III

En el mar, la vida es más sabrosa, en el mar, te quiero mucho más…

OSVALDO FARRÉS

Cuarenta y cinco… Ochenta y cinco… Tres pilas de ochenta y cinco monedas de oro destellaban amontonadas encima de la mesa. Seguro habría más, por supuesto, muchísimo más. El pirata, con maña ceremoniosa, empezó a desenvolver cortes de sedas, bandas de muaré, tejidos transparentes y cristalinos resbalaban entre sus dedos como riachuelos, velos de gasa que al querer retenerlos se deslizaban acariciadores de las manos; extrajo de una caja redonda carretes de hilos de oro y plata, descerrajó un cofre y brillaron pulseras también de oro, con incrustaciones de lapislázulis, rubíes, perlas, diamantes, esmeraldas, amatistas… El hombre tendría alrededor de unos cincuenta y pico de años, encorvado, y bizqueaba ligeramente; destapó elegantes frascos de diversos colores, y en la recámara se expandieron emanaciones orientales; encendió el narguile, el opio destiló humaredas narcóticas e invadió el artesonado de nubes anaranjadas… De una entreabierta valija de cuero se derramaron puñados de monedas de oro, el hombre sumó diez pilas de ochenta y cinco… Los ojos desorbitados de la joven de dieciocho años no cesaban de ir de una mesa a la otra, de un baúl a otro, atesorando el botín con avariciosa mirada. El pirata reunió diez piezas en una bolsita de terciopelo negro forrada en seda fucsia, la lanzó y esta dibujó un arco en el espacio, perseguido por las pupilas endemoniadas de la atractiva y ambiciosa dama.

—Este es mi regalo, ¿no es hoy tu cumpleaños?

—Me gusta ese collar —ella asintió, señalando uno de perlas y brillantes.

—Será tuyo si me cuentas el motivo por el que nos traicionó tu marido.

Ella no titubeó ni un instante. No veía a James Bonny desde uno de los últimos periplos marítimos que ambos hicieron, juntos habían escapado en un barco perteneciente a Woodes Rogers, gobernador de Las Bahamas. El malvado de James Bonny había consentido que los piratas la secuestraran falsamente, y abusaran de ella, aunque esta vez de verdad. La chica posó la mirada en una diadema de rubíes; también podía ponerle al tanto de la venta de información a los españoles, y sobre los planes del gobernador en cuanto a la persecución y eliminación del tráfico filibustero. James Bonny comerciaba con todo, no sólo a cambio de salvar su pellejo; ella frotó los dedos, ganaba más de la cuenta.

El desgarbado traficante levantó la mano en gesto autoritario, podía ahorrarse los pormenores. Debía abreviar; los piratas sospechaban que su marido era uno de los principales espías a sueldo de la Corona, y preparaban la venganza. Rodaba la comidilla por todo el archipiélago que por esa razón decidió desaparecer sin dejar rastro. Podía ser, era cierto que le había visto enfermar de miedo, en fin, prefería eliminar el tema, quería olvidar al cobarde, además, recordó que con el mosquete apuntaba de modo vulgar, y con el sable no existía peor calamidad que la suya, destacó ella.

En el desagradable episodio del falso secuestro, el ardid consistía en hacer creer al gobernador que los piratas habían descubierto la identidad traidora de la mujer de James Bonny, y que en represalias contra él, la abandonaban en una isla desierta. Pero su marido nunca la alertó de aquellos malévolos planes. Abofeteada y humillada en su presencia, James Bonny no movió ni el meñique para intentar salvarla del odioso percance, ella no intuía, ni siquiera podría haber imaginado el pacto, a fin de cuentas, se trataba de su esposo. Es cierto que antes de ser capturada, cimitarra en mano, Anne Bonny se echó al pico a unas cuantas decenas de piratas, y también había atacado a su esposo debajo de la tetilla izquierda cuando este fingió que sólo se enteraba, en el instante de ser apresada, de quién era ella, aclarando a los piratas que probablemente fuese una espía. Ann, confundida, tardó en darse cuenta de que James Bonny era un soplón de ambos bandos, un doble agente, y para colmo un mercachifle de poca monta cuyo único objetivo al casarse con ella era forrarse de dinero. Herido de gravedad, su marido desapareció hacia uno de los camarotes del barco para ser asistido por el médico de los piratas, en realidad, un cirujano de renombre que viajaba de rehén. Pese a que Ann reclamó a gritos su auxilio, que la sacara de semejante enredo, James Bonny prefirió cumplir con su misión antes que arriesgarse por ella, y lograr su objetivo, ir hasta las últimas consecuencias. James Bonny le había traicionado, podía terminar su maldita vida en el infierno. Nunca fue feliz con él, sollozó; a decir verdad, sólo al inicio de su boda se mostró tierno con ella. Desde el primer viaje, el amor desapareció, ya no reía ni la hacía reír, le trataba como a una bestia, el sexo, sin preámbulos, duraba lo que un merengue en la puerta de un colegio.

Ningún detalle banal interesaba a este señor que ahorraba gesticulaciones y exigía ir al grano, escuchando indiferente su desgraciada historia matrimonial; más bien esperaba datos más exactos, comprometedores, ¿recordaba la conversación original, en la que ella obtuvo las pruebas de la doble acción de James Bonny? La joven suspiró envolviendo su cuerpo en una seda color turquesa, a juego con sus ojos… Antes de casarse, él había sido pirata, ella lo ignoraba, mintió. Hasta una tarde, mientras Ann, vestida de marino, servía una copa a su marido en el saloncillo de la casa; tocaron a la puerta. James Bonny le pidió que se escondiera en la cocina, pues no estaba bien que la descubrieran en semejante facha. El gobernador en persona ganó el centro de la alfombra persa.

—Hizo un buen trabajo, señor Bonny, le aseguro que no me lo esperaba. Su fidelidad ha asombrado a muchos, actúa usted como nunca nadie lo había hecho antes. Y es por ello por lo que la Corona le ofrece el perdón. Olvidemos su turbulento pasado. Es usted muy astuto, he ahí su mérito mayor. Su Muy Graciosa Majestad necesita de personas con su extraordinario carácter, magistrales en urdir ardides, capaces de tender trampas inéditas. Escúcheme, no sólo borraremos su pasado, además, siendo usted originario de Nueva Inglaterra, le conviene mi propuesta, le devolveremos la honestidad ciudadana, como un «buen hombre inglés», en secreto, claro está. Deberá ser en silencio, pues tendrá que retomar su pasado, en fin, en esta ocasión, gozará de la autorización real. Recibirá un sueldo, y será recompensado, siempre que nos mantenga al tanto de la ruta de ciertos piratas, de sus intenciones. No vengo a darle lecciones, ya sabe, usted mejor que nadie podría dármelas… Intérnese en ese mundo de nuevo, desde allí nos será muy útil.

Ann aguzó el oído. El gobernador echó el discurso precipitadamente, sin sospechar que el señor Bonny y él no se encontraban en solitario.

—No deberá pensarlo demasiado —insistió.

—Acepto.

James Bonny extendió una copa de coñac y brindaron por la Corona, la Armada Real, y los héroes, aquellos bellacos calvinistas, y chocaron copas venecianas riendo a carcajadas.

Conversaron durante un corto rato, ambos se despidieron cortésmente, y Woodes Rogers partió satisfecho de haber cumplido con su deber.

—¿Cómo pudiste aceptar tan vulgar chantaje? —Ann, sentada frente a su marido con las rodillas separadas y los codos apoyados en ellas, indagó en su rostro.

—Déjalo, no es cosa tuya, no te entrometas en mis asuntos; no olvides que eres una mujer. James Bonny bebió de un trago y se limpió con el antebrazo el grasiento mentón.

—Soy tu esposa, debo estar al corriente de lo que haremos. Y tú, tampoco olvides, no eres más que un hombre. Por favor, ¿qué significa ser «un buen hombre inglés», luego de encomendarte cambiar la dignidad por el desprestigio de un traidor? —subrayó, irónica.

De un trompón la tiró al suelo, desde el piso ella estiró la pierna y le zumbó una patada en la boca, con el filo del tacón del botín logró partirle un diente. Un espasmo de ira ensanchó el cuello celta del hombre.

—¡Estoy harto, harto de esperar tu maldita herencia!

—¡Herencia ni herencia! ¿De qué tonterías hablas?

—Ahí se desayunó con el engaño.

—¡Estúpida! ¡Eres una salvaje, imbécil!

Lucharon de igual a igual, como dos hombres, golpeándose hasta caer ensangrentados. Al cabo de dos días sin dirigirse la palabra, pactaron reconciliarse, mesuraban la importancia de las frases interrumpidas, o respondían sencillamente con sonidos onomatopéyicos. A la séptima noche, en un arranque de mutuo deseo carnal, hicieron el amor. Con aquel acto, quizás James Bonny creyó que su mujer restaba importancia al desagradable suceso, y que le perdonaba. Por consiguiente, intuyó que ella se situaba de su lado, en el impuesto rumbo que retorcía su destino. Nunca, se dijo ella. Ann prefirió callar, observar, resistir, en una palabra, pero sólo por un breve tiempo, el que ella necesitaría para vengarse. Ann jamás borró de su recuerdo aquella mutua paliza, ni las que vinieron después.

Cuando hubo de separarse de su marido, ya se había habituado a batirse a diario con enemigos de ambos, debido a múltiples tareas que precedieron al secuestro, y que no pudieron compartir para no ser descubiertos. Los piratas la rescataron al cabo de una semana en aquella monstruosa isla desierta, le devolvieron un trato honroso, y ella regresó a La Nouvelle Providence. Se sentía muy cansada, como exprimida, agria, y acabó por las calles, codeándose con bandoleros, bebiendo y robando a otros piratas; ninguno sospechaba que se trataba de una mujer, y mucho menos de la desposada por el fanfarrón de James Bonny; Ann, masculinizada, actuaba como uno más, vengativo y borracho. El asunto se complicó cuando, sintiéndose atraída por algunos buenos mozos, se arriesgó a amarlos con cinismo. Entonces cayó en manos de un viejo traficante de esclavos; de sus garras también decidió fugarse. Vivió una doble vida, en lugar de la de doble agente como la de su marido, tenía más que ver con su apetito de hembra, estrenada y entrenada en la perfidia, asistida por la libertad que sólo un hombre podía probar. Y se libró al libertinaje, traviesa, de noche negociaba su cuerpo con los piratas, le excitaba suponer que su marido, desde algún escondrijo, los denunciaría a la justicia. De día se emborrachaba en compañía de aquellos amantes, travestida y homologada en coraje; ellos escuchaban sus anécdotas, admirados ante el supuesto colega de travesía y aventuras.

De este modo se hallaba ahora frente a Charles Vane, aunque le había conocido en hábitos de señorita y él se había enamorado perdidamente de ella; sin embargo, hacía muy poco que los unía una cómplice amistad, y ella no podía negar que se refugiaba en el estrábico y giboso cincuentón añorando la rudeza de la figura paterna. Él selló los pulposos labios con un beso con amargo sabor a opio de burdel, había sido tan fácil para la chica desatar su lengua sobre el traidor de su marido que a Charles Vane le recorrió un estremecimiento dudoso. De todos modos, deslizó el collar de perlas y diamantes y rodeó el fino cuello con manos toscas, pero acostumbradas a abrochar joyas de semejante calibre en delicadas nucas.

—Debo irme temprano. Tengo cita antes del aclarar, al borde de la playa, por donde el último ciclón arrasó con las chozas de los negros. Veré al capitán Jack Rackham.

—Ah, ese —murmuró ella, permitiéndose una debilidad.

—¿Conoces a Calico Jack? —Le vi un par de veces.

—¿Sólo le has visto, o hubo algo más entre ustedes?

—Vamos, dulzura. No hay que apurarse. Nos batimos, yo como marino. Es guapo, bravo, pero su estocada es imprecisa, como torcida, jorobada, en una palabra. Debe mejorar ese defecto.

—¿Imprecisa, jorobada la estocada de Calico Jack? No sabes lo que dices. Es de los ilustrísimos. Navegó bastantes años bajo mis órdenes, fije mi contramaestre en el golfo de la Florida, en aguas de Puerto Rico y Cuba; ha sido mi mejor discípulo y, por cierto, salió aventajado. Consiguió capturar uno de los mejores navíos, uno de los más ricos, el Kingston, entonces éramos asociados, me amenazó con hacer un colador de mi cerebro. Tuve que dejarle el galeón. No me puedo quejar, aprendió conmigo, incluso ha conseguido superarme. En estos momentos este hombre sorprende a todo el mundo, se ha convertido en el terror del Caribe, ¡ni se sabe a cuántos capitanes y sus fragatas ha defenestrado ya! En La Habana, las solteras, casadas, viudas, y prostitutas se derriten ante su presencia, su celebridad se ha extendido hasta Cienfuegos, y a otras provincias y a otras islas: Las Bahamas, isla de los Vientos, isla de Pinos, La Tortuga, Santo Domingo, La Española.

—¿Cuánto tiempo quedará en tierra?

—Ann, si te lo digo, si te lo digo te perderé, y no deseo fastidiar las cosas contigo. Calico Jack es un mujeriego empedernido, un saltaperico, no te recomiendo su amistad. Adiós, mi muchacha. Nos veremos pasado mañana, hacia el anochecer.

—¿Olvidas algo? —abrió su escote.

Charles Vane tintineó un par de pendientes en combinación con el collar que acababa de obsequiarle. Ella levantó sus cabellos en un moño, desnudando las axilas blancas cubiertas con un vello rubio y oloroso a yerbas, y pasando las mechas del pelo por detrás de las orejas hizo un mohín gracioso para que el hombre introdujera el gancho del cierre en los hoyos de los lóbulos. Se estudió en el reluciente azogue, dio varias vueltas durante las cuales acentuó el coqueteo de su figura, recorrió el recinto saltando con ligeros pasos de baile, satisfecha con su aspecto lujoso. De un giro se plantó delante de él, y posó un ligero beso en el bigote amarillento de tabaco. Ann cruzó el umbral de la puerta hacia la oscuridad del jardín, Charles Vane se llevó las yemas de los dedos a la boca, como si deseara conservar eternamente la huella voluptuosa del beso. Los cascos de los caballos repiquetearon en el empedrado; el coche se perdió galopando en el laberinto empinado de casitas de madera.

Al llegar al hogar, donde había convivido como esposa de James Bonny y que conservaba gracias a los robos que cometía y a las ganancias de la taberna regentada de la que aún se ocupaba Carioca la brasileña, revisó exhaustivamente las habitaciones, detrás de los cortinajes, los armarios, los baúles… Temiendo que, el día menos pensado, el contrabandista reapareciera, había adquirido la costumbre de cerciorarse de que no había nadie más que ella en casa. En la cama, desnuda, acarició el collar, palpó los pendientes, únicas prendas con las que durmió, y antes de hacerlo acercó la bolsita de terciopelo con las monedas de oro a su nariz, le fascinaba el olor metálico del dinero. Diluida en el embeleco, estuvo soñando con varios imposibles, hasta que su respiración se volvió más acompasada; había quedado rendida. Sufrió pesadillas, con la endiablada mujer que no cesaba de entrometerse en sus sueños, y los desatinados niños que empuñaban hachas de abordaje, y se protegían con escudos de roletas. El más pequeño cercenó el dedo de un marino, el mayor se colgó el hacha al cinto, echó mano de la ballesta y dejó tuerto a un contrincante de un certero flechazo. La mujer, que empuñaba un mosquete, vociferaba, la melena grasienta revuelta, la camisa desabotonada, los pechos al aire, las piernas sangraban arañadas por las astillas de madera sobresalientes de los maderos cortados de un tajo. Despertó de madrugada, empapada en sudor, tomó un baño de agua helada, y estrenó un vestido de verano de amplia falda color beige y ribeteado en encajes de guipur. Recordó también el cadáver podrido de la aya Beth Welltothrow, una masa gelatinosa desparramada en el suelo, apretó los párpados, soltó un gruñido.

Acudió al sitio donde le había dicho Charles Vane que iría a negociar con Calico Jack. Oculta detrás de espesos arbustos, Ann pudo escuchar la conversación entre ambos piratas; comentaban el número de barcos españoles que atravesarían el Caribe en las semanas siguientes. Los tiempos no eran excesivamente fenomenales, se quejó el más joven, el comercio mermaba, el concepto de riqueza no seguía siendo el mismo. Parecía que la firma del Segundo Tratado de Madrid entre ingleses y españoles anunciaba el inicio del fin.

—Y ves, ¿quién lo supondría? España dándosela de regalona —suspiró Charles Vane—, los últimos sucesos indican que ante tanta presión, llamémosle insistencia, nos dará La Jamaica, aunque no habrá que fiarse, tiempo al tiempo.

Calico Jack levantó un brazo señalando el cielo, hizo como si tomara un poco de brisa en el hueco de la mano y la paseó por debajo de sus fosas nasales, sonrió socarrón y, zorreando de súbito, silbó una melodiosa contraseña en dirección al mar.

A lo lejos, Ann distinguió una piragua de unos noventa pies de eslora abarrotada de sombras miedosas. Charles Vane entregó uno de los baúles, Calico Jack ojeó en el interior, hundió sus manazas y amasó el tesoro. Al rato, un subordinado del capitán Rackham, proveniente de la orilla, abandonó la piragua encallada a ras de arena, discreta y rápida embarcación construida en caoba de Honduras, de unos cuarenta y pico de remos, propulsión de palos bastones; ciento veintisiete negros en fila y amarrados entre sí por los tobillos izquierdos obedecían el menor movimiento de Hyacinthe, malgache de rasgados ojos color miel, barba rizada y en punta, coronado de una tiara de gruesas perlas.

Charles Vane no tenía prisa, y estudió meticulosamente la complexión física de cada negro, con la punta de su bastón de cedro les hurgó entre los dedos de los pies, luego introdujo la empuñadura de oro entre los labios, sometiéndolos a que mostraran sus dentaduras, las encías, la lengua, debajo de los sobacos, las manos, las uñas, por último los penes, los testículos, y luego les ordenó a que se voltearan y con mayor precisión perforó, con la punta enfangada del bastón, las nalgas de uno por uno para verificar que no padecían almorranas. También quiso escuchar los timbres de sus voces, e hizo pruebas de audición. Después de corroborar que ninguna avería abarataba su adquisición, así se expresó, concluyó complacido que aquello sí podía merecer el distintivo de mercancía de excelentísima calidad. No como la anterior, una calamidad, la mayoría de los negros morían ahogados en sus propios vómitos, la piel se les decoloraba en vetas cenicientas, apestaban a muerto antes del último estertor. Obligó a los aterrorizados esclavos a introducirse debajo de amplios trozos de lona, montados arriba de un carretón, y dijo adiós a Calico Jack, deseándole buena suerte en su próxima aventura.

—Los más enclenques servirán de criados —murmuró a horcajadas en su caballo.

El capitán Rackham confió a su subalterno el cuidado del cofre, dedicó unos minutos a husmear la atmósfera, y echó a andar, directo hacia la maleza que protegía a Ann Bonny. Ella intuyó que no debía dar un paso, no se atrevió ni a pestañear, apenas a respirar. Agachada, lentamente hundió una mano en la tierra y cerró el puño de la derecha alrededor del mango del arma, los ojos bien atentos, fijos en las musculosas piernas del pirata que ya se detenía a escasos centímetros de ella, aquellas célebres piernas ceñidas en un calicó, pantalón de algodón de rayas que de manera invariable vestía los calicot, de ahí su sobrenombre de Calico Jack. Inmóvil, sólo faltaba estirar el brazo para rozar los cabellos encaracolados recogidos con una peineta de carey en un presumido moño.

—¡Hyacinthe, eh, Hyacinthe! —voceó, divertido.

—¡Aquí estoy, mi capitán, donde mismo me dejó! —el hombre de rasgos indios achinados respondió mientras rodeaba el tesoro con cortos paseos.

—¡¿Qué te haría falta ahora mismo para ser muy feliz?!

—¡¿Yo?! ¡¿Que qué me haría falta, a mí?! ¡Un tonel de brandy, eso sí me vendría de perilla! ¡Me lo bebería de un sorbo, sí, señor!

—¡No seas tonto, algo más, pide por esa boca, hombre, con ganas!

—¡A mí, bueno, me gustaría una chica, ja, ja, ja…! ¡Una chica bien dotada de carne, con aquellas tetas que usted podrá imaginar; maciza como una lechona, o masúa, como dicen los isleños cienfuegueros…!

Sumergió el potente brazo entre los arbustos y agarró a Ann por el moño como si atrapara un conejo por las orejas. Aunque ella se debatió, no sirvió de nada, él la arrastró hacia el descampado. Perdió el objeto afilado, buscó desesperada, en un descuido del pirata ella recuperó el arma, con la punta de la daga hincó el gaznate de su adversario. Tan cerca se hallaban que Hyacinthe no se atrevió a disparar contra la extraña que, aunque no podía distinguir con claridad, sabía causaba serios problemas a su capitán.

—¡Vaya, Hyacinthe, ¿qué es lo que veo?! ¡Aquí siembran flores de carne y hueso! ¡Acabo de arrancar una de la tierra! ¡Fresca, suave, sana, la boca húmeda cual una rosa!

Ni él soltaba sus cabellos, ni ella bajaba la daga. Hyacinthe sabía que no podía desatender el cofre del tesoro para acudir en su auxilio, primero el botín, luego la vida. Ann intentó levantar la rodilla y patear al pirata, pero este reaccionó antes, y de un pisotón inmovilizó la pierna de la muchacha, atrapándole el pie debajo del suyo, y aprovechó que la desestabilizaba para desarmarla. Ann ya conocía su destreza, vestida de varón había sostenido con él un duelo a sablazos, pero en el pasado hubo de batirse contra varios, y no le había dado tiempo de admirar al hombre. Los dientes blanquísimos y ligeramente separados destacaban con mayor esplendor en su boca bronceada, ahora que soltaba la exuberante carcajada, haciendo alarde de su fortaleza. Tenían razón, se dijo, los que afirmaban que no era nada vulgar, sobre todo elegante, un auténtico dios bravío, lunar muy femenino en la mejilla, ojos grises y fascinante porte en la traviesa mirada, el pelo lacio y negro azabache dividido en tres abundantes mechas, dos caían sobre sus pectorales y la tercera cubría su espalda, en la frente recta lucía ancha banda de seda dorada.

De un tirón la empujó a un claro del bosquecillo, siempre aferrado al mechón que sobresalía del centro de su cráneo. De repente, Ann dio un jalón con fuerza imprevisible, y el hombre exclamó de desconcierto al advertir que de su puño pendía sólo el rabo castaño. La chica huía hacia la orilla, donde las olas aplanaban la arena, y allí quizás correría con menor dificultad. El capitán, queriendo parecer menos implicado pero sin embargo inquieto, agitó a Hyacinthe, y le instigó a que persiguiera a la maldita guinea de todos los demonios; más que inquieto, empezó a mostrarse divertido, y mofándose de ella vociferó diversos motes: ¡Bruja! ¡Avutarda! ¡Tiñosa! Una bandada de gaviotas picoteaba el oleaje con la esperanza de pescar bancos de sardinas y decenas de medusas, sin asustarse de la barahúnda que armaban los tres personajes. Rackham aguardó, entretenido contemplaba al mozo que resollaba a causa de sus cortas pisadas, perdiendo terreno detrás de la chica, que sin duda era mucho más veloz; tal como lo imaginó, al internarse de nuevo en la arboleda, ella logró evadirse. Entonces por unos segundos el semblante del pirata se tornó grave.

—Ya la buscaré… y la encontraré. —Calico Jack trabó las mandíbulas conteniendo más el deseo que la ira. Hyacinthe no sabía cómo hacerse perdonar por su jefe, avergonzado rezongaba, disgustado de saberse vencido por quien él consideraba, hacía apenas unos minutos, su inminente presa. Jack Rackham aseguró que se vengarían más temprano que tarde, y culminó la frase en una estruendosa y nerviosa carcajada. Sofocado aún, Hyacinthe averiguó con su jefe si irían a enterrar el baúl en aquel lado de la playa. El capitán Rackham negó, con la mirada vibrara como si la silueta de la rauda joven todavía estuviera recortada en la arboleda; no lo creía conveniente después del extraño encuentro; tal vez sería más inteligente hundir el baúl en el mar, o sembrarlo en una de las dunas de salitre, del lado opuesto a donde se hallaban, o un poco más adentro, hacia el sureste. No, nunca confiarse, Calico Jack se sentía incómodo con la absurda e inesperada presencia de la intrusa, le daba mala espina que una mujer le vigilase por otros motivos que no fuesen los celos.

Nunca antes Ann había vacilado al escapar de las manos de un hombre, más si este hombre era un pirata célebre; la piel erizada en sucesivos escalofríos daba la impresión de existir ajena a ella, dilatando a un fantasma cadencioso y aletargado. Ni cuando se fugó del hogar paterno el espantoso cosquilleo que ahora deseaba repeler invadió sus entrañas, tampoco después, cuando su marido decidió desampararla a la suerte de los enervados piratas, ni cuando fue ella quien plantó a numerosos enamorados o desatendió indiferente a simples aventuras pasajeras luego de saciar su apetito de mujer. Como vivía habituada a echar cerrojo a sus sentimientos, jamás pretendió que murieran de amor por ella, y mucho menos ella deseaba morir de amor por nadie. Había algo de excitante en el rechazo e, inconsciente de ello, fue sembrando el temor a la venganza de su duro carácter y creando un mito.

Nadie se atrevía a amar a Ann Bonny. Le importaba poco la sensibilidad femenina, aunque gozaba valiéndose de ella, y escudándose detrás de las finas maneras se desenvolvía astuta, haciendo de las suyas; sin embargo, actuaba al natural, jamás sintió curiosidad por imitar o sobrepasar a los hombres. ¡Ah, ellos! Despreciaba a los heridos que cicatrizaban fatal agotadas las campañas, no distinguía ningún gesto poético en la demora perversa del regodeo teórico de lo sensual masculino, pero tampoco apreciaba la aceleración del abusador, ni la súbita hipocresía del caballero. No recordaba ansiar asemejarse a nadie que ella hubiese conocido. Su único modelo simpático era el delfín, y el antipático, el tiburón. Entre ambos, si debía elegir, escogería el segundo, sólo por instinto de supervivencia. Cada vez comprendía mejor que lo que ella consideraba la ilusión de felicidad para nada se asemejaba a un hermoso e imaginario árbol cuyas raíces surgieran de la tierra.

El placer de la fuga dominaba sus sentidos, pero no obstante poseía la certidumbre de que quedaban menos sitios a su alrededor a donde pudiera partir sin que la doblegara la dependencia de una familia, de un marido, o de amistades torpes y exigentes. Amaba el mar, el sol, la luna, las estrellas, y el botín robado por los piratas. ¿A qué andarse con remilgos? Amaba el oro más que el oropel. Robar era su consigna. Y matar, ya lo había hecho, degollado, desollado, destripado sin piedad, aunque en defensa propia. Repetiría tal acción si el peligro acechara. Con dieciocho años normalmente no tendría que andar cavilando en semejantes cuestiones, debería ocuparse de asuntos menos perversos, quizás su juventud debería ser el pretexto perfecto para fingir la mosquita muerta, pero ella se negaba a recurrir a las artimañas. Siempre fue, era y sería así. Tal y como lo sentía. Una bandolera distinguida, el fruto de la unión de un circunspecto y adinerado padre con una arpía criada devenida señorona de impostados modales, recogida luego al buen vivir.

¿Fiesta, pendencia, o circo? Todo a la vez, quedaba claro a simple vista. En el palacete veneciano edificado al borde de una roca que daba al abismo, seguido del océano, los dueños de la residencia, Augustine y Thibault de Belleville, pareja de primos pelirrojos unidos en el matrimonio para amasar fortuna y una de las más ilustres familias francesas de La Nouvelle Providence, celebraban el desembarco de almirantes, capitanes, y oficiales de mediano rango de la marina española, quienes habían sido avisados de que recibirían distinciones unos y serían ascendidos otros, mensaje tramitado por la Corona, en el simple trayecto de la playa a la taberna más próxima, enaltecidos de este modo debido a su conspicua combatividad durante los asaltos filibusteros a los barcos que comandaban. Además, ¿por qué no? También daban la bienvenida a ciertos piratas ingleses que comenzaban a hacerse famosos en el ámbito caribeño, admirados muy en secreto incluso por sus contrincantes, allí presentes, sobre todo por la carnosa Augustine de Belleville en homenaje a una tataratatarabuela pirata, Jeanne de Belleville.

Autoridades de la isla honraban la ceremonia haciendo caso omiso de tantos delincuentes y bandidos reunidos —los salones de los Belleville, por el hecho de ser aristócratas franceses algo jubilados de La Francia, eran considerados terrenos neutros—, y músicos, trovadores, pintores, artistas de circo, incluidos los fenómenos, como la mujer araña, gnomos de tres piernas, ogros polifemos y tirapedos, muy graciosos, según el juicio de Thibault de Belleville. Si Augustine de Belleville despedía un fresco y agradable perfume de rosas y a la legua resaltaba su escrupulosidad, por el contrario, su primo y esposo, gozaba la fama de puerco; no en balde su mujer andaba con un pulverizador en ristre, en un bolso de mano, y cuando se le plantaba al lado, sin disimulo ninguno, ella oprimía la válvula y regaba agua de rosas, o de violetas inglesas, o de jazmines y naranjas andaluces.

Además, saltimbanquis, ilusionistas, jaleadores profesionales reclamados con el único objetivo de excitar y divertir. Todos ellos alternaban la compañía de damas de alcurnia, cuyos títulos de nobleza sonaban a dudoso origen, con la de señoritas de reticentes ademanes y —según sus ayas— educadas bajo estricta formación religiosa en conventos fundados en islas vecinas, a golpe de sacrificios de indios y esclavos, a manos de sus peninsulares y criollas genealogías; y también con voluntarias y voluntariosas ejecutivas del placer, Matura la italiana brindaba por una tal demoiselle Militina Trinca, griega muy cultivada, incluso en tiempos remotos había modificado las leyes de la mar a favor de la mujer —afirmó, socarrona—, ninguno de los allí presentes le daba ni siquiera por el tobillo, y soltó una discreta risita al oído de María la Gorda, portuguesa y traficante de esclavos. Carioca la brasileña, enjoyada desde el cráneo a los tobillos, intimaba con madame Ducasse, poetisa romántica y asaltadora de caminos, prima del gobernador de Saint Domingue.

El espectáculo no podía ser menos deliciosamente primitivo, observó Ann, recién llegada, desde la entrada principal del espacioso salón; iba acompañada de uno de sus amantes forajidos. Al frente, atravesando el recinto, destacaba un inmenso cuadrado de cielo azul enmarcado en un ventanal que daba a una baranda de balaustrada dorada. Nunca antes Ann había sido invitada a estas extrañas fiestas donde se mezclaban amigos y enemigos, fieles y traidores, creyentes y profanos; su mirada recorrió el salón de punta a cabo, y recurvó al enorme balcón, y entonces comprendió por qué había recibido la esquela de manos de Charles Vane exigiendo su presencia. Allí, amparado por una algodonosa nube, apareció un elegante Jack Rackham, la cabeza cubierta con un tricornio, engalanado con una espléndida pluma de avestruz teñida de amarillo, trajeado con una suerte de aljuba ceñida de terciopelo azul oscuro, pero de mangas largas orladas de plateado en los anchos puños, camisa de seda blanca, cuello ribeteado en finos encajes de Bruges, pantalones calicó, rayado en listones blancos y azules, ligeros y abombados poco más abajo de la rodilla, medias blancas, zapatillas a juego con la chaqueta, hebillas bordadas de zafiros, dedos enjoyados de sortijas cuyos brillantes cegaban de sólo fijarse en ellos, de las orejas colgaban sendas perlas negras. Sonrió a la muchacha que, con aparente indiferencia, clavaba una gélida mirada más bien en la nube que servía de trasfondo, entonces él, desnudándose la cabeza, gesticuló una burlona reverencia. Al erguirse, la brisa batió su pelo, desmelenado encima de sus hombros en copadas hebras.

La mano izquierda de Ann se dirigió inconsciente al arma escondida debajo del corpiño de tafetán, encorsetada a más no poder, lo que apenas le permitía respirar, pero le daba una prestancia a su postura. Ataviada a la moda femenina, el pelo recogido en bucles, un dije con una perla en forma de lágrima dividía sus cejas cayendo en triángulo sobre la frente, el ajustado corsé francés en color marfil refinaba la cintura, el escote en corte de corazón elevaba y abultaba hacia el empolvado cuello los senos aplastados, al respirar hondo descubría el inicio de la areola de los pezones y un lunar pintado en forma de luna; el pecho, aderezado con una perla gemela con la alhaja de las sienes que pendía de un collar de diamantes, brazaletes de oro puro tintineaban al menor movimiento de los brazos, la amplia falda de delicada organza también en tono hueso marmóreo transparentaba los muslos y las piernas, zapatillas de piel de cordero bordadas en conchas de nácar ceñían los pies. Iba abrigada con una capa de terciopelo violeta con fondo en seda de oro, aunque hacía un calor insoportable, pero en conmemoraciones como aquella se debía guardar la forma y respetar los patrones de la elegancia europea. Augustine de Belleville palmoteó con sus regordetas manitas exigiendo atención, y de los corredores emergieron camareros que portaban bandejas desbordantes de selectos pescados, mariscos, langostinos, vinos importados, sidras burbujeantes, vasijas altas cuyo contenido de espumosa cerveza hizo relamer de gusto a los exquisitos degustadores.

Sentados a una mesa de madera de varios metros de largo, los comensales devoraron y bebieron a más no poder, en medio de un barullo ensordecedor. Quienes más escandalizaban eran los insulares, seguidos por los españoles y los italianos, los franceses fingían seguirles la rima, pero más bien detestaban el desenfrenado parloteo generalizado. Esquivaban opinar de política, y cuando inevitablemente se tocaba el tema, los rivales rehusaban cruzarse las pupilas, rehuían altaneros cualquier afrenta directa, y pasados algunos minutos de pullerías, o sea, bajezas hirientes, o por el contrario, insultos sosos, se retornaba a las conversaciones ligeras, la moda, la riqueza, los tesoros, los palacios, los castillos, villas adquiridas y revendidas, dotes, herencias, títulos nobiliarios… O simplemente, ante la persistente demanda de numerosas espectadoras, los piratas contaban banales altercados que disfrazaban de proezas marítimas, cuidando de no herir la sensibilidad de los marinos obligados a la jubilación, quienes, no cabía duda, que más temprano que tarde, dadas las circunstancias, devendrían a su vez piratas. En la mar, o una cosa o la otra. Augustine de Belleville se las había arreglado para sentarse junto a Ann. Envuelta en una azulada humareda de tabaco, se dirigió a su vecina.

—Agradezco que haya aceptado venir. Es un gesto que me obliga a deberle —con los franceses siempre se está obligado a la deuda—. Puedo pagarle in situ, pues advierto que está usted muy interesada en uno de mis convidados.

—Es increíble el parecido suyo a una mujer con la que sueño desde que soy niña. —Ann evitó entrar en el trapicheo de toma y daca—. Ella está en un barco, con sus hijos, en fin, creo que son sus hijos…

—Ah, sí, desciendo de ella, la vieja zorra, Jeanne de Belleville, uno de esos chicos fue nuestro tatarabuelo, de Thibault y mío… Es probable que le hayan contado sobre ella, una de las más bellas aristócratas de Francia. A lord Olivier de Clisson, su esposo, le rebanaron la chola con una espada en la plaza de Gréve. El verano del 1343 fue espantoso en el tema del crimen político camuflado en crimen común, podemos apreciarlo en una viñeta de Jean Froissart del siglo XV. Ahora, todo parece indicar que intrigó contra Inglaterra, figúrese. La viuda, mi tataratataratarabuela, juró venganza, lo vendió e hipotecó todo, compró una armada filibustera, se hizo ella misma la capitana pirata, devastó ciudades, le arrebató la manía por inmolar e incendiar. Muy cruel se volvió esta chica, muy cruel, mi tataratatarabuela. Con ella arrastraba a sus pequeños idiotas, iguales de malignos que su madre. Seguro le habrán hablado de ella y usted se quedó con el fantasma de esta golfa abatiéndole los pensamientos.

—Nadie me habló nunca de Jeanne de Belleville —aseveró Ann, sorprendida.

—Bueno, al grano, ¿desea conocer a Calico Jack, sí o no?

—Nos hemos visto ya. Me interesa el tesoro, no la persona.

Augustine no supo eludir la carcajada.

—Querida, todas ansiamos el tesoro, para eso invité al capitán; es viejo ardid; con tal de sacarle dónde ha enterrado el bendito cofre; pero, tranquilícese, esta noche él no constituye la pieza clave en el rompecabezas, existen innumerables víctimas y tesoros más accesibles, o sea, propuestas mejores. No pretendo encapricharme. Créame, recomiendo también al hombre, es un consejo de experta. Puedo adelantarle, como aperitivo, que es como un sol vibrando en el vaivén del oleaje. Muy chulampín, eso sí; aquí todas le estamos detrás. Y él, que no se hace de rogar, buena perla es… Una joya, una joyita embarrada en almíbares…

Unos engulleron y otros apenas probaron el suculento banquete, empezado al atardecer y que duró hasta la mañana siguiente; obedeciendo la orden de los anfitriones, una jovencita pareció que revoloteaba hacia una arpa gigantesca, un negro vestido de levita pulsó el violín, un cuarentón regordete de ridícula estatura y piernas gambadas arrancó resonancias magistrales a un órgano barroco. Los criados recogieron la mesa, y junto al concierto empezó el anunciado festejo. Cada hombre y cada mujer buscaron la pareja de su conveniencia y los disparejos se arrimaron como pudieron, bailando enardecidos y embotados por la fanfarria general. Los que no bailaban hacían trastadas, como la mujer araña, envolviendo a unos cuantos militares y piratas en las redes que tejían sus brazos y piernas con los hilos nacientes de los poros de su cuerpo. Los ogros paseaban con apocada, doncellas sentadas encima de sus gibas. Los enanos bailaban a tres pies con aquellas cocottes de Las Amazonas que no habían conseguido buenos partidos. Algunos se batían en duelos amistosos que terminaron invariablemente en riñas sanguinarias, pérdidas de dedos, orejas, cicatrices a granel en los rostros, debido a lo cual poetas miedosos canturreaban o garabateaban versos en cuadernos pesados imitando a los locos, y más distantes, el comefuego y el tragaespadas hacían la sensación de un público vicioso de percances y aventuras. Augustine de Belleville se apoderó de la mano afiebrada de su compañera de mesa, danzó con ella; enlazadas por la cintura, en uno de los giros aprovechó para escabullirse y dejar a Ann plantada, delante de Calico Jack, a quien todas las damas de reputaciones respetables, o dudosas, no quitaban los ojos de encima.

Él la atrajo hacia sí. Volaron más que tripudiaron, girando y retándose serenos. Cesó la música, los aplausos y los vivas a los artistas invadieron la estancia, y dominó la confusión del deseo exacerbado por la cálida caída de la tarde. Ella empujó al pirata hacia la terraza, hincándole la punta afilada en el flanco derecho.

—No deberías haberme amenazado; si lo que querías era estar a solas conmigo, yo habría aceptado gustoso, suelo ser muy complaciente con las señoritas —sonrió y los dientes inmaculados rozaron el borde del labio inferior.

—Me conformo con una parte importante del botín. Con el que Charles Vane pagó a usted por los negros. —Ann no bajaba el arma.

—Ah, eres de las nuestras… Si lo quieres, si de verdad lo anhelas, deberás acompañarme.

Jack Rackham la haló de un tirón hacia él, a riesgo de acuchillarse el hígado. La daga picó en el canto del balcón y cayó al vacío. El pirata besó a la joven, y le lamió los labios, y le chupó la lengua, introduciendo la suya hasta la garganta. Rodaron enlazados a todo lo largo de la baranda, balanceados por el viento salitroso. Aprovecharon que alguien había dejado abierta la puerta de una recámara que daba a la terraza, las velas del candelabro estaban a punto de extinguirse y a tientas desgarraron las ropas y fundieron sus cuerpos desnudos y sudorosos. A la joven la recorrió un escalofrío muy hondo, detrás del ombligo, una especie de sabrosura perdurable. El pirata besó su cuello mientras la olía, se apoderó de una jarra de porcelana y sorbió grog, lo vertió dentro de su boca, volvió a coger buches de ron mezclado con agua y fue derramándolos en los senos, en el ombligo, entre las piernas. Agitó la lengua por toda la piel, lamiéndola desde los párpados hasta los pies; mordisqueó los pezones, las axilas, serpenteó la lengua en el vientre, escupió en el pubis y absorbió la saliva empantanada en los labios del sexo. La apartó, para contemplarla, le gustaba aquella complexión fuerte, musculosa, tetas redondas y paradas, erizados los pálidos botones rosáceos, la pelvis estrecha y abultada.

Por otra parte, a ella le fascinaba la hercúlea figura del hombre, masa fibrosa, sus ojos, su boca, la melena salvaje. Escrutó para ahí, debajo de la pelambrera oscura, un miembro liso de asombrosas dimensiones, brillante, erecto, en la punta una gota transparente y viscosa. Ella saboreó el semen, tirada en la cama abrió las piernas, mostrando el tajo rojo, empapado y resbaloso. Él se acostó encima de ella cuidando de hacerse ligero, y la penetró con suavidad, empujando acompasado, después arremetió con fuerza para volcarse en sus entrañas mientras con la mano derecha frotaba la pepita, ella gemía desmayada en el placer, entonada en lo más ascendente de la excitación.

—Vendrás a mi galeón, no te niegues, te irás conmigo; mis tesoros serán los tuyos —prometió Calico Jack.

—¿Sí, hasta ese punto, tan fuerte te dio? No, no saldrá bien. Ya pasé por eso. Mi marido, James Bonny…

—Sé quién eres. Y además sé que voy a amarte. Sé todo de ti y de tu marido… Juro que te amaré.

—Es lo que prometen todos. Y después de lo metido, nada de lo prometido. —Rio escandalosa de la frase soez—. ¡Aaaah, la vida! En fin, hablando del «difunto», sólo hice unos cuantos viajes junto a él, en camarotes de lujo, más o menos en calma. Hubo abordajes, como podrás suponer, me bauticé. Hasta que fui secuestrada por los piratas por su culpa, a decir verdad, después de fastidiarme bastante, decidieron consentirme, ¿ves? De lo ridículo a lo sublime.

—Mi reina, serás mi reina. Nadie podrá saberlo, mañana embarcamos.

—¿Ni tu ayudante?

—Ni Hyacinthe, nadie. Dormirás en el camarote junto al mío, comunicaremos a través de una puerta secreta…

—Oye, tú, niño, ¿por qué debo creerte?

—Todas lo hacen.

—No soy como las demás.

—Es lo que dicen todas.

—¡Nunca te creeré! Y diciendo esto abrió un superficial arañazo en el pecho del hombre.

Él la atrapó y jugaron a marcarse a mordidas, chupones y pellizcos.

Empezó a caer una tupida llovizna que levantó del suelo mucho polvo y vapor achicharrante, arreció al punto una lluvia torrencial con ventolera; en la distancia, los nubarrones se tornaron de grises a oscuros, la cortina del aguacero cubría el horizonte. ¡Ciclón, viene el ciclón!, vocearon los lugareños desde las ventanas vecinas, que fueron cerrándose a cal y canto. En el palacete, los convidados de Augustine y de Thibault de Belleville, incluidos los anfitriones, aún roncaban agrupados en las camas o acostados en el enlosado suelo, o recostados encima de almohadones y cojines embarrados en vómito y en sangre. Todavía era la madrugada, Ann se marchó a casa, el capitán Rackham tomó rumbo hacia el velero, ambos prometieron juntarse en el Kingston.

La joven se enfundó la indumentaria masculina, y después de recoger unas cuantas pertenencias, al aclarar, corrió hacia la playa; pese a la ventolera huracanada, remó en una canoa batiéndose con el encrespado oleaje, en su intento de alcanzar el barco pirata tapado por la neblina opalina. Ann presintió que, en lugar de ir a formar parte de aquel navío, su piel se rompía y los huesos crujían y crecían en una dimensión sobrenatural, inflamados desperdigaban centellas cobrando la forma de un velamen, y entonces acontecía lo imprevisible, ella se transformaba en un navío, y debía avanzar, a toda velocidad, acudir rápido, más rápido, a más no poder, hasta el centro, allí, hacia lo más puro y sobrenatural de la mar, horizonte de espumas fileteadas en redes tornasoladas. Zambullirse, nadar, flotar, volver a sumergirse, nadar, tragar las aguas tibias y perfumadas, enredar sus piernas en los sargazos… Murmuró que no había nada más similar a verse entrampada en las redes de la quimera como vivir el desvarío de metamorfosearse aunque fuese en bergantín:

—¡Ann Bonny, maldita! ¡¿Adónde crees que huyes?! —Una silueta saltaba en la orilla como un mono al que han cuqueado agitándole un racimo de plátanos maduros para luego tirarle un puñado de maníes zocatos. Entrecerró los ojos y aguzó la mirada. Desde la playa, James Bonny, malhumorado, acompañado de un soñoliento obeso, adjunto del gobernador recién levantado de la cama, exigía cuentas, y la instigaba a retornar.

—¡Ann Bonny, no te escaparás, nos debes plata de la taberna! ¡El gobernador en persona irá a por ti! ¡Ya verás lo que son cajitas de dulce guayaba! ¡Ann Bonny, he vuelto, por todos los demonios! ¡Ann Bonny, espera noticias mías, me vengaré!

Juntó hasta la última gota de sus fuerzas, apretó los dientes y reanudó el remo, hacia el infinito finito, un eternal presente, lo más veloz que pudo al oculto azul añil. Mujer galeón, aunque tuviese que infringir el reglamento y refinar su instrucción en el dominio de la ambición de los hombres; a toda costa debería existir como mujer galeón.

—¡Levad anclas, largad amaras! —voceó el capitán Jack Rackham, preparando para zarpar.

El sol desapareció detrás de un nubarrón.

—¡Eeeh, eeeh, soy James Bonny! —gritó el nervioso soplón desde la chalupa, acompañado siempre por el adjunto del gobernador.

El pirata asomó incrédulo medio cuerpo hacia afuera de la borda.

—¿Busca usted a alguien?

—¡A una esposa, la mía, sé que está con usted! ¡La devuelve, o paga por ella!

—¡Está loco, hombre, márchese! ¡No puede haber ninguna mujer a bordo!

James Bonny pacientó el resto del mediodía, remando muy pegado, pisándole los talones, aguardando a que cayera la noche, bogando infatigable, persiguiendo furioso lo que él creía un bergantín, pues aunque relativamente cercano, la espesa niebla, las nubes muy bajas, el día gris, el mar plateado, reducían su capacidad de visión.

—¿Cuánto quiere? ¿Le parece bien esto? —susurró el pirata, que mostró desde lo alto un cofre abierto, resplandeciente de coronas y escudos de oro.

El contrabandista aceptó mientras afirmaba varias veces con la cabeza. Calico Jack lanzó una moneda al aire, el otro la atrapó y probó su autenticidad mordiéndola con fuerza. El cofre fue entregado en mano por Hyacinthe, quien descendió expresamente a la chalupa para efectuar la transacción, tras sospechar la esencia del negocio. Entretanto, en el camarote forrado en terciopelo rojo adornado con orlas doradas, dormía Ann Bonny, ignorando que acababa de ser vendida por su marido y comprada por su amante.

—¿Al menos habrás exigido una factura por la mercancía? —Escudriñó entre humillada e irónica en el rostro del pirata, cuando al desperezarse, estirados los brazos al techo, supo por él mismo de lo acontecido.

—Nos ha entregado un contrato firmado por él, tienes derecho a ser mía mientras vivas en la mar. En tierra le perteneces, ya que es tu marido por ley.

—¡No es más que un vividor, un mequetrefe, chulo de a tres por cuartos! ¡Un cobarde! —exclamó, furiosa.

—Ann, ponte hermosa, cenaremos en el camarote —respondió indiferente, tratando de desviar hacia él la atención de la joven.