseándose como dos puercos! ¡Tu lo sabes bien, estás al corriente que nos andan cazando, nos tienen en la mirilla! ¡Por tu culpa! ¡Por haber enviado el acta de compra al procurador Richard Turnley para que lo autentificara! ¡Qué locura, en seguida se fue de la lengua, el muy sobornador! ¡Oigan bien, entérense, Jack Rackham compró a la mujer de James Bonny! ¡Poco más, y tampoco yo podré pisar tierra cuando lo necesite! ¡Y ahora me sales con amantes de quinta categoría, en mi propio navío!

—Ah, está bien, es eso… —Ann se recompuso y recuperó firmeza—. ¿Sólo eso?

—¡¿Te parece poco?! —tronó, indignado.

Con la intuición de que quien pagaría los platos rotos sería su amiga, Ann se adelantó:

—Debes perdonar a Read, lo sucedido no ha sido más que culpa mía. —Podría haber dicho la verdad, que ambas eran cómplices con igual nivel de placer, pero deseó seguir siendo fiel al juramento que habían pactado la noche anterior: el de no confiar ni a sus sombras sus verdaderas identidades.

—¡Ann, yo te amo, quiero que lo sepas muy bien, te amo! ¡Pero no puedo perdonar a nadie, menos una traición de este tipo, justo en el momento en que el mundo se viene abajo, y los perdedores no estarán precisamente y por primera vez del lado contrario! ¡Es muy posible que todo esto que hemos construido con tanto esfuerzo se derrumbe más temprano de lo que imaginamos! ¡El poder nos abandona, nos bota como un trapo cagado, después de limpiarse el culo con nosotros, luego de haberse servido de nuestro trabajo durante siglos! ¡Hemos sido sus marionetas! ¡Qué patanes!

—Basta ya con tus elucubraciones egoístas, volvamos a Read. ¿Cuál será el castigo, tirarlo al agua? —Ann se traicionó.

—¿Qué dices? Al agua debería tirarte a ti, pero ya sé que no constituiría un castigo, más bien sería un premio. Le tiraría al agua, según el reglamento, si fuese mujer… No ignorarás lo que afirma la ley, todo pirata que sea sorprendido con una mujer a bordo deberá ser ejecutado de inmediato, pero como en este caso, salvo Hyacinthe, pocos sospechan de tu sexo… El mismo Harp ha creído ver a dos mariposuelas locas… He decidido darle un chance a Read… Para que veas que no soy tan malo, mucho menos injusto, nos batiremos en duelo. Aunque sé que estoy dándote por la vena del gusto, puesto que te facilito la oportunidad de elegir y quedarte con el más hábil.

—¿Con cuál arma? —dudó la joven.

—¿Con cuál arma va a ser, querida? Con la espada, deberías suponerlo.

—Eres un estúpido, tanto en la espada como con armas de fuego rozarás la desventaja. No desdeñes un dato importante, Read hizo la guerra, su experiencia te deja enano en comparación.

—¿Y yo qué? ¡Yo soy, hoy por hoy, el capitán Calico Jack, el más temido en la mar Caribe! —vociferó, encolerizado.

—De cualquier modo, tu guardia es demasiado torcida, jorobada, diría yo. Es fácil entrarte por cualquiera de los laterales. No aciertas de ninguna manera a cubrirte derecho, no lo suficiente en la exacta medida correcta. El pirata saltó como un samurái, y sin esquivar el arranque de cólera desenvainó el sable e indujo a Bonn a que le imitara mientras aguijoneaba el aire, picándole muy cerca de la mejilla con la puntiaguda arma, en aras de iniciar el duelo en que se batiría contra ella. Literalmente entre la espada y la pared, Bonn se vio precisada a defenderse, brillaron y rechinaron los aceros; la pirata se mantuvo a la defensiva por corto tiempo, empezó a ganar espacio, arreciando ágil con las cuchilladas. Sin resuello y sin avizorar reposo, los mechones de pelo empapados de sudor, tirando y destrozando muebles, adornos e instrumentos de marinería, el compás de ruta, el astrolabio, un reloj de arena, un globo terrestre, la brújula, también rotos o volando hacia lo incierto en el desorden de la violencia, los piratas se fajaban con el exclusivo pretexto del honor.

—¡Debes parar! ¡Yo asumiré el duelo! ¡No lo harás con Read, no con Read! —rogó, agitada.

Respetuosos, se detuvieron, y marcaron una pausa, abatidos por la disnea.

—Es tarde, impartí órdenes a Harp, y ha ido a avisarle, Read debe de estar al corriente.

El capitán huyó de la cabina como un bólido, ella le persiguió. En cubierta, Read, dispuesta, impacientaba, la mano apretada en la empuñadura del sable. Los asombrados miembros del equipaje no entendían ni jiña frita de lo que acontecía, no obstante, fueron agolpándose alrededor de Read. Harp había recibido instrucciones de guardar discreción, y si desobedecía, lo cual previó Rackham, puesto que el segundo timonel sustituto desconocía la prudencia dado su temple malsano y canalla, pagaría la insensatez con su vida. Harp, con el objetivo de calmar la curiosidad del público, inventó entonces que Calico Jack y Read se batirían en duelo ya que este último se negaba a fustigar a latigazos a Bonn. La tripulación se ofuscó aún más, ¡¿cómo podía acontecer tamaña barbaridad?! Para ellos Bonn era un hombre cabal, sesudo, denodado pirata, fiel amigo del capitán por demás, ¿cómo podía castigarle salándole en azotes? ¡Qué humillante sanción para el simpático chico, pobre Bonn!

—Pues sí, amigos, Bonn se quedó dormido como una jutía conga, y no compareció a la reunión de hoy porque no le salió de sus reales narices; lo que significa una verdadera falta de respeto, una triste deslealtad —intentó, explicar Harp, enredando todavía más la pita, torpe, nervioso, sin atinar cómo diablos salir del embrollo.

La figura del capitán se reflejó en las pupilas doradas de Read, en donde el descomunal sol destellaba a plenitud. Inesperadamente la filibustera retrocedió, sólo para servirse del impulso y permitir que el adversario entrara en confianza. Así aconteció, el capitán atacó ventajoso, recurriendo a la furia, lo cual le restaba destreza y le sumaba peligro. Los sables chispearon contra un poste, a cada golpe se oían exclamaciones admirativas o despreciativas al unísono ante un toque audaz o una charranada. Read protegía su rostro con el antebrazo, desplazándose a los recovecos menos premeditados; había aprendido en la contienda que el contrario busca refugio en la sombra que le obsequia el enemigo, y ella esquivaba diestra, o con toda maldad se situaba de frente al sol, mientras cegaba retadora al capitán con el destello del acero. Después de recorrer cubierta a lo largo y a lo ancho, prosiguieron por la santabárbara, el alcázar, la cocina, los camarotes, las antiguas galeras ahora usadas sólo para guardar víveres, mercancía y el fruto del pillaje. Subieron de nuevo a zancadas de ogro, en una pelea sin descanso, visiblemente agotados, y sin embargo, perseverantes, enchumbados en sudor y brea, escupiendo la acumulación de saliva en las comisuras labiales, vociferando insultos o vomitando gritos y quejidos.

Se hallaban en pleno equilibrio en uno de los atravesados mástiles, habían recorrido ya todo el borde ovalado de cubierta, a un tris de estrellarse contra el agua, cuando a Juanito Jiménez se le escapó la arenga que provocó la hilaridad salvadora, la que sacudiría la tormentosa sed de venganza en el genio de los duelistas:

—¡Hala, Read, tú a lo tuyo! ¡Está canta’o, niño, está que trina! ¡Esto lo gana el primo Read, que el capitán tiene la guardia muy torcí’a, hay que reconocerlo! ¿No te jode, hereje?

Tras la altisonante carcajada colectiva se hizo un silencio de cementerio. Read se sintió mezquina, lo que sólo suele ocurrir a las mujeres en instantes tan decisivos, como estos en los que está en juego la vida y sus maravillas, y comprendió que le tocaba el turno a ella de brindar un chance al capitán, y descuidando adrede la ofensiva recibió un puntazo en el esternón, y se destarró, más por el empellón que a causa de la herida, estruendosamente contra el oleaje. El capitán elevó los brazos, empuñando triunfal la espalda, pero en lugar de un clamor victorioso oyó un alarido lúgubre como eco en conjunto, proveniente de las gargantas de los piratas que ya se abalanzaban a cubierta para vigilar el inminente destino de Read. Emergió más rápido de lo que pensaban, aunque se notaba que nadaba adolorida, y un hilillo púrpura tiñó el agua. Detrás de ella se había lanzado Bonn en clavado libre, con la pretensión de salvar a su amiga.

—¿Cómo no me dijiste que se trataba de una mujer? —lamentó, indignado, Jack Rackham.

Ann Bonny calló simulando mansedumbre, la vista clavada en el demacrado rostro de su amiga. Llevaban unas cuatro horas en el camarote del capitán. El médico cosió el tajazo esmerado en que quedara lo más fino y con el tiempo se hiciera invisible, untó una especie de árnica, o ungüento espeso y de color marrón alrededor de la cicatriz para contrarrestar la excesiva inflamación. A una señal, Hyacinthe empezó a vendar el torso de la chica. El cirujano lavó los instrumentos, los envolvió en pañuelos de seda, e iba guardándolos metódicamente en cada compartimento del neceser. Jack Rackham le apartó a una esquina de la cabina en busca de intimidad, y le tendió una bolsa pesada de joyas, para comprar abiertamente la discreción del galeno, y como era normal en él, sin escrúpulos de ningún tipo. El hombre bajó, la cabeza evitando enfrentarle, y extendió la mano para, aceptar el pago en señal de dócil sometimiento.

Hyacinthe se retiró sin chistar detrás de las huellas del sacapotras o matasanos, nombretes que se había ganado el médico, de manera inmerecida, entre el ambiente burlón del equipaje.

Los piratas daban por sentado que Read reposaba en la enfermería, o sea, en el camarote individual del médico, y rodó la voz de que le habían aislado.

Durante la convalecencia, a Mary Read no le estuvo permitido moverse del camarote del capitán, ni siquiera de su cama. Al tanto de que Read compartía cama con Bonn sólo estaban cinco personas, el malgache, el cirujano, el capitán, Ann Bonny y la propia Mary Read. Durante las primeras noches, el pirata se retiraba por la puertecilla secreta que dividía su cabina de la de su mujer, a descansar a la cama de esta. Ann dormía junto a Mary, las manos enlazadas; o la cabeza de la enferma reposando en el suave y confortable pecho de la amiga, arrimadas cual dos amantes que acaban de jurarse amor eterno.

Mary Read parpadeó y buscó sus labios, tímidamente, todavía no se atrevían a hablar del asunto. Y aunque la herida había sanado, ella se hallaba muy débil, la estremecían sucesivos escalofríos debido a la estrepitosa destarrada contra el océano. Mary ansiaba buscar protección en la tibieza ajena, anhelaba olvidar su cuerpo, y se fundió con el de la amiga. Ann Bonny respiró hondo, e hizo suya la respiración vecina. Más tarde también ella buscó sus labios, y reanudaron el beso, lento, delicado, apenas un roce tierno de las bocas entrecerradas, sin codicia del deseo. Se acostumbraron a que todas las noches, antes de caer rendidas, besaban sus labios con suavidad, pero ninguna osaba aún a hablar de ello, no se aventuraban a confesarse cuán delicioso les parecía el ritual que habían iniciado clandestinamente, ajenas a la vulgaridad de tener que consultar la opinión del capitán.

—¿Mejora o no su salud? —cuestionó incrédulo Calico Jack mientras almorzaba a solas con Ann en el camarote de ella.

La chica demoró en contestar, recortó en rebanadas el salmigondi o salpicón, un cilindro compacto de res cocido en caldo de cebollas y ajos. Sirvió en los platos ribeteados en oro, añadió la guarnición de aguacate, tomate, pepino y pasta de frijoles colorados, aliñados con aceite de oliva y vinagre de sidra. También preparó un tercer plato destinado a Read. Brindaron en copas espumosas de Mumme, la cerveza alemana cuyo aroma evocaba yerbas provenientes de la selva negra. Ann sorbió un trago y pronunció, misteriosa:

—Vendrás a visitarla cuando terminemos de almorzar. El cambio es brutal, como de la noche al día, juzgarás por ti mismo. Lo único que fue capaz de calcular y por ende concluir Jack Rackham era que, con noventa y nueve papeletas de evidencia, quizás su mujer conspiraba en contra suya, o tirando por lo bajo, con un golpe de suerte al azar, en alguna trampilla maligna andaba metida hasta la cerviz, o empapada hasta el cogote.

Apenas podían divisar la neblina azulosa que se colaba por la escotilla, el camarote se hallaba en semipenumbra. Ann empujó la portezuela con el trasero, pues tenía ocupadas las manos con el plato de comida para Mary y un botellón de cerveza. Calico Jack trasladaba la bandeja con tres copas. Mary Read surgió de detrás del vestidor, cual una aparición iridiscente, inspiración opalina de la Victoria de Samotracia, tapada por un peplo gralteado de seda transparente veteada en verde y en dorado. Se marcaban sus senos, y también el velludo pubis. Desnudos los pies, el pelo alto recogido en un moño —estilo capricho de tritón— que descubría el erizamiento del cuello. La puesta en escena había sido ideada por Ann Bonny, y ella avanzó desafiante, animando a su amiga a que se sentara a probar el menú a una graciosa mesita rectangular. La otra saboreó unos, cuantos bocados, cató la bebida y tragó hasta el fondo El silencio espesaba por segundos. Ninguno de los tres se atrevía a romper el hielo. Finalmente, el pirata, aparentando serenidad, sin moverse de la silla de su escritorio, puesto que le confería un indudable carácter superior, profirió una frase, no sólo de cortesía, casi implorando:

—Eres muy bella. No me perdonaré jamás haberte herido.

Mary Read asintió con ademán arisco, rayano en lo vulgar.

—Te dejé ganar.

—¿Cómo dices? —interpeló, picado.

—Lo que has oído, necio, te dejé ganar. —El tono relambío le restó injuria a la declaración—. Si no lo hubiera hecho, de cualquier modo habrías ganado, con trampas, siendo el jefe…

Limpió su boca palpando con la servilleta, dando golpecitos en las comisuras labiales; luego se levantó de la mesa, bebió de un trago el culín sobrante en la copa y se dirigió a Ann Bonny. Mirándose por fin en lo hondo, se estrecharon moldeadas en una escultural caricia, que culminó en un largo y apasionado beso. Poco a poco avanzaron hasta la cama, mientras se quitaban lo parvo que llevaban encima. Allí se tiraron, sin dejar de lamerse, las bocas, los cuellos, los senos, los vientres, los muslos, las piernas, las vulvas. El pirata empezaba a ponerse nervioso cuando Ann le reclamó en voz baja y melosa, entonces fue a acomodarse junto a ambas, estirado en la orilla del esponjoso colchón relleno de plumas de oca. Ann cruzó por encima del hombre, y lo incitó a que se colocara entre ella y Mary. Calico Jack sólo tuvo que desmadejarse y dejarse acoplar al antojo de las mujeres, volteaba la cabeza hacia Ann y recibía un beso ardiente, mientras ella conducía la mano de Mary en un recorrido mimoso por los erotizados promontorios del cuerpo masculino; exaltados los tres en arrumacos y frotaciones. Al rato, él viraba su cabeza hacia Mary y entonces ella respondía sacando y serpenteando su lengua con la suya. Los sexos latían babosos, y el suyo vibraba endurecido y erecto, después de que se había desembarazado del calzón rojo de algodón rayado en listas negras, exclusividad que hacía la sensación del distinguido público femenino de numerosas islas aledañas. Ann se apoderó de la goteante yuca y se dio brochazos en el resbaladizo quimbombó, entonces cedió el puesto a su amiga, quien situada debajo simuló morosidad. Fue cuando el pirata tomó la iniciativa y penetró el estrecho y vibrátil orificio. Tres días y tres noches vivieron aún más idos del mundo que de costumbre, puesto que ya el hecho de haber elegido el océano como hábitat los convertía en exiliados permanentes, inclusive de cualquier territorio, de cualquier país, de sí mismos. Desde aquel instante no volvieron a separarse, la fugacidad del deseo devino perdurabilidad deseada. Aunque Mary mudó algunas pertenencias al camarote de Ann con extrema prudencia, instalándose allí, asimismo no descuidó, asunto de guardar las formas, de codearse con sus camaradas y pernoctar de vez en cuando en su antigua barquilla.

—Te lo decía yo, que te veía mu no sé qué… —reparó Juanito Jiménez—. Como mu enamora’o, digo yo.

Ella tiró de la oreja en son de broma, pero con tal brusquedad que por nada se queda con el trozo entre los dedos.

—¡Aaay, caramba, Read, jodé, qué chico más cerrero eres tú! ¡Cuéntame qué te traes! ¡Que no diré ni mu! Soy, mira lo que soy —se inclinó ante ella con los brazos en cruz—, por mi marecita, una tumba.

—Tú no eres una tumba, Juanito Jiménez, tú eres una rumba. Tú no conoces lo que es la seriedad —replicó Mary Read, jocosa.

—Seré una rumba, pero en el puerto de Cádiz hicimos picadillo a los jodidos ingleses… —se burló el andaluz.

Si no fuera porque Read le había tomado un gran cariño y porque además sabía que Juanito se la pasaba de maravilla sonsacándole, fastidiándole con que el inglés le parecía demasiado afeminado, y restregándole su pasado bajo el dominio de la Armada Inglesa, le habría roto el cráneo de un batacazo. Como dos chicos se pusieron a correr persiguiéndose, ella le atrapó y rodaron armando el jolgorio, y jugaron a los pellizcos, a los puñetazos fracasados, a las mordidas, que más que mordidas eran chupones. Pirata, el perro de Corner, y una cotorra, que Juanito Jiménez había enseñado a cantar engrifada en el lomo del caniche, se apuntaron a la algarabía; ladrando uno a todo pulmón, la cotorra, Lucrecia Borgia, nombre que le dio el andaluz, escandalizando con el estribillo:

Si me pides el pesca’o te lo doy,

si me pides el pesca’o te lo doy,

te lo doy, te lo doy, te lo doy…

El equipaje se aprestaba sosegado para el ataque, diría que incluso más cachazudo que de rutina, en vez de adiestrarse en el ensayo de los nuevos trabucos, de revisar los arpeos y garfios de abordaje; los filibusteros se entregaban a entrenamientos sedentarios, a juegos de azar, asunto de que el ocio no les carcomillara el coco y de ese modo conservar la frialdad concienzuda, a la cual echarían mano en el momento preciso. Jugaban a los dados, barajaban naipes, bebían grog, hacían chistes crueles mofándose entre ellos, tirando a chacota las torturas infligidas a sus víctimas en el pasado.

—¿Te acuerdas cuando los colgamos por las patas, qué cicotes, Dios de los tullidos, y los hundimos en los toneles de miel, y luego soltamos a las moscas venenosas? —Estallaron en estrepitosa carcajada.

—¿Eh, Earl, y qué me dices de cuando armamos la zarabanda y los obligamos a comer hormigas locas? —Rieron a todo pulmón.

Bonn, alejada de los demás, curioseaba desasosegada en el horizonte, intercambiándose señales con el atalaya. «Ni sombra del brulote —masculló—, todavía ni puta sombra del maldito barco». Un hombre de complexión ruda, aunque de caminado y modales refinados, aspecto bohemio, se sentó entre unos avíos, doblado sobre un cuadernillo en donde garabateaba frases rápidas siempre que algún comentario, objeto o movimiento llamara su atención. Se trataba del capitán Charles Johnson. La joven presintió que anotaba acerca de su persona analizando con esmero su comportamiento.

—¿No tiene nada más importante que hacer, capitán Johnson?

—Mi tarea es escribir. Creo que es lo único importante que me ha tocado hacer en la vida.

—¿Y para qué sirve?

El hombre no respondió, pasó su mano por la frente hasta el cráneo, donde se mesó los ralos cabellos, seguro y feliz de vivir angustiado por esa duda perenne: ¿qué utilidad tendría todo aquello? Como mucho, serviría para levantarse, todas las mañanas, y repetirse la misma pregunta. Vaya consuelo.

—¿Qué escribe? —inquirió Ann Bonny.

—Una historia. —Le hizo gracia la mueca de incredulidad con que la joven recibió su respuesta—. Sobre un náufrago, una isla, y un esclavo al que los caníbales acorralan. No es real; es una historia mía, inventada por mí, inspirándome en sucesos ajenos.

—¿Cómo se llama el náufrago? —Robinson Crusoe.

El capitán Charles Johnson no era otro que Daniel Defoe, pero ese dato Ann Bonny no tenía por qué saberlo.

—Me gusta. Es sonoro, da la idea de algo así como encrucijada. Sí, ya lo creo: Robinson Crusoe igual remota encrucijada. ¿Y la isla?

—No se me ocurre nada hasta el momento. Veré, seguiré dándole al cráneo…

—¿Y el esclavo?

—No sé si es necesario que tenga un nombre. No estoy tan seguro.

—Si el náufrago lo tiene, y la isla también, no veo por qué no debería llevar nombre el esclavo.

El capitán Charles Johnson asintió, aunque meneando dudoso la cabeza.

—Tiene razón, Bonn, creo que sí.

—Viernes, se llamará Viernes. Hoy es viernes, y… observe: hoy tendremos botín. —Señaló al horizonte, a la enorme presencia del brulote español—. No se asuste, aún está lejos, tendremos tiempo. Fíjese lo grande que es, aun a distancia.

—Viernes, es viernes. Sí, Robinson Crusoe puede salvarle de los caníbales un viernes, y ese es el motivo por el cual se anima a bautizarle así… Viernes. —El hombre anotó entusiasmado en el cuadernillo.

—¿De verdad tomará en cuenta mi opinión? —Ann Bonny hizo señas al atalaya y a los vigías. Estos se dieron por enterados y agitaron vivarachos los brazos.

—¿Por qué no debería hacerlo?

—Soy sólo un chico, ignorante e inexperto en temas de humanistas, un pirata poco o nada cultivado. —Empezó a desenrollar cabuyas y cordeles.

—No habla usted precisamente igual que un pirata, ni siquiera que un chico cualquiera.

—¿Y usted? No se queda rezagado. Cualquiera diría una doncella de las que se extasían hojeando libritos de poetastros amanerados o de filósofos de pacotilla editados en tapas de raso inglés bordado en rosa pastel —ñoñeó la voz.

—Admiro la poesía. La poesía salvará al mundo de la bestialidad. En cuanto a la filosofía… La excesiva hostilidad pone a la filosofía en peligro. Estará al corriente del pirata filósofo, el más brillante de todos, Bellamy, el hombre de la utopía. El que más se aproximó a la idea de un bienestar social, de una igualdad…

—Sí, un poco conozco; estoy, lo que se dice, al tanto. Resulta interesante, pero ¿quiere saber lo que pienso al respecto? El mundo seguirá comportándose tan bestia como se porta hoy por hoy, y cuidado que en el futuro no sea peor. Ya me dirá usted que el hombre será capaz de cambiar el curso de las barbaridades con sus inventos. ¿Y si de estos inventos se apoderan los salvajes? Hablo, como supondrá, de los poderosos. De todas maneras moriremos, y creo que, antes de deambular en las nubes imaginando que el hombre se inquieta en realidad por la justicia impaciente por ganar un sitio honroso en la posteridad, deberíamos ocuparnos primero de vivir lo mejor posible. ¿No son los demás egoístas? ¿No proyectan los poderosos hacerse cada vez más poderosos? No veo por qué hemos de reaccionar como tontos. Allá cunde el terror, domina el caos, más que aquí… —Hizo como si indicara a la tierra—. Nadie que tenga dos dedos de frente deseará vivir en el caos, muriendo de miedo, asediados por el asesinato y el robo en permanencia. ¿Qué se vive allá? Como única ley: impuestos, traiciones políticas, odio, desamor, y todo el mal regodeándose en salones hipócritas. Admito mi egoísmo, mi afán de venganza, mi imprudencia… El oro que les arranco no es, como ellos le llaman, el oro español, es el oro de los indios, el oro americano… Al enterrar el botín en sus costas no hago más que devolver una parte a sus propietarios originales… Algún día lo repartiré entre los pobres, cuando yo sea muy rica. Tan acaudalada que no deba nada a nadie, y que ningún idiota pueda venir a hacerme un cuento chino… Espero que cuando yo sea pudiente no me vuelva avarienta, y no me olvide de repartir. Aunque, ya sabe, el que reparte y reparte siempre se queda con la mayor parte.

—Bonn, está usted filosofando… Ahora mismo está teorizando…

—Váyase a la mierda… o ráyese una paja, puede que la leche se le haya montado a la chola y ande averiándole las entendederas. —Bonn hizo ademán de dejarle plantado, molesta a causa de que se había descubierto a sí misma cayendo en tópicos propios de institutriz inglesa de avanzada, lo cual despreciaba con toda su alma.

—Una última cosa, Bonn. ¿Y la paz? ¿No le gustaría vivir en paz? ¿Casarse con una chica bonita, hacerle hijos, fundar un hogar?

—La paz, sí. Si fuese posible, capitán Johnson, sería bonita toda esa rebambaramba, un auténtico carnaval. Pero mientras los honrados se matan devanándose los sesos, dándole vueltas a la normalidad de la vida, preocupados por una familia a la que mantener y por el porvenir de los hijos, existen los bichos venenosos, los inmundos de malvada entraña recostados a las espaldas de los idealistas, que se forran con el fruto del esfuerzo de los humildes, y que tejen el odio, apañados en la sombra, y empuñan la lanza de la maldad, jodiéndole a los infelices esa tranquilidad con la que usted sueña. Son los maníacos de siempre que urden patrañas, amparados por religiones, monarquías, guerras, o enmascarados con vulgares poses justicieras, o por el contrario que se sirven para sus intereses de cuanta monstruosidad humana ande cociéndose en las cacerolas del infierno. Tuve una hija, a quien no he visto desde su nacimiento —trastabilló—, la tuve con una muchacha elocuente, y lo principal, de familia decente; me apena que mi hija no crezca conmigo, algún día sabrá el origen de la separación, y le daré amor y dinero. Será rica, no carecerá de nada.

—Me deja atónito, no esperaba de usted tales expresiones. No es más que un pirata…

—Eso le advertí. ¿Y qué? ¿Viandero le conviene? —No es más que un pirata, pero manifiesta usted pasiones muy sutiles. ¿Calico Jack comparte esas opiniones?

—Capitán Johnson —penetró en sus pupilas con las suyas radiantes—, Calico Jack no es más que un sentimental, un altruista.

—Sí —guardó el cuadernillo en un sobre de tela brocada teñida con polvos de oro viejo, después lo introdujo entre la banda roja ceñida a la cintura y la camisa—, quizás sea el último de los piratas románticos. El pirata filántropo.

Justo entonces oyeron la potente voz de Jack Rackham, que impartía instrucciones de remontar la marea como quien perseveraba en el derrotero de las costas de Nombre de Dios, después arriarían el velamen con la intención de aminorar la marcha, y cortarían oblicuamente al noroeste, apaciguándole temores al Santa Clara II, ilusionándole con que bogarían hacia rumbos distintos. El fragor del océano ensordecía, la bruma espesó, y empañó las escotillas, ahumó las agujas de los sextantes y volvió ilegibles al sol y a la luna.