V

En nuestro siglo XVIII el hogar era todavía considerado como el sitio ideal para la mujer y resultaba demasiado escandaloso el hecho de que los viajeros del mar estuviesen expuestos a morir decapitados a manos de una mujer.

PHILIP GOSSE

Agua salada que revitalizaba sus energías, las piernas chapoteando dentro del enigma del peligro; se preguntaba en qué dimensión de realismo haría el viaje una gota de agua del océano a las nubes, para caer en lluvia y convertirse en playas, ríos, mares. Contempló absorta el agua circulando entre sus dedos, en un viaje eterno de ella al mundo, la luz reflejaba un verdor azuloso en el juego de las aguas, de un momento a otro podría atacar un tiburón y arrancarle de cuajo el muslo. Pero para ella lo único agradable consistía en tentar al peligro, zaherir al miedo. Al menos una vez por semana aprovechaba el descuido del atalaya y de los vigías, y astuciosa desamarraba y descendía la chalupa, la tiraba al océano. Remaba muy pegado a la embarcación, de ese modo dificultaba que la descubriesen, se zambullía en sumo silencio y nadaba libre, cara a cara con los peces, desafiando a los monstruos marinos; y, por supuesto, sin consentimiento del capitán Rackham.

Tibia, no existía mar más cálida que la mar Caribe, daba la impresión de estar sumergida en un descomunal tazón de caldo; a las doce del mediodía, el sol achicharraba el cráneo, el salitre adherido desprendía fabulosos fulgores de sus hombros tostados. Hacía más de un año que Ann Bonny habitaba el barco junto a Calico Jack; travestida en ayudante del capitán, compartía deberes con Hyacinthe, la verdadera mano derecha del pirata. Si Hyacinthe albergaba sospechas acerca de su identidad, fingía magistralmente no poseer el menor conocimiento; jamás hubo un gesto grosero, y mucho menos una palabra cómplice, ni un guiño delator. El reglamento prohibía mantener mujeres a bordo, y en caso de que así fuera, a Hyacinthe bien que le podrían torturar, cortarle las orejas y la nariz, sacarle los ojos delante de Ann desnuda, que jamás reconocería que se trataba de una fémina, menos de la amante de su capitán; tal era la fidelidad que el malgache de ojos ensoñadores y encrespada barba puntiaguda guardaba a Calico Jack.

—¿Dónde andabas? Llevo horas reclamando tu presencia, nadie sabía de tu paradero —inquirió celoso Calico Jack.

Se hallaban en la cabina privada del capitán, decorada en terciopelo, aunque morado, el camarote de Ann lucía en rojo, y discordantes meridianas Luis XIV con refinados muebles ingleses de Isabel I y Carlos II constituían el mobiliario.

—Visitaba los alrededores… —comentó, irónica.

—¿Has engordado o son ideas mías…? Advierto tu pelo húmedo —examinó, atento.

—Una ola salpicó, y yo paseaba cerca… No he engordado, es la chaqueta, demasiado grande…

—Mientes, déjame adivinar, te aburrías y decidiste darte un chapuzón… Para el almuerzo me gustaría que te pusieras aquel vestido que llevabas en la fiesta de los Belleville.

Ann disimuló, y recogió con el dedo índice el polvo de la repisa, luego continuó acariciando la colección de instrumentos astronómicos: el quintante, el sextante y el octante.

—Por fin tendremos acción, recibí un aviso de manos de un allegado del gobernador de La Tortuga. Un galeón español, de los buenos, repleto de oro hasta los mástiles procedente del Perú, ha pasado por México… y cuando terminemos con él nos ocuparemos de la balandra de John Haman… Le propondré que sea mi asociado… —Rio, sarcástico—. ¡Robar y asociarse, qué idea sublime! O le enviaré un mensaje para decirle que en cuanto termine con la balandra se la devolveremos. No habrá sido un robo, más bien un préstamo. Antes dedicaremos nuestro esfuerzo a capturar el galeón, claro está…

La mujer no supo contener la alegría y paseaba exaltada de un lado a otro, la mano apoyada en la cimitarra colgada de la cintura. Ann fenecía de nostalgia, navegar sin rumbo la sacaba de sus casillas, tanto tiempo sin ostentar el emblemático Jolly Roger, la bandera en cuyo fondo negro destacaba el cráneo de un esqueleto y debajo dos sables cruzados. Para colmo, cuando todos tenían derecho a bajar a tierra, ella estaba obligada a quedar varada, por culpa del contrato firmado entre Calico Jack y James Bonny, en el que su marido la vendió para uso exclusivo en territorio marítimo. Desde que Ann y Jack vivían juntos, sólo habían desguazado tres fragatas, cuyo frágil cargamento no pasaba de unos cuantos cajones de armamento, pues el resto se perdió en las profundidades oceánicas en el corazón de un feroz ciclón, e interceptado dos navíos. Uno de ellos llevaba seda, especias, juegos de vajillas, azúcar, y montañas de coco, que luego consiguieron cambiar por una turba de negros enfermos, vendidos más tarde a colonos criollos en el puerto de La Habana. Los negros murieron por puñados, en el trayecto del muelle a las propiedades de sus compradores, contaminados de disentería.

—Deberemos castigar a rebencazo limpio a Nemesio y a Butler, se han fajado a puñetazos, y uno de ellos apuntó al otro con la pistola… En presencia de Corner, quien me lo ha dicho… Serás tú quien le aplicará la ley de Moisés. Cenaremos en tu camarote, a eso de las nueve, ¿te parece, querida?

Ella asintió, y partió rauda hacia cubierta. Allí descolgó uno de los látigos de los avíos, pidió a Hyacinthe que le alcanzara el cubo de sal gruesa, e hizo pase de lista en que pronunció solamente dos nombres: Nemesio y Butler. Ambos acudieron temiendo lo que les esperaba, aunque soberbios. Ann Bonny, cuyo patronímico se había convertido en Bonn, con el propósito de engañar al resto de la tripulación relativo a su verdadera identidad, les ordenó que desnudaran sus espaldas. Rezongones y explicativos, al fin obedecieron, Bonn los azotó treinta y nueve veces, tal como pedía la ley, cuarenta latigazos menos uno, más puñados de sal frotados en la carne viva. Riachuelos de sangre corrían hasta las cinturas, espejeantes y dulceamargos, similar a los rizos de las aguas bajo las irradiaciones solares. Soportaban el dolor, orgullosos de no emitir un solo quejido, mordiendo sus labios hasta desgarrárselos en hilachas. Butler fue el primero en desmayarse. Nemesio, bayamés al fin, resistió mayor tiempo; pero igual a su compañero de peleas terminó reventado. A Bonn no le agradaba llevar a cabo este tipo de punición, pero debía cumplirla, si no sería ella quien recibiría la misma o una parecida; no porque Calico Jack deseara hacerle daño, pero en muchas ocasiones tuvo que aceptarlas sólo para que nadie reparara en que era la preferida, o mejor dicho, el preferido del capitán.

Culminada la tarea encomendada, Bonn se retiró a su camarote, y desnudándose se metamorfoseó en Ann, refrescó su cuerpo al tiempo que acariciaba distintas partes con paños blancos humedecidos en agua de colonia, a la lavanda, y a la rosa. Escogió un traje de baile, no precisamente el que había llevado puesto en la fiesta de los Belleville, estrenó uno de raso color verde palmera, muy escotado, y de falda acampanada de corte nesgado, descartó el miriñaque; hacía un calor insoportable para ponerse semejante prenda. Estiró un mantel de encaje de hilo encima de la mesa ovalada, colocó la vajilla, copas fileteadas en oro y nácar. Enjoyada, esperó a que oscureciera, el propio Calico Jack transportaría la cena de su cabina a la de ella, cruzando la portezuela secreta.

Cenaron chicharrones de jabalí salvaje, bistecs de tortuga adobados con limón verde, ajos y cebollas en curtido; pepinos también en curtido, papas horneadas, y bebieron buen vino francés de la bodega de la balandra secuestrada a John Haman. Ann comió desaforadamente, Calico Jack la observaba, inquieto.

—Dijo Corner que Nemesio y Butler soportaron mal el castigo.

—Para eso es un castigo, ¡vaya malandrines! Los acribillé, los puse hechos dos Cristos, pero ni chistaron. —Ann no cesaba de masticar—. ¿Para cuándo el galeón español?

—Saqué mis cuentas según los días, las horas, las leguas, el trayecto… Exacto, lo que se dice exacto, mañana al amanecer.

—¿Temprano, o más o menos?

—Al alba, aclarando.

—Esperemos que no haya retraso, pues mañana se desatará el huracán, al atardecer.

—No digas sandeces, amor mío. Está haciendo días espléndidos, imposible que el ciclón destruya nuestros planes.

—Verás, ya lo verás. Lo presiento, aquí… —señaló su estómago.

El capitán no admitía supersticiones, pero no sería la primera vez que Ann no se equivocara en sus predicciones.

—Ojalá sea puntual. Necesitamos desplumarlos, la cosa no anda buena, y perdimos bastante en el último abordaje. De tesoro, el resultado fue mediocre, no hubo gran cosa. Para colmo, lo enterrado en la playa de Berry, ¡puf, como si se lo llevara el diablo!

—Fue robado. Ladrón que roba ladrón…

—… tiene cien años de perdón —replicó ella, burlona.

Terminaron de cenar, como postre degustaron coquito rallado a la habanera y requesón; el hombre extendió los brazos reclamando a su pareja. Ella se levantó y fue hacia él sin soltar la botella de ponche. Sentada a caballo en los muslos del pirata, sorbió directo de la botella y luego vació un trago dentro de la boca que rogaba un beso.

—Poseerás más oro que los reyes. Te colmaré de riquezas, así —levantó la falda y acarició desde las pantorrillas hasta los muslos y el vientre encorsetado, los senos, el cuello, las mejillas, y regresó por la misma vía, amasando el pubis—, así, de la cabeza a los pies.

Ann se mostró esquiva aunque rio, hechizada con aquellas palabras, soñaba con esa riqueza. Imaginaba que ella y su pareja regresaban a Inglaterra y compraban un castillo, encumbrados, de este modo, como gente en exceso rica, digna de admiración y respeto; ambos viajarían a sus anchas por el mundo entero, pues siendo los dueños de un cuerpo de marina compuesto por piratas y desertores, dominarían el planeta. Buques, fragatas, bergantines, balandras, brulotes, mercantes, miles y miles de chalupas. Criados, esclavos, cientos de ellos a su disposición. Confiaba en que Calico Jack pudiera satisfacer hasta la última de sus fantasías.

A la alborada, en la distancia, el barco pirata daba la impresión de un navío desierto, callado en su abandono. Los hombres camuflados en sus puestos acechaban la aparición del galeón español: discretamente colgados de los mástiles, ocultos detrás de los toldos, agazapados en los corredores de popa. En proa atisbaban. Calico Jack acompañado de Corner, Davis y Carty, el contramaestre, y dos de los mejores piratas en el manejo del hacha de abordaje. Ann, o sea, Bonn, se situó agachada junto a William Harp, el segundo timonel sustituto, pues los pilotos eran Calico Jack y Carty, y Hyacinthe en el alcázar del barco, a la cabeza de un puñado de hombres. Amaneció con la habitual iridiscencia de la claridad intensa que sustituye a una noche estrellada, sin una sola nube, el cielo más azul que de costumbre, el mar plateado hacia el lateral derecho, azul añil en el centro, verdoso hacia el lado izquierdo.

Por fin, gigantesco en la lechosa y cegadora luz de media mañana irrumpió el galeón, portando el estandarte español. Más que seguro, confiado. O al menos daba esa impresión.

—Es un galeón de los antiguos. ¡Los muy benditos! Traen remeros, lo más probable, esclavos. ¡Traen esclavos! Haz correr la voz… —informó el capitán a Corner.

—¡Eh, traen esclavos! —Davis se frotó las manos—. Navegan sospechosamente en calma.

—Es su estrategia… Nos han visto y se han preparado para el combate.

—No sé, no estoy seguro… —contradijo Calico Jack. Carty pasó el catalejo al capitán para que se convenciera.

—Han preparado los cañones, dispararán antes que nosotros…

—Hagamos como hasta ahora. Indiferencia y perseverancia… ¡Corran la voz!

De inmediato, unos a otros desplazaron los mensajes de boca a oreja. Jack Rackham dudó de si, pese a que ellos se habían hecho invisibles para el galeón español, el enemigo podría haber descubierto que, contrariamente a la impresión que ellos querían dar de que se trataba de un barco abandonado su interior estaba cundido de piratas prestos a la lucha.

—No nos han visto, pero se disponen a tramar su ardid; de cualquier modo será dura la pelea… —murmuro Bonn, o sea, Ann.

El tiempo transcurrió más lento de lo esperado, a causa de los remos del viejo galeón; los piratas empezaban a fatigarse de guardar posturas asignadas e inmóviles. El Santa Flora, así se llamaba el galeón, brillaba esparciendo reflejos dorados sobre las aguas. El mascarón de proa simbolizaba a una sirena alada esculpida en madera preciosa, los senos abiertos al aire, el perfil desafiante a otra bravía y suprema belleza. La estatua mulata de cabellera encrespada al viento, nombrada La Rosa por los piratas, alada también, pero en vez de plumaje lucía yaguas de palmeras por alas, muslos desnudos, el vientre mínimamente tapado por una falda de cosidos helechos, senos erectos, la boca —decían— pronunciaba palabras que abrían las puertas de la aventura, así era el mascarón de proa del Kingston.

Cada vez el galeón español avanzaba más próximo del de los piratas, Jack Rackham hizo un gesto con la barbilla, fue izado el Jolly Roger, la bandera negra bordada con la calavera carcajeante y los sables cruzados. Ann Bonny, envuelta en una capa negra, los puños cerrados y listos en las armaduras, dirigió su mirada a lo alto, este hecho y el abordaje eran los momentos que más tensaban su emoción. Jack Rackham asintió con el mentón por segunda ocasión, y uno de los cañones del Kingston disparó en pleno centro del barco, junto a la bomba de achique, y picó al lado del pañol de las balas. Los adversarios no tardaron en contestar también a cañonazo limpio, e hicieron blanco en el velamen de los mástiles, traspasándolo, las balas de cañón cayeron del lado opuesto, salpicaron a babor, y fueron a varar al fondo del océano. Ann Bonny aguardaba en su puesto, para nada pasiva, haciendo gala de su magnífica puntería, disparaba trabucazos y tumbaba cristianos como gorriones, vociferando atronadora con el objetivo de animar a los compañeros de a bordo para que una vez situados a menor espacio del Santa Flora obedecieran al clamor del asalto.

—¡Al abordaje! —por fin voceó, atronador, Calico Jack.

Desde babor, los más fornidos lanzaron anclas de cuatro puntas, las cuales fueron a clavarse en los bordes del navío, y hasta en las espaldas de algunos desprevenidos oficiales, quienes sirvieron de carne de lanza, o de escudos; de este modo, los piratas consiguieron halar en numerosos esfuerzos el Santa Flora hacia ellos. Decenas de hombres saltaron impulsados por el viento de los mástiles sobre la cubierta del galeón, pendientes de gruesas sogas, sirviéndose de ellas como lianas sujetas de frondosos árboles. Los esgrimistas más certeros deslizaban tablones entre cubierta y cubierta, e incluso desde la santabárbara, para atravesarlos a pie, ágiles como panteras todos ellos, batiéndose en el abismo contra el enemigo, a riesgo de morir atrapados en el feroz oleaje; finalmente, dando múltiples volteretas, lograban caer encima del entablado. Ann Bonny, o Bonn, no necesitó soga, ni anclas siquiera, mucho menos tablones, brincó valiéndose de su envidiable ligereza, sable en mano, hacha en la izquierda, daga entre los dientes; ojos y tez rojos de ira, la camisa desabotonada, los pechos estrictamente vendados. Bonn tasajeó mejillas y muslos, cortó brazos, cercenó orejas y narices, clavó el puñal en el único ojo sano de un contrario, de un sablazo diagonal cortó la cabeza de un sargento, la cual rodó por todo el barco enredada entre el hormigueo de los pies de los contrincantes. La chica aprovechó un respiro y limpió su sable ensangrentado en el dorso de la capa, la sangre espesa goteó encima de sus pies. Dominada por el enardecimiento, percibió junto a ella, una vez más, a Jeanne de Belleville, desaforada, impía, combatiendo junto a sus malvados retoños; ambas mujeres se buscaron, y se enfrentaron; Bonn creyó advertir el esbozo de una sonrisa. Enfebrecida, avanzó plantándose delante del comandante del Santa Flora, y sin proporcionarle tiempo, hincole la cimitarra en el corazón. Ensañada, extrajo dos tornillos enormes del bolsillo de su pantalón, y después atornilló al hombre por las orejas a un barril de vino. Mientras, por su lado, Calico Jack se batía, observó de reojo a su amante, y no pudo menos que dejar correr un escalofrío persuadido del coraje de Ann, asustado de semejante maniobra despiadada. Corner descendió a las galeras y liberó a los remeros, en su mayoría negros, aunque también había ingleses capturados en anteriores contiendas. Una vez en libertad, los esclavos se sumaron a los piratas y asesinaron vengativos a diestra y siniestra; aquellos que no alcanzaron armas, les bastaba sacar hígados con las uñas, hundir los dedos en las clavículas, estrangular, triturar testículos con los dientes, morder costillas, descabezar de cuajo, desgarrar, descuerar…

Había sido una terrorífica carnicería, un bello y digno espectáculo de los soberanos de la mar, comentó uno de los piratas.

Crujió amenazador el Santa Flora, y se partió justo por el centro. Y empezó a arder cegando a ambos bandos con la creciente humareda. Muertos de miedo, los sobrevivientes del mercante español indicaron dónde se hallaba guardado el cargamento. Los piratas hicieron una fila y fueron mudando el tesoro hacia el Kingston.

Ann Bonny advirtió que el contramaestre Corner cargaba un caniche lanudo y gris de polvo, en realidad blanco, debajo del brazo; ambos se encogieron de hombros, y continuaron poniendo el botín a buen recaudo, y amontonando prisioneros.

Descerrajaron los cofres, y los baúles desbordaron repletos de cálices de oro, crucifijos de plata, casullas de sacerdote en damasco rojo y morado, paramentos de altares bordados en nácar, treinta mil pesos en monedas de oro, puñados de esmeraldas, enchapados con engarces de rubíes, perlas y diamantes, sedas, máscaras y tiaras, nueces, avellanas, miel, espadas de cazoleta toledana y de lazo, mosquetes y arcabuces, vajillas y cristalería. Con semejante tesoro bien podía retirarse definitivamente, pensó Jack Rackham; pero es conocido que el arte de la piratería consistía en dilapidar de inmediato las ganancias, o sencillamente enterrarlas en la isla de su predilección. Para el capitán, esa isla no podía ser otra que Cuba, donde poseía amigos y familia, a tal punto amaba la Perla de Las Antillas que orgulloso manifestaba sentirse cubano. Repartió el tesoro a partes más o menos iguales, tal como dictaba el reglamento, mintió al prometer a los negros un futuro más decente en la isla de Pinos o en La Nouvelle Providence, sacó información a los detenidos, luego los ahorcó, y los lanzó como migajas a los tiburones.

—¿Qué diablos andas trasegando con un perro en brazos? —interrogó al contramaestre.

—Pertenecía a uno de los oficiales de la tripulación del Santa Flora, por cierto… —señaló al horizonte.

El Santa Flora, rajado por la mitad, se hundió en dos partes, apuntadas al cielo. Los hombres contemplaron al tiempo que daban vítores, eufóricos, demostrando por inercia una exaltación que no sentían, cansados y ansiosos de que terminara de una vez el espectáculo de la derrota, aun siendo enemiga.

—… me lo he quedado, el pobre perro, me dio lástima oírle llorar. Le llamaré Pirata. —Corner acarició la pelambre del arisco animal.

—Me caen bien los perros, espero que no le malcríes demasiado… ¿Has visto a Bonn?

—Vomitando por una escotilla, se portó mejor que nunca. Un león resultaría manso en comparación, pero desde que regresamos no ha parado de arrojar. Las partes del botín de ella y de Hyacinthe las he puesto a buen recaudo en tu camarote. Por cierto, Hyacinthe…

—¿Hyacinthe? ¿Qué le sucedió?

—Herido, dudo que sea grave, pero le han llevado en la golilla una tajada de muslo… Curará, aunque ha perdido sangre, Carty lo encontró tirado en el suelo, nadando en cuajarones… Además, tiene una esquirla en la costilla, habrá que operar.

El capitán se dirigió al camarote donde reposaba Hyacinthe, secó el sudor de la frente del malgache con un paño húmedo, e indagó preocupado en el rostro del médico francés.

Je ne suis pas inquiet, mon capitain, le pire est passé. Par contre, je dois opérer et je n’ai pas les moyens. En Cienfuegos podrá contactar a este cirujano, monsieur Dupontel. O conducimos el enfermo a tierra, lo cual resultará riesgoso, o nada más mencionar mi nombre, apuesto a que Dupontel acudirá al Kingston. —Carraspeó el galeno y empinó de un frasco cuya etiqueta marcaba un remedio de raíces asiáticas diluidas en miel y cuyo contenido real era el grog.

Rackham apretó la mano de su ayudante, y Hyacinthe respondió estrechando débilmente la diestra del capitán.

Halló a Ann junto a la escotilla, tiznada y cubierta de manchas de sangre, parecía que acaparaba más que disfrutar de la brisa marina, los labios cuarteados y pálidos, la vista perdida en lontananza. Calico Jack llegó hasta ella y la abrazó, delicado, besando un arañazo en el hombro de la joven, que olía a leña carbonizada.

—Nos iremos a Cuba. Allí enterraré el tesoro.

—No puedo. Sabes que, si me topo con James Bonny en tierra, tendré que volver con él.

—Mis amigos sabrán esconderte —aseguró el capitán.

—Debo enseñarte algo.

Ann empezó por quitarse la destrozada camisa, después desenvolvió su torso de la banda que aplastaba sus senos, descendió el pantalón hasta las verijas, los senos afloraron henchidos, el vientre se inflamó abundante y puntiagudo.

—Estoy grávida —rezongó.

—Te había notado más gorda —subrayó, preocupado.

—¿Qué hacer? —suspiró.

—No queda otra que el viaje a Cuba. Vivirás el tiempo que sea necesario en Cienfuegos. Allí darás a luz. Dejaremos al niño al cuidado de mis amigos. Cuando nos retiremos, volveremos a vivir junto a él. Jack Rackham despachaba el asunto con vejante prontitud para Ann.

—¿Es cierto que tienes una querida, o es tu mujer, allá en Cuba?

—Una amiga, Ann, por favor, es sólo una muy buena amiga. Tuve dos hijos con ella, pero ya no somos amantes. Además, ella está casada, los chicos pasan como hijos de su marido. El no sospecha nada.

—Júrame que vendrás por mí. Júramelo, o te mato. —Empuñó la daga, altiva.

—Te lo juro, por el botín.

Ann enarcó las cejas, la punta del arma a unos centímetros de la tetilla izquierda.

—Está bien, lo juro por nuestro amor. —El pirata se recompuso, mitigado.

Bajó la daga. Ella volvió a entisar el vendaje en el tórax, él le ayudó a abotonar la camisa. Besó fogoso su cuello, las orejas, los párpados, la boca.

No bien emprendieron rumbo a la isla, el cielo se encapotó preñado de nubes negras, la brisa mitigó y se empantanó, bocanadas de calor disparaban su aliento bochornoso e hinchaban el maderamen del barco, la mar alterada dijo aquí estoy yo, atemorizando con sus bramidos siempre inesperados. El ciclón duró hasta el día siguiente a la misma hora en que comenzó. El Kingston, similar a un barquito de papel, se doblaba de un costado y de otro, hacia donde lo empujara el rabioso viento. En medio del tremebundo oleaje, el tupido aguacero barría con cuanto hallaba en su camino, expulsando a tongones de prisioneros y piratas al océano.

Divisaron las costas cubanas, la mar rutilaba en calma, las gaviotas revolotearon a ras del agua. Jack Rackham explicó a Ann que él la conduciría personalmente hasta la hacienda de sus amigos. Junto a sus compañeros cavarían un escondite seguro en la isla de la Eterna Juventud; allí enterrarían una parte del tesoro. Ella debería cumplir un encargo, vender los negros a buen precio, aunque estuviesen enfermos; él esperaba que se las arreglara para conseguir la mayor cantidad de plata por esos malditos ruines. Calico Jack reprendió a su mujer por usar semejante expresión humillante. A los ingleses que había salvado, les daría trabajo en el Kingston, si aceptaban, y los que se negaran tendrían el derecho a instalarse en Cuba, o en la isla de su elección. La mujer estuvo de acuerdo, pues los demás piratas también dieron su visto bueno a las ideas del capitán.

El Kingston echó áncora, fondeando detrás de un acantilado desgajado de la sierra de Siguanea, encepando antes de cruzar la bahía. La entrada de la bahía de Jagua engañaba por su estrechez, abrigada y virginal, sin embargo, de inmediato se ampliaba, y en ella desaguaban los caudalosos ríos Caunao y Damují. Calico Jack desechó el plan de Corner de internarse en la isla directamente por la vía normal, es decir, por su espléndido zurrón hospitalario. Bonn pidió inspeccionar a los negros; en efecto, no eran de la mejor calidad, pero aseguró que con sus artimañas pediría y obtendría muy por encima de lo que en realidad costaban. Antes de finalizar la revisión, pasó revista de los prisioneros ingleses y se detuvo delante de uno de ellos: la melena suelta, las pupilas cansadas reflejaban un hermoso halo dorado. Bonn averiguó su nombre con tono suavizado aunque firme.

—Read, mi nombre es Read. Pertenecí a la infantería de la marina inglesa hasta que el enemigo me echó garra.

Bonn agradeció la información con un sencillo gesto afirmativo de la cabeza.

—Nos veremos a mi vuelta, si es que decide formar parte de nosotros, ¿Read, el pirata? —Sonrió, socarrona. Esta vez fue Read quien asintió al bajar los párpados y posar su mirada en las piernas demasiado separadas de quien le invitaba a sumarse a la banda.

—Bonn es mi nombre.

Unieron sus manos en un torpe apretón.

Davis llamó la atención a Bonn, debía apurarse, pues si los cogía la madrugada, los guardias costeros estarían más atentos, ya que en la noche solían emborracharse. El capitán decidió en el último minuto que Hyacinthe reposara en el barco, pues si bien habían dudado sobre su traslado a tierra para ser operado por el eminente cirujano, prefirieron llevar a bordo al médico para que hiciera lo necesario sin correr el riesgo de batuquear el cuerpo del herido. Bajaron tres chalupas, desplazaron una parte del botín y a los esclavos en las embarcaciones, resolvieron dejar el navío bajo las órdenes de Carty la mayoría de la tripulación. El resto, una decena de piratas sin contar a los negros, alrededor de treinta, desembarcó al anochecer en una playa idílica, no exenta de cosquilleantes jubos de Santa María, serpientes de mortal veneno, cocodrilos y tortugas del tamaño de una mesa de un palacio morisco.

Los piratas se encaminaron sin preámbulos a las tabernas y garitos, adictos al gasto, expertos en dilapidar la fortuna adquirida en el pillaje, el botín les quemaba las manos. Jack Rackham, acompañado de Bonn y seguido por los esclavos fuertemente amarrados entre ellos, desapareció por la espesura desordenada y apabullante de la manigua, y después de caminar durante hora y media, atacados por nubarrones de mosquitos sedientos de sangre, fueron a parar a un valle espacioso; al fondo se erigía una exuberante hacienda construida en piedra caliza y coral, y madera preciosa. En terrenos aledaños a la residencia se situaban las modestas viviendas del capataz, criados y palafreneros; más lejos, los establos y pajonales destinados a las bestias, caballos, vacas, bueyes, mulos; detrás y a considerable distancia, los esclavos sobrevivían en hacinados barracones en los que compartían cama con las aves de corral. Jack Rackham pidió a Bonn que hablara cuidadosamente con los negros con el fin de convencerlos de dilatar la espera por un día o dos, trepados a los árboles, embadurnados de manteca de corojo; esto dificultaría que el agudo olfato de los perros salvajes los descubriera. De cualquier manera, y para mayor seguridad, él sobornaría al capataz y a sus secuaces, comprometiéndolos a que encubriesen la mercancía humana hasta que Bonn pudiese venderla.

El pirata tocó siete aldabonazos y silbó una melodía. Rackham sonrió satisfecho a Bonn al oír pasos apresurados, voces susurrantes; por el filo del dintel percibieron, además, la luz de un potente candelabro.

El criado estalló de alborozo.

—¡Ah, Calico Jack, bienvenida sea su merced! Pónganse cómodos, avisaré al señor de que ha venido usted acompañado de…

—De Bonn, por el momento. —Palmeó afectuoso la espalda del sirviente.

No tuvo el criado que ir en busca de su patrón; el señor hizo su aparición. Contaba la treintena avanzada, alto, apuesto, ojos color café claro, pelo negro azabache, piel mate; engalanado, como proveniente de uno de los prestigiosos salones cienfuegueros. Abrazó a su amigo, Calico Jack. El criado se esfumó raudo en la penumbra de una escalerilla. El dueño no esperó la presentación, se apoderó de la mano de Bonn, en lugar de estrecharla, exageró la reverencia y el besamanos.

—Ah, admirado y apreciado Diego Grillo, ¿cómo supiste tan pronto? —indagó el pirata.

—Sin duda porque es una mujer muy hermosa a la que le van extremadamente fenomenales los hábitos de la filibustería.

Ann no pudo contener la sonrisa, al sentirse adulada. El capitán apuró las presentaciones.

—Diego Grillo…

—¿El corsario? —inquirió Ann, perpleja.

—El mismo que viste y calza, señora mía —respondió el otro con un saboreado deje libertino.

—Descendiente de Diego Plácido Vásquez de Hinestrosa, el más célebre de los corsarios de esta isla, y como ves, miembros todos de la casi aristocracia cubana. Uno de mis mejores y más fieles amigos —señaló Calico Jack.

—Lo propio —devolvió Diego Grillo—. ¿En qué andamos, Calico Jack, mi querido hermano? Supongo que, James Bonny no estará al corriente de que su seductora esposa deambula por la campiña villaclareña. Disculpe; señora, para mí no es un secreto, o al menos ha sido el secreto que con mayor pasión he guardado.

—Hemos venido porque ella… ¿cómo explicarlo?

—Voy a tener un hijo —expresó Ann sin tapujos. Diego Grillo soltó la carcajada.

—Así me gusta, Ann. Entremos en confianza.

—Tendrá un hijo, mío —subrayó el pirata.

—Hombre, por supuesto, Calico Jack. Nadie lo dudaría.

—Necesito un favor. —La voz del pirata resonó más potente.

—Todos los que quieras. He comprendido. Ella quedará bajo mi resguardo, ¿es eso? Como sabes, Vidapura es una comadre cuyos dones divinos son incuestionables. Y Lourdes Inés se ocupará, sin duda con gusto, de la madre y del niño.

—Precisamente, Diego. No regresaremos al barco con la criatura, allí no podríamos… Jack Rackham vaciló, emocionado.

—No quiero al niño, o niña, o lo que sea. No quiero eso —espetó Ann.

—Todavía no puedes saberlo, amor mío, no decidas sin reflexionar antes… Jack Rackham disimuló, pero despreció la torpe respuesta de su mujer.

—No lo quiero por ahora, no sé el día de mañana… —Ann zanjó, aunque sembrando dudosa la esperanza.

—Mi prima, Lourdes Inés, se ocupará del parto, del bebé, y del más mínimo detalle. Ella es una adicta a esos tejemanejes. Claro, no haré nada hasta que ustedes se pongan de acuerdo. Pero podrán instalarse el tiempo que deseen. —Diego Grillo sirvió vino tinto en copas de aljez y brindó con los piratas—. Por la nueva aventura que el destino y Dios nos ponen por delante. Y por la bella y valiente Ann Bonny.

El corsario aristócrata condujo a sus huéspedes a uno de los aposentos más lujosos y los dejó descansar, invitándolos a reunirse al día siguiente a la hora del almuerzo, pues él no se encontraría disponible para el desayuno, y además suponía que a causa de la fatiga la pareja preferiría disfrutar a solas de la colación matinal, cómodamente instalados en la mullida cama. Así sucedió, en la mañana, el mismo criado que los había recibido les llevó una suculenta bandeja de jugos de naranja y mandarina, jamones, requesón, huevos escalfados y rellenos de camarones, pan de manteca, leche espesa y bacalao salado.

—¿Quién es Lourdes Inés, además de ser la prima de Diego Grillo? —preguntó, suspicaz, a sabiendas.

—No te equivocas en tus presunciones. Es, como te dije, la madre de mis hijos. Y una gran amiga. Diego conoce el secreto entre su prima y yo. Sospecho que esa es la razón por la cual nos ha propuesto que sea ella quien se encargue del niño y de ti.

Ann observó a través de la ventana los sembradíos verdes, suspiró resignada.

—Sí, no queda otra; es lo ideal, por supuesto. De cualquier modo, el niño crecerá mejor aquí que en el barco, rodeado de rapaces. Y tendrá la suerte de criarse al lado de sus medio hermanos. —Masticó el hollejo de una mandarina—. ¿Cómo hago con los negros?

—Esta misma mañana hablaré con el capataz. —El pirata untó un trozo de pan con requesón, depositó una trancha de jamón y lo encajó entre los dientes de su mujer.

Durante el almuerzo, Jack y Diego aprovecharon para comentar acerca de los negocios, y de proyectos venideros, entre los que salió a relucir que el pirata se instalara algún día definitivamente en la isla. Diego recalcó que la gente de ahí le extrañaba, y Jack cambió precavido a temas de mayor envergadura: la venta del azúcar, la trata de negros, el cada vez más efímero destino de la piratería. Estuvieron de acuerdo en que la cosa se complicaba, de peor en peor, lo cual significaba que la mínima decisión sobre cualquier plan o eventualidad comercial constituía un peligroso desequilibrio. Jack insistió en que en un futuro no muy lejano se haría perdonar y devendría un ciudadano común.

—No tan común —indicó Diego.

Ann, callada, devoraba los bocados con excesivo apetito.

—Me ha informado Armando Botija, el capataz, de que esta mañana propusiste un plan a mis hombres. Dinero, negros. ¿Por qué no hablaste antes conmigo?

—No deseaba comprometerte, no irás a comprar esclavos inservibles, sólo para apoyar la causa.

—¿Qué causa ni qué causa, por Dios? Allá los tontos que sueñan con la independencia y esas boberías de la libertad; mi idea de la libertad es la que da el dinero. Mi única causa es la de la riqueza. Puedo entender las angustias de los pobres, amigo mío, pero cada día entiendo menos a los ricos acomplejados de serlo.

—Comparto tu pensamiento. No confío en otra causa que no sea la visión de la abundancia, no veo ningún delito en ser ambicioso —aclaró tajante su amigo.

—Perdona, con mis reflexiones confundo las tuyas, es que en esta isla hay los que se llenan la boca hablando cáscaras de plátano, y hasta se atreven a predecir banalidades tales como el heroísmo y el sacrificio, y en ese sueño imbécil este pueblo perderá el sentido de la prosperidad y su luz se apagará, vivirá siglos de odio. Terminarán esclavizados todos por igual. No son capaces de avizorar el horror, en lugar de ser menos mezquinos con las víctimas, abusan más y más, y más, sin piedad… En fin, tienes razón, lo más sensato es que sea Ann, y no Armando Botija, quien conduzca a los negros. Conozco a un comprador de los que convienen, propensos a hacer el pan de ambos. El clásico tonto de la charada. Y resumió los pormenores para llevar a cabalidad la operación. El corsario impartió instrucciones para que los negros durmiesen esa noche en los barracones, junto a sus esclavos, siempre que comprobaran que no padecían de ninguna epidemia mortal. En caso de que así fuera, lo más coherente, según él, sería entregarlos de cena a los perros salvajes.

—No es justo —refutó Ann con un respingo.

Ambos hombres se interrogaron con la mirada, asombrados del súbito y raro acto de humanismo.

—No lo admitiré. Por encima de mi cadáver.

Ann apretó el hombro de su marido, argumentando que se retiraba a dormir una siesta, se le notaba acongojada, sombría. Irrumpió el atardecer, la mar añil fue absorbiendo al inmenso sol rojizo.

Después de la cena, Jack Rackham partió hacia la ciudad, en búsqueda del cirujano que intervendría quirúrgicamente a Hyacinthe; una vez hallado y convencido, marcharon al encuentro de los demás piratas. Los sorprendió hechos polvo debido a la resaca de tres días y dos noches de continuo jolgorio; el grupo retornó al galeón.

El aristócrata tocó con los nudillos, pidió permiso y aún no había obtenido la autorización cuando cruzó el umbral, se sentó en el borde del lecho de Ann y le lanzó una bolsa de cuero cuyo contenido la muchacha pudo fácilmente adivinar: monedas de oro, monedas de plata, monedas de bronce.

—El pago por los negros. —Marcó una pausa—. Sí, el tonto de la charada soy yo. Nadie te obliga a que se lo cuentes a Calico Jack. De todos modos, en cuanto Vidapura cure a los pobres infelices, podré venderlos. Lourdes Inés se mudará acá, mañana mismo, durante el tiempo que tú te quedes. Vendrán sus hijos también, dos niños adorables, como supondrás, los vivos retratos de su padre… El esposo… pues el esposo, como siempre, dependerá de sus ocupaciones, nos honrará menos con, su presencia, mucho menos —sentenció, irónico—. Es un viejo señor, muy rico, y afable: el marqués Danilo Manso de Abajo. Sí, el apellido resulta cómico. Peor es el del conde Miguel Acosta de Arriba, cuyo título nobiliario pocos ignoran del vergonzoso modo en que fue adquirido, perdón, heredado.

Hizo un guiño malicioso, atusó la punta de su bigote. Ann sintió que la recorría un friecillo bienhechor, empezaba a agradarle su anfitrión; metió la bolsa debajo de la mullida colchoneta, gesto que hizo gracia al aristócrata, y prometió que cenaría en su compañía.

Diego Grillo no acudió puntual. Dejó una excusa por escrito, llegaría con retraso a causa de unos negocios cuya discusión se alargaría. La mujer terminó de cenar y anhelaba entablar una conversación. Al rato, aburrida, abandonó la mesa y se acercó hacia uno de los ventanales. Achinando los ojos, distinguió del lado de los barracones un puñado de lucecitas, como penachos llameantes, eran antorchas. Alarmada, reclamó al criado.

—¡Horacio Salvador, Horacio Salvador, por favor, venga, mire allá! —El sirviente asistió presuroso, alisándose el cabello pasúo con las manos embarradas en aceite de oliva, recorrió con las pupilas el brazo descotado, la mano, el dedo que señalaba los recovecos de la noche iluminada.

—¡Los negros huyen! —perpetró una exclamación de desconsuelo.

Horacio Salvador se relajó simulando seriedad, más bien atacado de la risa.

—No se inquiete, su merced, los negros están de parranda. Pronto oiremos los bembés. Es el santo de Tomasito.

En efecto, al punto los tambores repiquetearon. El zumbido lejano de un coro de voces entre dulzonas y melancólicas reinó en un idioma en el que Ann había aprendido a desenvolverse, gracias al tráfico negrero, el bantú lucumí.

Agolona o e

Ye ilé ye lodo

Ye ilé ye lodo

Emi karabi ayé oni Awoyó Yemayá o

Okuó iyale iyá ilú mao

Okuó iyaleiyá ilú mao

Iyale omí yale ayaba omí o.

Permítanos estar en su camino, en su mundo, en su casa, en su reinado. Usted está presente en esta tierra y es la primera en este mundo. Hoy está presente Awoyó Yemayá. Saludamos a la madre con fervor, madre de este pueblo que presente continuará. Madre de las aguas. Madre y reina de las aguas.

Después hubo un silencio inundado de silbidos, y al rato irrumpió otro canto guarachoso, en lengua criolla:

Para curarme tu amor,

Cosa que no sé olvidar,

Me ha recetado el doctor

Que tome baños de mar…

Ann cerró de un golpe la hoja del ventanal, renunciando a escuchar la melodía. Horacio Salvador se escurrió apocado a la cocina.

… Y yo contento

Baños me di.

¡Ay, cuántas cosas

He visto allí!

Quien con elegante voz de barítono entonaba ahora las palabras de la melodía no era otro que Diego Grillo. Borracho, apestaba a aguardiente, la camisa abierta mostraba el velludo pecho, el pantalón manchado de mermelada de guayaba, el pelo revuelto, los ojos encendidos. Ann intentó retirarse a su aposento. Pero el hombre cayó de bruces encima de la mesa, y aunque titubeó antes de decidirse a socorrerlo, de cualquier manera lo hizo. Aflojó un poco más sus vestimentas, le abanicó con una servilleta, vertió agua fresca en su cara.

Una vez una muchacha,

Miré por un agujero,

Y estaba con mucha «bacha»

Con el criado primero.

El ruido arreció prolongándose, y la música se colaba a través de las gruesas paredes. Ann corrió a la cocina y sacudió al sirviente, al que espabiló de su embeleso. El hombre la siguió más acostumbrado que obediente.

Otra vez un matrimonio,

Los vi en el traje de Adán:

Él parecía el demonio

Y ella un orangután.

Canturreó a su vez Horacio Salvador.

—El amo no tiene nada, su merced. El amo está muy contento, y se ha dormido como un tronco.

—Claro, lo estoy viendo, no me cuente usted lo que puedo ver con mis propios ojos —señaló la joven—. Se durmió encima de las sobras del asado de puerco.

—Oh, vaya, vaya a descansar, su merced. Mañana será otro día.

El sirviente retiró la humanidad del patrón, se la echó en hombros, lo transportó en peso hasta la bañera de porcelana montada en bronce imitación patas de león, lo dejó caer suavemente dentro y se dispuso a verter cubos de agua. Diego Grillo escupió el líquido jabonoso rociando al criado:

A una vieja también vi

Que se le zafó la soga,

Y por poquito se ahoga…

Si no la sacan de allí.

Horacio Salvador despidió a Ann con una frase cortés, pero ella se propuso terca de acompañarlos hasta el cuarto de su anfitrión. Lo cual finalmente agradeció el criado, pues pudo pedir a la mujer que tomara la delantera y le alumbrara el corredor con un candil que puso en sus manos.

En el cuarto, ante ella se reveló una especie de altar barroco. Las paredes adornadas de angelotes e iconos católicos esculpidos en formas rebuscadas y recargadas. Una cruz inmensa coronaba el dosel de la cama, de la cruz colgaba impíamente un calzón sucio. Después de haber acostado a su señor, el criado, presuroso, cogió la prenda íntima y la envolvió debajo de su camisón. Ann iluminó los angelotes pegando el candil a sus rostros, las facciones indígenas o africanas se agolpaban en muecas farfullosas, la piel color canela o azabache estaba pintada con verdadero polvo de canela y de azabache.

—Señora mía… —se quejó ñoño Diego Grillo—, quédese un rato. Horacio Salvador, puede usted marcharse. La señora cuidará de mí.

El criado se esfumó de la habitación.

—No he venido a cuidar de nadie, al contrario. Soy yo quien debe ser mimada —refutó, enérgica.

—Ay, Ann Bonny, a partir de mañana tú serás el coquito de esta casa. Pero hoy haz algo por mí, anda, aunque sea sólo por una noche. Ay, Ann Bonny, si yo te hubiera visto antes que Calico Jack…

Atrajo la mano de la mujer encima de su pecho, al poco rato respiró hondo, y emitió resoplidos y ronquidos del tamaño del ruido aparatoso de trompetas medievales de caza.

Atipladas exclamaciones infantiles montaron en dirección de la escalera principal, más abajo rumoreaba la voz de una dama y reconoció el abejeante silabeo de Horacio Salvador. Estiró los brazos al techo y atisbó encaracolados regodeos imitando el oleaje marino, una virgen negra que cargaba a un santito prieto, delante un bote con tres pescadores: uno negro, el segundo indio, el tercero cuarterón saltatrás, para algunos criollazo atrasadillo.

—Es la Virgen de Regla, soy muy devoto —interrumpió Diego Grillo, afeitado y emperifollado—. Mi prima Lourdes Inés acaba de llegar, sería bueno que no supiera que has dormido en esta cama. Aunque no haya sucedido absolutamente nada, señora mía, le recomiendo que regrese a su recinto privado. En la recámara colgué algunos trajes nuevos. Obsequios que le brindo yo a usted con profundo respeto.

—Estabas borrachísimo anoche —replicó Ann—. No creas que no me di cuenta de que andabas en juerga con los negros, y hasta los cimarrones vinieron a compartir con los esclavos del barracón, y tú con ellos.

—Por favor, ¿qué pesadilla? Conversaremos sobre el tema más tarde, ¡Agila, corre a tu cuarto! —embarajó, confianzudo.

La mujer pasó junto a él rozándole los muslos y retorciéndole los ojos, lo que divirtió al corsario. La algarabía de los niños se desvió hacia los jardines, lo que suscitó un eco fantasmagórico. En el salón de música unos dedos delicados arrancaron al clavicordio lentas notas de la ópera Atys de Jean-Baptiste Lully. Ann se cambió las ropas de noche por un vaporoso traje veraniego, descendió los peldaños con desgano. No soportaba la idea de aguantar cinco meses (pues, según su cuenta, el embarazo venía ya desde hacía cuatro) en absurda fanfarronería de congregación de nobles reinventados.

—¿Podemos tutearnos? —la mujer no pretendió obtener o no una respuesta— Lourdes Inés, para servirte. Tez translúcida, azulosa de tan blanca, ojos grises, boca fina, dientes y orejas pequeños, pelo lacio y pajuzo; sumamente demacrada, delgada y frágil.

¿Qué había de atractivo o de sensual en esta mujer que pudiera seducir a Calico Jack? Escudriñó a Ann con el rabillo del ojo. Nada, en apariencia. O tal vez eso mismo, lo anodino, toda esa evanescencia en su figura, la ligereza; podía agarrarle el talle cerrando sus manos alrededor.

—Ann, eres muy hermosa. —La tímida mujer hacía un esfuerzo por extraerle las palabras.

—Tú igual.

—¡Hijos, les presento a la prima Ann! —La potencia del grito le asustó. Los niños continuaron jugando en el salón contiguo.

—No soy tu prima, tú lo sabes de sobra… —La pirata deseó seguir, pero las comisuras de los labios de Lourdes Inés se torcieron en un mohín de disgusto—. Bueno, está bien, llámame como se te ocurra.

La prima de Diego Grillo palmoteó, en una muestra de alacridad puntillosa.

—Lourdes Inés, Lourdes Inés… —murmuró Ann—. ¿Cómo te llama Calico Jack en la intimidad?

La otra se atragantó con un mamoncillo que había cogido de una gran copa de cristal veneciano. Pestañeó en un tic, respondió:

—Inés, sólo Inés.

—Yo te llamaré Lunes.

—¿Y eso, por qué?

—Por Lourdes, Lu, y por Inés, nes. Además, te he conocido hoy —señaló un almanaque colgado en la estancia cuyas pinturas originales representaban los paisajes que rodeaban las propiedades de la familia—, y hoy es lunes.

—Es raro, pero es bonito, me uno y suscribo el apodo. Lunes… —interrumpió el corsario, y besó a su prima en una vena cual riachuelo verdoso descendiendo del cuello hacia el seno izquierdo, el más abultado.

Lourdes Inés, o mejor dicho, Lunes, le espantó, en juego, una cachetada.

—¡Fresco, pero qué atrevido! ¿Cómo osas…?

Los días transcurrieron más rápido de lo imaginado por Ann. En tierra hacía un calor de mil demonios, era la razón por la que ella prefería la mar. En las mañanas bajaba a la playa, acompañada de Lunes y los niños, mientras ellas reposaban debajo de los pinos leyendo La Poste Quotidienne y revistas de modas, los chicos jugaban entretenidos en la orilla construyendo castillos de arena y algas. A mediodía, Diego Grillo las recogía en su calesa y las devolvía a la hacienda, donde almorzaban opíparamente. Ann engordaba, la panza se le empinaba más y más, redonda y pareja.

—Será una niña —secreteó Vidapura, la comadre, negra betún, de manos de oro, en el oído de Lunes después de someter a la pirata a la prueba de la tijera. Puso dos sillas, en la primera colocó una tijera abierta, en la segunda una tijera cerrada, y tapó los instrumentos de costura con dos mantillas de gruesa lana. Pidió a la embarazada que tomara asiento en una de las sillas, Ann se sentó en la primera.

Las cenas languidecían. Lunes tocaba el clavicordio. Los niños iban a acostarse una vez consumido el postre, acompañados de su aya, con quien Ann evitó todo contacto. Diego Grillo no hacía otra cosa que observarla, se acariciaba la barbilla, afinaba las puntas de su bigotillo, las pupilas perdidas en el vacío, viajando del enigma hacia su cada vez más rozagante huésped. El reloj de campana daba las diez, y Diego Grillo depositaba un beso en cada mejilla y aprovechaba para escurrirse, argumentando cualquier pretexto.

—Hoy no te irás así como así. —Ann se parapetó entre él y el portón.

Lunes se detuvo, desconcertada.

—O nos llevas al guateque de los negros, o te parto la yugular de un tajo. —La daga rasguñó la nuez de Adán.

—No puede ser, no serán bienvenidas —negó, mientras intentaba librarse.

—¿Quién dijo que no? —Lunes adelantó unos pasos situándose junto a la pirata.

—Espero que estés bromeando —indicó el hombre a la herida del cuello—, aparte de que duele, estás manchándome de sangre una camisa de seda recién estrenada… Bien, de acuerdo, les consultaré, y si aceptan, juro que vendré a buscarlas.

Ellas accedieron. Los negros dieron su consentimiento. Desde entonces, los tres cruzaban los matorrales, y arrellanados en taburetes forrados en cuero de chivo, en el barracón más espacioso, el menos sórdido y caluroso, gozaban de la sensación de lo prohibido, del olor a sudor mezclado con el jugo de la ciruela, y el albaricoque, la guayaba y el mango. Lunes contemplaba maravillada cómo, pese a su estado, Ann bailaba, pies descalzos, acompasada al ritmo sandunguero de las negras congas, restregándose con los cimarrones cuya piel repujada en cicatrices la excitaba hasta perder los sentidos, sobre todo con Tomasito, el hijo de Vidapura.

Aislado en un discreto rincón, el amo alternaba: exhalaba humaredas de tabaco o chupaba cachadas a un narguile de opio. Cachita, una mulata joven, acomodada junto a su amo, friccionaba los musculosos omóplatos, aunque más bien era ella quien estaba falta de masajes, pues su espalda se reclinaba ante el peso de su enorme vientre, contaría más o menos el mismo tiempo que Ann, pero engordaba de prisa el doble.

Regresaban de madrugada, ebrios hasta los tuétanos, descompuestos pero felices, canturreando y riendo procelosos de vivacidad. Inclusive Lunes aprendió a contonear la cintura, hipnotizada; bajo los efectos del humo y del alboroto de los bembés, pareció liberarse de la tristeza y de la rigidez que la embargaban.

—Me gustas. —Diego Grillo humedeció los labios con un beso caliente.

—¿Y la negra?

—¿Cachita? La quiero, pero el destino es cruel.

—Para mí existe Calico Jack, y una vez que suelte esto —oprimió su vientre—, él volverá a buscarme. Le amo.

—Ya lo sé, mujer; yo solamente te deseo, y tú también me deseas. ¿No es cierto? La vida es corta —prosiguió meloso con los runruneos.

Ann Bonny y Diego Grillo se amaron hasta el amanecer. Ann jamás le olvidó, seducida por su extraordinaria sensibilidad, el modo sutil con que acariciaba cada sitio de su impetuoso cuerpo. Apreció las canciones de cuna susurradas con la boca pegada a la barriga, los besos dulces en los párpados, en los sobacos, en las caderas, en los enjoyados dedos de los pies. Paladeó las palabras exactas, aunque efímeras, pero justo las que ella ansiaba escuchar en ese instante, el instante exclusivo de dos solitarios; ninguna promesa, ninguna declaración de la cual arrepentirse, oraciones sencillas que fluían del arroyuelo ardoroso de sus sentimientos, frases sinceras, aunque despavoridas en su resonancia.

—Tus senos me fascinan, huelen a leche cruda. Cariño, ternura, amor mío. ¡Qué suerte la mía de poder acurrucarte entre mis brazos! ¡Qué alivio, ay, tus dedos hundiéndose en mi pelo y acariciando tan mágicos! Mi mar es tu regazo, soy tu náufrago. Cuídate, mi querida amiga, no quisiera que te hirieran, confío en tu destreza…

Vidapura, la negra partera, gruesa y bajita de manos de oro, enseñó a la criatura resbalosa embarrada en cuajarones, la sostenía por los menudos pies, berreaba hasta teñirse de color morado. Ann irguió la cabeza, pudo contemplar a su hija. Protestó porque la niña chillaba y los gritos le aturdían. Lunes aseó al bebé y a la madre. Una vez en el regazo materno, la chiquita se confió rendida.

—¿Has pensado en cómo vas a bautizarla? —La mujer pasó una servilleta enchumbada en agua de lavanda por sus sienes.

—Como tú —dijo la madre.

—¿Cómo yo? —se extrañó la prima de Diego Grillo.

—Sí, Lunes, se llamará Lunes.

—Si así lo deseas. No es un nombre cristiano. Dentro de poco tendrán que separarse. ¿La amamantarás? —averiguó su amiga.

—Por un tiempo sólo, hasta que Calico Jack se reúna conmigo. Cachita me reemplazará.

—Ann, tengo que pedirte algo, ¿sabes?, es relativo a Calico Jack… —Hizo una embarazosa pausa—. Por favor, sé que sabes lo mío con él… Ámalo, por las dos… Cuídale…

—Sí, Lunes. Estaré tranquila sabiendo que, cuando él venga aquí, yo compartiré su amor contigo.

Danilo Manso de Abajo, el añejado esposo de Lourdes Inés, reclamó a su mujer desde el rellano de la escalera, pretendiendo malhumorado que tanto él como Diego Grillo ansiaban conocer a la criatura. Vidapura se apresuró a abrirles, llevándose repetidamente el dedo a la regordeta bemba, siseó molesta ante los escandalosos visitantes, indicando que podrían despertar a la recién nacida con semejante barullo. La niña sacó sus bracitos de debajo del pañal de hilo y bostezó hambrienta.

—Es preciosa, apenas unas horas de nacida y ya se le nota el linaje, pertenece a la casta irlandesa, será toda una señorita de supremos y refinados modales. Igual que su madre —resolvió el corsario entre burlón y conmovido.

El bebé fue destetado un mes y medio más tarde; Lourdes Inés, los chicos y Danilo Manso de Abajo habían vuelto a su vida normal. Diego Grillo corrió escaleras arriba seguido de Calico Jack, quien una vez en la estancia se apresuró a conocer a su hija, miró dentro de la cuna de bronce, y haló vacilante uno de los piececitos.

—Espéranos, pequeña mía —bisbiseó.

Todos se hallaban junto al portón de la casona, hacía un día soleado, y Ann recorrió con la vista el fulgurante verdor de los campos, los penachos de las palmas lejanas eran mecidos tiernamente por la brisa, pensó, y confesó en voz alta que su corazón lloraba henchido de amor y de tristeza, partido por dejar aquella isla. Ann abrazó a Cachita, quien quedaba al cuidado de su hija durante el período de lactancia. Besó el morrito del bebé, que hacía carantoñas como deseando retener a su madre. Una semana más y Lourdes Inés, la prima del aristócrata, recuperaría a Lunesita —como ya la llamaban todos—, se la llevaría a vivir junto a su familia la temporada que sus padres demoraran en unirse con ella. El corsario también estrechó a sus amigos. A una señal de Diego Grillo, aparecieron una docena de negros, y uno por uno dedicó una frase cariñosa a la mujer. Horacio Salvador se arrodilló entre sollozos abrazado a las piernas de la pirata, llamándola «mi señora, la extrañaré, mi ama».

—Amiga mía, no seré yo quien más te eche de menos. —Lanzó una ojeada a la niña prendida de una teta de la esclava Cachita, el suyo, un niño mulatito blanconazo, mamaba del otro pezón, y prosiguió el corsario—. Pero no sospeches creyendo que te engaño si te digo que pensaré en ti, en ustedes, deseándoles larga vida. Los esperaremos.

Diego Grillo sabía bien de lo que estaba hablando; deslizó una pistola de oro, rebujada en nácar, fileteada en perlas y diamantes, entre los pliegues del corsé de la mujer del pirata.

De los barracones iba Vidapura como una exhalación hacia ellos, echando el bofe, ceniza de la falta de aire, con los pies deformados a rastras, agitando un trozo de papel de cartucho en la mano.

—¡Señora Ann, su merced, señora Ann! ¡Mi hijo Tomasito me ha dado esto para usted!

—¿Tomasito sabe escribir? —se extrañó Ann.

—Tomasito es un gran poeta —advirtió Diego Grillo.

—Dice que lo lea después, allá, en la mar. Ahora no, ahora mismitico no —suplicó Vidapura, que dobló la mano de la muchacha con el papel dentro.

En la chalupa, camino del Kingston, Ann leyó el papel:

Ifá 0I

0 0 Oshé Ojuani

II

I0

Esta letra tiene iré para ti por Oshún. Pues en Oshé habla Oshún; pero en Ojuani habla también Oshún. En Oshé habla la sordera de las hijas de Oshún, no oyen a nadie; pero también lo que oyen siempre es bastante desagradable. Aquí Oshún tiene un solo vestido que de tanto lavarlo se le pone amarillo, pues era blanco. En Ojuani habla la habilidad manual de las hijas de Oshún, son alfareras, tejedoras bordan, cosen, planchan, escriben. En Ojuani hablan Oshún Gumí, Oshún Ibú Kolé. Debes: dedicar atención a la relación totémica de Oshún con las aves (auras tiñosas, el pavo real —regalo de Yemayá—), las cotorras y los periquitos.

Pero me dicen algo mis «loros cantores», mis muchachos del otro mundo que, ¿qué tú le debes a Yemayá? Págale lo que le debes y borrón y cuenta nueva. Un espacio no es chiquito si viven los que se quieren; pero hay que moverse porque tú tienes también relación con Obara: «Hoy aquí, mañana sabe Dios».

En Oshé Ojuani (Oshé Niwo) es donde nace la apariencia. No se debe juzgar a nadie por su apariencia. La gente aparenta con un propósito, cuando consiguen lo que quieren se van de al lado de uno. La letra se mueve en dos sentidos. Por ejemplo, no puedes dar tu verdadero rostro. Guárdatelo para el amor, pero tienes que cuidarte del rostro que te dan a ti. Es un asunto de esencia y personalidad. La esencia para comunicarse en amor; personalidad para el mundo.

Tienes que tener cuidado con las etiquetas de las medicinas que tomes, no te vayas a equivocar. Tu vaso en las fiestas, en tus manos.

Habla este signo de pelea con el padrino, también de tres personas que se separan.

Aquí tienes que tener cuidado con un difunto que está pegado a tu lado y no te deja ser, feliz.

Piensa bien lo que vas a hacer. No te dejes llevar por las apariencias. El arco iris no sale todos los días, y siempre sale despué de llover. Recuerda que tienes que moverte. Un abrazo.

TOMASITO

Ann sonrió y se dijo que serían los esclavos los que un día se levantarían y salvarían a ese país de la avaricia y de la envidia.

—¡Vaya usted a saber! A lo mejor… un día se unirán todos.