IV

Ciertos pájaros son llamas.

MARGUERITE YOURCENAR

La glacial humedad calaba los huesos, a punto de helarse amontonada entre cadáveres distinguió un reflejo, lo más parecido a la luz temblorosa de un candil, alrededor revoloteaba un enjambre de abejas. Traquetearon sus mandíbulas y el ruido provocado por el frío, el miedo, y el desfallecimiento rompió el horrendo silencio; parpadeó, la oscuridad volvió a reinar, la luna tan distante dibujaba una sonrisa en medio del cielo, ¿o era una sonrisa real velada por apelotonadas nubes? Podía masticar los buches de sangre en el interior de su boca convertidos en trozos de hielo, sin embargo, la sed estragaba su garganta y le ardía el estómago. Intentó moverse, pero una pierna tiesa y ajena cayó, le aplastó la cadera y le impidió cualquier gesto. El cuerpo, insensible a causa de la interminable nevada y del peso intenso de otros cuerpos sin vida y de mayor pesantez y complexión, física que el de ella, se hallaba entrampado debajo de una voluminosa montaña de soldados ingleses degollados, destripados, descuartizados, baleados y rebajados a la condición de coladores de cocina, a causa de la puntería de los mosquetes españoles. Debía correr, largarse de allí, lo más rápido posible, antes de que el fuego proveniente de las barracas de la villa arrasara, llegara hasta la loma de carne y como mismo había acontecido a los pobres campesinos fuese quemada viva. Si es que sobrevivía, si es que lograba zafarse del nudo en que se encontraba atrapada.

Creyó oír el galopar de un caballo.

El oído ensordeció bruscamente y al rato recobró la audición, figurándose que la bestia relinchaba junto a su oreja. El estruendo hizo que comprendiera que el caballo había sido derrumbado, herido de muerte por dos mosquetazos, una esfera de hierro enquistada en el corazón, la otra en el ojo. La pupila del tamaño de un huevo rozó fija una piedra, a pocos centímetros de la suya. El caballo agonizaba, ella igual, tal vez espumeaba por los ojos y eso le hacía pensar lo peor. ¿Cómo había llegado a desear esa guerra? Por vicio de las armas, y porque le fascinaba lucir como un hombre corajudo. ¿De qué modo arribó a la campaña de Breda? En un buque de la Royal Navy, y más tarde, por cierto, formando parte de la caballería inglesa, a horcajadas encima de un hermoso caballo purasangre; recordó que la crin caía en espléndidas vetas rojizas hacia los afiebrados costados. Apreciaba lavarle, cepillar el lomo brilloso, acariciar la elegante grupa, y observar en el remolino profundo del ojo del caballo una llamarada, como una flecha incendiaria. El purasangre reventó después de una semana trotando, cruzaban pantanos y terrenos minados, sin agua como no fuera la que conseguían colar entre los dedos extraída del lodazal, sin un alimento que llevarse a la boca, como no fuera el vómito reciclado.

En aquel remolino profundo ahora contemplaba el abismo, el inerme vacío. ¿Por qué había elegido la guerra? Deseaba alejarse de la madre, de su identidad definida por el nacimiento, sobre todo ansiaba probarse como combatiente. Y continuar lo que otros ya habían empezado imbuidos por creencias y pasiones, o por obediencia y necesidad de dinero, desde Isabel I sucedida por la, dinastía de los Estuardo, con esa frágil reina Ann, que tanta rabia o compasión sembraba entre sus vasallos al no haber sido provista de descendencia hasta ese mismo instante en que sus soldados boqueaban en Flandes, atarugados por la metralla española, aunque mantenidos por los franceses y los holandeses.

Nada le importaba en lo más mínimo y todo influía al mismo tiempo, ni el servilismo al trono, ni orden religioso impuesto a distinto modo de pensamiento, ni la urgencia ante una precaria situación, nada de eso le había persuadido a enrolarse, pero de todo dependía. Ella sólo ambicionaba combatir e igualarse a los contumaces luchadores de pelo en pecho, y que sus compatriotas le reconocieran como tal, respetuosos e inclinados ante el poder de su bravura. Y la guerra, sin duda, en ese aspecto constituía un esperanzador aprendizaje, sería una excelente graduación. Podía afirmar que se sintió cómoda a campo traviesa, blandiendo la afilada espada en una mano y la pistola en la otra, el puñal entre tos dientes, remolineando los brazos delante de la cara del pavoroso adversario. Desde su magnífico estreno, en que se vio inmersa en medio de tramposas ciénagas y de desamparadas trincheras, fue consciente de que se divertía haciéndole perder la paciencia y la vida a los cochinos contrincantes. Por inercia debió defenderse, de eso se trataba, y por razones acató órdenes, y en muchas ocasiones llevó la batuta e impuso sus patrias, metiéndole la altanera frente a las balaceras, jugándose el pellejo. La guerra como concepto no le agradaba de ningún modo, pero no tenía otra opción, por banal que se le ocurriera, en que su carácter encajara. Nunca fue una chica de bordados, costuras y corpiños vaporosos; de hecho, jamás se había vestido de doncella.

Percibió ruido de pasos en una dimensión extraordinaria, con toda seguridad estaba muriéndose, pues oía pasos y voces agigantados, un recurso sin duda de la poca imaginación que le quedaba para aferrarse a la respiración. Por aquellos parajes no cabeceaba ni siquiera una alma en pena, abatidas todas. Quiso aspirar aire hondo y las costillas le dolieron en mil sitios, como si las tuviera astilladas, trituradas en cenizas. Al soldado debajo de ella se le escapó un pedo, y sin embargo estaba rigurosamente hecho picadillo, igual que la primera esposa de Constant d’Aubigné, picoteada en un estúpido rapto de celos por su marido, quien sería el padre de la esposa secreta de Luis XIV, la marquesa de Maintenon; o sea, que de hecho el suegro del rey de Francia había sido un criminal de connotada bajeza, aunque primero fue un extraordinario poeta, protestante, y con un borrachín por hijo. Recordó esta tontería porque precisamente ese había sido uno de los últimos temas de conversación que sostuvo con su compañero de tienda y contienda, Flemind Van der Helst, mientras barajaban naipes vieneses en la antesala de la próxima contienda.

Se desayunaba ahora con que los muertos expulsan pedos, así sus tripas sirviesen de sombrero al inquilino de los bajos.

—Billy, Billy… —No era la voz de su madre, menos la de su padre, nadie le hablaba desde los bajos fondos londinenses, ni desde los bajos fondos del más allá.

Sin duda se hallaba en las últimas, en un campo remoto, no sabía cuánto tiempo hacía que no evocaba la figura materna, ni ninguna ausencia familiar.

—Billy, Billy Carlton, responde… Estás vivo, sé que estás vivo…

Pudo liberar un pie y moverlo apenas ligeramente, pero la sombra pasó junto a ella y no se percató de la señal, siguió de largo buscando a tientas. Era su única oportunidad, estuvo consciente de que su destino hacía equilibrio en el hilo aciago del olvido o en la cuerda feliz del reencuentro, lo más probable lo primero… Iba perdiendo esperanzas a medida que la sombra se alejaba considerablemente… Ven a mí, regresa a mí, musitó en letanía… Empujó lastimándose todavía más los costados y enseñó un trozo mayor del pie, pero el dedo gordo trabó en el hueco abierto por la bala de cañón, donde borbotaba la sangre del caballo; las entrañas fangosas de coágulos, lodo y metralla calentaron, y advirtió un bienestar en el tobillo, recuperó la movilidad, la sangre bombeó de nuevo a todo meter en sus arterias. Al cadete muerto se le volvió a ir un fututazo de sus regados intestinos, no podía creerlo… La sombra viró sobre sus talones. Acababa de salvarla el pedo de un ejecutado.

—¿Hay alguien? —inquirió la silueta.

Extrajo el pie de la purulenta herida de la bestia, removió y estiró la pierna. La silueta corrió hacia el lugar y haló del miembro inferior tinto en sangre hundido dentro del caballo, dañándole en la rodilla. ¡Aquellas manos, reconoció sus manos! ¡Flemind Van der Helst, era Flemind!

—Eres muy hermoso, Billy Carlton. Tus ojos dorados enloquecen, y tu rostro lampiño…

—Detente, Flemind Van der Helst, para, no sigas… —tiró las barajas.

—Podemos acariciarnos, si lo deseas… Eso no dirá nada en contra de nuestra hombría; nadie se enterará. Me recuerdas a una chica holandesa que me volvía turulato; atando te sueltas el pelo, cualquiera diría ella… En fin, me la recuerdas lejanamente, ella era rubia y pecosa. Nunca permitió ni siquiera que le dedicara una palabra, nada… Un mediodía la sorprendí ordeñando una vaca, me le tiré encima y la besé, ella se dejó, tenía los senos grandes y duros, y las nalgas fabulosas de idéntica blancura que la leche que chorreaba de la ubre… No me dejó que se la metiera por delante, pero se puso de espaldas, y me entregó el culo. Por el culo, sí, fíjate. Por delante, no. Yo fui el primero, claro; le dolió mucho, pero al rato gemía de puro goce. ¡Una delicia!

—Calla, Flemind Van der Helst, tampoco yo te dejaré. Por ningún lado. Ni lo sueñes.

El compañero de cabaña avanzó gateando hacia donde ella tiritaba, Mary Carlton, cadete Billy Carlton, arrinconada, eludiendo el peligro de ser manoseada. Acabada la pared de lona, Carlton, resignada, apretó los ojos, la boca, y juntó las piernas. Flemind Van der Helst posó tierno los labios en los suyos. Ella quiso seguir, temblorosa, pero le repelió de un puñetazo en el pecho.

—¡Levantad campamento, partimos dentro de dos horas! —la orden venía del exterior y los aplacó la embriaguez, colocándolos en la situación real de dos soldados, inglés y holandés, que deben unir filas y despojarse de cualquier otro sentimiento como no sea la furia de guerrear.

—Si tú quisieras, podrías ser una vez mujer, y después me tocaría a mí, nos turnaríamos… —Flemind Van der Helst volvió a la carga sin dejar de recoger objetos y guardarlos en la mochila, a lo como quiera.

—Olvida esta conversación; conmigo no será, amigo, olvídalo. No ignoras el castigo que nos puede caer si nos sorprenden en prácticas homosexuales. —Mary, o sea, Billy Carlton, se oyó recitando el catecismo del almirantazgo, zanjó el asunto con un movimiento tajante de la mano, que fue a apoyarse en el arcabuz, con la otra palmeó la espalda del joven holandés e, instigándole a apurar tareas, salió y se dedicó a desencajar de la tierra los gajos que sostenían la tienda de campaña. Rascabuchó a su compañero a través de un hueco en la tela, cambiaba sus ropas por una muda limpia, vio el pene zarazo, y la boca se le hizo agua. Le gustaba Flemind Van der Helst, por fin le gustaba un hombre para hacerle el amor, como comérselo vivo, y quererlo al punto que por poco se desmaya cuando él, al sentirse espiado, dirigió su vista al hoyo donde su ojo pestañeaba repetidamente. Sus entrañas llamearon, su sexo latió, igual que un pájaro preso aleteando dentro de la jaula. O que un gorrión atorado en la garganta de una nube.

Eso ocurrió en la madrugada anterior a la contienda… Por donde Flemind Van der Helst desapareció en un bosquecillo, batiéndose arrojado contra un ágil valenciano, luego reapareció en un descampado, la humareda de la pólvora y la fragilidad de un sol baboso y rezagado reflejado en el escudo escocés impidieron que le viese una tercera vez… Además, ella también empuñaba la espada, retorcía intestinos con la punta, desguazaba hígados, fustigaba corazones, cortaba orejas, apuñalaba rabiosa entre los ojos, o en los ojos mismos, dejando pozos oscuros. De súbito fue herida debajo del seno izquierdo y golpeada con el puño de un sable en la cabeza, cayó redonda sin sentido. Sin recuperar el conocimiento, el contrario arrastró su humanidad hasta una pila de cadáveres y allí le abandonaron, contentos de darla por muerta. Con tan buena suerte que los españoles cambiaron de idea, y en vez de convertir la pila en pira, se desbarrancaron a las chozas en búsqueda de víveres, de buena comida, a robar a los heridos y a los muertos. Después de vaciar estantes, destruir enseres, embolsarse prendas y atemorizar a la población, incendiaron la villa y partieron a refriegas menores entre ellos, o a cagarse en la madre de los puñeteros y apestosos franceses.

Al volver en sí, abrió los ojos con pesantez, se descubrió toda vendada, y el rostro del soldado holandés la contemplaba pegado al suyo, llevó una mano a la cara y la halló áspera a causa de la persistente fiebre. A pesar de la debilidad pudo advertir que debieron de haberla desnudado, y entonces intentó averiguar. Flemind Van der Helst admitió, para asombro e inmenso agrado suyo, que tanto él como el médico habían descubierto su condición de damisela, sólo ellos dos estaban al corriente, hasta el momento. ¿A qué ocultarlo? Ella palideció muy fatigada, elevó los ojos al techo y encogió los hombros restándole importancia. Flemind Van der Helst acercó el fanal de combate a su rostro, le quitó una hormiga que transitaba de la mejilla a la nariz, aplastó al insecto entre sus dedos; aprovechó y la besó por segunda vez. Ella correspondió, aliviada y deseando salir de todo aquello de una cabrona vez.

—Billy Carlton, ¿cómo te llamas realmente? Deletreó su nombre, no hubo sonido, había perdido mucha sangre y estuvo a unos minutos de morir helada.

—M-a-r-y —leyó Flemind Van der Helst en el movimiento de sus labios.

—Mary, Mary… Prefiero Billy. —Pellizcó un cachete de la chica.

Añoró la mar, y el embeleco de deleitarse junto a las embarcaciones en el puerto, acudir a Las Bacanales, la tasca londinense donde tantos marinos dejándose emborrachar se habían esfumado para luego reaparecer a bordo de un barco pirata en contra de su voluntad. Extrañó el agrio olor de los mineros, y el vivo sahumerio de la floresta mezclado con los groseros efluvios de la brea y el ensoñador aroma del salitre, lo cual todo reunido apestaba a podrido; pero de todos modos la nostalgia punzó en el acento forzado de la memoria.

No más curarse, hicieron pública la verdadera identidad de Mary. No fue coser y cantar. Fingieron un duelo en que tomaron como testigo al escuadrón. Nadie entendía aquella insólita disputa entre dos camaradas, y más, recién acabado uno de ellos de padecer peligrosa convalecencia. Al final, el cadete Billy Carlton rodó por tierra burdamente, al tropezar con una piedra invisible, ante los atónitos soldados. Flemind Van der Helst, arrodillado ante ella y de una andanada, confesó el secreto, declarando con pelos y señales su apasionado amor. Almirante, maestre de campo, capitanes, sargentos, y hasta el último de los centinelas y cadetes rasos en la jerarquía militar no daban crédito a lo que escuchaban y veían, pues Billy Carlton correspondió a Flemind Van der Helst con un beso de tornillo, y abriendo los primeros botones de la camisa, extrajo la lona —no sin dificultad— que aplastaba su pecho, y los liberados senos agraciaron su figura de hembra.

Más tarde, después de larga deliberación, estuvieron de acuerdo en aceptar a una fémina entre tantos valientes, ella también lo era de sobra; pese a que estaban prohibidos las mujeres y los homosexuales; su existencia en la trinchera, castigada sin piedad, había vuelto desgraciado a más de uno, pues para nadie constituía un secreto que con la cantidad de chicas disfrazadas de hombres que luchaban a las órdenes de la Armada Real se podían integrar varios regimientos. Tanto para el ejército como para la marina y la piratería, la feminidad atraía la mala suerte y significaba revueltas y trifulcas, que creaban alboroto, la inconstancia y la indisciplina entre los hombres.

Pero Mary Carlton no era cualquier mujer frente a los parámetros de la armada, entre sus camaradas gozaba del prestigio de ser un estoico defensor del orgullo y del honor británicos, y Flemind Van der Helst no se quedaba rezagado. No irían a expulsarlos así como así; más bien, disertó el almirante McLe Bris, estarían de acuerdo en consentir y celebrar discreta boda, si ellos lo ansiaban, y mientras más pronto mejor, asunto de evadir tejemanejes peores, como que pudiese ocurrir que un soldado cayese encinta de otro.

Carlton finalmente gozaría de la posibilidad de vestir un traje que resaltara las ventajas de sus curvaturas y firmes redondeces, al menos por el tiempo que durase el casamiento; unas horas luciendo como lo que era, como jamás había podido hacerlo, bien valía el matrimonio. Ya que de inmediato, finalizada la ceremonia, se vería en la obligación de reanudar sus deberes y labores militares, y por supuesto, retomaría las vestimentas adecuadas: chaqueta roja, pantalón blanco ajustado, galones, botas altas, armamento y cuanto féfere acompañaba.

Flemind Van der Helst, arrebatado de felicidad, corrió a arrancar unas flores de uno de los pocos jardines que habían quedado con vida después del arduo enfrentamiento entre las tropas. No podía creer que estuviese juntando una rosa roja, una margarita, tres lilas, cuatro acacias, y arbustos silvestres, para su novia. ¡Oh, tenía novia! Y esa novia era nada más y nada menos que Billy Carlton.

—Billy, te quiero, ellos tienen razón, deberíamos casarnos. ¿Te gustaría? ¿Me aceptarás como esposo? —Entregó el ramo a su amada.

—Yo también te amo, y acepto tu propuesta. Seré tu fiel esposa, a una sola condición.

—¿Cuál, querida mía? —Las pupilas claras del holandés brillaron enrojecidas de emoción.

—Que te aprendas mi nombre de pila. Es muy fácil; me llamo Mary, ya no más Billy.

—Si no te molesta, no quisiera herir tu sensibilidad, pero seguiré diciéndote Billy.

Mary Carlton no pudo aguantar un ataque hilarante, el destino imponía que continuara existiendo bajo el fantasma de Billy Carlton, su hermano, aun siendo ella misma. De un malabarismo cayó esparrancada entre los brazos de su futuro esposo, acotejó los bucles pelirrojos detrás de las orejas de Flemind Van der Helst, acarició con un dedo el corte de su barbilla. Las corpulentas piernas del hombre pudieron sostener su peso y avanzaron hacia la entrada de la cabaña, ella con las piernas enlazadas alrededor de la recta cintura.

—Espera, verás: iré a la boutique La Pasión Breda, he pasado por allí en varias ocasiones. Y me compraré un traje rojo bordado en canutillos dorados y perlas malayas.

—¿Rojo? ¿No crees más apropiado una prenda menos escandalosa?

—Por favor, será la única vez… —Él consintió, mordiéndose los labios en gesto de ternura.

—Te acompaño, amor mío.

—No, Flemind, deberá ser algo muy inesperado, una auténtica sorpresa. Te juro que te amo, y estaré de vuelta al atardecer, en lo que echas una siesta, como quien dice. ¡Todo esto ha sido tan imprevisto, y la primera desprevenida he sido yo! ¡Bendito el pérfido cristiano que me abrió el tajo debajo de las costillas!

—No digas bobadas —arrugó el entrecejo.

Mientras tiraba de las bridas del caballo, lo ensillaba, y de un tirón se espernancaba en el lomo, pensó que nunca se había mostrado a sí misma tan eufórica, disfrutando de un humor excelente; de golpe tuvo la sensación de que le extirpaban una zarpa enorme del interior del pecho. Cabalgó hasta llegar a la tienda, muy pequeña y graciosa, de una costurera flamenca, célebre en Breda por sus encantadoras hechuras.

Desde fuera y a través de la empañada vidriera no divisó a la dueña, ni a ninguna vendedora, pero no más cruzó el umbral, el sonajero colgado a la entrada avisó de su presencia; la patrona surgió de entre las cortinillas de tul que separaban el espacio entre los clientes y su vivienda familiar. Iba con el pelo recogido en una cofia ribeteada con un encaje muy fino; la blusa blanca muy limpia ajustada con un corpiño verde entretejido con una cinta negra, falda de cuadros de pana. Era una rozagante señora, afable, y fue hacia ella mientras se limpiaba las comisuras de los labios con la punta de una delicada servilleta de hilo. Sembradas en el entreseno, Mary descubrió unas migajitas de pan negro.

—Está usted almorzando, vendré en otro momento —se disculpó ella, siempre camuflada en ropajes de, varón.

—No es nada, acabo de terminar el caldo. Aunque no sé en qué podría servirle, joven; sólo dedico mi trabajo a embellecer chicas, y como ve, además, vendo chucherías.

Apenas cabía un objeto más. Atiborrada de candiles de diversos tipos, pomos de cristal repletos de caramelos, bombones, chocolatines, sombreros inspirados en vuelos de pájaros, o en la crecida de un río, o en un gajo de un árbol mecido por la brisa, modelos muy adelantados para la época y cuya confección era absoluta inspiración de la dueña, ropa interior de seda, doblada en gavetas transparentes detrás de estantes donde resplandecían la miel y la canela tostadas aderezando olorosas tortas recién horneadas, quesos al orégano, jamones prensados, frascos de perfumería, polvos, cremas, peinadores, y vestidos cuyos tejidos enseñoreaban los brazos lacteados de las chicas del pueblo.

—Soy una de ellas. —La forastera zafó el ensortijado pelo, entreabrió la chaqueta y también exhibió el escote a profundidad, hasta los pezones abultados.

—Vaya, vaya, con las inglesitas aliadas… —trajinó la frase en un canturreo.

—Voy a casarme. —Miró hacia los percheros en donde colgaban vestidos.

—¿Ah, sí, además? Con un chico, supongo…

Mary afirmó divertida, buscando entre tanta verbena a diestra y siniestra, caminaba con bruscos movimientos machorros de recluta, de los cuales no había podido desembarazarse en tan escaso tiempo como mujer.

—Es cadete, igual que yo, pertenecimos a caballería, y ahora somos de infantería —aclaró.

—A veces me pregunto si no nos vendría bien una santa paz de las más rigurosas, y que las cosas tomen su curso regular. Que no me extrañe si me añadirá que anda pronta a dar a luz… —La mujer dobló los brazos en jarras, y meneó la cabeza de un lado a otro, incrédula, tarareando de nuevo la cancioncilla típicamente burlona.

—Todavía no, señora. —Mary, un poco molesta, se decidió a preguntar—: ¿Ha vendido el vestido de terciopelo rojo bordado en canutillos de oro y…

—… y perlas de La Malasia? No, sólo he cambiado la vitrina ayer, aún lo conservo. Y lo he guardado, pues en tiempos de guerra la gente no pretende festejos ni convites. Había pensado quedármelo, pero ya que se casa usted… se lo rebajaré a buen precio, para que después no digan que los de por acá somos mezquinos, que para cicateros los franceses… —La tendera abrió una caja tapizada en tafetán y desdobló la prenda delante de los desorbitados ojos de Mary Carlton—. Venga al probador, le quedará que ni pintado.

Haló de las argollas de una cortina de tul satinado teñida en irisado bijol y convidó a la muchacha a que se mudara el ropaje de guerrero, y no olvidara descalzarse las botas embadurnadas en barro y estiércol, pues si manchaba la prenda debería pagarla de todas maneras, aunque no la comprara.

—¡Qué divinidad —exclamó, admirada—, ya de hombre le iba todo de lo mejor, pero así de hembra, cualquiera diría una aparición de Anfititre, la reina de los océanos, si tuviese el pelo rubio y los ojos avellanados! Perdone, hablo como una cotorra, es que estudio la mar, me fascinaría hacer un vestido bordado en cangrejos… Ya sé, estamos en guerra y yo fantaseando con los mariscos y la moda, qué caray, la vida sigue…; ¡Pero, mírese, soldado, digo soldada, disfrútese en el espejo! ¡Oh, cual un ave de encendido plumaje, presta a emprender vuelo, y muy lejos!

En el azogue cuajado del polvillo ambiental de los tiroteos y cañonazos, Mary Carlton pudo admirarse en indumentaria femenina, creyó distinguir como una llamarada de fuego a sus espaldas, así adornada con ese color que se le antojaba excesivamente escandaloso, y contrariada quiso deshacerse de la prenda que le encendía las mejillas de vergüenza.

—No me gusto como hembra —opinó, esquivando el azogue.

—No tiene usted que gustarse, déjele ese problema a ellos. Es ya bastante con que sea mujer. Lleve el vestido, es un regalo, para que luego no digan que somos avarientos, que para ruines los franceses… —La mujer la besó cariñosa en ambas mejillas.

Guardó el ajuar en el mismo envoltorio de donde lo sacó, añadió una tiara también adornada con perlas malayas y un zafiro de Ceilán, aclarando que en este caso se la vendía a precio módico de tiempos de guerra, y unos zapatos a juego, calados y muy delicados, no como para bailar un minué en una trinchera.

—Y la invito a beber un chocolate caliente, meriende un poco de pan recién horneado, de sémola, untado en mantequilla y confitura de fresas salvajes, la hizo mi suegra. Tiene usted cara de no haber probado bocado.

Mary aceptó de buena gana, se sentía fatigada y hambrienta, y aún le quedaba por recorrer un buen tramo de camino de vuelta hacia el terreno donde se hallaba acampada la escuadra. Edwige Ilse, ese era el nombre de la comerciante, tomó el trozo descomunal de pan, lo recostó contra su regazo y cortó una tajada dirigiendo el cuchillo de afuera hacia su vientre, a riesgo de herirse.

—Mi marido murió en la guerra; los niños no quedaron bien, muy afectados. Tengo tres, los he llevado a casa de mi tía, a ver si aprenden a leer. Esa tía ha sido mi salvación… Gracias a ella conservo la boutique. Mi suegra también quedó muy mala de la cabeza.

Charlaron largo rato, el tiempo de recuperar fuerzas, y de jurar la promesa de volver a verse; en la boda quizás. Edwige Ilse extendió la mano y recibió el pago, entonces tiró de la muchacha y se fundieron en un abrazo, lloraron sin saber por qué. O sí lo sabían, la guerra era cada vez más cruel, y se perpetuaba demasiado. Mary Carlton por primera vez se abochornó de ser combatiente. Montó en su caballo, levantó la mano enguantada y dijo un adiós tan triste que tal parecía no querer partir; el caballo tardó en emprender el galope, espoleó el vientre de la bestia, y envuelta en una polvareda desapareció en el plateado espesor de un fin de mediodía, pues serían las cuatro y media de la tarde, y ya se anunciaba la noche. Mary Carlton anheló el sol, la claridad sensual de un jardín en paz.

Apenas distinguió los fanales encendidos del campamento cuando presintió el peligro, rodeada por una escaramuza; en efecto, un tropel de unos cuarenta soldados españoles la perseguía, y ella sin intención los había conducido a donde pernoctaban sus camaradas. Mary Carlton aguijoneó al caballo y ganó la delantera, lo cual sirvió sólo para avisar con muy corto tiempo de avanzada que serían atacados. La carnicería se ensañó contra los suyos. En medio de la batalla buscaba desesperada a su, futuro marido. Entre estocadas y crujir de cráneos y huesos, pudo oír la voz de Flemind Van der Helst, más vivo y fiero que nunca, agrediendo y defendiéndose a capa y espada, pero con el rictus del terror que le ensombrecía el semblante. Picó justo el tiempo para que ambos se dedicaran una sonrisa y continuaran asestando golpes brutales al bando en ventaja.

Se rumoreaba que el final de la guerra no andaba distante, pero los soldados no lo veían venir por esquina alguna. Al contrario, a partir de aquella trampa que tuvo como origen los atavíos de boda de uno de los soldados, las batallas arreciaron. Entre una y otra, Carlton ostentó el instante justo de asearse, peinarse con un moño elevado, enfilar el atuendo propio del acto y casarse presurosamente con Flemind Van der Helst Los unió el almirante McLe Bris y un prisionero de guerra, un cura español que trastabillaba de la soberbia curda que tenía. Ese fue el toque cómico de la ceremonia, el cura, que no se le entendía ni puto carajo de lo que recitaba, más cercano a una gallina cacareando sacrilegios que a un religioso entonando latinazgos. Lucían enamorados hasta la cocorotina, escoltados por las damas de honor, sencillamente cuatro cadetes que decidieron disfrazarse de chicas para no desentonar con la novia. La belleza entre ingenua y tosca de Mary Carlton deslumbró a todos, nadie le echó en cara la torpeza de sus gestos con el manejo de la falda, pues entre tanta testosterona revuelta, incluso una escuálida ración de progesterona representaba una bendición celestial.

Ese invierno no sólo abundaron los combates; también la lluvia hizo de las suyas, y las enfermedades, y las muertes causadas por ellas. Carlton y Van der Helst cumplían con su deber, pero el deseo de llevar una vida tranquila de pareja les roía muy hondo y, amohinados, discutían más que hartos, deprimidos, del sentimiento que compartían con las desmoralizadas tropas, privados del sol y de la tan ambicionada tregua. Como es de suponer, los ratos de dicha escaseaban, entonces Carlton y Van der Helst, apartados, metamorfoseaban su mundo de ilusiones en caricias. Templaban amorosos, y estrenados en el ardor inocente de la primera etapa del deseo, de algún modo lograban olvidar.

Para Mary Carlton el descubrimiento de la sensualidad designó su mayor revelación, abrió la guardia, y devino adicta de todo aquello que podía prestidigitar jugando con el miembro de su marido, pues mientras hacía el amor se manifestaba en poderoso espíritu la clarividencia milagrosa de la inmaculada santa Bárbara y entonces adivinaba sucesos. Encantada y en trance, empujaba a Flemind Van der Helst, lo lanzaba a un hierbazal, canturreaba al desabrochar la chaqueta, lamía las tetillas, el pecho, mordisqueaba el musculoso vientre hasta la pelvis, amasaba con las dos manos el tolete enhiesto y aplicaba el besuqueo y chupetadas en los testículos, pasando por el canal de la próstata hasta el ano y ahí se detenía serpenteante, lo cual dejaba literalmente al campo a Flemind Van der Helst, noqueado, y en las venas latían sombras chinescas como fuegos artificiales.

En iguales ventajas sobre el terreno, por su lado, su amoroso adversario no perdía ni a las escupidas en el campeonato, y mucho menos a los salivazos apasionados a la vulva, lo cual suscitaba que se anotara puntos en el match, hasta que declaraban el empate, en el minuto clave en que les acontecía el delirio supremo, el repentino toque a rebato. Y entonces ella gritaba, sibilina, que el capitán Berprym sería tocado en el pulmón por un mosquetazo, y no cabía duda, por más que intentaban conjurar el mal percance, del modo tal y exacto que ella predestinaba acaecía cabalmente la fatalidad. O, por el contrario, de esta manera profetizó el hecho histórico que devolvió la esperanza a los soldados de cualquier escuadrón y batallón, aliado o enemigo, mientras la esperma borbotaba en sus entrañas, anunció que la guerra culminaría en breve. Y la profecía aconteció.

Sin embargo, la predicción no tuvo utilidad alguna, nada imposibilitó la masacre, ni una sola frase salida de sus labios, ni una sola imagen abolió la destrucción. Montañas de cadáveres debajo de un lodo ceniciento, rostros pisoteados por los cascos de los caballos o por las pesadas botas, mondongueras desparramadas y bullentes revueltas con la metralla, espadas perdidas en cuerpos anónimos, ojos vidriosos clavados en el encapotado cielo. Mary Carlton sabía una cosa, que ni ella ni Flemind Van der Helst morirían en combate. Avizoró un futuro unidos y felices, luego la tragedia, y como último mucha agua, tanta, que se asemejaba a la mar. Pero no deseó arremolinarse en malos pensamientos, y siguió adelante, amando e intentando vivir lo mejor que pudiesen en su condición actual de esposa.

Firmada la paz, la mayoría de los guerreros experimentaron una mezcla de melancolía incómoda con deseos inmensos de reconstruir sus vidas. Flemind y Mary decidieron quedarse en Breda, trabajaron unos meses en el campo, recibieron dos pagas: la del ejército y la de las labores agrícolas. A ambas cantidades sumaron los regalos de sus camaradas el día de la boda, y en mínimo tiempo rentaron una posada cercana al castillo de Breda, la cual nombraron Three Horse-Shoes, o lo que es lo mismo, Las Tres Herraduras.

Como la celebridad de los valientes soldados era muy conocida, sobre todo debido a su fabulosa historia de amor, de día como de noche la posada se llenaba de parroquianos dispuestos a alabar y a degustar la sazón de ambos, pues tanto Mary como su marido habían perfeccionado innumerables oficios durante la guerra, y los dos poseían una excelente imaginación y preponderante mano para el arte culinario, remembranza de Mary Carlton cuando había trabajado para uno de sus posibles padres, el patrón de Las Bacanales.

Con el advenimiento del sosiego, no todo fue sacar agua del pozo, mucho menos reírse de los peces de colores. Otras dificultades sobrevinieron.

—Ah, señora Van der Helst, la guerra ha sido lo peor, mientras hubo guerra, los que tuvimos la suerte de sobrevivir lo hacíamos enarbolando el entusiasmo del patriotismo, y soñar con el futuro nos daba otra perspectiva. La posguerra nos da alegrías momentáneas, yo diría como prestadas, pero la memoria está ahí, martillándonos con el recuerdo de los seres queridos asesinados… No me queda otra, hay que seguir viviendo, sé que debo luchar por sacar adelante a mis dos hijos —así se expresó Edwige Ilse, la tendera que había regalado el vestido de boda a Mary, y se bebió de un trago el resto del coñac del vaso.

A su pequeño le había hecho trizas un cañonazo mientras jugaba en la exigua vereda colateral al jardín de la casa. A la guerra había entregado dos amores, su marido y un hijo. El dolor la embargaba y halló consuelo en la bebida. Visitaba asiduamente Las Tres Herraduras, y se hizo muy amiga de Mary, quien le daba ánimos para que no cerrara la boutique y pudiera dar un esperanzador porvenir a los pequeños sobrevivientes.

Después de la tormenta y de un cierto respiro en calma, se incrementaron las epidemias. No se supo qué arrasó con mayor encono e hizo aumentar la espantosa cantidad de víctimas, si la guerra o sus impronunciables secuelas, entre las enfermedades que ya persistían amenazando con instalarse de manera definitiva, o que se anunciaban. Fatales herencias endilgadas por las tropas a la población. Mary fue testigo del instante en que Flemind Van der Helst contrajo la contaminación; de súbito la embargó un extraño presentimiento, y aunque proponiéndoselo, no pudo reaccionar lo necesariamente veloz para retardar el fatal segundo. Ella se hallaba de espaldas, sirviendo una escudilla de sopa de pescado a un cliente, y al voltearse hacia la mesa donde se hallaba el esposo jugando a los dados con un asiduo del lugar, advirtió la mano purulenta posarse encima del brazo sano del ex oficial.

—¡No lo toque! —exclamó, alarmada.

El hombre, avergonzado, retiró con prontitud la mano. Más pena y lástima sintió ella, y maldijo haberse comportado como una cretina.

—Perdone, señor Smith, es que… me ha parecido, que está usted enfermo.

—No lo estoy, son quemaduras de pólvora, no es nada… No se asuste usted, señora Van der Helst —el señor Smith titubeó, la voz temblorosa.

A la semana siguiente, Flemind Van der Helst despertó sumamente cansado, la tez reseca y mate, tirando a un feo tinte verdoso, y la saliva pastosa. Vomitó en la palanganilla de porcelana, y su vómito apestaba de modo espantoso, a perro muerto y podrido. Sin embargo, los demás días su comportamiento fue normal, aunque por si acaso Mary no cesaba de vigilar el menor de sus ademanes. O por el contrario a veces dejaba de hacerlo, cambiando supersticiosa de sitio la mirada, pues la invadía la duda de que si agolpaba durante tanto tiempo seguido la imagen del marido en sus retinas, terminaría haciéndole mal de ojo, atraería la mala suerte. Para colmo, poco a poco le abandonó el vigor de las conjeturas, lo cual arruinaba la potencia de presagiar; Flemind no sólo había perdido el apetito por los alimentos, también por ella. Ni siquiera hacían el amor; eso estorbaba el frenesí y la eficacia de su don visionario, y debilitaba en ella el afán cabalístico.

Una noche, mientras recogían y ponían en orden la posada, Flemind Van der Helst cayó tieso al suelo, espumando por las comisuras de los labios, los dientes le rechinaban, y se contraía en agónica epilepsia. Con ayuda de un huésped, Mary logró cargarlo y subirlo a la habitación. La carne ardía de fiebres. Flemind se sembró en la cama cual amapola de campo colombiano. Mary no se separó de su lado ni un segundo, aplicándole sinapismos, cataplasmas, malolientes ungüentos; de poco valieron los remedios, las dolorosas y torturantes sanguijuelas para evacuar la sangre mala, o las punciones con agujas enchumbadas en cobalto fundido alrededor del hígado, y en diferentes partes del cuerpo. A tal extremo el sufrimiento devino denigrante, que Mary suplicó al doctor que cesaran las curaciones, pues si no lo mataba la enfermedad serían los experimentos los que acabarían con él.

Para allegados y vecinos, Flemind Van der Helst falleció en plena madrugada, víctima de fiebres cuyos orígenes quedaron sin diagnosticar por el médico que le atendía. La verdad fue otra, testigo y de cierto modo víctima también ella de tan horrendo sufrimiento, Mary decidió recuperar las riendas de la tragedia, reunió yerbas, metales, lagartos y jicoteas, coció un veneno según antiguos libros de alquimia —préstamo del cartero— encuadernados en tapas de cuero, y de magia negra, sin cubierta (por miedo a las secuelas de la Inquisición), y obligó al enfermo a beber la poción a pequeños y espaciados sorbos que incluso la rígida boca rechazaba. Las lágrimas de la esposa goteaban en la piel de Flemind y se evaporaban dejando huellas claras de la angustia que la invadía, mientras repetía: «No te mueras, no me dejes, amor de mi vida, no te me mueras…» Mary Carlton Van der Helst puso punto final de una vez y por todas a la lenta y estúpida agonía de la muerte. Aspiró hondo, aguantó el aire y anuló el ritmo de sus pulmones al percibir que su amado dejaba de respirar para siempre; luego besó suavemente la frente. Abrazada a él repitió infinidad de veces más: «Te quiero, te quiero, oh, mi amor, te quiero…». Al exhalar el último suspiro, Flemind Van der Helst recobró juventud, y gozó de la frescura de un escolar reposado.

Detrás de la puerta, en una de las gastadas botas de su marido, una rata inmensa y muy gorda asomó el hocico fisgón. Paralizada, imaginó que penetraba en el túnel del ojillo del animal; despacio caminó hacia el entresuelo, abrió el armario, empuñó el fusil, retornó cautelosa, apuntó, disparó y la reventó en mil trozos.

Abrió las ventanas. El vaho glacial secó sus fosas nasales. Envolvió el cuerpo en una manta y, valiéndose de ella, pudo arrastrar a su marido hasta el patio, regó arbustos secos encima del uniforme con que le engalanó para emprender el viaje hacia lo desconocido, encendió una yesca e incineró el cadáver.

Esperó durante varios días, nadie llegó a pedir de cenar, ni siquiera a beber un trago, o muchos tragos, emborracharse y compartir penas. El último inquilino se había marchado antes del deceso de su esposo sin pagar la deuda de tres meses, el muy aprovechador, y para colmo, depravado, pues le molaba rascabuchar. La firma del tratado de paz de Ryswick alejó a las guarniciones y mermó la clientela, formada en su inmensa mayoría por oficiales. No lo pensó dos veces, cerró la posada Las Tres Herraduras, desempolvó y enfundó vestimentas masculinas; no le pertenecían, las robó o las guardó como parte del alquiler, más bien como recompensa: un uniforme sacado de la valija olvidada por el huésped cuyo alquiler jamás sería retribuido.

Bajo recio aguacero cruzó el sendero y, tocando en las puertas, se despidió de una a una de sus amistades. Estrechó fuertemente entre sus brazos a Edwige Ilse, luego de devolverle el vestido rojo bordado en canutillos de oro y perlas de La Malasia, también la tiara del zafiro de Ceilán.

—Parto a la mar, me haré marinero. Siento que nos hayamos conocido en plena tragedia, pero sin tu apoyo habría sido peor para mí. Habrá guerra, seguro, siempre habrá una guerra perdida por ahí, por cualquier sitio, es la desgracia humana; no es más que la triste y desoladora realidad.

Edwige Ilse encogió sus hombros en señal de impotencia, y lloró hipando como suelen hacer los niños cuando han sollozado después de las comidas, el llanto surcó sus cachetes picados de una sospechosa alergia recién adquirida de la noche a la mañana.

Mary Carlton, viuda del ex oficial Flemind Van der Helst, dirigió sus amplios pasos al puerto y después de merodear un rato, de informarse más bien superficialmente, embarcó en un buque de infantería de la Royal Navy, bajo el nombre de Mary Read. Read, leer; read, rezar. Contar sabía, aprendió a juntar rayitas, o palitos, y a sumar y a restar, no mucho más. ¿Leer, podía leer, o inventaba las palabras? Deletreaba dudosa, titubeante; un puñado mínimo de palabras; no, no era lo que se dice una aficionada a la lectura. Tampoco debía inquietarse, pues su casi analfabetismo no le obstaculizó desenvolverse diligente en la ruda carrera del ejército. Read, murmuró. Supuso que sonaría algo así como a nombre de fogoso filibustero, o cultivado corsario.

Estiró la mano, la colocó encima de las cejas, a modo de visera, y distinguió una bandada de gaviotas revoloteando escandalosas tras un tropel de delfines. Le habría entusiasmado ser delfín, un animal cautivante, deliró. Aunque consideró que el delfín, como los humanos, también se hallaba demasiado expuesto a la maldad; el nudo rabioso apretó su garganta. Prefería volar a nadar, sí, volar bien lejos, surcar el cielo, persiguiendo los llameantes rayos del gran sol, tumbarse en una playa, abrasada por el fuego de la distancia.

—¡Corneta a degüello! —Siempre soñaba con este grito temerario.

Padecía de horrendas pesadillas. El lodo la cegaba, de entre sus manos intentaba huir una rata gorda y gelatinosa, que se colaba por la boca, recorriéndola, y se transformaba en feto en un útero apergaminado; olía a pólvora por todas partes, y su fláccido cuerpo agonizaba apresado por una montaña de cadáveres de mártires ingleses.